jueves, julio 05, 2007

El 2 de mayo

En un post muy reciente nos ocupamos de la tangana que se montó a finales del siglo XVIII en España, potencia mundial en decadencia que tuvo la mala suerte de estar situada pared con pared con una de las potencias pujantes (o sea, Francia). Fueron tiempos complejos en los que puede decirse que empezó todo. Las dos Españas, sin ir más lejos, nacen ahí, con la Revolución Francesa y sus consecuencias. Y nace toda una nueva concepción del hombre y de la política, de la que nosotros somos hijos.

Los momentos cruciales precisan de gestores cruciales; pero no fue éste el caso para nosotros. Uno de los defectos, quizá el mayor, de los sistemas monárquicos, es que son una apuesta estadísticamente condenada al fracaso. Habiendo como hay en España unos 15 millones de familias distintas, se apuesta por una sola para designar a quien ha de gobernar de entre sus miembros (designación, además, notablemente rígida en sus reglas, pues prevalecen los hombres sobre las mujeres, lo cual es absurdo; y los primogénitos sobre los siguientes, lo cual es una gilipollez del mismo calibre). Pues los reyes europeos, esto quizás hay que recordarlo, han gobernado hasta antesdeayer por la tarde; hoy son poderes arbitrales y blablabla, pero no hace mucho tiempo, y desde luego finales del XVIII, gobernaban.

Robert Graves, en sus insuperables novelas sobre el emperador Claudio, hace decir a sus personajes que el árbol de la familia patricia Claudia era capaz tan sólo de dar los mejores y los peores frutos. Algo así parece ocurrirle al árbol de los borbones. La Historia está muy de acuerdo hoy en día en que Carlos III fue un rey prudente, con notables dosis de estrategia y una idea clara del progreso; ello a pesar, y éste es dato que no suele recordarse, de que a sus contemporáneos les caía bastante mal y tendían a valorarlo en poco (Carlos III es, pues, un poco el Adolfo Suárez de la monarquía). Sin embargo, aún admitiendo esta calidad en este rey con nombre de coñá, lo cierto es que lo que vino después durante casi un siglo (por orden: Carlos IV, Fernando VII e Isabel II) es como para echarse a temblar.

Isabel II, a mi modo de ver, es culpable de ser facha. A pesar de que reinó sobre un país en el que la marea liberal (aún no demócrata, por lo menos no en todos sus elementos) era innegable, se llenaba la boca con eso de que era la reina de todos los españoles mientras que demostraba que su concepto de gobernar para todos los españoles era darle el bastón de mando al general Narváez para que se dedicase a exiliar opositores o darles de hostias en los cuarteles (amén de sacar adelante algunas de las peores leyes de imprenta que se han visto en este solar). Con todo, no llega al nivel de sus augustos padre y abuelo, los cuales no es que fueran malos gobernantes; es que fueron gobernantes traidores.

Tomemos una imagen que conocéis, por lo menos la mayoría: el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y la toma del Congreso por el teniente coronel Tejero Molina. Gracias a esa cámara de televisión que se quedó conectada, todos podemos ser testigos de lo que pasó: entrada del teniente coronel, admonición al personal («¡Quieto todo el mundo!») y ristra de disparos al techo. En ese momento, el guardia civil está poniendo en jaque a la democracia. Y, ¿qué hace su representante máximo, allí presente? Pues, lo primero, no agacharse: si han de matarlo, que lo maten. Segundo, a través de su autoridad militar (el teniente general Gutiérrez Mellado; ¿para cuándo una estatua para este militar que hizo por nosotros mucho más que muchos de los que ya las tienen en nuestras plazas?), conminar a los sediciosos para que depongan las armas.

Cuando se es máximo representante de una nación, su defensa hasta la última gota de sangre es algo que no está entre las opciones. No hacerlo es traición. Y esto es lo que, a mi modesto modo de ver, cometieron Carlos IV y su hijo en los últimos años del XVIII, primeros del XIX.

Carlos IV firmó primero una alianza con Napoleón por la cual España se convertía en coinvasora de Portugal y, luego, simplemente abdicó. Presionado por Napoleón, que quería el control directo de España, cedió su corona a cambio de una pensión de treinta millones de reales y una finca con palacio en Compiègne; es decir, lejos de ser masacrado por quien le robaba lo suyo, fue agasajado por su ladrón, motivo más que sobrado para pensar que se dejó robar encantado de la vida.

Y su hijo. Porque la primera tentativa de Carlitos fue abdicar en la persona de su hijo, probablemente pensando que Napoleón lo consideraría un satélite dócil. Sin embargo, el francés tenía otros planes, así pues comunicó a la real familia que no aceptaba este apaño. ¿Reacción de Fernando VII? Renunciar, por supuesto. ¿Enfrentarme yo, con peligro de mi vida o de sufrir encarcelamiento, pudiendo irme a mamarla al chalé francés de papuchi? Ni de coña.

En el fondo de todo esto yace un concepto sociopolítico que cambiará tras esta traición y, aunque sufrirá retrocesos, acabará arrastrándolo todo: el concepto de pueblo soberano. El inicio de la Constitución de Cádiz es, fundamentalmente, un gran reproche a esta actitud borbónica. Dice que la soberanía reside en la nación española, que no podrá ser propiedad de familia alguna. Los diputados de Cádiz están diciendo: a mí no me vendes ni me regalas por treinta putos millones de reales y una casa con jardín. A mí no me vendes por nada, porque tú no eres nadie para venderme ni para alquilarme. Curiosamente, el concepto nacido en el proceso que parió a Napoleón, nuestro enemigo. Por eso, los liberales españoles de principios del XIX serán tan raros: aplicando sus convicciones, lucharán para vencer a quienes se las han enseñado.

Que el 2 de mayo iba a ocurrir era un hecho. La única duda era cuándo. Un político de la época, Alcalá Galiano, relata en sus memorias que aquella mañana estaba vistiéndose en su dormitorio cuando entró su madre y simplemente le dijo: «Ya ha empezado». España era ya un país dominado de facto por los franceses y cuyo espadón era el general Murat. Murat, como también hizo José Bonaparte cuando fue nombrado rey, trató de hacerse el españoloide, motivo por el cual organizaba corridas de toros. Estando la plaza abotargada de gente, alguien gritaba «¡Viva España!», y se montaba la mundial. Por todas partes, los franceses recibían pruebas fehacientes de que eran odiados.

En mayo de 1808, por supuesto Fernando VII no estaba en Madrid. En un ejercicio de obediencia digno de cualquier chucho campeón de concurso de agility, había saltado las barreras precisas y esquivado los pivotes marcados en el suelo, bajo las atentas órdenes de su dueño francés, y se había pirado de España, dejando una especie de Consejo de Regencia que hacía las veces de engañifa de que España seguía gobernada por españoles. Tan pastueña era la actitud borbona hacia el pérfido gabacho que, 24 horas antes de que empezasen las hostias, un clarividente Murat le escribía a Napoleón: «Les affaires d’Espagne sont terminées». Como diría Max Estrella, todo con cráneo previlegiado

Claro que esta actitud era lógica. A los ojos de un general francés de aquel entonces, España era su rey su corte, o sea sus nobles; y todos ellos, sin faltar uno, estaban lamiéndole las botas comme il faut. Nadie contaba con el pueblo. Con el personal. Con los dependientes, los artesanos, las modistillas, los chulos de putas, las putas, los escribientes, los aguadores. Éstos carecían de derechos; eran el pueblo llano y el pueblo llano, dice el catecismo absolutista, es tan idiota que hay que pensar por él.

Fruto de ese hondo desprecio por lo que ahora llamamos opinión pública, pero que ha existido siempre, es la decisión del valiente y esforzado Carlos IV, refugiado en Compiègne, quien da la orden, que llega a Madrid el día 1 de mayo, de llevarse a Francia al infante Francisco de Paula y a la reina de Etruria con sus hijos. Era el acabóse. La familia real española, simplemente, se piraba. Al completo.

La noticia corrió por Madrid aquella noche como un reguero de pólvora. Los descuideros, las meretrices y las tahonas fueron su caja de resonancia. Como todo lo que corre de boca en boca, fue progresivamente tergiversado y así, al llegar la mañana, en todo Madrid se decía que el pobre infante estaba en el Palacio Real, negándose a marchar y llorando. ¿Cuál es nuestra reacción cuando vemos a un adulto intentando obligar a hacer algo a un niño que se niega a hacerlo llorando? Pues eso fue el 2 de mayo; defendiendo a un niño, los españoles giramos los goznes de nuestra Historia.

Un carruaje sale de palacio. Una multitud de madrileños, allí congregada, se lanza sobre él y corta los correajes de los caballos, que salen de najas ellos solos. En ese momento, llegan las fuerzas de orden público: un batallón francés el cual, sin previo aviso, dispara a la multitud.

Napoleón era un gran militar, yo no lo voy a poner en duda. Pero un gran militar antiguo. Hasta el 2 de mayo, la guerra se practicaba entre ejércitos y en campo abierto; las ciudades se sitiaban y como consecuencia de ello cedían, o no. Pero la guerra antigua no sabe nada de cómo se hace para entrar en una ciudad y dominarla. Esa disciplina pertenece a la guerra moderna, y es una disciplina, además, inaprensible pues los ejércitos modernos, con doscientos años de experiencia a sus espaldas, todavía no la dominan.

Monsieur de lo que sabía era de putear al enemigo en campos como Wagram o Austerlitz. Pero en las callejas de Madrid, su todopoderosa Grande Armée se enfangó. En una calleja, un destacamento de 18 dragones franceses pasa a trote corto. Desde los balcones las mujeres (pues los hombres se han marchado a por armas) les tiran de todo: tiestos, piedras, hasta muebles. Los dragones desmontan y entran en el inmueble. Se desconoce cuántas mujeres había dentro. Lo que se sabe es que sólo uno de los 18 soldados franceses consiguió volver a salir por aquel portal con vida.

En la Cuesta de la Vega, un grupo de adolescentes cerca a un destacamento de soldados armados con fusiles. Aprovechando su conocimiento de las calles, los apedrean. No quedó ni uno vivo.

Las armas del 2 de mayo son dos: el adoquín y la faca. Con preferencia del primero. Madrid no es, obviamente, ciudad asfaltada; por todas partes hay cantos suficientes como para tratar de partirle en dos la silla turca a cualquier soldado azulón. Cuando los franceses ceden, llega la orgía de sangre. Lo que Goya pintó en su carga de los mamelucos es sólo un pálido reflejo del tsunami de sadismo que se desplegó en aquellas horas. Una vez desarmados, aún vivos, moribundos o muertos, los franceses son apuñalados con saña, pateados, lapidados, ahorcados. En la calle Toledo, un grupo de franceses ve llegar una masa vociferante de gentes violentas con tal actitud que se acojonan y deciden hacerse fuertes en una calleja cortada estrecha. Los españoles meten en el callejón, a presión, a cuarenta mulos, y les fustigan las grupas, los asustan, para que en el fondo de la calle, junto a la tapia, pisen, muerdan y coceen a los franceses hasta matarlos.

Otra de las características del 2 de mayo son los niños. Todo el mundo ha oído hablar de Manuela Malasaña pero, en realidad, este nombre es una sinécdoque. Representa a muchos otros que la mitología popular ha olvidado injustamente.

Manuel Sánchez Gascón. No tenía ni quince años. Lo mató un granadero francés cerca de la iglesia de Santa María, mientras su madre lo presenciaba todo. Cosió al niño a sablazos hasta que dejó de respirar.

Manuela Malasaña. Quince años. Murió junto al parque de Monteleón, en una barricada junto a su padre, a quien pasaba las armas para que no dejase de disparar.

Clara Michel. Murió en la calle de los Milaneses mientras tiraba piedras a los franceses. Tenía nueve años.

Felipa Vicálvaro. Quince años. Murió en la plaza Mayor.

Luisa García Muñoz. Tenía siete años y vivía en un piso alto de la calle del Rubio. Siendo apedreados desde los balcones los franceses, contestaron con una descarga de fusilería que le reventó el pecho. O su madre era una inconsciente o, lo más probable, si es que estaba en el balcón es porque participaba en la agresión.

Manuela Aramagona. Muerta en el parque de Monteleón, como Malasaña. Doce años.

José Gacio. Once años. Probable participante en la carga de los mamelucos. Murió en la calle Carretas, de un disparo certero.

Gregorio Arias Calvo. Quince años. Fue detenido por los franceses tras ser pillado agrediéndoles. Fue fusilado, como otros muchos, en las tapias que hay cerquita de la Estación del Príncipe Pío. A pesar de su corta edad, se negó a llorar o implorar; insultó a su pelotón y terminó su vida con un chulesco: «¡Venga, tirar ya! ¿A qué esperáis?»

Ricardo Mozo. Catorce años. Otro que podría haber salido en el cuadro de los mamelucos. Se fue a Puerta del Sol con una onda y allí trataba de elegir oficiales franceses para matarlos. A uno lo caló y le lanzó un cantazo tan certero que el francés cayó inconsciente del caballo y murió pisoteado por su cabalgadura. Un granadero francés que lo vio partió en dos la cabeza del niño con su sable.

A estos héroes anónimos se unen los nombres más conocidos. Sobre todo los capitanes Daoiz y Velarde, dos militares que en realidad son tres (falta el teniente Ruiz, tan héroe como ellos, en mi opinión). Ellos son el trasunto de la escasa dotación militar española que ese día reside en Madrid, sobre todo en el cuartel de Monteleón, lugar hoy de paseos y botellones. Se niegan a aliarse con los franceses (algo a lo que quizá les obligaría la legalidad vigente, teniendo en cuenta las componendas firmadas con Napoleón por nuestros amigos borbones) y dan armas al pueblo. Morirán en el intento, claro.

En estos tiempos que hoy cuento, Francia tenía un pintor nacional, David. Si cerráis los ojos y traéis a la memoria el retrato de Napoleón a caballo que alguna vez hayáis visto, con seguridad será el de David. Pues bien: mientras los españoles gritaban vivas a España por las calles, mueras a Francia, y reaccionaban en consecuencia, sus reyes estaban en el país invasor, viviendo la dolce vita, y tratando de contratar al famoso David para que les pintase dos retratos de Napoleón: uno, destinado a ser colgado en el Palacio Real; y otro, en el de Aranjuez.

Además de esta actitud tan valiente y decidida, los borbones podían haber ocupado sus ocios leyendo. Por ejemplo, el Policratus, un libro escrito hacía entonces ya más de 800 años por un filósofo, Juan de Salisbury, y que comienza con estas palabras: «Entre un tirano y un príncipe hay una diferencia simple pero crucial: el príncipe obedece a la ley y gobierna al pueblo según ésta dicta, y no se tiene por otra cosa que por un servidor de su pueblo.»

Pero, claro, quién les iba a pedir a estos tipos que leyesen algo situado más allá de su ombligo.

lunes, julio 02, 2007

La radio

Finales del siglo XVIII. Son los años de la Ilustración, los primeros años o momentos en los que la Humanidad piensa, seriamente, que la solución a muchos de sus males no provendrá de la oración o del azar, sino del saber y de la ciencia. Se dice mucho eso de que España permanece ignota de este espíritu ilustrado, pero no es del todo cierto. Científicos españoles los hay; lo que no hay en España es ciencia. Pero cerebros existen como en todas partes.

Está, por ejemplo, un médico catalán, que se llama Francisco Salvá y Campillo, más que probablemente eso que llamamos un superdotado, pues de él sabemos que con 20 años ya había terminado la carrera de medicina. Otra característica propia de los muy inteligentes es su ecumenismo científico. Pese a que Salvá, como médico, se preocupa fundamentalmente de las enfermedades (y muy especialmente la difusión de la vacuna Jenner), también le interesan la meteorología y la ingeniería. Como ingeniero, inventó al parecer una especie de submarino, que se llamó el barco-pez, que sin embargo no resolvía el problema del suministro de oxígeno debajo del agua. En 1795, dentro de estos trabajos ingenieriles, Salvá presenta ante la Academia de Ciencias Naturales y Artes de Barcelona una memoria titulada Posibilidades de establecer comunicación a larga distancia a través del agua. Análisis el suyo que tuvo poca aceptación y durmió rápidamente el sueño de los justos.

Pese a lo cual es considerada como el primer precedente existente en España de lo que hoy es la radio.

Salvá, no obstante, era un adelantado a su tiempo. Inventa el submarino décadas antes que Monturiol y formula las bases de la radiofonía casi un siglo y medio antes de que verdaderamente se desarrolle. En realidad, en España, la radio no comienza a desarrollarse hasta que pasa una cosa que es crucial para muchos adelantos científicos y técnicos: concitar el interés militar. En 1904 se logra establecer la comunicación radiotelegráfica entre La Coruña y El Ferrol, en el marco de unas experimentaciones del Centro Eléctrico y de Comunicaciones del Ejército español. A la luz de estas experiencias, una norma de 1907 autoriza la instalación en España de un servicio radiotelegráfico. Sabemos poco de lo que ocurre en los quince años siguientes, pero sabemos que, desde luego, algo ocurre. Además de algunos hechos aislados (como, por ejemplo, la retransmisión de un concierto celebrado en Madrid a Valencia, en 1920), el principal indicio es el real decreto que da nacimiento a la radio en España, de 27 de febrero de 1923.

Decimos esto porque esta norma, además de contener la lógica declaración de la radiodifusión como servicio público y monopolio estatal, contiene no pocas amenazas, en el sentido de que las emisoras ya existentes y alegales (es decir, no creadas al amparo de normativa anterior, dedicada al levantamiento de emisoras no comerciales) serían consideradas clandestinas, desmontadas y sus propietarios multados. Y sabido es que las leyes nunca o casi nunca crean castigos para delitos eventuales, sino existentes. Parece obvio, por lo tanto, que cierta actividad, digamos, alegal, debía de existir.

Lo más probable es que esta actividad fuese especialmente intensa en el norte de Aragón y Cataluña, es decir en la raya de los Pirineos. Para entonces, Francia ya hacía sus pinitos en esta materia, y para ello contaba con un antenón, por todos conocido, llamado Torre Eiffel. Algunos testimonios hablan de que algunas rocas de galena eran capaces de pillar de este lado de la frontera, algunas veces, dichas emisiones, motivo por el cual la afición a la radio nació allí.

El comienzo oficial de la radio se produce, efectivamente, en Barcelona, a las siete de la tarde del 14 de noviembre de 1924. Un puñado de barceloneses, aquel día y a aquella hora, escucharon en los auriculares de sus radios de galena siete campanadas y luego la voz del primer locutor de España, José María Guillén García, diciciendo:

Acaban de dar las siete de la tarde. Aquí, la estación E.A.J. 1, la primera autorizada por la Dirección General de Comunicaciones para el servicio público en España.

Así pues, como ya ocurrió con el ferrocarril, Barcelona se había adelantado a Madrid. Aunque la capital no se durmió. La autorización E.A.J. 2 se concede en nombre de la madrileña Radio España, de la que he encontrado el plan de su primer programa, también de 1924. Una juerga, como podéis leer:

1.- Seis de la tarde. Solemne inauguración de las emisiones de esta nueva empresa.

2.- Salutación de Radio España.

3.-Homenaje a los grandes músicos a cargo del sexteto
[qué músicos y qué sexteto, de momento no lo sé].

4.- Conferencia a cargo de D. Ricardo María Urgoiti, culto ingeniero y erudito sinhilista [sic].

5.- Canto por el notable tenor Enrique Mirayé.

6..- Concierto por el sexteto Radio España
[será el mismo que el del punto 3].

7.- Discurso de la elocuente señorita Cristina de Arteaga: La mujer en España.

8.- Concierto por el sexteto de la Estación.

9.- Canto del Himno de la Raza por un coro infantil de 40 niños.

10.- Salutación a cargo de D. Luis de Oteyza, presidente honorario de la Asociación de la Radio Española.

11.- Concierto por el sexteto de la Estación.

12.- Coro de voces infantiles:
Lago, de Friedich Händel.

13.- Canto por el notable tenor Enrique Miravé.

14.- Lectura de unas cuartillas por el eminente dramaturgo, gloria del teatro contemporáneo. D. Manuel Linares Rivas.

Los aparatos de radio fueron racionalmente baratos al principio. Los primeros de batalla que comenzaron a venderse tenían el tamaño de una caja de puros y valían seis pesetas, aunque había que pagar los auriculares aparte. De esa misma época tengo noticias que el rango de sueldo que se estableció a favor de los maestros nacionales (y sabido es que los profes de escuela no se han destacado en nuestra Historia por estar bien pagados) era de entre 2.500 y 8.000 pesetas al año. De aquí podemos deducir que un maestrillo pobremente pagado (2.500 pesetas) tenía de dedicar algo más de una cuatricentésima parte de su sueldo para comprarse una radio de éstas. Lo cual, sobre un sueldo de 30.000 euros al año de hoy en día, nos daría 72 euros, que no está mal. Pero, claro, estamos hablando de los primeros tiempos; tiempos en los que lo que se vendía, además de las propias radios, eran los componentes sueltos para que cada uno se construyese la radio en casa, pues éstas eran tan básicas que no había que ser un manitas para la construcción. Pronto llegaron las radios de lámparas y con altavoz, de las que he visto anuncios en la prensa de la época con costos por encima de las 1.000 pesetas (que vendrían a ser como 10.000 de los 30.000 euros de sueldo que antes decíamos); éstas sí, verdaderamente prohibitivas, como lo fueron luego las primeras televisiones.

Las radios emiten en trancos, por la mañana, por la tarde y por la noche, y comienzan, poco a poco, a marcar el horario de los españoles, los cuales adaptan su sueño, sus quehaceres y obligaciones, a los ritmos de estos aparatos tan simpáticos. En realidad, aunque éste no es un blog de semiótica de la comunicación de masas (ni ganas que tiene de serlo), es lo cierto que la radio cambia, también, el punto de vista de los ciudadanos los cuales pasan a tener a su disposición información sobre hechos que ocurren a veces muy lejos de sus hogares. El mundo se hace pequeño y eso es algo que a algunos no les gusta: las principales chanzas contra la radio que se leerán entonces se refieren a la cantidad de chorradas sobre las que habla, que no le interesan a nadie.

En junio de 1925 nació Unión Radio, germen de la Sociedad Española de Radiodifusión, o sea la cadena SER, pistoletazo de salida para el desarrollo de la radio privada.

La radio sólo conoció desde entonces el desarrollo y pronto, apenas doce años después, comenzaría con claridad su andadura como medio de aleccionamiento masivo. Fue un militar, Gonzalo Queipo de Llano, el que «descubrió» la radio tras tomar Sevilla para las tropas de Franco. Desde la capital hispalense inició la costumbre de lanzar soflamas radiofónicas, sabedor de que las ondas no son algo que se pueda frenar fácilmente, así pues que no sólo sería escuchado por sus correligionarios, sino también por el enemigo. El franquismo tuvo muy clara la importancia de la radio con la fundación de la Radio Nacional de España, emisora que ejerció, hasta la llegada de la democracia, el monopolio informativo, puesto que todas las emisoras españolas, también las privadas, tenían que conectarse con el «parte hablado» de Radio Nacional.

Otro punto importante de la Historia de la radio de España, éste vivido por no pocos de nosotros, fue el 23 de febrero de 1981, fecha del golpe de Estado del teniente coronel Tejero Molina, y el general Armada Comyn, y sabe Dios quién más. Rápidamente neutralizada la televisión, la radio fue el espacio de libertad que siguió emitiendo toda aquella tarde, contribuyendo más que nadie (repito: más que nadie) a tranquilizar a la población y darle la sensación de que el éxito golpista era relativo.