miércoles, enero 30, 2008

Don Carlos

El Romanticismo es buena cosa para la cultura. Supuso la ruptura con la relativa frialdad neoclásica y, en general, introdujo en el mundo de las formas y de la estética un gusto por lo irracional que, de unas formas o de otras, ha hecho evolucionar la cultura en los últimos doscientos años. Sin embargo, para la Historia no ha sido tan bueno. Los románticos, ya se ha dicho, tenían un punto irracional del que hacían gala y, además, profesaban una admiración sin límite por algunas etapas históricas, como la Edad Media, que los hacía poco equilibrados a la hora de juzgar los tiempos pasados.

La Historia de España es, de alguna manera, víctima del punto de vista romántico. Son varios los episodios que se podrían citar, pero hoy me voy a referir a uno muy concreto: la vida del infante Don Carlos, hijo de Felipe II llamado a sucederle al frente del Imperio español sobre el que nunca se ponía el sol. Diversos escritores románticos, y muy especialmente Schiller (en música, Verdi), se fijaron en el mito de este desgraciado hijo de rey, presuntamente esclavizado y martirizado por su extraño padre. La verdad es que su padre era realmente extraño. Más bien, casi toda la familia Austria desde los Reyes Católicos hasta el Rey Prudente era para echarla de comer aparte. Con tiempo iremos hablando de ellos, poco a poco. Pero con ser Felipe raro, no es esa rareza, y mucho menos su pretendida crueldad, la que está detrás de los sufrimientos de Don Carlos.

El problema del infante era, simple y llanamente, que estaba como una regadera.

En 1568, Europa se conmocionó con la casi increíble noticia del arresto del infante Don Carlos, que entonces tenía 23 años de edad, por orden de su propio padre. No es muy normal que los príncipes vayan a la trena como cualquier chorizo de la plaza de Callao. Menos aún aquel hombre, que estaba llamado a dominar el mundo, pues iba a heredar de su padre España, los Países Bajos, las posesiones italianas, la América española, amén de casarse con la hija mayor del emperador alemán Maximiliano II la cual, para más inri, según las crónicas de la época estaba que te cagas. Todo esto se fue a la mierda con el arresto, y terminó de irse cinco meses después, cuando Don Carlos moría en la cárcel.

Pero vayamos por partes. Flash back. Ahora en la película se ve la imagen de una real boda fastuosa mientras unas letras superpuestas nos informan: «25 años antes». En efecto, estamos en 1543, cuando aún faltan dos años para que nazca Don Carlos, y la boda acojonante a la que acudimos es la que se produce entre Felipe, hijo del emperador Carlos V de Alemania y I de España, y María, la hija del rey Joao III de Portugal. Marido y mujer que, además, son primos carnales, puesto que la madre de la novia, Catalina, era hermana del emperador Carlos; no quedando ahí la cosa pues el padre de la novia, el rey Joao, y la madre del novio, Isabel, también eran hermanos. Así pues, Felipe y María eran doblemente primos, casi hermanos.

Hay quien dice que el tabú del incesto existe en todas las sociedades para evitar estas cosas, es decir que la sangre se vicie por la vía de no obtener, por así decirlo, genomas de refresco. Así pues, que Carlos saliese rarito puede tener que ver con esa consanguineidad. Aunque hay otros factores. Creo que hoy es también claro que no pocas locuras tienen carácter hereditario y, al fin y al cabo, Felipe II llevaba en su ADN la firma de Juana, llamada por la Historia La Loca, en mi opinión con entero merecimiento del mote aunque modernos relectores históricos la quieran reivindicar. El tercer factor que cabe citar es el embarazo en sí. Al parecer, María de Portugal tenía dificultades para superar, corpóreamente hablando, la edad del pavo y convertirse en una mujer hecha y derecha que se pudiera dedicar a la actividad principal de toda princesa, esto es quedarse embarazada. Los médicos de la Corte, por ello, realizaron con ella toda serie de putadas, entre las que no faltaron sangrías periódicas.

Cualquier mujer que esté hoy o lo haya estado en edad de criar sabe que el primer consejo que le dan a una mujer en una clínica de fertilidad cuando va allí a ver si le pueden dar Zumosol a sus óvulos es: «sáquese usted un poquito de sangre cada noche, y verá cómo la preñez viene sola». En fin, la medicina antigua tenía estas gilipolleces. Es evidente que si a una embarazada le provocamos una anemia lo que estamos haciendo es ponerle las cosas al feto más difíciles que a McGyver. Como consecuencia del tratamiento recibido, pues, María estaba muy débil cuando, en 1545, se quedó finalmente embarazada. Y esto no es algo con lo que haya que especular pues, tan sólo cuatro días después del parto del niño, su corazón dijo al carajo, y se paró for good.

Carlos mostró desde muy niño rasgos de cierto desequilibrio cruel. Por ejemplo, llegó a herir a tres de sus nodrizas mediante otros tantos mordiscos violentos en sus pezones. Las cosas que se saben de él recuerdan mucho al último Austria, el rey Carlos II, llamado El Hechizado. Como a él, a Don Carlos le costó mucho aprender a hablar, pues tenía tres años cuando empezó a balbucear algunas palabras; cuando lo hizo, hablaba como un gilipollas, motivo por el cual le cortaron el frenillo de la lengua (como puede verse, Don Carlos era un desequilibrado; pero, en manos de aquellos médicos, se convertía en desequilibrado y medio).

Una característica de algunos desequilibrados, que los hace tan adecuados para el trabajo de dictador, es la insensibilidad hacia el dolor ajeno. Carlos, de eso, tenía mucho; además, era príncipe, y eso ayudaba. Con siete años se cabreó con un paje y, ni corto ni perezoso, exigió que fuese ahorcado. Como no le hicieron caso, se declaró en huelga de hambre, que sólo abandonó cuando ahorcaron en su presencia a un muñeco que se parecía al paje; de donde deducimos que tampoco debía de ser un lince precisamente pues hasta yo, que soy medio idiota, sé distinguir a mi vecino de un muñeco que se parece a mi vecino.

Otro aspecto refinado de su crueldad se manifestaba con los animales. Los conejos que le traían los hacía asar vivos y tuvo una tortuga como mascota, a la que encabronó de tal manera con sus jueguecitos que, un día, la tortuga le mordió en un dedo. Ni corto ni perezoso, le arrancó la cabeza de un mordisco. Otro día se encerró en una caballeriza con veinte caballos, a los que maltrató del tal manera que los equinos acabaron inservibles y bañándose en su propia sangre.

Desde muy chiquito, abandonó la primera persona al hablar. Se refería a sí mismo como «el niño», y hablaba de sí mismo en tercera persona. Aunque esto, probablemente, no es muy raro; he visto a algunos niños pequeños hacerlo durante una temporada.

Es mi convencimiento personal, aparte de que me parece un hecho completamente lógico, que el hecho de ser príncipe agravó la locura de Don Carlos, sobre todo por la vía de la megalomanía. Hay que recordar, en este punto, que el muchacho apenas tenía once años de edad cuando fue elevado de la condición de infante a la de príncipe. Un episodio con su abuelo Carlos deja claro que aquel zote pensaba que todo el mundo estaba a su servicio. Como es bien sabido, el emperador se retiró en vida, para morir en el bellísimo monasterio de Yuste. Cuando llegó a España para su retiro, paró unos días en Valladolid, donde conoció a su nieto, al que entonces aún no había visto en toda su vida. Llevaba el emperador un artilugio entonces desconocido en España: una estufa portátil. Su nieto la vio y se encaprichó con ella. El viejo emperador, por supuesto, le contestó que y unos cojones. Entonces Don Carlos montó un expolio de tal calibre que el mismísimo Carlos V, acojonado, tuvo que jurarle solemnemente que, a su muerte, él heredaría la puta estufa. Sólo entonces se tranquilizó el príncipe.

Caprichoso hasta la médula, Carlangas hacía cosas de guardia urbano. Su primo el rey de Portugal trajo una vez un elefante de África y se lo regaló. Don Carlos quedó tan prendado del proboscídeo que hacía que se lo subiesen a su habitación. No le arriendo la ganancia al personal de limpieza del palacio cada vez que el animal se cagase por el pasillo.

El domingo 19 de abril de 1562, Don Carlos bajaba las escaleras de su residencia en Alcalá de Henares. En una escalera resbaló, bajó rodando y se pegó un hostión con la cabeza contra una puerta cerrada. Tuvo fiebres unos días, lo normal, pero cosa de una semana después, la herida de la cabeza se complicó y comenzó a supurar. La fiebre subió, el príncipe comenzó a irse por la pata abajo y la pierna derecha dejó de responderle. Lo dieron por muerto con seguridad, hasta el punto que el rey Felipe llegó a ordenar los funerales. No obstante, los médicos acabaron salvándolo mediante una trepanación con la que limpiaron la herida. Aunque lo que España creyó en aquel entonces fue otra cosa pues, después de la operación, alguien se acordó de que en un convento cercano se veneraban los huesos de un tal fraile Diego que había sido muy bueno, así pues fueron allí, pillaron el esqueleto, lo acostaron en la cama junto al enfermo y anduvieron un rato tamborileándole con los huesos en la cabeza al moribundo, que acabó por recuperarse, tal vez porque la impresión de despertarte y encontrarte acostado con un esqueleto es una de esa cosas que te aminan a levantarte. Pero la enfermedad fue tan grave que, cuando se levantó de la cama, pesaba menos de 40 kilos. Tenía 17 años.

Hay quien dice que el príncipe nunca se recuperó de aquella hostia. En 1564 lo encontramos ya incorporado a la Corte, pues ya era mayor, se había acordado ya el matrimonio con Ana la buenorra, y tenía que convertirse en un auténtico cortesano. La descripción que nos dejó el embajador alemán en Madrid del candidato es como para salir huyendo el día de la boda. Nos dice que el príncipe tenía el cabello castaño, la frente alta, ojos verdes, barbilla saliente (marca de la casa), cutis indefinido, estrechez de pecho (herencia de su anémica crisis de dos años antes), un hombro más alto que el otro, una pierna izquierda bastante más larga que la derecha, muslos exageradamente delgados y, en general, dificultades visibles para el uso de la mitad derecha de su cuerpo. Voz atiplada y un poco femenina, rara vez se aseaba, comía como una bestia y nunca bebía alcohol, aunque el agua había que filtrársela con nieve porque nunca la encontraba suficientemente fría.

O sea: igualito que Richard Gere en Oficial y Caballero, sólo que codificado.

El pueblo informado y los maledicentes de la Corte bautizaron a Don Carlos «el capón». Si hemos de creer en el paralelismo entre Don Carlos y Carlos II, deberíamos recordar aquí que, en la autopsia de El Hechizado, una de las cosas que sorprendió a los médicos fue que tenía unos testículos minúsculos que, al parecer, aparecieron negros y como marchitos. Dado que la Historia tiene por casi cierto que Don Carlos pudo sufrir raquitismo en su infancia (lo que explicaría los muslines y otras cosas), es posible que eso también afectase a su sexualidad. Los hombres de la corte de Felipe II iban contando a los embajadores que lo que ocurría es que su primera vez no había sido gran cosa y, por eso, había resuelto permanecer doncello hasta el matrimonio, como el chico que ama a Laura. Pero es una explicación poco convincente. De hecho, en 1567 contrató a tres médicos que le ayudasen a follar. Le prepararon un brebaje, pero debía de ser peor que la Viagra porque a la chica que se tenía que pasar por la piedra le pagaron un pastón y le compraron una casa para que no fuese por ahí contando lo que había pasado o, mejor dicho, lo que no había pasado. Aún así, todo Madrid se enteró de la historia.

Con el tiempo en la Corte, su megalomanía empeoró. Un día caminaba por la calle ya en la noche y tuvo la mala suerte de no oír las voces de alguien que, desde una ventana, lanzaba a la calle unos orines y quizás otros productos corpóreos más sólidos, como entonces era costumbre porque las casas no tenían water close. Encabronado, dio orden de que todos los habitantes de la casa fuesen muertos y la casa quemada, y costó bastante no cumplir la orden. En otra ocasión al duque de Alba, por oscuras razones, se le tiró con un puñal en la mano.

En 1567, Felipe II resuelve suspender su proyectada visita a los Países Bajos. El megalómano Don Carlos llega a la conclusión que eso es un desaire hacia él, una muestra de desconfianza. Es el momento en el que rompe ya definitivamente con su padre, al que desde ese momento odiará como a la tortuga que un día le mordió. Además, decide huir de España. Su locura fue probablemente en aumento pues desarrolló una manía persecutoria en que la quería ver el palacio repleto de enemigos, hasta tal punto que un mecánico francés, Luis de Foix, tuvo que construirle un artilugio que le permitía atrancar la puerta de la habitación desde la cama. Se hizo construir un libro de hierro para poder tirárselo a la cabeza a quien entrase a por él en la habitación.

Lo que sabemos es que Felipe II estuvo puntualmente informado de los planes de su hijo. Don Carlos le confesó sus planes a Don Juan de Austria, hijo bastardo del emperador Carlos, a quien le faltó tiempo para contárselo al rey. Asimismo, Don Carlos, en el curso de una confesión, aseveró que sentía un odio mortal hacia su padre, motivo por el cual el fraile confesor no sólo le dio la absolución, sino que se fue rápidamente con el queo al rey (y ole con ole y ole el secreto de confesión).

El domingo 18 de enero de 1568, sabiendo el rey por el correo mayor Raimundo de Taxis que Don Carlos había pedido caballos frescos y que, por lo tanto, la huida era inminente, Felipe II hizo romper en secreto el artilugio que atrancaba la puerta, esperó a que su hijo estuviese dormido y entonces, acompañado por Ruy Gómez de Silva, el duque de Feria, el prior Antonio de Toledo y Luis Quijada, se fue a por él.

Lo encontraron en la habitación dormido con un yelmo puesto, una cota de malla y una espada junto a él. Sin despertarlo, le quitaron la espada, una pistola que tenía bajo la almohada y el libro de hierro. Cuando se despertó, el rey le informó, glacialmente, que estaba preso y que nunca volvería a salir de aquella habitación, que unos lacayos ya estaban cegando clavando maderas en las ventanas. Don Carlos reaccionó malamente. Intentó tirarse al fuego de la chimenea, pero el cura se lo impidió. Luego agarró un candelabro con el que intentó abrirse la cabeza a hostiones, pero también se lo impidieron.

En su cautiverio, que finalmente se produjo en una torre de palacio, Don Carlos se negó a comer y cayó en un estado catatónico que recuerda al de la reina Juana; pasaba horas tumbado en el suelo mirando a ninguna parte. A veces se tostaba en la estufa y otras mandaba pedir hielo, lo picaba, lo extendía dentro de la cama y luego se metía dentro, casi desnudo.

En julio de 1568 se tomó una empanada enorme entera que le dio mucha sed. Para calmarla tomó cantidades enormes de agua helada, como era su costumbre. La consecuencia fue una diarrea brutal que, débil como estaba, acabó con él el 24 de julio, a las cuatro de la mañana. Las crónicas nos dicen que murió plenamente consciente, confortado con los santos sacramentos y pidiendo perdón por sus ofensas tanto a Dios como a su padre. A mí, la verdad, me cuesta creerlo.

El gran misterio histórico de esta movida es la razón del arresto. Algunos historiadores han llegado a decir que Don Carlos no huía a humo de pajas; que en realidad había llegado a algún tipo de entendimiento con los rebeldes de los Países Bajos para irse allí y, una vez huido, liderar una secesión del territorio bajo su corona. A mí esta teoría siempre me ha costado creerla, primero porque, que yo sepa, las constancias documentales, siquiera de la sospecha, son escasas. Y, en segundo lugar, está el propio Don Carlos. Era un tipo tan desequilibrado que, aunque sólo fuese por su propia seguridad, es más que probable que se encontrase muy vigilado por los agentes de su padre. Si en condiciones normales es difícil conspirar contra un rey, ¿cómo será de difícil cuando ese mismo rey, conspires o no, está vigilándote hasta cuando vasa mear?

La lista de los reyes de España tiene algunos hitos bastante negrillos. Algunos reyes han sido malos y otros muy malos. Y todo parece indicar, la verdad, que, se pongan Schiller y Giuseppe Verdi debubito supino, decubito prono o como se pongan, si este pollo llega a reinar, hoy lo recordaríamos en el pelotón de los torpes.

lunes, enero 28, 2008

Para todo hay una vez anterior

Andan los tiempos presentes en España revueltos e interesantes. Son elecciones. Cuando las urnas están a punto de abrirse, es tradición que la clase política se ponga dadivosa, hasta unos límites que hacen pensar si la democracia perfecta no sería aquélla que celebrase elecciones cada mes.

Son tiempos, pues, de promesas y paseos por los mercados. La última de estas promesas, a juzgar por lo que bullían esta mañana las barras de las cafeterías de Madrid, ha dado para mucho. El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha anunciado que, como al hacer las cuentas públicas sobra dinero, es decir que el Estado ha gastado menos que lo que recaudó, nos va a devolver parte de esa pasta en junio, a razón de 400 euretes por contribuyente.

A mí, filosóficamente, la medida me parece cojonuda. Las ocho sábanas de 50 euros están mucho mejor en mi cartera que en la de Solbes, sin lugar a dudas. Eso sí, la medida me plantea diversos problemas técnicos, tales como: ¿a cuánto tocamos los que hacemos declaraciones conjuntas: a 400 o a 800 euros? ¿Cómo van a pillar sus 400 euros los que no declaran porque están por debajo del umbral? Pero eso son, ya he dicho, precisiones técnicas.

Otra cosa que he leído en el día de hoy, y que va más con el tono de este blog (y que nadie se preocupe, que de Historia vamos a hablar antes de que se acabe) es que la parte crítica contra la medida, formada por los contrincantes políticos a los que, por desgracia para ellos, la idea no se les ocurrió antes, ha atacado al presidente y calificándolo de cacique al estilo, se ha dicho, de Romero Robledo y el conde de Romanones. En fin, que Romero y Romanones mangonearon a lo bestia no lo pongo en duda; pero, puestos a recordar caciques, se me ocurren otros más caciques aún que ellos.

Lo que sí quería comentaros, siquiera brevemente, es que nada más ver la noticia ayer en el telediario, con su justificación ligada al superávit público, tuve una vaga sensación de dejá vu. De que yo había sabido algo de este asunto antes. La sensación me ha acompañado todo el día de hoy hasta que he podido volver a casa y enterrar la nariz en mis libros. Y me ha costado pero, al fin… ¡Eureka!

Nos lo cuenta Federico Bravo Morata en su libro La dictadura. II: 1927-1930 (página 61), con estas palabras:

«El 2 de enero [de 1928], el Gobierno hace pública una nota según la cual se ha cerrado el ejercicio anterior con un superávit de 12 millones de pesetas. Parte de esa cantidad disponible va a emplearse en desempeñar prendas que permanecen adormecidas en los almacenes del Monte de Piedad, a razón de 25 pesetas por lote como importe máximo. Ésta es una medida habilísima, y no es la primera vez que se realiza, como ya queda registrado en otra ocasión anterior. Son miles de amas de casa que bendecirán el nombre del general por esta generosidad, que permitirá recuperar sin desembolso las queridas prendas que un día tuvieron que llevar al Monte».

Así que ya sabe el presidente del Gobierno. Si le atacan, puede defenderse aseverando que su decisión tiene precedentes. Eso sí, el autor del precedente (el general Primo de Rivera, dictador de España), no sé si le hará pandán.

La caída de Constantinopla

Supongo que ésta es una más de las cosas que han quedado enterradas en los nuevos planes de estudio, pero antes era una de esas cosas que había que saber para ser bachiller. Me refiero al dato de que la Edad Media terminó en 1453 con la caída de Constantinopla. Aparte de que esta expresión, hoy en día, es un tanto políticamente incorrecta y anticivilizoaliancera (consideramos que Constantinopla cayó porque somos cristianos; a los musulmanes quizá les parezca otra cosa), a mí siempre me planteó dudas. Nuestra enseñanza pretérita tenía muchas cosas buenas, para qué negarlo; pero también tenía estas cosas en plan cliché, que eran malamente explicadas por los profesores y que dejaban en los educandos la impresión de que el mundo se acostó un día feudal y del medioevo y se levantó al día siguiente declamando églogas, dando vivas a Petrarca y admirando la antigüedad clásica.

Estas cosas nunca, o casi nunca, pasan en Historia. Pero el concepto tiene su fondo de verdad. Constantinopla, ciudad que llevaba el nombre de uno de los grandes emperadores romanos, era por eso como el Washington actual, sólo que más decrépita (que no corrompida; en eso ambas ciudades se deben andar a la par). El hombre medieval europeo siempre se quiso pensar heredero de la vieja gloria romana, algo que supo aprovechar muy bien la institución del papado, que había vinculado la suerte del Imperio a la suya propia y que, por ello, repetidas veces durante siglos se declararía su heredera, también en lo temporal. Además de la influencia del Papa romano, Constantinopla fue el otro gran foco irradiador de las polvorientas glorias pasadas. Su caída a manos del infiel fue, por lo tanto, todo un trauma para la cristiandad.

O sea: imaginemos que Estados Unidos va a menos, a menos, a menos, tan a menos que un día Japón se convierte en el heredero de su poder y es quien resiste los embates de, por ejemplo, los chinos. Así, mientras en la mismísima Milwakee todo dios comienza a hablar mandarín, a desayunar lollitos plimavela y a pensar en Confucio, los japoneses, en Tokio, permanecen escuchando discos de Elvis, viendo películas de Chuck Norris y echándole ketchup al yakitori.

Pues bien: la caída de Constantinopla fue para los cristianos como sería, para los occidentales en este ejemplo, la noticia de que los chinos han tomado Tokio.

El conde Belisario, último gran general romano, fue un militar al servicio de la Sublime Puerta, en una historia que Robert Graves ha contado mucho mejor de lo que lo haría yo. Lo cual me recuerda que debo callarme al punto pues a lo que vine yo hoy aquí es a colocaros un artículo de Tiburcio. Es él quien realmente sabe de Constantinopla y su circunstancia, y quien ha escrito estos estupendos párrafos que siguen y que cuentan su caída.

A disfrutar.

La caída de Constantinopla. By Tiburcio Samsa.

La caída de Constantinopla

En cierta ocasión el escritor colombiano Álvaro Mutis dijo que el último acontecimiento político que había logrado interesarle había sido la caída de Constantinopla. Así pues, esta entrada va en honor a Álvaro Mutis.

Los turcos otomanos empezaron su expansión con Orján, que empezó a reinar en 1326. En 1354 los turcos pusieron pie en Europa y justo poco después murió el único rey en los Balcanes que hubiera podido frenar su avance, el serbio Esteban Dusan. Los años siguientes fueron para los otomanos años de expansión por Europa con el único revés de la expedición que en 1366 dirigió el conde Amadeo VI de Saboya y que les arrebató Gallípoli. En 1389 los turcos aplastaron a los serbios en la batalla de Kosovo Polje y en lo sucesivo los serbios serían vasallos y colaboradores de los turcos. Tras esa batalla, Bizancio vio rotas sus comunicaciones terrestres con el resto de la Cristiandad.

A finales del siglo XIV una serie de circunstancias proporcionaron la única ocasión real que hubo en todo el período para haber frenado la expansión turca en Europa y tal vez haber salvado a Constantinopla. En Asia Menor los efectos de las campañas de Tamerlán se estaban haciendo sentir incómodamente cerca de las fronteras orientales de los otomanos. En la Cristiandad, el rey Segismundo de Hungría, cuyo reino estaba en primera línea de fuego de la expansión otomana, convenció a otros monarcas de la conveniencia de organizar una cruzada contra los turcos. La cruzada de 1396 pudo montarse por un cúmulo de circunstancias excepcionales: ingleses y franceses estaban en tregua; Borgoña vio en la empresa una manera de hacer notar su creciente poderío; para los Hospitalarios, cuyas fortalezas en el Egeo se veían cada vez más amenazadas, la cruzada fue un regalo caído del cielo…

Los objetivos estratégicos de la cruzada nunca estuvieron muy claros: ¿simplemente aliviar la presión del reino de Hungría? ¿liberar las tierras danubianas del poderío otomano? ¿expulsar completamente a los turcos de Europa? Posiblemente cada jefe cruzado tuviera sus propios planes y los desacuerdos hubieran surgido tras la victoria sobre los otomanos. Pero eso no llegó a ocurrir, porque no hubo victoria. Una constante de las cruzadas medievales es la minusvaloración del enemigo musulmán y la creencia de que una buena carga de caballeros occidentales puede con todo. El 25 de septiembre de 1396 en los campos de Nicópolis pudo comprobarse que tanto optimismo estaba equivocado. Los caballeros cristianos se lanzaron al ataque con tanto entusiasmo como poco seso y el resultado fue un desastre total. Las consecuencias de Nicópolis fueron que a Occidente se le quitaron las ganas de convocar una nueva cruzada de esas dimensiones y que dio ocasión a los otomanos para consolidar sus posesiones europeas, justo en el momento en el que por oriente les llegaba la amenaza de Tamerlán.

Igual que los cruzados habían minusvalorado a los turcos en Nicópolis, los turcos minusvaloraron a Tamerlán y lo pagaron caro. El sultán Bayaceto provocó el enfrentamiento que terminó en la batalla de Angora de 1402. Los turcos fueron aplastados y Bayaceto fue capturado. Tamerlán sembró la destrucción en los dominios otomanos de Asia Menor durante algunos meses y luego se retiró sin tratar de consolidar su control sobre la región. La gran esperanza de salvación para los bizantinos al final no fue más que un espejismo, aunque les proporcionó un corto veranillo de San Martín.

Los años que siguieron a la batalla de Angora vieron cómo los hijos de Bayaceto se disputaban el trono. Uno de ellos, Solimán, fue tan lejos como para pedir ayuda a los bizantinos, declararse vasallo suyo y devolverles algunos territorios. El emperador Manuel II supo jugar hábilmente sus cartas y cuando Mehmet salió vencedor de las guerras fratricidas, supo que le tenía mucho que agradecer al emperador bizantino. Sin embargo, Manuel II siempre fue consciente de que los intereses de los dos imperios estaban demasiado contrapuestos y que a la larga el conflicto sería inevitable.

Manuel II dejó el poder a su hijo Juan en 1421 y en el lado turco murió el sultán Mehmet casi al mismo tiempo. El sucesor de Manuel, Juan VIII, creyó que podría repetir la jugada maestra de su padre y provocó disensiones entre los turcos, apoyando al usurpador Mustafá. Tuvo la mala suerte de apostar por el caballo perdedor y el sultán legítimo, Murad II, se cogió un rebote con la doblez de los bizantinos y en 1422 asedió la ciudad durante unos meses. El veranillo de San Martín de los bizantinos se había terminado.

Juan VIII entendió que la única salvación posible vendría de Occidente y decidió apostar por la unión con la Iglesia católica como vía para que los estados occidentales se interesasen por la suerte de Bizancio. Fue como si Rajoy prometiese a las bases de su partido que para ganar las elecciones se aliará con Izquierda Unida y proclamará la República ácrata y federal. Hay cosas que sólo se hacen cuando uno está o muy borracho o muy desesperado.

En 1438-39 se reunió el Concilio de Florencia en el cual se produjo la unión de las Iglesias católica y ortodoxa. El concilio tuvo bastante de trágala para los bizantinos. Cuando se conocieron los resultados en Constantinopla la población se negó a aceptarlos y el acuerdo quedó en agua de borrajas. Sus principales consecuencias fueron que los ortodoxos rusos se apartaron de Bizancio y que los turcos se cabrearon bastante porque se notaba demasiado contra quiénes iba dirigida la unión.

Al menos de tantos esfuerzos Juan VIII se sacó una pequeña cruzada en la que participaron húngaros, serbios y transilvanos. La cruzada se inició en un momento inmejorable, porque el sultán andaba ocupado en Anatolia, pero terminó con la derrota de Varna del 10 de noviembre de 1444. Es interesante resaltar que a muchísimos griegos les resultó indiferente la derrota de sus supuestos liberadores. Puestos a elegir preferían ser conquistados por los turcos que liberados por los latinos.

En 1451 Mehmet II subió al trono otomano decidido a conseguir el cromo que le faltaba en su colección de territorios, Constantinopla. La decisión era coherente desde un punto de vista geoestratégico: Constantinopla era un absceso en medio del imperio otomano y mientras existiese daría ocasión a que la Cristiandad montase nuevas expediciones militares contra los turcos.

No se podrá decir que el asedio de Constantinopla fuera una sorpresa para nadie, porque desde el comienzo Mehmet II dio pistas de lo que se proponía. Empezó la construcción de una gran fortaleza, Rumeli Hisar, a orillas del Bósforo sobre territorio que nominalmente era bizantino. Las protestas del emperador Constantino IX le dieron ocasión para recordarle que no poseía realmente nada fuera de las murallas de Constantinopla. Buscó la amistad de húngaros, venecianos y genoveses, o sea de los potenciales aliados de los bizantinos. En el otoño de 1452 concentró a sus tropas en Edirne, cerca de Constantinopla, y contrató a un fundidor de cañones húngaro. Constantino IX tampoco se quedó parado: hizo acopio de armas y alimentos y reforzó las murallas de la ciudad.

A largo plazo Constantinopla estaba condenada a caer más tarde o más temprano en manos de los turcos. Era una cuestión de tiempo. Pero nada obligaba a que cayera en el asedio de 1453. De hecho estuvo a punto de salvarse.

El asedio empezó oficialmente el 2 de abril, cuando Mehmet II instaló sus reales en las proximidades de la ciudad y se colocó una barrera en el Cuerno de Oro. Los turcos se apostaron en una trinchera reforzada por un parapeto de tierra y una empalizada de madera que seguía el curso de las murallas de Constantinopla. Hubo entre los defensores quien propuso atacar a los otomanos mientras se instalaban en sus posiciones. Dada la disparidad de fuerzas, es probable que el ataque hubiera terminado en desastre.

El 6 de abril empezó el bombardeo de la ciudad y al día siguiente los turcos realizaron su primer asalto a la ciudad. Se trató de una empresa mal preparada y dirigida que sólo tuvo consecuencias para los asaltantes. El 11 y el 12 la flota turca atacó, pero sus barcos eran más bajos que los de los cristianos y fueron rechazados sin dificultad. A mediados de mes hubo nuevos esfuerzos otomanos que terminaron en fracaso: una ataque nocturno por sorpresa que fue rechazado; una batalla naval cerca de Constantinopla contra tres transportes genoveses y papales que llevaban refuerzos y suministros en la que los pequeños navíos turcos volvieron a demostrar que no eran rivales para los cristianos. Tras esa batalla la moral en el campo turco tocó fondo.

El 22 de abril los turcos realizaron un hazaña ingeniera: trasladaron por vía terrestre parte de su flota del Bósforo al Cuerno de Oro. De pronto la muralla norte de Constantinopla estaba también amenazada y los escasos defensores, que ya tenían problemas para cubrir el tramo terrestre de la muralla, tuvieron que estirarse al máximo para cubrir también el sector de la muralla que daba al Cuerno de Oro. De golpe la posición estratégica de los cristianos se había complicado.

Debió de ser para aliviar ese sentimiento de angustia y por creer que al tener parte de su flota ahora en el Cuerno de Oro los turcos estarían debilitados en el Bósforo, que el 28 de abril los cristianos hicieron una salida naval. Fue un desastre para ellos. El cerco se iba cerrando.

La moral en Constantinopla iba decayendo. Los efectos de la artillería turca y la constante lucha contra los minadores zapaban la moral. Surgían tensiones entre italianos y griegos. Peor todavía, el icono más sagrado de la ciudad se cayó de su plataforma mientras lo paseaban en procesión. Sin embargo, los turcos no las tenían todas consigo: una flota veneciana acababa de zarpar para ayudar a los sitiados y había rumores de que los húngaros se estaban preparando para atacar.

Mehmet II fijó el 29 de mayo como el día en que lanzarían el ataque final contra la ciudad. Seguramente sintiera que las cosas se estaban poniendo feas en el terreno internacional y que, como el asedio se alargara un poco más, alguna potencia podía verse tentada a apuñalar a su imperio por la espalda. El primer asalto lo lanzaron las fuerzas irregulares tres horas antes del alba contra la puerta de San Romano. Tras dos horas de combate y numerosas bajas, tuvieron que retirarse. El segundo asalto, en la misma zona, lo lanzaron las fuerzas provinciales, cuya disciplina era mayor. También fracasó. Las únicas fuerzas frescas que le quedaban a Mehmet II eran los jenízaros, la élite del ejército.

El tercer asalto llevaba camino de seguir el destino de los anteriores. 50 jenizaros habían logrado llegar hasta las fortificaciones interiores, pero estaban aislados y era cuestión de tiempo que los defensores los aniquilasen. De pronto, una bala perdida alcanzó al veneciano Giovanni Giustiniani Longo, que mandaba las defensas del sector. Longo, herido de muerte, se retiró. Las batallas en la Antigüedad y la Edad Media eran asuntos caóticos, donde los ánimos de unos ejércitos a menudo poco disciplinados podían cambiar en cuestión de minutos. Los defensores, al ver que Longo se retiraba y que había una bandera otomana en las murallas, fueron víctimas del pánico. Quienes defendían las murallas exteriores abandonaron sus posiciones. Nuevas tropas de jenízaros hicieron su aparición para aprovechar la oportunidad que se había presentado y lograron hacerse con una parte de las murallas interiores próxima a la puerta de San Romano. En ese momento la defensa colapsó y fue el sálvese quien pueda.

Un ejemplo de la pobre estima en que los latinos tenían a los griegos y a su amor por las disputas teológicas es la leyenda de que, mientras los turcos entraban en la ciudad, el emperador Constantino estaba discutiendo con varios teólogos sobre el sexo de los ángeles. La realidad es que no se sabe a ciencia cierta qué pasó con el emperador y que su cadáver no se recuperó. Una versión dice que murió en un intento desesperado de contener a los turcos junto a la puerta de San Romano. La otra dice que estaba intentando escapar hacia el puerto, cuando se cruzó con unos soldados turcos que, no habiéndole reconocido, le mataron.

La caída de Bizancio supuso un choque para la Cristiandad, pero fue un choque esencialmente psicológico. Bizancio había sobrevivido a la caída del Imperio Romano durante 1.000 años. Había sido un poco como ese cuñado prepotente y plasta al que luego las cosas le habían ido mal y con el que uno tal vez no se lleve demasiado bien, pero que no deja de ser como de la familia.

Para mí lo más importante de la caída de Constantinopla es que le proporcionó a Álvaro Mutis la ocasión para pronunciar una magnífica boutade.