jueves, mayo 01, 2008

Cartas cruzadas (V): La muerte de Stalin

¿Navegando por internet en estos días? Tiene su mérito, si vives en España, cosa que le pasa, según las estadísticas, más o menos al 80% de los que por aquí se acercan. El día de hoy es festivo en todas partes y el de mañana en Madrid, por aquello de celebrar la jornada en la que empezamos a darle una patada en el culo al francés. Así que suponemos que la mayoría de nuestros lectores andarán por ahí esparragando.

No se lo reprochamos. Pero también queremos saludar a los incondicionales y, por ello, hemos hecho, Tiburcio y yo, el esfuerzo de poder facilitaros alguna novedad en estos días de asueto.
Aquí, aquí, aquí, y aquí podéis consultar los ejemplos anteriores de las cartas cruzadas que nos vamos enviando Tiburcio y yo. Nuestro mecanismo es sencillo. Durante nuestras relaciones, a menudo epistolares, encontramos a veces puntos de fricción; cosas sobre las que ambos sabemos algo y donde mantenemos opiniones de alguna forma divergentes. En el caso de que eso ocurra, acordamos escribirnos sendas cartas, el uno al otro, defendiendo nuestros postulados; esto, tras habernos puesto de acuerdo sobre quién escribe primero (así pues, uno de los dos siempre está contestando al otro).

Hoy copio aquí las dos cartas que nos hemos cruzado sobre el asunto de la muerte de Josef Stalin, el segundo líder de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y, probablemente, el político más influyente del siglo XX, si tenemos en cuenta el mogollón de personas y hechos sobre los que ejerció una influencia directa o indirecta. Stalin murió en 1953 y, como todo lo que ocurría en las alturas de la URSS, dicha muerte está repleta de extrañas circunstancias, silencios y medias verdades. Un terreno ideal para la especulación.

Esta vez, comencé yo. Espero que disfrutéis con la lectura.

La carta de Juan de Juan a Tiburcio Samsa

Querido Tiburcio:

El vigilante de la sección de paquidermos del zoológico de Tampa, Florida, del que como recordarás fuiste inquilino en tu juventud, me contó el otro día, entre divertido y alucinado, que una tarde de martes que prácticamente no había público en el zoológico y ambos os estabais aburriendo mortalmente, le contaste que tú, básicamente, creías que la muerte de Josef Stalin fue natural. Ello me ha llevado a dejarte estas líneas, no tanto para ver si dejas de caer en el error sino para intentar, tan sólo, dejar alguna sombra de duda en tus elefantiásicos conocimientos.

Como quiera que estas cartas son públicas y las pueden leer personas a las que la juventud les permite no saber según qué cosas, deberemos decir aquí que Josef Stalin fue, después de Lenin, el segundo Gran Manitú de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, cuyo poder (en mi opinión, hablar tan sólo de gobierno sería inexacto) ostentó durante casi treinta años, en los cuales quizá el momento más importante fue la dirección de la guerra contra Alemania, que los rusos acabaron ganando tras la nada despreciable cifra de 25 millones de muertos y el balance bélico más devastador que recuerda la Historia.

Stalin, a decir de sus biógrafos, era un personaje extraordinariamente desconfiado y para el cual no había otra labor que mantenerse en el poder, labor por la cual estaba dispuesto a cualquier cosa. Así, inventó algunas instituciones históricas a las que no le hacemos toda la justicia que debiéramos. Porque todo el mundo sabe lo crueles y antihumanos que fueron los campos de trabajo de Hitler, pero siguen siendo muchos los que están, de una forma o de otra, dispuestos a perdonar y hasta a comprender los campos siberianos de Stalin, que no le fueron a la zaga en crueldad. Se dice que Stalin instauró en la URSS un régimen de terror y purgas; en realidad, el verbo mejor es remachó o apuntaló porque, contra lo que a veces los historiadores quieren creer, su predecesor, Lenin, tenía de demócrata lo que Belén Esteban de ingeniero aeronáutico, cuarta más, cuarta menos. El régimen de terror policíaco empezó en la URSS desde el mismo año 1917, con la victoria de los bolcheviques, y en realidad por eso Stalin pudo ascender tan fácilmente en la nomenklatura soviética: lo que los comunistas querían hacer, él lo hacía de coña.

El problema es que, una vez muerto Lenin y llegado Stalin al poder, la querencia de éste por la purga se convirtió en tóxica para los propios comunistas. Aunque ya sé que te lo sabes, te voy a recordar un resumen de los hechos:

En 1917, el Politburó del PCUS, su máximo órgano decisorio y gobierno efectivo de la URSS, estaba formado por los camisas viejas bolcheviques: Stalin, Lenin, Trosky y Sverdlov.

En 1918, entran a formar parte del Politburó los también bolches de toda la vida Kamenev y Bukharin.

En 1919, Sverdlov se quita de en medio palmándola, por cierto por culpa de la llamada gripe española. Entra sangre nueva: Krestinsky, Rykov y Tomsky.

En 1923, Zinoviev entra en el Politburó.

En 1924, muere Lenin, y Stalin accede al poder supremo. Y empieza la tangana.

En 1925, Stalin da entrada en el Politburó a Voroshilov y Molotov. Así que son: Stalin, Trosky, Kamenev, Buckharin, Zinoviev, Krestinsky, Rykov, Tomsky, Voroshilov y Molotov.

En 1926, primera purga: Stalin echa del Politburó a Trosky (por troskysta antirrevolucionario) y, con él, se lleva por delante a Kamenev y Zinoviev y a Krestinsky. Eso sí, entra Kalinin.

En 1927, el Politburó se reequilibra con la entrada de Kubychev y Ruduztak.

En 1929, los follados son Bukharin, Rykov y Tomsky.

En 1930, entran Kaganovitch, Kirov, Kosjor y Orjonikidje. Así pues, ahora son: Lenin (fuera), Sverdlov (fuera), Stalin, Trosky (fuera), Kamenev (fuera), Bukharin (fuera), Zinoviev (fuera), Krestinsky (fuera), Rykov (fuera), Tomsky (fuera), Voroshilov, Molotov, Kalinin, Kubychev, Ruduztak, Kaganovitch, Kirov, Kosjor y Orjonikidje.

En 1931 sale Ruduztak.

En 1932 entra Andreiev (éste será purgado años más tarde, pero nunca fue formalmente cesado, así pues su cese formal no será hasta 1950; aunque, para entonces, ya llevaba varios acojonado nadie sabe dónde).

En 1934 sale Kirov (asesinado).

En 1935 entran Chubar y Mikoyan, y sale Kubychev.

En 1937 es purgado Orjonikidje.

En 1938 salen Kosior y Chubar.

En 1939 entran Yadanov y Kruschev.

En 1948 sale Yadanov.

En 1950 es purgado Andreiev.

Así pues, la lista completa de las personas que han pertenecido al Politburó desde 1917 y 1950 queda como sigue:

Lenin (fuera), Sverdlov (fuera), Stalin, Trosky (fuera), Kamenev (fuera), Bukharin (fuera), Zinoviev (fuera), Krestinsky (fuera), Rykov (fuera), Tomsky (fuera), Voroshilov, Molotov, Kalinin, Kubychev (fuera), Ruduztak (fuera), Kaganovitch, Kirov (fuera), Kosjor (fuera), Orjonikidje (fuera), Andreiev (fuera), Chubar (fuera), Mikoyan, Yadanov (fuera) y Kruschev.

Dado que esta lista ha sido confeccionada respetando el orden cronológico de entrada en el Politburó, para cualquiera con dos dedos de frente hay algunas cosas que quedan claras. En primer lugar: en poco más de treinta años, el Politburó ha necesitado de 24 altos dirigentes, una tasa enorme. En segundo lugar: cuando más cerca está la fecha de entrada en el Politburó a la de Stalin, más se propende a cagarla. Tercera cosa: las personas que abandonan el Politburó por muerte natural son estrictísima minoría.

Así las cosas, yo no sé, como se ha especulado en muchos libros y reportajes de televisión, si Stalin preparaba en 1953, el año de su muerte, una nueva purga. Lo que sí sé es que los supervivientes del Politburó, con seguridad, tenían claro que si lo hacía no le temblaría la mano a la hora de sodomizarlos. Especialmente Molotov, Voroshilov y Kalinin, los más antiguos.

Ciertamente, es difícil saber cosas ciertas sobre la muerte de Stalin, porque la URSS quizá fue el paraíso de los trabajadores; pero desde luego no fue la capital mundial de la transparencia. El primer parte radiado en el que se informa de que Stalin ha tenido una hemorragia cerebral en la noche del 1 al 2 de marzo se da por Radio Moscú a las cinco y media de la madrugada del día 5. Dicho parte informaba de que Stalin había perdido el conocimiento y el uso de la parte derecha del cuerpo, así como el uso de la palabra (nunca he entendido este matiz del comunicado soviético: ¡pues claro que una persona que no tiene conocimiento no puede hablar!). Asimismo, se informaba de que habían sobrevenido «graves trastornos cardiacos y respiratorios».

Tan sólo 24 horas más tarde, se hace oficial la muerte de Stalin. Secuencia de hechos que ha hecho pensar a la mayoría de los sovietólogos que, cuando el día 5 se transmite el parte, en realidad Stalin está ya muerto.

El entonces máximo experto occidental en la Unión Soviética, Harrison E. Salisbury, corresponsal en Moscú del New York Times, escribiría en esos días: «No es del todo imposible que haya sido asesinado por un grupo de sus próximos colaboradores.» ¿Indicios? Alguno.

El día 5 de octubre del año anterior, el PCUS abrió las sesiones de su XIX Congreso. Es ya un congreso hecho por y para Stalin. De su estrategia respecto de la composición del Politburó queda bastante clara su voluntad de quitar de en medio a quienes hicieran la revolución rusa, quizá porque eran capaces de recordar el papel más bien mediocre que el georgiano había jugado en sus movidas. Esto, en 1952, está ya conseguido, pues se ha calculado que el 85% de los delegados del XIX Congreso pertenecían a la generación posrevolucionaria.

La tarea de leer el informe del Comité Central recayó en Malenkov, reciente estrella rutilante del partido. Malenkov se apoyaba en los llamados khoziaistveniki o tecnócratas, que parecían ostentar la mayoría del Congreso (más de la tercera parte). No obstante, frente a Malenkov había otra estrella en ascenso, la de Nikita Kruschev, que como todo lo que había conseguido en la vida lo había conseguido trabajando para el partido, prefería apoyarse en los llamados aparatchiki, algo así como los fontaneros del partido, que serían los que acabarían ganando la partida y llevando a Kruschev al poder a la muerte de Stalin.

El 2 de octubre de 1952, por lo tanto tres días antes de que empezase el congreso, Stalin había publicado un pequeño librito que llevaba por título Problemas económicos del socialismo en la URSS. Como algunos sovietólogos han destacado, dicho libro, sorprendentemente, sostiene tesis contrarias a las expresadas por Malenkov en su informe al Comité Central.

Tras la segunda guerra mundial, la URSS había adoptado, cuando menos en teoría, una postura relativamente aislacionista respecto de Occidente. En buena parte, esta fue una opinión forzada por los acontecimientos, pues las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki fueron, básicamente, una patada a Stalin propinada en el culo de Japón. Tras la demostración atómica la URSS sabía que tenía poco juego en el corto plazo en materia bélica y por ello desarrolló una teoría muy leninista, o si se prefiere marxista de libro, según la cual los países capitalistas llegarían pronto a contradicciones y enfrentamientos entre ellos, lo que les llevaría a repetir el espectáculo de la guerra entre ellos.

Según las traducciones que he podido leer, en su folleto, Stalin decía: «Algunos camaradas afirman que, dadas las nuevas condiciones internacionales después de la segunda guerra mundial, las guerras entre países capitalistas han dejado de ser inevitables (…) Estos camaradas se equivocan. Ellos ven los fenómenos exteriores, los que afloran a la superficie, pero no ven las fuerzas abisales que, aún cuando siguen actuando de manera invisible, no por ello dejarán de determinar el curso de los acontecimientos».

Estos indicios me llevan a la teoría de que, a principios de 1950, dentro de la URSS existía todo un debate sobre el papel bélico del país, sobre si debía o no convertirse en alternativa militar a los Estados Unidos; sobre si debía o no existir Guerra Fría como luego la conocimos. Que quienes sucedieron a Stalin opinaban que sí lo dicen los hechos: guerra de Corea, guerra de Vietnam, crisis de los misiles cubanos… Lo que nunca sabremos a ciencia cierta es qué pensaba Stalin. Mi opinión personal es que lo pasó tan mal con la invasión de Hitler, sobre todo al principio, que es probable que le marcase. Además, Stalin no era persona que se sintiese muy atraído por el internacionalismo marxista. A él, eso de que otros pueblos del mundo siguieran la estela soviética se la traía bastante al fresco; a él lo que realmente le obsesionaba era mandar en su casa.

En octubre de 1952 hubo, pues, una contradicción dentro del régimen soviético, por mucho que muchos no la viesen: un informe oficial, el de Malenkov al Congreso, que expresaba unas tesis belicistas; y una publicación inmediatamente anterior de Stalin que parecía abogar por dejar que los países capitalistas se despedazasen entre ellos.

Según el informe secreto al Comité Central del PCUS con que Kruschev, una vez en el poder, reconoció por primera vez los crímenes de Stalin, el líder de la URSS no hizo nada durante el Congreso por contestar estas posiciones. Pero, sin embargo, en la primera reunión del Presidium del Soviet Supremo convocada tras el Congreso atacó muy duramente a Molotov y Mikoyan, acusándolos de haber cometido crímenes que, al parecer, no concretó. Pero todo el mundo sabía lo que significaba que Stalin te señalase con el dedo y no fuese para llamarte guapo.

Más indicios de que Stalin preparaba una purga: el día 20 de octubre, apenas seis días después de terminar el XIX Congreso, se abre un proceso contra 14 jefes del Partido Comunista Checoslovaco. En su alegato, el fiscal recuerda que la mayoría de los procesados son judíos, algo que no pasaba desde que el comunismo oficial se apioló al judío Trosky. Son condenados a muerte y ejecutados: Slansky (ex secretario general del PCCh), Geminder, Frejka, Clementes, Reicin, Margolius, Sling, Simón, Franck, Svab y Fishel; y enviados a prisión perpetua London, Hadju y Loebel.

El 7 de noviembre de 1952, es decir muy pocos días después de esta purga, los sovietólogos más conspicuos se dan cuenta de uno de esos detalles que había entonces que rastrear para imaginarse que algo estaba cambiando en aquel mundo tan coriáceo del comunismo oficial: se celebra la fiesta de la revolución bolchevique y, como de costumbre, los retratos de los grandes líderes son colocados en las principales fachadas de la ciudad. Hasta ese momento, y desde la misteriosa muerte probablemente teledirigida de Yadanov, la foto de Lavrentii Beria era la cuarta. Pero en esa ocasión es colocado en sexto lugar de prelación, detalle que dispara las hipótesis sobre una caída en desgracia del jefe de la policía secreta rusa (que acabaría, por cierto, cayendo efectivamente en desgracia con Kruschev).

Por si alguien podía dudar todavía de que Stalin preparaba una nueva purga, el 13 de enero de 1953, Pravda sorprende al mundo entero con una noticia según la cual, de tiempo atrás, los servicios de Seguridad del Estado venían investigando a un grupo de médicos terroristas (sic) que tenían como tarea asesinar a militares en activo de la URSS.

Fueron incluidos en este extraño grupo de médicos los profesores Vovsi, Vinogradov, los hermanos Kogan, Iegorov, Feldman (hay que hacer notar que éste era otorrinolaringólogo; el primer ototerrorista de la Historia), Etinguer, Grinstein y Mayarov. Se les acusaba de haber tratado de matar al mariscal Vasilievsky, al mariscal Govorov, al general Chetmenko, al mariscal Koniev, al almirante Levchenko y a otros más. Alguno de los encausados, como Vinogradov, había sido premio Stalin el año antes. Una vez convenientemente suavizado en la Lubianka, Vinogradov admitiría todos los intentos que se les imputaban (faltaría más) y unió el presunto asesinato del general Chervakov e incluso la muerte de Yadanov, que iba para sucesor de Stalin (y probablemente por eso murió, aunque no a manos de quien confesó haberlo matado).

Como era su costumbre, Stalin mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado, iniciaba una purga; por otro, mediante dicha purga conseguía colocarle el marrón de sus putadas a otros. Si alguna vez existió aquel grupo terrorista decidido a acabar con el poder soviético, eran una verdadera recua de gilipollas, pues, con la única excepción de Yadanov, la verdad es que no fueron a por quienes tenían que ir. Para dejar descabezado el ejército deberían haber intentado asesinar a los miembros del Politburó que eran militares (Voroshilov, Bulganin y Beria) o al general Zhukov, el gran estratega del ejército rojo.

Y, por cierto, patadita colateral: Pravda, conforme informaba de este terrible complot, se preocupaba de recordar que los servicios de seguridad habían estado lentos y palurdos en su descubrimiento. ¿Se preparaba el terreno para que su jefe, o sea Beria, fuese convenientemente emasculado?

Al escritor francés Jean Paul Sastre le habría contado, según algunas versiones, el también escritor ruso Ilya Ehrenburg que, en efecto, Stalin preparaba una gran purga tras el XIX Congreso, ya que lo perdió. En dicho congreso triunfó la tesis de quienes querían hacer de la URSS la alternativa bélica mundial (y lo hicieron) frente a su líder, que terminó el único, y breve, discurso que pronunció en aquel congreso con un enigmático «¡Abajo los fomentadores de la guerra!»

Avisados de las intenciones (y sigo con la presunta versión Ehrenburg, publicada por el escritor Victor Alexandrov), el Presidium forzó una reunión con Stalin en la que Kaganovich le exigió la liberación de los médicos. Según algunas versiones, en ese punto Kaganovich se levanta y rompe su carné del partido delante las narices de Stalin. Cuando éste intenta reaccionar, Molotov y Mikoyan se ponen de parte de Kaganovich y le informan de que sus tropas (el general Zhukov) controlan ya el Kremlin. Y es el disgustillo de verse sobrepasado lo que lleva a Stalin al ictus y a palmarla. Esta versión también fue confirmada en sus principales aspectos por un funcionario huido, un tal Kapanadze. Así como por un embajador soviético, Pomonarenko, quien se lo contó al corresponsal en Moscú de France-Soir, Michel Gordey; con la novedad de que en su versión el tío con un par de huevos que rompía el carné delante de Stalin no era Kaganovich sino Voroshilov.

Cosas que dieron mucho que hablar en el tiempo de la muerte de Stalin:

1) El hecho de que Molotov fuese nombrado secretario general del PCUS apenas doce horas después de haberse anunciado la muerte del anterior (Stalin). En un régimen en el que las herencias siempre fueron tan lentas y trabajosas, tamaña rapidez da que pensar que estaba ya todo muy pensado (además de abonar la tesis de que Stalin murió probablemente bastantes días antes de la fecha oficial).

2) La presencia, confesada en el parte médico, de hipertensión en el ictus. ¿Cómo es posible que a una persona como Stalin se le presentase una hipertensión lo suficientemente prolongada como para reventarle el cerebro sin que los médicos se apercibiesen?

3) El hecho de que el año 1952 y primeras semanas de 1953 son, curiosamente, el momento en el que Stalin hace más apariciones públicas de toda su vida. Incluso estuvo en el desfile del 7 de noviembre del 52, algo que no hacía desde 1945, por encontrarse en esas fechas huido de los fríos moscovitas en Crimea. ¿Por qué tanta salida? ¿Tal vez porque rodeado de gente podía estar seguro de seguir vivo?

4) La purga de la figura de Stalin comenzó nada más morir. El 12 de marzo de 1953, una semana después de la muerte pues, se editó en Moscú una nueva edición de un diccionario de la lengua rusa (obra de SI Ojegov); edición que tenía ya algunas novedades como la desaparición de la voz estalinista; o que, en otra voz, se hablaba en anteriores ediciones de «las obras geniales de J. V. Stalin en materia lingüística» y en ésta se hablaba ya de «las obras de J. V. Stalin en materia lingüística», a secas.

Y es que, mi admirado Tiburcio, en esta vida no hay nada más jodido que dejar se ser divino.

Tuyo

JdJ


La carta de Tiburcio Samsa a Juan de Juan



Querido JdJ

Tu hipótesis es muy ingeniosa: Stalin preparaba una purga, los miembros del Politburó sabían por experiencias pretéritas y por otros indicios que sus cabezas están en peligro; se adelantan a Stalin y lo sacan del escenario antes de que él los saque a ellos. Ingenioso, pero equivocado, por el famoso factor NHP (No Había Pelotas).

En las purgas estalinistas llama la atención cómo sus víctimas iban como corderos al matadero. Las víctimas ponían cara de «te lo juro que soy muy bueno» y los demás, o bien miraban para otro lado, o bien colaboraban con celo en la purga, para demostrar su fidelidad inquebrantable. La omnipresencia de los servicios de inteligencia, la disciplina comunista, el aparato del Partido en el que todos se controlaban unos a otros, la mística generada en torno al Padrecito Stalin (con un Padrecito así, dan ganas de ser huérfano) dificultaban la resistencia cuando te habías convertido en objetivo de una purga y dificultaban aún más la conspiración entre las potenciales víctimas. En este caso concreto, había otro factor a tener en cuenta: la salud de Stalin se estaba deteriorando y estaba por ver quién le sucedería, lo que provoca más una atmósfera de puñaladas traperas que una de unión ante el peligro común. Algunos de los líderes puede que pensasen incluso que una purga beneficiaría a sus intereses al llevarse por delante a sus rivales.

En toda la Historia de la URSS sólo se me ocurren tres ejemplos de conspiraciones de los apparatchiki, o más bien dos y medio. El primero fue cuando, con el cuerpo de Stalin todavía caliente, Jrushev y sus amiguetes se deshicieron de Beria. Este es el medio ejemplo: Beria aún no era el líder de la URSS, pero tenía suficientes cartas en sus manos para intentar convertirse en el sucesor de Stalin y además era casi igual de hijoputa que el Padrecito. El segundo ejemplo fue cuando los barones del Partido se deshicieron de Jrushev. Jrushev no era Stalin y los tiempos habían cambiado. La movida casi se pareció a la que los barones de la UCD le montaron a Suárez en el 80 para descabalgarle del liderazgo del partido. El tercer ejemplo fue cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se estaba convirtiendo en la Unión de Menos y Menos Repúblicas no tan Socialistas ni tan Soviéticas. No sé si éste tercer ejemplo es completamente válido, porque el sistema para entonces estaba bastante desmantelado. A lo que voy: la conspiración para decapitar al líder supremo no era una práctica habitual en el sistema soviético y menos bajo Stalin.

Es cierto que en el momento de su muerte Stalin estaba preparando una purga. En enero de 1953 la prensa soviética publicó noticias sobre nueve médicos a los que se acusaba de haber matado a varios líderes soviéticos. Había indicios de que era el preámbulo a una nueva purga. Años después Jrushev indicaría que dos de las víctimas en esa purga habrían sido Molotov y Mikoyan. También parece que estaba cansado de Voroshilov y Kaganovich, los cuales habrían podido caer también. Por último estaba Beria. He leído en algunos libros que Stalin había empezado a recelar de él. Era un psicópata, el compañero perfecto para un dictador paranoico y sanguinario; pero eran tan parecidos que Stalin ya se sentía incómodo con él y en 1951 había efectuado una purga de partidarios de Beria en Georgia para bajarle los humos y recortarle la influencia. Algunos llegan al extremo de afirmar que la purga de 1953 habría afectado a todos los miembros. Pero no creo que eso hubiera bastado para unirles. La purga representaba un peligro, pero también una oportunidad, ahora que se presentía que la sucesión de Stalin estaba próxima.

Desde comienzos de los años cincuenta había indicios de que la salud de Stalin se estaba debilitando. Su ritmo de trabajo se había ralentizado. Precisamente si su discurso en el XIX Congreso resultó breve (55 minutos), fue porque físicamente ya no estaba en condiciones de aguantar más tiempo. En 1952 sufrió varios desmayos y algún episodio de lapsus de memoria. Tenía la presión alta y, aunque había dejado de fumar, seguía bebiendo y yendo a la sauna. También en sus últimos dos años se quejó ocasionalmente de episodios de mareos, náuseas y malestar. En ese período Stalin tomó algunas decisiones personales, que pueden explicarse como acciones de un hombre que siente que su vida su apaga y desea dejar sus asuntos en orden. Empezó a añorar con más frecuencia su infancia georgiana, hizo una aproximación a su hija Svetlana Alliluyeva y trató de ayudar a su hijo Vasili con su alcoholismo.

El XIX Congreso del PCUS, celebrado en octubre de 1952 y la purga que preparaba para 1953, para mí tienen una lectura clara. Stalin sabía que su tiempo se estaba terminando y estaba preparando lo que vendría después. Vamos, que quería gobernar después de muerto. Tú piensas que quería emascular a los miembros del Politburo tras el Congreso. Stalin no era tan refinado: quería cortarles las pelotas, que es lo mismo, pero no es igual. Los miembros del Politburó le habían decepcionado. No se fiaba de ellos. No sólo es que supieran demasiado sobre su pasado; es que ninguno estaba a la altura del Padrecito, al que décadas de paranoia y elogios habían sacado de la realidad. En el XIX Congreso se promovió a cuadros más jóvenes del Partido y se reforzó la disciplina del mismo y el control sobre sus miembros. Pienso que el futuro que Stalin preparaba para su sucesión, una vez se hubiera desembarazado de los miembros del Politburó, era una dirección colegiada de miembros jóvenes y de lealtad probada del Partido.

El ataque que le dio a Stalin el 1 de marzo de 1953 fue muy conveniente y sin duda salvó los cuellos de muchos. ¿Demasiado conveniente? Puede, pero resulta que yo creo que las casualidades. Dado el estado de salud de Stalin no me parece increíble que le diera un ataque. Presentas un escenario, el de la insubordinación de sus lugartenientes que le lleva al ictus y a palmarla. Cierto que un hecho como ése hubiera podido llevar a un ataque a un dictador megalómano e hipertenso como Stalin, pero vuelvo a insistir en el factor NHP que me parece tan importante. Me parece más creíble la versión que da Jrushev en sus memorias, por más que fuera parte interesada: Stalin y varios camaradas habían tenido una velada que se había prolongado hasta la cuatro de la mañana. Habían bebido, cenado y discutido. En determinado momento Stalin se había puesto de mal humor y había empezado a decir a sus compañeros de francachela, que eran miembros del Politburo, que no servían para nada, que habían perdido a Yugoslavia y dejado escapar la posibilidad de una victoria en Corea y que el sabotaje había reaparecido en la URSS como probaba la Conspiración de los Médicos. Me imagino que esa noche más de uno no dormiría. El que tampoco durmió fue Stalin; sufrió un ictus cerebral y entró en estado comatoso, del que ya no saldría.

En la tarde del 1 de marzo los miembros del Politburó descubrieron que Stalin había sufrido un ictus. El 6 de marzo anunciaron oficialmente que el Padrecito había muerto el día anterior. Aunque habían dispuesto de seis días para organizar la sucesión, los acontecimientos subsiguientes con el enfrentamiento entre el grupo Malenkov-Beria y el de Jrushev-Mikoyan-los demás mostrarían que las divisiones y las ambiciones de cada uno eran tan fuertes que no había habido manera de conciliarlas. Si con Stalin muerto no encontraban la manera de ponerse acuerdo para repartirse el botín del poder, ¿cómo hubieran podido ponerse de acuerdo para conspirar contra él, mientras aún vivía? Al final el factor NHP unido a las ambiciones egoístas de cada cual es el que prueba para mí que Stalin murió de muerte natural.

Atentamente,

Tiburcio

lunes, abril 28, 2008

Memoria de la memoria

Se acerca el XX aniversario de una fecha histórica, del 18 de julio de 1936, en que comenzó la guerra de España.


Este aniversario coincide con una nueva situación nacional e internacional que exige de las fuerzas políticas españolas definir su posición ante los importantes problemas que están al orden del día. El Partido Comunista de España fija la suya en el presente documento.

La fecha del 18 de julio ha tenido hasta ahora dos significaciones:


Una, la oficial, que celebraba la victoria de las fuerzas franquistas y que entrañaba la perpetuación del espíritu de guerra civil, el odio contra republicanos y demócratas, el tono de cruzada frente a más de media España.

Otra, la de los que fuimos derrotados, pese a defender una causa justa. Nuestra celebración, a su vez, significaba la reiteración de nuestra confianza en el restablecimiento de la democracia, la no aceptación de una derrota injusta, el legítimo orgullo de haber resistido heroicamente cerca de tres años a fuerzas superiormente armadas y –¿por qué no decirlo?– cierto ánimo de revancha.


Pero en los últimos años se ha producido una importante evolución. Fuerzas considerables, que en otro tiempo integraron el campo franquista, han ido mostrando su discrepancia con una política que mantiene vivo el espíritu de guerra civil.

En el campo republicano son más numerosas e influyentes las opiniones de los que estiman que hay que enterrar los odios y rencores de la guerra civil, porque el ánimo de desquite no es un sentimiento constructivo.

Un estado de espíritu favorable a la reconciliación nacional de los españoles, va ganando a las fuerzas político-sociales que lucharon en campos adversos durante la guerra civil. Ya en el curso de ésta, el Partido Comunista vió la necesidad de llegar a un acuerdo entre los españoles, que garantizase la independencia nacional y la convivencia civil. Ese acuerdo no fué posible entonces, a pesar de que también en el campo opuesto había fuerzas que lo deseaban.

En su carta a la redacción de Mundo Obrero de marzo de 1938, el Secretario General del Partido Comunista, José Díaz, escribía refiriéndose a la unidad que necesitaba nuestro pueblo:

«Esta unidad debe comprender importantes capas de la población, que en la zona facciosa están bajo el yugo y quizá bajo la influencia de la propaganda fascista, debe comprender a todos los españoles que no quieren ser esclavos de una bárbara dictadura extranjera.»

Consecuente con esta posición, el Partido Comunista fué uno de los inspiradores de la política expresada en los «Trece puntos» del gobierno republicano, política que se proponía un acuerdo entre los dos campos en guerra, sobre la base de un compromiso que garantizase la independencia de España; que no hubiera represalias y el derecho del pueblo a elegir libremente sus gobernantes.

Esta orientación ha sido una constante de nuestra política de unión nacional. Se encuentra en nuestro manifiesto de septiembre de 1942, donde proclamábamos: «la reconquista de España para la libertad y la democracia no puede ser obra de un partido o una clase, sino el resultado de la conjugación de esfuerzos de todos los grupos políticos nacionales, desde los católicos hasta los comunistas.»


Posteriormente, en la clandestinidad y la emigración, no hemos cesado de preconizar la unión nacional de los españoles, de insistir en la necesidad de cerrar el foso abierto por la guerra civil entre unos y otros, de encontrar un terreno común para impulsar el desarrollo nacional y elevar el bienestar de los españoles.

Ese es el sentido de nuestra política de unión y de frente nacional reafirmada por el V Congreso de nuestro Partido celebrado en noviembre de 1954, línea que hemos defendido consecuentemente, incluso cuando la mayor parte de los elementos representativos de las fuerzas de izquierda y de derecha la rechazaban.

El Partido Comunista sabe que las ideas y soluciones, por muy justas que sean, no se abren camino de la noche a la mañana, simplemente con formularlas. Hace falta luchar por ellas hasta conseguir que ganen la conciencia de las gentes, hasta que maduren las condiciones para que esas ideas o soluciones sean transformadas en realidad.

Hoy, la idea de una solución pacífica de los problemas políticos, económicos y sociales de España, sobre la base del entendimiento entre las fuerzas de izquierda y de derecha, ha ganado mucho terreno, aunque todavía queden serios obstáculos que vencer.

En la presente situación, y al acercarse el XX aniversario del comienzo de la guerra civil, el Partido Comunista de España declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco.

Fuera de la reconciliación nacional no hay más camino que el de la violencia; violencia para defender lo actual que se derrumba; violencia para responder a la brutalidad de los que, sabiéndose condenados, recurren a ella para mantener su dominación.

El Partido Comunista no quiere marchar por ese camino, al que tantas veces ha sido lanzado el pueblo español por la cerril intransigencia de las castas dirigentes a todo avance social.
Crece en España una nueva generación que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos. Y no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte.


Las fuerzas democráticas españolas no pueden continuar como hasta ahora, al margen de la vida de España, imposibilitadas de enriquecerla y servirla con su aportación cultural y su experiencia política.


Una política de azuzamiento de rencores puede hacerla Franco, y en ello está interesado, pero no las fuerzas democráticas españolas.


Existe en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles en «rojos» y «nacionales», para sentirse ciudadanos de España, respetados en sus derechos, garantizados en su vida y libertad, aportando al acervo nacional su esfuerzo y sus conocimientos.

Es un hiriente sarcasmo que once años después de la derrota del fascismo en el mundo, España sea casi el único país que conserva un régimen fascista. De esta situación sufren todas las clases sociales, excepto un pequeño grupo de monopolistas y gente corrompida.

La pervivencia de este régimen es funesta para el país. No existen leyes que garanticen verdaderos derechos a los ciudadanos; no hay instituciones políticas estables respaldadas por el consenso popular. Se mantiene el principio del Partido único fascista. Se persigue a los españoles por motivos ideológicos y políticos. Si la represión se ceba en los comunistas, socialistas, cenetistas y nacionalistas vascos y catalanes, las persecuciones políticas alcanzan también a monárquicos, democristianos, liberales e incluso a los falangistas disidentes. La censura campa por sus respetos, irresponsable, y en muchos casos, analfabeta. La menor expresión discrepante es reprimida utilizando un sistema judicial de excepción que es, de hecho, la continuación de la jurisdicción militar de tiempo de guerra.

El general Franco continúa amenazando con la guerra civil y con lanzar de nuevo la «ola de camisas azules y de boinas rojas» contra las fuerzas de derecha e izquierda que discrepan de la dictadura.

Si las fuerzas sociales que retiran su apoyo a Franco se pronunciasen por la reconciliación nacional, el entendimiento que no pudo lograrse entre los españoles durante la guerra civil, podría hacerse hoy, tendiendo un puente entre el pasado y el presente, de cara al porvenir, en el camino de la continuidad española.

El Partido Comunista de España, al aproximarse el aniversario del 18 de julio, llama a todos los españoles, desde los monárquicos, democristianos y liberales, hasta los republicanos, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, cenetistas y socialistas a proclamar, como un objetivo común a todos, la reconciliación nacional.








Las palabras que acabáis de leer son la introducción de un largo documento que fue leído por primera vez en Radio España Independiente a finales de la primavera del año 1956. Este manifiesto marca el inicio de lo que históricamente se conoce como política de Reconciliación Nacional del Partido Comunista de España (PCE). La Reconciliación Nacional supuso un hito para el antifranquismo y colocó, en 1956, los cimientos de lo que veinte años después sería la transición política española; algo que sería bueno que recordasen quienes quieren ver en dicho proceso una serie de reacciones apresuradas y débiles. La memoria histórica también debería referirse a episodios como éste, para que podamos entender que, tal vez, en ocasiones se alimenta un revanchismo con el que quienes hicieron la guerra no quisieron conscientemente tener nada que ver.

Terminada la guerra civil española, el Partido Comunista fue con claridad la formación política que menos se resignó a la derrota. Lo dejó bien claro antes del final propiamente dicho de la guerra enfrentándose a tiros con las tropas republicanas del coronel Casado, que querían terminar el conflicto. Y lo demostró después, manteniendo el objetivo del derrocamiento de Franco a base de alimentar alianzas internacionales y el movimiento de los maquis, guerrilleros que se echaron al monte y que hostigaron a la guardia civil, algunos durante bastantes años.

En 1947, sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar. Es la fecha que normalmente se señala para la evidencia de algo que ya venía ocurriendo de antes, que es la, llamémosle comprensión de los Estados Unidos hacia el régimen de Franco. El franquismo nunca osó imaginarse a sí mismo enfrentándose frontalmente con los Estados Unidos, como claramente se deduce de testimonios como las memorias del embajador Carlton Hayes. Así pues, aún no había terminado la segunda guerra mundial y Franco ya le estaba vendiendo wolframio a los estadounidenses, sabiendo muy bien que vendérselo a ellos suponía no vendérselo a Hitler, que lo necesitaba como el comer para sus proyectiles. Estados Unidos comenzó por tener una política de abastecimiento selectivo de España destinado a no dejarla caer en la pobreza pero sin permitir su desarrollo; según Hayes, por ejemplo, el suministro de gasolina tenía como objetivo alimentar el 60% de las necesidades reales de España. Suficiente para ser amiguitos, y suficientemente poco como para que tu amigo trate de ser aún mejor amigo, a ver si le das más.

A partir de 1947, con la consolidación de la guerra fría contra el enemigo comunista, los Estados Unidos deciden que Franco es un elemento necesario en el tablero europeo. Un dictador que te ajunta es siempre mejor amigo que una democracia que te ajunta pues, al fin y al cabo, en una democracia tus enemigos siempre pueden ganar unas elecciones y putearte. Por esta razón los Estados Unidos, que gustan de verse como campeones mundiales de la democracia, tienen una larga historia como impulsores de regímenes para los cuales las libertades son entes de ficción. Franco se avino a poner bases y a ser el patio trasero del cuartel americano en Europa y las esperanzas de que la democracia fuese traída a España por las potencias occidentales, simplemente, se esfumaron.

Los comunistas tienen muchos defectos. Pero la capacidad de adaptación a las circunstancias no está entre ellos. El PCE reaccionó al cambio de entorno diciendo adiós a los proyectos de acciones bélicas contra el franquismo y diseñando una estrategia de infiltración en el régimen. De aquellos años son las primeras instrucciones relativas a la participación de comunistas en las estructuras del régimen, especialmente las sindicales, que algunos años más tarde llevarían a la práctica de forma masiva las Comisiones Obreras.

El comunismo, exiliado y residente en Moscú, tomó conciencia, además, de que con el paso de los años, como es ley de vida, a la sociedad española se iban incorporando generaciones para las que la guerra ya no era una experiencia directa y que, además, el comunismo tenía lógicas y graves dificultades para desarrollarse entre los españoles. Por lo tanto, los comunistas se dieron cuenta de que toda estrategia de antifranquismo pasaba por superar la situación en la que había quedado dicha oposición tras la guerra (los comunistas por un lado, los demás por otro) para volver a tender puentes de unión.

Esta nueva estrategia de búsqueda de contactos y unión con los que no eran ni comunistas ni franquistas fue definitivamente aprobada en 1948. En octubre de 1950 dio sus primeros frutos en las elecciones para enlaces sindicales, en las cuales un montón de comunistas y asimilados resultaron elegidos, especialmente en Cataluña.

La doble estrategia de penetración en el sindicato falangista y búsqueda de unidad de acción con otras ideologías tuvo como resultado la aparición de la conflictividad social en el franquismo. El 1 de marzo de 1951, los barceloneses boicotearon los tranvías de la ciudad como reacción a su brusco encarecimiento. Colgada de esta protesta como de una percha, el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña, dominado por los comunistas) consiguió que el día 12 se produjese una huelga general, como resultado de una tormentosa reunión, celebrada el día 6, entre obreros y jerarcas sindicales falangistas; reunión que sirvió para que los camisas azules descubriesen, alucinados, que buena parte de sus enlaces sindicales era comunista.

La respuesta policial no se hizo esperar. Poco tiempo después de la huelga, la policía detuvo a 28 militantes comunistas, el más importante de los cuales era Gregorio López Raimundo. Su objetivo era inflarlos a hostias en la comisaría y hacer con ellos algo que podríamos llamar tortura ejemplarizante. Sin embargo, el franquismo se encontró con una realidad nueva: los movimientos internacionales de solidaridad. La solidaridad internacional con López Raimundo alcanzó tal nivel que, aún dentro de su brutalidad, el franquismo tuvo que cortarse un pelo.

El siguiente punto de movilización fue la Euskalduna de Bilbao, donde 3.000 obreros hicieron una huelga de nueve días. Esta huelga, poco estudiada por los historiadores en mi opinión, fue de gran importancia, porque fue, que yo sepa, la primera vez que el franquismo, además de moderar sus brutalidades, se bajó los pantalones, ya que el conflicto provocó una revisión de las reglamentaciones laborales que para los falangistas eran inamovibles, amén de un subidón salarial de hasta el 15%.

Del 1 al 5 de noviembre de 1954 se celebra en el exilio el V Congreso del PCE. Es una reunión importante porque la misma marca el hito en el que los comunistas aparcan sus reivindicaciones más radicales para elaborar un programa reivindicativo a todas luces diseñado para que no dé miedo a interlocutores de otras ideologías. El comunismo español trata de quitarse la fama de orco. Como ejemplo, las conclusiones del V Congreso nos hablan de la necesidad de separar Iglesia y Estado «mas», se añade, «teniendo en cuenta los sentimientos religiosos de una gran parte de la población, el Estado deberá subvenir las necesidades del culto». A un comunista que se le hubiese ocurrido defender esto en las Cortes de la República lo habrían corrido a gorrazos desde el cabo de Gata al de Finisterre.

El franquismo, mientras tanto, no se queda quieto. Consciente de que el flanco obrero es en ese momento la única oposición activa (la oposición universitaria no comenzará hasta 1956), convoca en 1955 un llamado Congreso Nacional de Trabajadores, con la intención de recuperar la iniciativa en la dirección de las masas obreras. El tiro, sin embargo, le salió mal. Muy mal. Porque la convocatoria del Congreso, en realidad, sirvió para que los infiltrados comunistas encontrasen un foro desde el cual dar por culo.

En las diferentes provincias se celebran asambleas de delegados para preparar el congreso. En las de Lérida, Guipúzcoa, Sevilla, León y Burgos, se vota la solicitud en el Congreso de un salario mínimo vital con escala móvil (algo así como cláusula de actualización). Pedir esto en la casa de la Falange es como entrar en casa de un tibetano y preguntarle si tiene rollitos de primavera. Barcelona, Vizcaya, Oviedo y Valencia, además, se unieron a la petición.

Contra las cuerdas y perdida la iniciativa, el Congreso de Trabajadores aprobó, entre sus conclusiones, algunas peticiones de los comunistas: salario mínimo, jornada de ocho horas y seguro de paro.

En 1956 las cosas se pusieron feas por el aumento incontrolado de precios. Para los obreros resultaba vital que los salarios se actualizasen en consecuencia. Demostrando su acojone, el gobierno, lejos de reprimir las protestas, anunció en marzo un aumento del 16% y prometió otro 6% para el otoño. No obstante, las protestas continuaron. Y ocurrió algo más, algo que el franquismo no esperaba: el 15 de agosto, la curia arzobispal española hace público un comunicado en el que denuncia las condiciones de vida de los obreros y reclama para ellos salarios más elevados. Franco, al leer estas palabras, debió pensar, como Julio: tu quoque, filii?

Como se ve, los detallitos aprobados por el V Congreso del PCE habían dado sus frutos.

El aumento salarial decretado en octubre fue muy superior al 6% prometido. Aunque, en realidad, esta medida fue nefasta para los obreros, pues estas subidas tan bruscas lo que hicieron fue traer más inflación, empobreciendo aún más a las clases humildes.

En 1956 pasaron más cosas. Fue el año de la primera protesta estudiantil seria contra el franquismo, que se concretó en un enfrentamiento entre estudiantes (y mediopensionistas que pasaban por allí) de Falange con estudiantes de izquierdas. En un enfrentamiento enfrente del colegio de Areneros (actual sede del ICADE), un falangista resultó herido de un tiro en la cabeza, del que nunca se ha recuperado del todo según mis noticias, y que estuvo a punto de matarlo. En las horas posteriores, se dice que grupos de falangistas prepararon auténticos progromos de izquierdistas, que no se llevaron a cabo gracias a que la vida del herido se salvó. Aún así Franco aprovechó los incidentes para cesar a dos ministros: uno aperturista, Ruiz Giménez, titular de Educación y por lo tanto responsable de las movidas estudiantiles; y el otro falangista hasta la médula, Fernández Cuesta, que durante los sucesos se encontraba de viaje en Brasil. A todas luces, lo que hizo Franco fue aprovechar que el Pisuerga pasaba por Valladolid para recortarle las alas a Falange, pues el partido, en aquellas fechas, aún no había abandonado totalmente la ilusión de crear en España un estado fascista puro.

En los sucesos de 1956 había estado del lado de los estudiantes de izquierdas el otrora falangista radical Dionisio Ridruejo; y era jerarca universitario el otrora falangista de libro Pedro Laín Entralgo, reconvertido al democratismo. Detalles como éste enseñaron a los comunistas que el sólido muro franquista se resquebrajaba, y que merecía la pena meter unas cuñas por esas grietas a ver si así, con el tiempo, lograban romperlo.

El último gran factor de importancia para la política de reconciliación nacional de 1956 fue el hecho de que Stalin ya no estuviese entre los vivos. El padrecito comunista, en efecto, la había espichado ya, y con él había muerto toda una etapa del comunismo. El nuevo líder soviético, Nicolasito Khruschev, denunció (eso sí, en secreto) los crímenes de su antecesor, desestalinizó la URSS e inició una política de entente un poco más cordiale con Occidente, dentro de la cual cabían las relaciones de comunistas con no comunistas. En febrero de 1956, el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS había decretado que no hacía falta hacerle la guerra a los imperialistas, pues a éstos, simple y llanamente, se les caería la picha a cachos, ella sola, con el mero contraste entre su modo de vida y su régimen de libertades y el de la mentada Unión Soviética. No tengo muy claro que los jerarcas soviéticos se creyesen de verdad esta gilipollez; pero lo que sí es cierto es que la aplicaron.

En junio de 1956, el PCE alumbró la declaración que inicia este largo post. Hacía veinte años del inicio de la guerra. Para que nos hagamos una idea: hacía el mismo tiempo del principio de la guerra que el que hace ahora de la caída del Muro de Berlín. En realidad, pocos de los protagonistas de aquello habían muerto: Azaña, Largo; el propio Juan Negrín murió a finales de 1956. La guerra seguía siendo algo muy vivo y muchas personas que la habían experimentado eran aún jóvenes. Sin embargo, había una nueva generación. Asumiendo los 12 años de edad como la que pudiera señalar una cierta conciencia en vivir la guerra, en 1956 había ya en España más de diez cohortes de españoles que tenían ya más de 18 años pero no tenían esa edad durante el conflicto. Y, sobre todo, estaba la reflexión provocada por el paso del tiempo, el paso del exilio.

Decenas, centenares, miles de españoles vivían lejos de España, la mayoría amargados por ello, no pocos de ellos teniendo que asumir oficios lejanos a su vocación o a sus conocimientos. En ese caldo fructificaron las reflexiones sobre los porqués de una guerra y de las culpas propias. Lejos de los esquemas interpretativos hoy tan al uso (toda la culpa de todo en su totalidad la tuvieron los franquistas/rojos), la literatura alumbrada en aquellos años desde el exilio suele tener enormes dosis de autocrítica. Por su parte, el mismo fenómeno se produce en el propio franquismo, en el que no pocos elementos acaban por darse cuenta de que Franco no está dispuesto a evitar el error de eternizar una solución provisional como es la dictadura militar.

La declaración que encabeza este artículo es el fruto de todo eso. Su resultado es el gesto consciente de pasar página, de reconocer errores propios, y mirar hacia delante. Las palabras antes escritas se pronunciaron por las ondas de radio en 1956, veinte años antes de la transición política. A mi modo de ver, desmienten radicalmente a quienes creen, o quieren creer, que el pacto en que se basó dicha transición se debió al miedo a la involución, el temor a la reacción del franquismo. Lejos de ello, fue una política muy meditada, tan meditada que llevaba cociéndose dos décadas cuando por fin se pudo aplicar.

Uno puede estar en desacuerdo con esta estrategia. Pero lo que no podemos es negarla, negar que existió, negar que fue defendida y aplicada por los mismos (en este caso hablamos del PCE, así pues Pasionaria y Santiago Carrillo) que antes habían actuado de formas bien distintas. La Historia, Historia es. El primer mandato de la memoria es conocerla; y el segundo, no olvidarla.