jueves, mayo 22, 2008

Ética bélica

Las guerras, dicen, sacan lo peor del ser humano. Y es verdad. Si en la vida se puede ser testigo de hechos abyectos y absolutamente faltos de moral, en una guerra la densidad de este tipo de cosas se multiplica. Pero la guerra, como momento extremo que es, también es una ocasión especialmente interesante para aflorar algunas cosas buenas. Hoy me gustaría hablaros de un héroe de la segunda guerra mundial. Un héroe quizá un poco olvidado, como le ocurre siempre a los héroes que lo son del que pierde. Por lo que sé de su historia, creo que merece claramente la consideración de héroe; pero no por la proeza táctica y militar que realizó, sino por tener, en medio de una guerra, algo muy valioso: sensibilidad y ética.

Se llamaba Luigi Durand La Penne, y era capitán de corbeta de la Armada italiana; un soldado de Mussolini, pues. En 1941, tenía 27 años y nadaba como un pez. Los marineros italianos llevaban claramente las de perder en el teatro de operaciones que les tocó, que fue el Mediterráneo. Allí les tocó lidiar con la segunda armada más poderosa del mundo, la británica, que les dio capones hasta que el tamaño de la cabeza se les dobló. De hecho, los británicos tenían tanto poderío en el Mare Nostrum que aparcaron en la acera de enfrente de Italia, en el puerto de Alejandría, sin que los italianos pudieran echarlos de allí. Entonces a alguien en el ejército fascista se le ocurrió que tal vez la mejor manera de ganarle a un elefante es atacarlo con pulgas. Pulgas como La Penne.

La Reina y sus súbditos tenían dos acorazados en la rada de Alejandría. La guerra también le costaba cosas a los británicos, que habían perdido un acorazado y un portaaviones, así pues guardaban aquellos barcos de guerra como oro en paño. El plan era de película de James Bond: seis submarinistas, dirigidos por La Penne, entrarían en el puerto de Alejandría en minisubmarinos sobre los que montaban como si fuesen ponys (ellos los llamaban cerdos) y, una vez dentro, sabotearían cuantos más navíos pudiesen, mejor.

Cada cerdo era capaz de moverse autónomamente unos 15 kilómetros a una velocidad de dos o tres kilómetros por hora, supongo que estudiada para hacer que los sónares y otros aparatos los confundiesen fácilmente con barracudas, tiburones u otros inquilinos habituales de la mar. En un espacio más bien pequeño (6,5 metros por 50 centímetros) eran capaces de transportar 300 kilos de explosivos.

Era una misión suicida. Lo jodido no es llegar a tres por hora; es tratar de huir a esa velocidad. Eso suponiendo que, tras colocar las cargas en los barcos, no les descubriese alguien y tuviesen que salir nadando.

El 18 de diciembre de 1941, en el submarino Scire que se había colocado en el fondo del mar frente a Alejandría, el equipo se distribuyó el trabajo: La Penne y el contramaestre Emilio Bianchi irían a por el acorazado Valiant; Antonio Marceglia y Spartaco Schergat tratarían de volar el acorazado Queen Elisabeth; y Vincenzo Martelotta y Mario Marino atacarían un petrolero que estaba también en la rada. El plan era que primero estallara el petrolero, a las 5,55 horas, causando un gran incendio; a las 6,05 volaría el Valiant y a las 6,15 el Queen Elisabeth.

El puerto de Alejandría, cosa lógica, estaba protegido con una red metálica. No obstante, aquella noche los seis marinos montados en sus cerdos tuvieron la suerte de que llegaron barcos nuevos, así pues todo lo que tuvieron que hacer fue colocarse a su estela.

La Penne localizó el Valiant. Subió a la superficie, bajo una de sus torres de fuego, desenrollando al tiempo un cable que había de servirle como a Pulgarcito las migas de pan, para volver a su cerdo, que le esperaba abajo en la oscuridad. Cuando regresó a su vehículo, este no arrancaba. Tampoco encontró a Bianchi.

El italiano estaba en el fondo del mar, a unos 30 metros de donde debían quedar las cargas, y estaba solo. Tardó una hora en arrastrar los 300 kilos bajo el agua esos 30 putos metros. Cuando terminó, estaba completamente exhausto.

Subió a la superficie un momento y allí fue, finalmente, divisado por un centinela. Le enviaron una serie de recados de grueso calibre. De la Penne nadó hasta una boya para protegerse. Allí, para su sorpresa, estaba Bianchi. El sistema de respiración de su compañero había fallado, provocando que éste se desmayase bajo el agua. Se despertó en la superficie y nadó hasta la boya, pues no podía volver a bucear. Ambos marinos fueron hechos presos y llevados al Valiant. La Penne fue encerrado en un pañol casi encima de donde calculaba que estaban los explosivos.

Algún tiempo más tarde se oyó como un lejano trueno. Martelotta había hecho los deberes: el petrolero acababa de estallar; aunque fallaron las bombas incendiarias y el fuego no fue muy importante. En ese momento, las prioridades de La Penne cambiaron. Es extraña cosa la guerra. Resulta difícil sostener que hizo lo que hizo por salvarse él, que al fin y al cabo iba a volar con el Valiant, pues desde el primer momento sabía que iba a una misión suicida. Aporreó la puerta hasta que alguien vino y entonces solicitó ver al capitán del barco, Charles Morgan.

Una vez frente a él, se limitó a decirle:

‑Su buque va a volar por los aires en diez minutos. No quiero matar gente innecesariamente.

Preguntado por Morgan, se negó a decirle dónde estaba colocada la carga. Si lo hubiera hecho, le habría tenido que decir que la había dejado suelta, al lado del casco, y con seguridad la reacción de Morgan habría sido sacar el barco por piernas, con lo que el objetivo que La Penne perseguía, que era destruir la nave, no se habría cumplido. Dado que no dio información sobre los explosivos, fue de nuevo encerrado en la bodega.

La explosión se produjo a las 6 de la mañana y seis minutos. De la Penne salió despedido y perdió el sentido. Cuando lo recuperó, salió por el hueco de la puerta de la bodega, donde ya no había puerta. Llegó a la cubierta. Desde allí vio cómo estallaba el Queen Elisabeth.

Lo que siguió a aquel atentado tan sorprendentemente exitoso (seis pavos contra toda una dotación de buques de guerra surtos en un puerto) fue uno de los episodios en el fondo más cachondos de la segunda guerra mundial. Tanto el Valiant como el Queen Elisabeth sufrieron gravísimos daños, especialmente el segundo, pues Marceglia había sido capaz de poner las bombas justo debajo de su sala de máquinas. Sin embargo, dado que el calado del puerto de Alejandría no es gran cosa, los barcos se hundieron, pero dejaron buena parte de sí mismos en la superficie y, lo que es más importante, razonablemente derechos.

En realidad, con aquella acción, Italia quedaba dueña total del Mediterráneo. Así lo sostuvieron muchos expertos al ver las fotos aéreas que tomaron los aviones espía. Sin embargo, el ejército italiano tenía el mismo problema que el alemán: su jefe era un listillo, y no admitía opiniones en contra. Mussolini opinó, contra el parecer de sus almirantes, que aquellos barcos no estaban descojonados, que lo estaban hasta el corvejón, sino plenamente operativos. Por esa razón, dio orden de que los barcos italianos no saliesen de sus bases, por lo que perdieron la ocasión de dominar el mar. Los dos cruceros alejandrinos tardaron cosa de un año en volver a navegar; año durante el cual, por cierto, los ingleses se dedicaron a celebrar fiestas en su cubierta y a aparentar normalidad en la misma, para que Mussolini siguiera pensando que estaban operativos.

Los seis buceadores fueron apresados. De la Penne se escapó un par de veces, pero le pillaron. Fue devuelto a Italia tras terminar la guerra en su país, en 1943. Tuvo tiempo de colaborar con los aliados, sobre todo en la retirada alemana del puerto de La Spezia.

Winston Churchill dijo una vez que la operación de Alejandría fue «un ejemplo singular de valor e ingenio». Pero fue más que eso. Luigi de la Penne salvó aquella noche muchas de las 1.700 vidas que laboraban en el Valiant, y que hubieran desaparecido de permanecer él callado. Fue condecorado por el Estado italiano en 1945. A la ceremonia de la condecoración asistió Charles Morgan, el que fuera comandante del Valiant aquella noche.

Morgan pidió permiso, que le fue concedido, para ser él quien prendiese la medalla en el pecho de quien fue su enemigo.