viernes, julio 10, 2009

Mussolini (4)

Decíamos ayer...



Benito Mussolini y su compañera Rachele se fueron la noche del 27 de octubre de 1922 al teatro. La viuda alegre. Todavía no había llegado la mitad de la representación cuando el matrimonio se escabulló elegantemente del lugar. Todo había sido una artimaña de Mussolini para estar «localizable» para la policía en el momento en que comenzaba la marcha sobre Roma.

A pesar de esta machada, el hecho más claro es que la marcha sobre Roma distó muchísimo de ser una sorpresa para nadie. Por mucho que la policía no conociese los detalles concretos ideados por los «generales» de la operación (Emilio de Bono, Cesare de Vecchi, Italo Balbo y Michele Bianchi), lo que sí sabía es que los planes existían, y que Mussolini tenía bastante más que papel en ellos. La cosa está tan clara que incluso los generales, horas antes de su marcha, son invitados a cenar en Bordighera por la reina madre Margarita (famosa por la pizza que lleva su nombre, y cuya invención y existencia tiene un motivo muy concreto); y, a los postres, son animados por la regia anfitriona en sus iniciativas.

La marcha sobre Roma se conformó como una serie de doce pequeñas marchas que habían de confluir cerca de la capital en tres lugares: Marinella, Mentana y Tivoli. Algunos días antes, el 24, se ha celebrado el congreso del PNF, con la impresionante participación de 40.000 camisas negras. Es ahí donde Mussolini pronuncia una de sus frases más célebres: «Yo os digo con toda solemnidad que el momento requiere: o nos entregan el Gobierno o iremos nosotros a Roma para conquistarlo». Probablemente, en ese momento el Duce sabe ya que las estructuras del poder político, que hasta ese momento han soportado y apoyado el fascismo por omisión, están ya agraces para dejarle paso. Luigi Facta, presidente del gobierno, envía al rey Víctor Manuel un informe la noche tras ese mismo discurso, en el que le asegura tener la convicción de que los fascistas han abandonado la idea de marchar sobre Roma. Esto ha llevado a mucho historiadores a tomar a Facta por gilipollas. Yo, honradamente, no lo creo. Creo que nadie es tan estúpido.

El gobierno se entera del inicio de la marcha sobre Roma a las once de la noche del día 27, cuando Mussolini está teóricamente en el teatro milanés. Quizá sabe, o quizá no, que va a tener un último, postrer aliado.

En las primeras horas del día 28, el presidente Facta se presenta ante el rey Victor Manuel III. Lleva en su mano un decreto, que precisa la sanción real, para declarar el estado de guerra, cual es la oblígación de todo presidente del Gobierno que se encuentra con una medida de presión como la marcha. Pero Víctor Manuel, quizá uno de los reyes más bajitos de la Historia (apenas metro y medio) y casi con seguridad el más psicológicamente atormentado por dicha medianía, decide entrar en la Historia como un elefante en una cabina de teléfonos, y se niega a firmar la norma. No pocos historiadores consideran que lo que pudo decidirle fue la noticia de que su primo el duque de Aosta había visitado a los generales de la marcha en Perugia. Según esta teoría, Víctor Manuel pudo temer ser sustituido por otro rey más fascista, puesto para el que en su familia sobraban los candidatos y las candidatas. Por cosas así es por lo que Italia es una república.

Los camisas negras avanzan en la noche del 27 ocupando sin resistencia las ciudades por las que pasan. Llovió de la hostia aquella noche. En consecuencia, muy lejos de la imagen que el fascismo italiano dio de si mismo, una marcha disciplinada y cantarina, la llegada de los marchadores a Roma fue escalonada, casi se diría que caótica; y el grueso de los ocupantes eran tipos mojados como ratas ahogadas, que dicen los británicos, y en modo alguno armados y con voluntad de defenderse frente a quien eventualmente hubiese intentado reducirlos. En total, se calcula que el fascismo puso en Roma a unos 50.000 camisas negras, la mayoría desarmados, que habrían sido fácilmente reducidos con los 25.000 efectivos de que disponía el general Pugliese. Sin embargo, las fuerzas del orden no actuaron y, para cuando los recién llegados se iban enterando de que el rey se había negado a ponerles trabas declarando el estado de guerra, comenzaron a creer en su victoria contra nadie.

Aunque no había que ser muy valiente para participar en aquella marcha que más parecía el Rocío que una invasión peligrosa, Mussolini no estuvo en ella. De hecho, el Duce no se movió de Milán hasta las dos de la tarde del día 29, cuando recibió el esperado telegrama del general Cittadini: «De Roma. Quirinal. Al onorevole Benito Mussolini, Milán. Su Majestad el rey, habiendo decidido confiarle la formación del Gobierno, ruega se traslade inmediatamente a Roma».

Mussolini no es tonto. Tiene una clara percepción de los tiempos. Su primer gobierno, formado el día 30, tiene sólo tres fascistas en su seno. Pero, como sabemos bien, ésta no es la única línea de actuación del fascismo. En 1923, como represalia por la muerte de dos camisas negras en una disputa particular, la escuadra de Pietro Brandimarte mata a 22 antifascistas, uno de los cuales es arrastrado por las calles, ya muerto, por un camión. El Duce disuelve el Fascio de Milán, responsable de la brutalidad; pero nombra a Brandimarte para un alto cargo en el ejército. Por el camino, crea la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale, una guardia pretoriana personal, formada por fascistas.

El Duce sabe que con la mera violencia no llegará a dominar la sociedad italiana. Hace falta tocar el corazoncito de los italianos. Como buen periodista que es, Mussolini sabe que no hay nada como un buen enemigo al que dar palos para que la gente te siga. El 27 de agosto de 1923, cinco italianos son atacados y asesinados en Grecia. El país se conmueve. El gobierno se indigna. Se presenta un ultimátum a Grecia. El día 31, la escuadra bombardea Corfú y acaba ocupándola.

Mussolini ha encontrado su karma: las guerritas gilipollas.

Días después de la toma de Corfú, Gran Bretaña, aliada natural de Grecia, insta a Italia a devolver la ciudad. Lo creamos o no, el Duce reúne a su gente para hacerse unos pajotes con la idea de declararle la guerra a Londres. Afortunadamente, en aquel grupo de corifeos fascistas todavía hay gente con suficientes neuronas como para convencer a su jefe de que su pretensión es algo propio de paralíticos conceptuales. Finalmente, el conflicto se salda con el pago de una indemnización por parte de Grecia, pero en Italia todo ello aparece como si hubiesen ganado ya la segunda guerra mundial que aún faltan 15 años para que estalle. Algún tiempo después, Yugoslavia cede Fiume a Italia. Nuevo éxito.

En junio de 1924, el fascismo en el poder pasa su última reválida seria. Giacomo Matteotti, diputado socialista, se enfrenta con Mussolini en el parlamento pidiendo la anulación de las últimas elecciones. El día 10 de aquel mes, en su ciudad de residencia de Montecitorio, Matteotti es raptado por cinco fascistas, y al día siguiente aparece su cadáver. A pesar de la censura de prensa, la noticia acaba siendo de conocimiento público y genera una gran conmoción y eso que ahora se llama alarma social. Todo el mundo alza la voz para poner de vuelta y media a los camisas negras.

Pero, a partir de ahí, nada. Por razones que por lo menos a mí me son muy difíciles de explicar (más que nada porque no las entiendo), la oposición al fascismo, en un momento en el que las formas democráticas aún se conservan, en un momento en que Mussolini aún no ha podido completar su proyecto (y de Víctor Manuel) de mandar a los partidos políticos a tomar por culo, en un momento así, digo, la oposición al gobierno deja que el Senado le vote la confianza, deja que el rey le dé palmaditas en la espalda y deja, de una forma sorprendentemente pastueña, que el cadáver de Matteotti se enfríe y empiece a ser Historia.


El 3 de enero de 1925, Mussolini inaugura la dictadura fascista propiamente dicha.

miércoles, julio 08, 2009

Encicliqueando

Hay gentes, físicas y jurídicas, que tienen una innata capacidad para decir una cosa y la contraria y quedarse tan panchos. Pero pocos de ellos superan a la Iglesia Católica. Desde luego, todo el mundo tiene derecho a opinar. Pero opinar supone colocar la opinión de uno en algún lugar, donde otros pueden conocerla y criticarla. Así pues, el Papado católico, el mal llamado Santo Padre (hay quien opina que, lejos de ser Santo Padre, lo que es, es Padre Santo), tiene, desde luego, todo el derecho a opinar sobre cualquier materia. Y, por supuesto, está en su derecho utilizar estrategias de márquetin, tales como la búsqueda de oportunidades (la reunión del G-8 en Italia) para sacar a pasear sus letras. Nadie le dice que se calle. Yo, por lo menos, no. Lo que a mí me gustaría no es el silencio de la Iglesia, sino todo lo contrario; esto es, que hablase más y, hablando, se ganase el derecho a sostener las cosas que sostiene. Y, de paso, contase un par de cositas que no sabemos. Y, de paso, pidiera disculpitas por una o dos cosas.

Un principio general: ¿a quién confiaríais antes a vuestro tierno hijo de dos años: a vuestra tía Remorina o a un tipo condenado en firme por pederastia? Una vez que hayais contestado a la pregunta, habréis llegado al principio general, que es: el pasado es un elemento importante para valorar el presente.

Dice el Papa que la globalización, a la que califica, no sé si tras hablar con Leyre Pajín, de «impulso planetario», «puede contribuir a crear riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana». Hay que tener cuidado con la globalización, pues.

Y tiene coña esta prevención, viniendo de alguien que aprovechó la globalización financiera a fondo. Bueno, no fue él, sino su predecesor, Juan Pablo II, y su cardenal americano de origen creo que letón, Paul Marcinkus. Al Papa Wojtyla le preocupaba por encima de todas las cosas su país de origen, Polonia, donde la resistencia al comunismo, en gran parte liderada por la propia Iglesia, libraba un combate final que terminó ganando. Para el Papa, pues, era importante alimentar aquello, y puso tanta carne en el asador que acabó siendo tiroteado por el turco Alí Agca en un suceso que, no sé vosotros, pero yo no tengo del todo claro.

La historia de cómo la Iglesia hizo caja en aquellos años es para contarla en varios post. Pero, sucintamente, se hizo a través de la asociación entre Marcinkus, entonces a la cabeza del llamado Instituto para las Obras de Religión IOR, también conocido como el banco vaticano; y un banquero católico, Roberto Calvi, que dirigía el Banco Ambrosiano, una institución que olía a cera que lo flipabas. Para empezar, resulta curioso que, según leo en los medios, la última encíclica del Papa haya abogado por la transparencia en la economía. ¿Transparencia? En la época del Banco Ambrosiano y sus tropelías, el IOR no estaba supervisado por nadie, puesto que era una institución financiera radicada en un Estado (el Vaticano) que había decidido no tener supervisor bancario. Por lo demás, ¿vosotros habéis visto alguna vez un balance y una cuenta de resultados del IOR? ¿Habéis visto alguna vez un informe auditado y público sobre las inversiones que sostienen las iglesias nacionales, algunas de las cuales (como la nuestra) se nutre, para más inri, de dinero de los impuestos públicos? ¿Alguien sabe cuál es la posición de la Iglesia española en la Bolsa, en mercados de renta fija, en derivados; cuáles son sus posesiones inmobiliarias, cuáles sus empresas participadas?

Totalmente de acuerdo, padre santo: la economía, lo que necesita, es transparencia.

Volvamos a Calvi. Vamos a olvidarnos de pequeños detalles como que buena parte de la liquidez de la Iglesia provenía de la firma con Mussolini (honrado demócrata, mil veces ponderado por los amantes de la libertad, con hondas raíces en la defensa de los derechos humanos) del Tratado de Letrán, que fue firmado, ya digo, con un tipo que se dedicaba, a través de sus pandas, a meterle a obreras un chute de aceite de ricino por boca y luego las obligaba a bailar desnudas hasta que su intestino decía basta y se cagaban encima. Vamos a olvidarnos, pues, del hecho de que muchos de los amigos de la Iglesia han mostrado históricamente notables déficits de ese respeto hacia el obrero y el desfavorecido que la encíclica propugna. Aceptamos barco como animal acuático: el Pescador no se enteró.

Volvamos, digo, a Calvi. Inmediatamente de asociarse con el IOR, y con sus fondos, don Roberto se dedicó a crear filiales del Banco Ambrosiano en lugares exóticos. No lo hizo por el calor y el buen clima de lugares como las Bahamas, sino por la lenidad de sus legislaciones financieras. A partir de ahí, empezó a crear un sistema piramidal complejo por el cual las filiales sostenían el negocio de la matriz mediante préstamos que la propia matriz les concedía. Como todos los esquemas más o menos piramidales, funcionó mientras el valor intrínseco de los activos se sostuvo; cuando dejó de sostenerse, pues como siempre: a la mierda.

No quiero aquí, desde luego, desgranar el caso Calvi, que como digo es muy complejo y apasionante. Sí conviene tener en cuenta, en todo caso, que Calvi apareció ahorcado en el puente londinense de Black Friars, sin que a día de hoy se sepa a ciencia cierta si se colgó, si lo colgaron y, si la opción es la dos, quién y por qué. Lo que sí conviene tener en cuenta es que, si bien Marcinkus acabó apartado de la pasta, desde luego no formó parte de los encausamientos impulsados por los abogados de los muchos, muchísimos estafados de todo aquel mogollón. El Vaticano, que ahora ve problemas en la globalización y pide transparencia y comprensión, no vio problemas en formar parte de un montaje relacionado con la libertad de movimiento de capitales (o sea, el epicentro de la globalización); fue opaco como la noche sin luna a la hora de explicar qué había pasado; y, desde luego, no colaboró demasiado en que las cargas de los muchos estafados que habían perdido fortunas en los enredos de Calvi pudiesen ser justamente compensadas.

Al fondo de la foto que describo se ve un señor vestido de blanco, cuyo sucesor ha dicho ayer que la economía necesita de la ética. Y digo yo que si lo dice es porque sabe bien que es cierto.

Más aún. La encíclica dice (las itálicas y corchetes, claro, son míos): «Los agentes financieros han de redescubrir el fundamento ético de su actividad [toma, toma y toma] para no abusar de aquellos instrumentos sofisticados con los que se podría traicionar a los ahorradores [¿qué tal «se ha traicionado» en lugar de «se podría traicionar»?]. Recta intención, transparencia y búsqueda de los buenos resultados son compatibles y nunca se deben separar [defina nunca, padre santo]». Y Marcinkus que lo lee (¿desde el Cielo?), contesta: ¡¡¡Vilma, ábreme la puerta!!!

Otra cosa que dice la encíclica es que la economía necesita leyes justas. Ejemplos de leyes o iniciativas justas hay muchas. Al hilo de lo que estamos hablando, a mí me gustaría citar aquí la de Juan Álvarez Mendizábal, cuando dijo aquello de que no podía ser que la parte fundamental de la propiedad de la tierra en España estuviera en manos de un solo dueño. Ciertamente, Mendizábal quería vender todos esos predios con el poco ético objetivo de financiar una guerra (la primera guerra carlista); y, además, su famosa desamortización fue una especie de flus que no llevó la propiedad de la tierra a quienes la trabajaban. Pero, siendo cierto todo eso, lo es también que la desamortización de Mendizábal era una medida absolutamente necesaria para modernizar mínimamente las relaciones de propiedad en España, crear una estructura económica razonablemente moderna. Con estos mimbres, cabría esperar que la siempre comprensiva Iglesia Católica Apostólica y Romana, blandiendo los principios de su Doctrina Social, se mostrase de acuerdo con la medida. Pero no lo estuvo. Porque, en refrán muy español que al cabo de lo que decimos viene pero que muy bien, una cosa es predicar, y otra dar trigo. De hecho, la encíclica dice: «el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil». ¿Es una viga lo que acabo de verle caer del lacrimal, padre santo?

También nos dice el Papa, y le debe de parecer importante porque lo subraya en varios puntos, que «en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria». Pues sí. Para gratuidad, el diezmo que había que pagarle a la Iglesia sí o sí, o las exacciones especiales para financiar las cruzadas (tomayá respeto por el otro no creyente el pretender dominarlo a base de invadirlo y/o apiolárselo), algunas de las cuales se cobraban muchos, pero muchos años después de terminadas dichas cruzadas. Y es que las relaciones económicas con la Iglesia, que contra lo que algunos puedan pensar tienen poco que ver con las misas funerales o el día del Domund y mucho más con las relaciones entre Estados, han estado históricamente presididas por la gratuidad.

La doctrina social de la Iglesia, nos dice el Papa, ofrece una aportación «que se funda en la creación del hombre «a imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las normas morales naturales». ¿Inviolable dignidad? ¿La de los judíos que en tiempos de los godos (y habrá que recordar aquí que la monarquía goda era una teocracia cuyo parlamento efectivo eran los concilios toledanos) eran desposeídos de todo lo que tenían si casaban con cristiana y, en algunos reinados, incluso por tener tan sólo esclavos cristianos? ¿Inviolable dignidad la de los miles, centenares de miles, si no millones de seres humanos que fueron esclavos durante siglos dominados por la Iglesia católica sin que ésta encontrase incompatibilidad entre dicho estatus y su inviolable dignidad; todo ello porque la esclavitud era una institución económicamente necesaria?

Se podrá decir: coño, Juan, ya te pasas. Pones ejemplos de hace mucho tiempo. Puede. Pero, ¿dónde exactamente ha dicho el Vaticano que la doctrina social de la Iglesia es actual, es nueva, y por lo tanto la anterior ya no es válida? ¿Dónde y cuándo ha dicho el Papa: de aquí para atrás, podéis tirar todas las encíclicas, todas las constituciones, porque ya no valen? Sea o no lógico, la Iglesia Católica no reniega de uno solo de sus actos ni de una sola de sus palabras. Bueno, en realidad sí. En realidad se ha retractado de la chorrada de haberle tocado los cojones a Galileo; y digo chorrada porque, al lado de otras muchas cosas, lo de Galileo, la verdad, parece un chiste, una bromita entre colegas.

Lo digo: leo y releo la encíclica y, no sé por qué, me acuerdo de las soflamas que, en tiempos de la URSS, se editaban desde Moscú criticando la falta de libertad en los países occidentales y la necesidad de basar las relaciones sociales en conceptos más igualitarios.

Y es que los extremos se tocan.