viernes, septiembre 11, 2009

Pasquines

Supongo que todo el mundo sabe o casi sabe lo que es un pasquín. Es una nota satírica, escrita para atacar a alguien o a algo, normalmente contra el poder, que, escrita en una hoja, pasa de mano en mano para su lectura semiclandestina, a veces completamente clandestina. Muchas y diversas denuncias y sátiras se han publicado en pasquines a lo largo de la Historia. Lo que quizá no sepáis es que el origen de la palabra pasquín es muy preciso; tan preciso que es visitable para todos aquellos que vayan a Roma.

Y es que Pasquín está situado detrás del Palazzo Braschi de la capital italiana, cerca de la Piazza Navona. Lleva allí desde 1501, cuando fue situado en tal lugar por el cardenal Oliviero Carafa. Es una estatua que se conserva sólo parcialmente, tan parcialmente que son varias las teorías que se han desarrollado sobre la realidad que representa. La opinión más generalizada es que el roto conjunto escultórico representa a un gladiador. Pero hay otros que creen que representa a Hércules realizando uno de sus trabajos, y otros que consideran que el conjunto representó en su día a un soldado de Alejandro Magno sosteniendo el cuerpo de su jefe durante su baño en el Cidno; a Ayax, a Menelao... Como se ve, teorías las hay para todos los gustos.

El otro gran misterio de esta historia es el origen de la palabra pasquino en italiano, o pasquín en español. Todo parece indicar que es un nombre, ciertamente. Pero ahí se acaban los consensos. Hay quien quiere recordar que Pasquín era el nombre de un sastre de alto copete que realizaba encargos para el Papa, la Curia y los grandes nobles, y que en ejercicio de sus funciones (recuérdese que ésta, y no otra, es la esencia de la trama de El sastre de Panamá) se acababa enterando de muchos secretos, secretillos y secretazos de la Roma de su tiempo. Por eso, cada vez que se escuchaba una maledicencia a media voz, todo el mundo refería que la había dicho Pasquín. Según esta versión, a la muerte del sastre, la estatua de marras fue encontrada durante unas obras enterrada en la calzada, y fue colocada en el lugar donde había estado el taller del famoso cotilla, adquiriendo su nombre.

En todo caso, parece claro que fue el cardenal Carafa el primero que tomó la costumbre de clavar alrededor de la estatua papeles con composiciones literarias, aunque en aquel momento eran de contenido lírico. Pero eso fue cambiando. Al calor de la costumbre, en el pedestal de la estatua de Pasquín comenzaron a aparecer epigramas satíricos, que hablaban del Papa, de los cardenales, de cualquier suceso de la capital. El pontificado del español Alejandro VI marcó un claro cénit en la publicación de pasquines difamatorios. El pueblo romano odiaba al Papa español (verdademente, sus razones tenía) y no se recató de alicatar la estatua con sus opiniones. En 1501, al principio de los pasquines pues, se publicó uno que sacaba punta del hecho de que en el escudo de los Borgia hubiese un buey. Decía el buen pasquín:

Predixit tibi papa bos quod esses

El inteligente truco de este pasquín estaba en que no tenía coma, con lo que invitaba al lector a colocarla él mismo. Según dónde la coloquéis, la frase puede significar:

Tú predijiste que serías un Papa buey (sin comas).
Tú predijiste, oh Papa, que serías un buey
(con «papa» entre comas).
Tú predijiste, oh buey, que serías Papa
(con «bos» entre comas).

Ya sé que la LOGSE se lo ha cargado, pero el latín puede llegar a ser muy divertido.

Todo esto hizo que los matices primeros, relacionados con la pulsión de los poderosos por dejar ver sus opiniones, desapareciesen, y el pasquín pasase a ser un elemento totalmente popular y totalmente clandestino, es decir perseguido.

Que yo sepa, el primer pasquín anónimo se lo llevó un español: el Papa Calixto III (1455-1548), de soltera Alfonso Borja, quien había realizado un nepotismo de libro a favor de sus sobrinos y, por la tal razón, se ganó esa apostilla:

A los pobres, sus apóstoles la Iglesia había dejado Cristo;
presa de los ricos, sus sobrinos, es regida hoy por el buen Calixto

El Papa Adriano VI le declaró la guerra a los pasquines. Si éstos se habían refugiado hasta entonces en una fiesta literaria galante impulsada por el cardenal Carafa todos los 25 de abril, Adriano la prohibió. El Papa, de hecho, albergó la idea de romper la estatua y tirar los trozos al Tíber; con muy buen criterio, el excelso poeta Torcuato Tasso, autor de la Jerusalén liberada, le convenció de que, si hacía eso, los restos de la estatua harían nacer en el río «infinitas ranas que croarían noche y día»; en clara alusión al hecho de que tratar de acabar con los pasquines no haría sino multiplicarlos. Un cónclave decimonónico, el que eligió a Pío VIII (1829) se celebró mientras un cuerpo de guardia específico vigilaba la estatua las 24 horas.

Para la mellada estatua romana escribieron las mejores plumas locales. Escribieron Jacopo Sannazaro, Baltasar de Castiglione, Niccolò Franco y, sobre todo, el grande entre los grandes: su majestad Pietro Aretino.

Con el tiempo, además, a Pasquín le salieron interlocutores. Otras estatuas romanas donde también se colgaban papeles, normalmente contestándose unas a otras. Esto fue conocido como el club de los ingeniosos, del que formaban parte el propio Pasquín, así como la estatua de Madama Lucrecia (una estatua de la puerta de la iglesia de San Marcos, en la Piazza Venezia); Marforio, una estatua yacente del Capitolio; una estatua de un cónsul aparecida en la Piazza Vidonio y conocida por los romanos como el abad Luigi; Il Facchino o mozo de cuerda, situado en la vía Lata; y, finalmente, la estatua conocida como El Babuino, aunque en realidad es un sileno no muy favorecido, situado en una fuente de una de las vías que van a dar a la Piazza Spagna.

Los pasquines desaparecieron con la entrada de las tropas italianas en Roma y la incorporación de la ciudad a Italia; signo inequívoco de que el Papado, y el poder papal sobre la ciudad, fueron sin lugar a dudas su principal combustible. Hay quien dice que cuando se habló de que Hitler iba a visitar la Roma mussoliniana renacieron los pasquines, pero yo tengo esa versión por una más de las elaboraciones creativas de la historia de la segunda guerra mundial, elaboraciones que tienden sistemáticamente a ver hordas de resistentes antifascistas donde, de haber, lo que hubo fueron grupúsculos en situación putomiérdica y escaso apoyo social.

Hoy, los romanos tienen otras vías para practicar la crítica del pasquín. O, tal vez, es que han perdido el ingenio.

miércoles, septiembre 09, 2009

La chorrada del nazibudismo

Uno de los negocios más lucrativos, y al mismo tiempo culturalmente repugnantes, de los últimos cien o doscientos años es, sin duda alguna, eso que damos en llamar los fenómenos extraños. Alrededor de creencias varias, que suelen ejemplificarse con el asunto de los extraterrestres pero tienen otras muchas derivaciones, hay toda una caterva de charlatanes y charlatanas que logran pingües beneficios a base de hacer creer a la gente que están en secretos en realidad inexistentes. Hay un hecho incontrovertible del conocimiento humano que cualquiera que sea aficionado a la Historia conoce bien: casi siempre, un hecho puede ser interpretado de diferentes maneras. Consecuentemente, es perfectamente posible tratar de defender, y difundir, una interpretación sobrenatural de los hechos, en el sentido de que han sido provocados por seres superiores, o visitantes de Orión, o espíritus demoníacos.

Los primeros que se beneficiaron de esta posibilidad han sido, y en parte siguen siendo, los cleros. Los sacerdotes son los primeros que descubren el chollo de convencer a los demás de que la divinidad está detrás de las cosas que pasan y, además, es posible entenderla si se conoce el lenguaje adecuado. Toda nuestra cultura está basada en la creencia ciega en hechos sobrenaturales. Así las cosas, ¿por qué no tendría que surgir el negocio de inventar hechos sobrenaturales, de elaborar explicaciones alambicadas para las cosas, y pillar pasta gansa a base de escribir libros, echar cartas o mirar a las estrellas? Si los arúspices y los sacerdotes fueron los pilladores del pasado, los pilladores del presente son los modernos mistagogos que ya no nos hablan de santerías o de oráculos, sino de seres inteligentes, normalmente de color verde, que viajan a través del universo y tienen tecnologías capaces de esto y de aquello; o de mamofonías varias; o de ouijas pijas. El caso es pillar.

Normalmente, el moderno pillador, el charlatán contemporáneo, el mistagogo de vía estrecha, suele subvertir la ciencia. Pero, también, a veces, subvierte la Historia. Es, sin ir más lejos, lo que ocurre en el caso que vamos a tratar en este post. El caso del nazibudismo, del Dalai Hitler o, si lo preferís, de la relación entre el nacionalsocialismo y el Tibet.

Todo esto parte de un solo hecho cierto: la celebérrima cruz gamada de los nazis alemanes no es, en modo alguno, una invención suya. La cruz gamada se utilizaba en diversas culturas orientales. Hay gente que no necesita más que eso para elaborar una teoría. Estos días leo un libro sobre el nacionalismo vasco (Kerman Ortíz de Zárate: El problema revolucionario vasco. Buenos Aires, Pléyade, 1972), que porta el siguiente sólido argumento, mutatis mutandis: los vascos tienen una tradición que llaman del Árbol Malato; en Turquía hay un monte que se llama Malato; ergo los vascos descienden de los antiguos sumerios. ¡Moc, moc, y dos huevos duros!

Todo empezó con una mujer. Se llamaba Helena Petrovna Blavatsky, y se la suele citar con sus tres iniciales, HPB. La Blavatskty es uno de los mejores ejemplos, de los que el siglo XIX ya va bien dotado, de jeta industrial parapsicológica. Como suele ocurrir con estos eructitos (quise escribir eruditos pero, coño, los dedos no me dejan; será algo sobrenatural), HPB vivió de cuatro datos que tenía por ahí, fundamentalmente de budismo. A los escritos de HPB no les falta de nada. Lo primero, desde luego, es el misterio inherente a su conocimiento: todo lo que cuenta en sus libros, dice, le fue revelado por un lama en un monasterio tibetano (es lo cierto que ella nunca estuvo en Tibet), y conforma el corpus de un conocimiento secreto. Que se sepa, esta señora nunca explicó por qué un monje tibetano fue precisamente a escoger a una señora europea para contarle lo que no le contaba a nadie.

Las teorías de la Blavatsky están relacionadas con uno de los asuntos que más ha dado de comer, y lo que te rondaré rubia, a todos estos conocedores de la nada: el mito de la Atlántida. Para todas las personas que se hayan acercado seriamente a las culturas antiguas, el hecho de que la Atlántida sea un mito ya les dice todo. Que se hable de la Atlántida no quiere decir que exista, al igual que si se habla del mito de la cueva de Procusto tampoco se está sosteniendo que jamás haya existido un tipo tan cabrón. Pero los eureros hechiceros de la modernidad no se paran en estos detallitos. Para ellos, el mito quiere decir que la Atlántida existió. En abono de este hecho suelen citar el no menos conocido de que la arqueología ha terminado por demostrar que existió la Troya homérica; que no hayan aparecido ni el caballo ni una sola pieza, sea armadura, espada o tal, mucho menos inscripciones, correspondiente con los seres que según Homero estuvieron allí, es algo que ya les interesa menos en su explicación.

Sigamos con la Blavatsky. En aquella supertierra primigenia vivía una raza de seres superiores, que convivían con los dinosarios (o sea, como Richard Attemborough y Michael Crichton). Llegó un momento en que estos superhombres se degradaron (no se explica muy bien cómo) y fueron castigados (no se explica muy bien por quién aunque, como veremos más adelante, quizá fue Harry S. Truman) con la desaparición de su continente. Pero unos pocos sobrevivieron (no se explica muy bien cómo, y cómo fueron capaces de escapar de un demiurgo tan poderoso como para hundir continentes enteros) y se fueron al Tibet, donde sus extraordinarios conocimientos fueron, y son, transmitidos por los lamas. Así como quien no quiere la cosa, HPB había conectado el budismo con el conocimiento semidivino, algo que hay que reconocer que en parte permanece en las mentes de quienes, legos al budismo, lo vemos como algo entre misterioso y dabuten. Supongo que si hiciésemos una encuesta descubriríamos que la immensa mayoría de los no budistas consideran que ser budista es saber cosas que otros no saben (o sea, que con atender un poco en las clases de mates del bachillerato, ya eres budista).

Hay que reconocer, de todas formas, que esas cosas que hacen los budistas de tomar a un niño recién nacido y decir que como el puto niño ha dicho gu-gú en el momento correcto, o se ha mostrado interesado por tal o cual objeto, es que es la reencarnación del obispo de Tarazona, no ayudan, precisamente, a quitarles esas etiquetas.

Casi todo el nazismo está en los libros de la Blavatsky. Esto es: la creencia en una raza superior. La creencia de que esa raza está abotargada y hay que reanimarla (esto es el Lebensraun hitleriano: tomar lo que Alemania necesita para ser grande y que históricamente no le han dejado tomar). Y la creencia, consecuente, en la existencia de seres humanos de condición inferior, que para la rusa son los chandalas. Hay que reconocer que el hecho de que HPB sostuviese que los tibetanos son esa raza superior no es muy nazi, porque no se conocen, que yo sepa, tibetanos rubios y de ojos azules y, de hecho, si escondiésemos un tibetano entre setecientos oficinistas de Schleswig-Holstein, probablemente no nos tomaría ni minuto y medio encontrarlo.

Las teorías blavatskianas se denoninaron teosofía. Algunos años más tarde, en Centroeuropa dos mistabobos austriacos, Gido List y Adolf Lanz, desarrollan la ariosofía.

List, que se hacía llamar Von List para destacar sus presuntos orígenes nobles; y Lanz, que llegaba más lejos y se hacía llamar Jörg Lanz von Liebefels, adaptaron las teorías teosóficas metiéndole sordina a los argumentos tibetanos para inventar unos orígenes germánicos para la superraza más coherentes con la verdad, aunque no plenamente coherentes. En la ariosofía, la primigenia raza de la hostia proviene de los contactos entre germanos, templarios y vikingos. Es otro leiv motiv de este tipo de chorradas el meter por medio a los templarios, dado que se les supone una secta poderosa con extraños poderes y tal. Lo de los vikingos no tiene pase, seriamente. Pero para darse cuenta de ello, los ariosófobos deberían conocer un poquito más, o mejor digamos un poquito, la historia de los pueblos escandinavos. Y no era el caso. Respecto de los templarios, en Alemania apenas los hubo.

Eso sí, List y Lanz fueron quienes utilizaron por primera vez la cruz gamada.

El seguidor de las teorías de estos dos insanos inventores fue otro austriaco, Adam Glauer, quien se hacía llamar Barón Rudolf von Sebottendorf. Glauer fundó la sociedad Thule, que preconizaba la vinculación de la raza alemana con oscuras razas de superhombres existentes en el tiempo pretérito, que tuvo grandísimo éxito entre los nacionalistas radicales que acabarían alimentando las filas del NSDAP hitleriano.

Thule es una tierra mítica de los griegos, situada al norte de la civilización. Dado que no pocos exploradores contemporáneos han demostrado que nuestros antepasados bien pudieron hacer viajes exitosos a lugares bien remotos, no hay que descartar que algunos griegos de pelo en pecho lograsen en realidad llegar muy muy arriba en el mapa y, consecuentemente, el mito de Thule tenga algún tipo de fondo de verdad basado en esos contactos. Thule es también en lugar norteño y medio mágico donde tiene su reino la reina Sigrid, virginal novia del Capitán Trueno; aunque eso de virginal quizá habría que ponerlo en duda, teniendo en cuenta los sospechosos parecidos entre la propia Sigrid y el arrapiezo Crispín... Los «teóricos» de Thule sostenían que allí en el norte, quizá en Groenlandia, quizá en Islandia, hubo una tierra mágica en la que vivieron los primeros arios, seres perfectos. Si os paráis a pensar, os daréis cuenta de que esa teoría es, en el fondo, de la la Blavatsky, sólo que cambiando Thule por la Atlántida, y los arios por los tibetanos. La bisagra que conecta ambas creencias es la cruz esvástica.

La sociedad Thule fue fundada por Sebottendorff con la idea de usarla para sus imbecilidades mistabobas. No obstante, conforme fue ganando adeptos, éstos fueron dándole al grupo un tono más político, pues lo nuevos miembros no querían discutir tanto la existencia de unos arios primigenios que eran la leche, como luchar contra los no arios, esto es judíos y comunistas (los nazis nunca llegaron a explicar bien eso de que los comunistas nunca fuesen arios, pero lo creían a pies juntillas; por lo demás, para ellos el paradigma del comunista era el eslavo, y el desprecio profundo que sentían hacia esta raza quedó bien claro cuando invadieron la Unión Soviética).

La prueba irrefutable de la relación entre Thule y el NSDAP es que esta sociedad compró en su día un periódico, el Münchener Beobachter u Observador Muniqués, que finalmente sería convertido en el Völkischer Beobachter u Observador del Pueblo, que fue el órgano de prensa oficial del partido nazi.

Durante el brevísimo periodo de la República Soviética Bávara, dos decenas de seguidores de la sociedad Thule fueron asesinados, con lo que esta secta tenía, además, mártires.

Con la llegada del III Reich, todas estas idioteces ganaron valor, puesto que dentro del nazismo había conspicuos miembros que creían en ellas. Uno de sus creyentes era Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler al cual la neurona le daba para bastante poco, y que en sus paranoias alucinógenas sobre la grandeza de Alemania echó con frecuencia mano de estas teorías para explicar las idioteces que le nacían en la cabeza. Aunque quizá el máximo creyente fuese Heinrich Himmler. Los testimonios que tenemos de él, por ejemplo los procedentes de su médico personal, nos dibujan a un tipo bastante impresionable, basado ideológicamente en análisis muy sencillitos, y proclive a dejar volar la imaginación. El tipo de imbécil que se cree imbecilidades.

Himmler tuvo una pequeña corte de echadores de cartas, arúspices y hechiceros varios. El más importante de todos fue un tipo que merecería ser objeto de una película: Karl María Willibut, que se hacía llamar Weisthor, o sea, Sabiduría de Thor.

Willibut es el tipo que vuelve la mirada hacia el Tibet. Empapado como está de todas las obras escritas durante el medio siglo anterior sobre la existencia de una raza de superhombres, empeña su vida y sus esfuerzos en encontrar las pruebas de la existencia de esa raza de la hostia y sus vinculaciones con el alemán contemporáneo. Por iniciativa suya, se realizan trabajos arqueológicos en la propia Alemania y en las españolas Islas Canarias, en este caso para buscar restos de la Atlántida (la teoría de que las Canarias son como las montañas de la Atlántida que todavía sobresalen del agua es otra mamonada muy al uso en estos círculos). Para poner todas esas cosas en claro se echó mano, cosa no muy normal, con algo bastante parecido a un investigador serio: Ernst Schäfer, un profesor alemán que, en 1934, había participado en una expedición americana en el sur del Tibet. Schäfer dirigió la expedición que la Alemania nazi dirigió al Tibet en los años 1938 y 1939.

La expedición Schäfer no está exenta de misterio y es oro molido para los mistabobos. Se ha dicho, por ejemplo, que los alemanes llevaron un mensaje secreto de Hitler al Dalai Lama. Considerando que en aquel entonces el Dalai Lama tenía tres años, es posible que el mensaje fuera: «Macalone sin tomate nene no guta», o algo así. Se ha dicho que los alemanes buscaban la tumba de Gengis Khan (esta teoría no explica por qué Gengis Kahn se enterró presuntamente allí). También se ha dicho que, en realidad, la destrucción de la Atlántida se debió a la explosión de una bomba atómica (teoría que no para en el pequeño detalle de que una bomba con kilotones suficientes como para hundir un continente dejaría trazas en el mundo entero) y que los lamas guardan el secreto de dicha bomba atómica, que Hitler quería para sí (y será por eso que no hizo caso de los primeros científicos que sospecharon de la fisión del átomo). Con todo, el gran éxito de la expedición fue el permiso que recibieron de visitar la ciudad de Lhasa, que hasta entonces había sido vedada a los occidentales. Se tomaron un huevo de fotos y se filmaron muchos metros de película. Ese material sí que es interesante de conocer.

Cuando supo que Shäfer había conseguido entrar en Lhasa, Willibut, en Alemania, entró en trance y logró comunicarse con un lama tibetano y un chamán amazónico. No puedo explicaros qué puñetas hacía el jíbaro dando por culo en la conferencia, pero tiene su mérito inventar el roaming telepático, y es por eso que lo cito. Por lo demás, hay que tener en cuenta que, a pesar del amor de los nazis por el budismo, también los hubo que le tenían gato. Así, el general Ludendorff, muy interesado por estas tonterías y que era un devoto creyente del dios Odín, quien sostuvo en un libro la existencia de una conspiración para dominar el mundo liderada por el Dalai Lama. Quizá el libro de Ludendorff lo leyó ese gran demócrata llamado Mao Zedong, pues, algunos años después de terminada la guerra mundial, entró en Tibet como Pedro por su casa, se apioló al 20% de la población e hizo desaparecer la inmensa mayoría de los templos del país.

Si los tibetanos se creían superhombres, Mao les demostró que se les habían acabado las espinacas. Pero ni aún así se han terminado las chorradas, ni los libros imbéciles, ni las teorías infumables. Ni la gente que las cree.

Y es que creer siempre ha sido mucho más fácil que leer.

lunes, septiembre 07, 2009

Buffalo Bill

Buffalo Bill es, probablemente, el único superhéroe real que ha existido. Después de él llegaron Supermán, Batman, el Capitán América, Gallofa y Poti-Poti. Pero todos ellos tienen la característica común de ser imaginarios. Buffalo Bill, sin embargo, fue un personaje real. Un estadounidense que se paseó por medio mundo convirtiendo el mito del salvaje Oeste y las luchas entre blancos e indios en el principal espectáculo de su época. En la generación de mi padre, (nacidos en torno a los años treinta) fueron legión los niños que coleccionaron los tebeos de Buffalo Bill y de sus diversas evoluciones de ficción, como ocurrió en España con El Coyote y en el mundo sajón con El Zorro, de alguna manera inspirados en él;L pero esas legiones fueron aún mayores en las anteriores generaciones de infantes. Hoy en día, si coges a un adolescente, le quitas los audífonos del IPod para que te atienda y le hablas de Buffalo Bill, es muy probable que ni sepa de quién le estás hablando. Pero Buffalo Bill, en aquel mundo sin televisión, con escaso cine y divertimentos muy relacionados con lo escrito, fue un mito del tamaño de cualquiera de los que hoy podamos imaginar.

William Cody nació en 1846, hijo de Isaac Cody, un hombre dedicado al comercio procedente de Le Clair, al este del río Missouri, pero que se había traslado a Salt Creek Valley, muy cerca de Fort Leavenworth, en Kansas. Allí había indios pieles rojas y papá Cody solía comerciar con ellos. Cuando iba a hacer sus tratos, Isaac se llevaba a su hijo William, que mataba el rato jugando con los niños indios. Así fue como como Bill Cody aprendió la lengua de los pieles rojas.

El padre de Buffalo Bill murió a causa de las heridas de arma blanca que le causaron unos partidarios del esclavismo durante una discusión. Los Cody, al fin y al cabo procedentes del Este, eran abolicionistas, pero en Salt Creek éstos eran minoría. El agresor del padre de Bill intentó también agredirle a él, pero no lo consiguió. En todo caso, la muerte del padre, que se produjo cuando el hijo tenía once años, lo obligó a espabilarse para salir adelante. Aprovechando que había aprendido ya a montar y a tratar a los caballos, consiguió trabajo como cuidador de equinos en los establos de la compañía de transportes Rusell, Majors and Wadell, en Fort Leavenworth.

Dentro de sus labores, Bill Cody tuvo que escoltar una caravana de ganado destinada a Fort Kearney. En una de esas etapas, durante su guardia nocturna, vio o creyó ver a un indio que apuntaba a uno de sus compañeros con un fusil, y le disparó. Estaba convencido de que había matado al indio, y la historia fue referida por los testigos en términos cada vez más épicos (el mecanismo de formación de las leyendas urbanas es universal y ha existido siempre). El periódico local de Fort Leavenworth acabó publicando una historiada crónica de aquella «hazaña», lo cual no plugo mucho a Bill Cody, pero le valió un ascenso en la empresa.

En 1860, cuando Bill Cody llevaba tres años en la empresa, fue adjuntado a un nuevo servicio de la misma: el Pony Exprés. Especie de Seur de la época, el Pony Exprés era un servicio de correo rápido que garantizaba la transmisión de noticias y mensajes en el menor tiempo posible en un país cada día más grande. Bill tenía sólo catorce años, pero su enorme habilidad como jinete, unido al hecho de que el uso de las armas no tenía secretos para él, hicieron que trabajase en el proyecto desde el principio. En aquel entonces, todas las expediciones que cruzaban aquellas tierras, desde transporte de ganado hasta simples cartas o diligencias, estaban sometidos a notables peligros. La zona de trabajo de Cody, para empezar, estaba infestada de sioux, cheyenes y arapahoes. Luego estaban las bandas de mormones que atacaban las expediciones. Y, aún después, los simples grupos de maleantes.

Resulta curioso que el Pony Exprés se convirtiese en un hecho mítico teniendo en cuenta su corta duración. El 17 de octubre de 1861, la Western Union envió un mensaje telegráfico de parte a parte del país, que sólo se tomó unos segundos para llegar a su destino. Así pues, lo días del Pony Exprés estaban contados bien poco tiempo después de haber comenzado. Aunque para Cody no hubo mucho tiempo para pensar en ello, pues casi inmediatamente estalló la guerra de Secesión americana, en la que participó, y su posguerra, que también le dio trabajo pues se dedicó a asesorar al general Sherman en sus conversaciones con los indios.

En 1866, William se casó con Louisa Federici, mujer que le impulsó a sentar la cabeza. Así pues, trató de trabajar como hotelero, pero aquello no era para él. Deseando aún así sentar la cabeza, empleó todo su dinero en la compra de una granja, pero la inversión resultó ser una ruina, por lo que su mujer le abandonó para regresar con sus padres. Cody estaba, por lo tanto, abandonado y arruinado. Pero ahí es donde su vida rebota.

Un amigo le presentó a los hermanos Goddard, que regentan una cantina en la que almorzaban diariamente más de mil obreros de un astillero. El menú era muy aburrido (carne en conserva) porque en aquel entonces era complicado conseguir suministros, ya que los filetes no viajan por la línea telegráfica. Los hermanos Goddard propusieron a Bill contratarlo como suministrador de carne de bisonte. De esta actividad fue de donde le vino el apoyo de Buffalo Bill.

Otro cazador de la zona, Bill Comstock, reclamó para sí el derecho de llamarse Buffalo Bill. Así pues, se organizó un duelo en el cual ambos candidatos tuvieron once horas para matar cuantos bisontes fuesen capaces. El vencedor recibiría 5.000 dólares y el derecho a llamarse Buffalo Bill.

Cuando pasó la primera manada, Cody mató 38 animales y Comstock 23. Al final del día, tras el paso de tres manadas, el primero había matado 89 piezas y el segundo 46. Es obvio que un concurso así no se celebraría hoy en día.

Terminado el trabajo con los hermanos Goddard, Buffalo Bill se pasó al lucrativo negocio del turismo. Contra lo que pueda parecer, y siento con ello desanimar a quienes se hayan creado una imagen de Buffalo Bill a través de los tebeos y las pelis del Oeste, William Cody nunca fue una persona que se enfrentase a situaciones de peligro de muerte, mucho menos con los indios, que eran sus colegas. De hecho, en una célebre foto en la que posa junta al celebérrimo jefe Toro Sentado (o sea, el gran hechicero sioux Totanka Yotanka, que quiere decir Toro que se Levanta; por qué se le ha dado en llamar Toro Sentado, es un misterio para mi), ambos están agarrando el mismo fusil como buenos amigos, y Buffalo Bill parece estarle explicando a su amigo indio cómo se va a algún sitio. Aquí podéis ver la foto de marras:


Para cuando Cody se convirtió en Buffalo Bill, el Salvaje Oeste ya no era tan salvaje y había llegado eso que podemos llamar la explotación del mito. Su empleo, por lo tanto, no fue de perseguidor de indios ni nada que se le pareciese. Su empleo consistió más bien en vaciar las faltriqueras de europeos y yanquis ricos que acudían al Oeste a vivir las aventuras inventadas por mil escritores (como W. W. Bochamp, el cronista que acompaña a Richard Harris en la inmortal Sin perdón de Clint Eastwood) y que, en realidad, nunca o casi nunca habían ocurrido.

De hecho, uno de los encargos de Buffalo Bill fue uno que está, de alguna manera, rememorado en una película de Mel Gibson, Jodie Foster y James Gardner, llamada Maverick. En Maverick aparece el personaje de un aristócrata ruso que viaja a Estados Unidos a cazar bisontes, y otra escena en la que Mel Gibson se hace apresar por unos supuestos indios salvajes que, en realidad, son amigos suyos. Ambas cosas tienen su punto de verdad. Buffalo Bill organizó una cacería de bisontes para el gran duque Alexis de Rusia. Finalizada la cacería, el gran duque, que iba acompañado por el famoso general Sherman, ocupó una diligencia de la Wells Fargo conducida a toda velocidad por Bill. En un recodo del camino, una partida de indios que gritaban y disparaban al aire se hizo presente y comenzó a perseguir al convoy. Los indios persiguieron a la diligencia hasta una estación de tren, en la cual el carruaje se paró, se pararon los indios... y estallaron en un aplauso cerrado al puto aristócrata ruso. Todo había sido fake. Preparado por Bill.

William Buffalo Bill Cody fue presentado, sin su aquiescencia, a las elecciones congresuales de 1872, por el Estado de Nebraska, en las listas demócratas. Salió elegido. En Washington no fue feliz. En célebre anécdota, durante una reunión del Congreso escuchó a un colega pronunciar esa famosa frase de que «el único indio valioso es el indio muerto». Cody, levantándose para marcharse, tomó una moneda de dos dólares, que en reverso lleva la imagen de un indio, y, arrojándola sobre la mesa, le contestó: «Éste es el único indio que usted respeta».

La estancia en Washington y en el Este en general le sirvió para darse cuenta de que el Oeste era negocio. Eso, unido al hecho de lo mucho que estaba cambiando el Oeste, cada vez menos salvaje, le llevó a albergar, en 1882, la idea de formar un circo. El 17 de mayo de 1883 se celebró en Omaha, Nebraska, la primera representación de la Wild West, Rocky Mountains and Prairie Exhibition, que finalmente se conocería como Wild West Show. El WWS viajó por todos los Estados Unidos con tan grande éxito que los ecos llegaron a Europa, de donde a Bill le llegaron ofertas. Siendo como fue el WWS el mayor espectáculo de su época, el único sitio en el que las personas normales podían ver indios, vaqueros, jinetes haciendo maravillas a los lomos de sus caballos y muchos, muchos tiros, el tour europeo era algo casi obligado.

Para su desgracia, Buffalo Bill tenía tan buen olfato para iniciar negocios como le faltaba para mantenerlos. Como financiero fue un desastre y su circo terminó siendo mal negocio. Por eso, en los últimos años de su vida, tuvo que aceptar contratos en circos menores, amén de sufrir el mordisco de algunas atracciones de nuevo cuño, como el cinematógrafo. El 9 de enero de 1917, durante una representación, Cody sintió un dolor en el pecho. Se empeñó en no ser atendido, y algunas horas después fallecía. Con él murió el héroe de casi todos los niños del mundo de los primeros años del siglo XX, nuestros bisabuelos, y un héroe un poco de cartón piedra de ese mítico mundo, en parte cierto, en parte invención, que conocemos como Salvaje Oeste.

¿Quién es? (1). La solución

Bueno, pues hice bien en poner la foto, porque se ve que tenía sus bemoles.

La mayoría de vosotros os inclináis por Luis Buñuel como candidato para haberse hecho esta foto crousoniana. Lo cual es un buen indicio de lo difícil que os habría sido adivinar la verdad.

La respuesta es: Don Santiago Ramón y Cajal.

Nuestro ínclito premio Nobel, señor y rey de las neuronas y otros misterios fisiológicos, también tuvo una juventud. Una juventud en la que le dio tiempo a ir a la guerra de Cuba, pero también a hacerse esta foto, realmente extraña, sintiéndose un auténtico superviviente de la selva.

Y es que hay gente a la que la iconografía nos ha acostumbrado a ver provecta y arrugada, lo cual nos tiende a hacer olvidar que una vez fue joven y cachonda. Aunque, por lo que he podido leer, don Santiago no dejó de ser un cachondo nunca.