miércoles, octubre 28, 2009

La gran guerra vasca (6)

La Expedición Real recibió este nombre porque fue un miembro de la familia regia, el mismísimo candidato (creo que entre reyes se habla más de pretendiente) Don Carlos, el que la lideró.

El árbol borbonesco ha demostrado su capacidad de alumbrar frutos bastante limitaditos en su inteligencia; el de D. Carlos es uno de esos casos. Personaje un tanto infatuado, amigo de las camarillas de aduladores, que es lo peor que puede cultivar alguien que de verdad quiera pisar la tierra y no vivir en el universo de las chorradas, D. Carlos podía haber aprendido de la expedición de Gómez que eso de andar haciendo la vuelta a España con las partidas carlistas tenía su precio. Sin embargo, en lugar de darse cuenta de eso, llegó a la conclusión de que la expedición de Gómez había incrementado el prestigio del carlismo.

La teoría del pretendiente tradicionalista era que el único problema que había tenido Gómez era que sus tropas eran delgaditas. Consecuentemente, juntó un impresionante ejército de 12.000 efectivos para su propia expedición la cual, en un optimismo sin límites que nunca tuvo la menor base, generaría, nada más pasar el Ebro, que Prusia, Rusia y Austria la declarasen la guerra a la España oficial y peligrosamente liberal.

Así pertrechado, D. Carlos puso rumbo a Cataluña, con el fin de captar más soldados allí. Los inicios de la expedición los contaron los carlistas por victorias. Espartero no llegó a tiempo de pararlos en Pamplona. A Iribarren le ganaron en Huesca. A Oraá, en Barbastro.

Se suele decir que en la primera guerra carlista dicho bando dominó Cataluña. Lo mismo es verdad, porque los significados del verbo dominar pueden ser muchos. Pero lo que es un dato inquietante es aquél que nos dice que, a la llegada a Cataluña de la Expedición Real, ésta apenas pudo engrosar 3.000 soldados más, magra fuerza para una región tan poblada y que teóricamente era dominada por los partidarios de D. Carlos. Existen testimonios, de hecho, de que la realidad era muy otra. Dentro de las partidas carlistas catalanas, normalmente pequeñas y mal pertrechadas, había no pocas que se dedicaban al pillaje, lo que les había granjeado la oposición del campesinado local. Esto tuvo como consecuencia que la expedición real se encontrase en Cataluña con unos problemas a la hora de encontrar manduca que no había tenido ni en el País Vasco ni en Navarra (lo cual insinúa que ambas dominaciones no eran de la misma calidad). Para colmo, las tropas catalanas se dieron el piro en Guísona, en el momento en que, habiendo planteado batalla las tropas cristinas, pintaron bastos para los de la boina. La enorme fuerza de 12.000 hombres, más 3.000 catalanes, sobre la que un día mandó el pretendiente, era ahora de unos 4.000. Las deserciones, ergo, fueron masivas.

El 17 de julio, salió de Álava un segundo ejército carlista, comandado por Zariátegui, con la misión de acercarse por Madrid y distraer a las tropas cristinas. Con apenas 5.000 hombres, el general euskaldún hizo la machada de asaltar Segovia y tomar su famoso alcázar. El siguiente objetivo fue Madrid, pero allí estaba Espartero con unas tropas que cuadruplicaban las capacidades de los atacantes, por lo que éstos se replegaron a Burgos.

Más o menos cuando caía Segovia en manos de Zariátegui, D. Carlos conseguía cruzar el Ebro en Xerta y contactar con el general Cabrera; la acción que, según él, iba a provocar que media Europa le apoyase y que, por supuesto, no ocurrió. Se movieron hacia Valencia y en Vilar de los Navarros le administraron una sonora derrota al general Buerens. Esta victoria les dejaba expedito el camino de Madrid.

Lo que pasó entonces me es, cuando menos a mí, difícil de explicar. ¿Por qué los carlistas no intentaron tomar la Corte, ahora que, tras las victorias valencianas, tenían de nuevo tropas bien surtidas y relativamente numerosas? Es difícil de saber. Por lo que he podido leer, se sabe que Cabrera era partidario de dar el golpe, pero que D. Carlos se lo impidió. Todo parece indicar que ambos tenían prioridades muy diferentes. A Cabrera le obsesionaba avanzar deprisa y ser capaz de golpear. D. Carlos se paraba en cada pueblo a organizar a los sacerdotes de su séquito para que dijesen misas y esas cosas. Cabrera acabó tan encabronado que se desafectó y abandonó la columna de la Expedición Real. Ese gesto, probablemente, dejó a los carlistas sin fuerza ni posibilidades de afrontar la operación. Hay, creo yo, dos versiones. La bienintencionada con D. Carlos nos dice que él sabía que Espartero ya se dirigía hacia la capital con 30.000 hombres, así pues pensó que podía tomar Madrid, pero difícilmente retenerla. La malintencionada sostiene que el pretendiente, simplemente, creyó que Madrid caería como fruta madura y se le entregaría. Tonto como para pensar eso, lo era de sobra. Un tipo que se cree que en Viena, entonces el centro del mundo, se van a poner en movimiento porque unos piernas crucen un puto río, o está tolili o se lo hace, que al caso es lo mismo.

Abandonado por Cabrera, encabronado con el resto de sus generales y, muy especialmente, los vascos, que veían en la toma de Madrid el desplazamiento definitivo del centro de gravedad de la guerra carlista fuera de sus tierras, D. Carlos se dirigió al sur. Conforme más bajaba, más disensiones había en su ejército, y más encabrone general. Acabó claudicando y ordenando volver al norte, eso sí sin volver a cruzar el Ebro, pues había jurado que una vez cruzado ya no volvería atrás. No obstante, las tropas navarras del infante Sebastián, hartas de no estar en casa, se amotinaron, montaron la mundial, y tanto Sebastián como Zariátegui tuvieron que cruzar el Ebro hacia el norte. Humillado y convencido, como suele pasar siempre con los grandes jefes, que la culpa es de los otros, D. Carlos tuvo que volver al País Vasco. En las semanas siguientes enviaría dos expediciones más de castigo a Castilla, que terminaron como el rosario de la aurora.

La expedición real, pues, es un episodio carlista muy típico, en el que el bando tradicionalista español se moviliza partiendo de una base errónea. Es el problema de aceptar acríticamente axiomas que distan mucho de ser verdaderos per se. En este caso, el axioma fue: España me ama. Los españoles que no son carlistas son una especie de carlistas durmientes, adocenados, que sólo están esperando que llegue por su pueblo un Libertador que los despierte. D. Carlos pensaba esto porque hacía una extrapolación simple de lo que vivía en las provincias vascas y en Navarra, con lo que demostraba que no había sabido leer el partido correctamente. Como ya empezamos diciendo en nuestro primer comentario sobre este asunto, el carlismo decimonónico es un fenómeno interesantísimo por lo polimórfico. Tiene, por lo tanto, muchas caras, muchos planos diferentes. Es algo lógico en un movimiento que fue capaz de provocar, uno una guerra civil, sino tres. Tres.

Todo o casi todo de la actitud de D. Carlos durante la Expedición Real apunta a una concepción basada en que España caería a sus pies a su paso, reclamando a la par que admitiendo la indudable prelación que sobre los destinos del país tenían tanto su persona como la forma de concebir la monarquía y la propia nación que defendía. Quizá fue así porque D. Carlos sabía que ir a Navarra y jurar los fueros fue todo uno para que los navarros y gran parte de los vascos hicieran precisamente eso. Pero pensar de esa manera equivalía a argumentar que los vasconavarros eran fueristas porque eran carlistas, cuando la proposición verdadera debe ordenar los términos de la otra forma, y aquí no hay propiedad conmutativa. Los vascos eran carlistas porque eran fueristas. Más allá del fuerismo, el carlismo se defendía solo, quizá con la única excepción de Cataluña, región que, como todos sabemos, tiene una especie de fuerismo a su manera, menos histórico y más económico. Y en aquella España había ya mucha gente que había dejado atrás el ultramontano ¡Vivan las caenas! himplado al paso de Fernando VII, el hijoputa.

D. Carlos no se encontró ni con la España que se esperaba encontrar (pero con que se hubiese leído el diario de operaciones de Gómez ya se habría enterado) ni con la Europa que el creía que existía. Y es que, cuando alguien que manda mucho quiere ver que las manzanas son moradas, no le faltan tontos del culo a su lado que le jalean la idea hasta que se la cree a pies juntillas.