viernes, febrero 05, 2010

La Mano Negra

En algún momento de principios del siglo XX, en el barrio neoyorkino de Little Italy, un joven Vito Corleone, de origen Vito Andolini, acude a un teatro musical con su amigo, que será su socio y consigliere, Genco Abbandando. Genco quiere enseñarle a Vito a una actriz de la que se ha enamorado. Cuando ella sale al escenario y ambos la están admirando, un hombre se levanta algunas filas más adelante y Genco, cabreado, le insulta y le conmina a que se quite. Cuando el hombre se vuelve, Genco se da cuenta de que es don Fanucci, el mafioso del barrio, y le pide perdón humildemente. Vito le pregunta quién es ese tipo y Genco, por toda respuesta, contesta: la Mano Negra.

Ésta es la referencia a este concepto que está más mano del común de los mortales de hoy en día (al menos del común cinéfilo) sobre la Mano Negra. Pero es bastante más que una organización mafiosa. En España, de hecho, tuvo otro significado, aunque sin perder los elementos de secretismo y clandestinidad. Hoy quiero hablaros de esa Mano Negra y del sonadísimo proceso judicial de que fue objeto, proceso en el que se dictaron ocho condenas a muerte. Ocho. Ni Franco superó eso.

Estamos en el último cuarto del siglo XIX. En Andalucía. Un lugar con extensas zonas rurales a las que la mano policial y gubernamental llega malamente, a pesar de que hace ya algunos años que el entonces jefe de gobierno Ramón María Narváez ha impulsado la creación, precisamente, de la Guardia Civil para cambiar eso. En la zona de influencia de la villa gaditana de Arcos de la Frontera se han producido diversos hechos que han culminado con la muerte de algunas personas. Sin embargo, las autoridades se encuentran con la sorpresa de que, al interrogar a los parientes y deudos de las víctimas, estos niegan la existencia de agresiones o asesinatos, y refieren extrañas, a menudo incoherentes, historias de accidentes laborales y otras desgracias fatales. Las autoridades se empeñarán en investigar estos hechos, y acabarán por encontrar un caso; todo un caso.

Pero vayamos por partes. Hablemos un poco, antes, de anarquismo.

En el congreso obrero de La Haya, celebrado en 1872, el marxismo de Marx y Engels se separó definitivamente, y de momento para siempre, del anarquismo que, con sus diversos matices, fue desarrollado por autores como Proudhon, Bakunin o Kropotkin. Asimismo, el anarquismo pronto se distinguió entre lo que se denomina anarquismo individualista y anarquismo comunista. Ambas ideologías propugnan la eliminación de la propiedad privada, pero mientras una la acepta para los bienes de consumo, la otra va al copo y exige la total colectivización de todo y defiende ideas como el egalitarismo, es decir que en una unidad de producción, por ejemplo una empresa, todo el mundo gane exactamente lo mismo.

La primera revolución de izquierdas de la Historia de España es La Gloriosa de 1868, madre de una Constitución, la de 1869, que es quizá la más bella de todas las constituciones hechas en España. Esta revolución levantó ciertas ilusiones entre los grupos obreristas, pero lo cierto es que tras la reacción conservadora que se produjo en toda Europa tras la revuelta de la Comuna en París, la Internacional obrera fue ilegalizada en España. Aún así, los grupos anarquistas sobrevivieron de forma semiclandestina. El final del sueño republicano tras la entrada de Pavía en el Congreso y la saguntada provocó una persecución cerril por parte del nuevo régimen restaurador en la persona de los anarquistas, los cuales, como reacción lógica, se radicalizaron, abrazando el anarquismo comunista y la metodología de la acción directa, que fácil y rápidamente deriva en el simple y puro terrorismo. Será un anarquista italiano con nombre de entrenador del Jerez CF, Angiolillo, quien mate a Cánovas, el gran representante de ese régimen represor.

A partir de 1881, el régimen de la Restauración abre un poco la mano, y es el momento en el que se produce el enfrentamiento entre los dos grandes focos, y las dos grandes sensibilidades, del anarquismo español. Porque anarquistas los había en muchos lugares, pero sus principales viveros eran el campo andaluz (del sur de Andalucía sobre todo, ya que el norte, Jaén sobre todo, siempre ha sido de una orientación más marxista) y las industrias catalanas. En ambos casos hablamos de obreros y jornaleros que trabajaban por salarios de miseria, pero las miserias eran distintas, porque los catalanes, con un nivel de vida un poco mejor y con unos patronos algo más dialogantes que los terratenientes, tenían aspiraciones a ser legales y poder, por lo tanto, negociar, con dureza, pero negociar. El anarquismo andaluz, consciente de que la negociación es poco menos que imposible, es en aquellos tiempos, sin embargo, un anarquismo de enfrentamiento y acción directa; como lo acabará siendo también el catalán, pero más tarde.

Mientras el anarquismo catalán ambiciona la creación de una confederación del trabajo (cosa que hará en la segunda década del siglo XX), el anarquismo andaluz deriva hacia otro modelo: el modelo de sociedades secretas, pequeñas células de juramentados, dedicados al atentado personal, el secuestro de terratenientes y el incendio de cosechas como método de presión. La Mano Negra.

Allá por 1883, y como respuesta a estos atentados, las fuerzas económicas del sur andaluz, sobre todo las gaditanas y jerezanas, deciden actuar contra estos grupúsculos, y montan la investigación de esos presuntos crímenes, comandada por el sargento Oliver.

El salto cualitativo en las investigaciones lo dio un comandante de la Benemérita, llamado Pérez Monforte según mis noticias, el cual encuentra un día un cuadernillo de notas manuscrito. Este cuadernillo, cuyo contenido y origen son hoy aún discutidos, se tomó por parte de los investigadores como ejemplar de la sociedad secreta la Mano Negra, es decir como prueba fehaciente de la existencia de esta sociedad secreta o, diríamos hoy, célula terrorista de legales.

El inicio del documento es una prueba más de literatura anarquista, no exenta de interesante carga lírica: «Cuando existe en la tierra para el bienestar de los hombres ha sido creado por la actividad fecunda de los trabajadores; la absurda y criminal organización social hace que aquéllos produzcan mientras que los ricos se quedan el fruto de su esfuerzo; debe mantenerse un odio profundo hacia todos los partidos políticos; es ilegítima cualquier propiedad adquirida con el trabajo ajeno, aunque sólo sea por la renta y el interés; y sólo es realmente legítima la lograda por el trabajo personal y directo».

Según dichos estatutos, la Mano Negra trabajaba mediante un denominado Tribunal Popular, que era el que decidía las acciones a tomar. Revelar la existencia de la Mano Negra estaba prohibido y el castigo por hacerlo, en una dicotomía la verdad un poco radical, podía ser «suspensión temporal o muerte violenta». Los miembros de la sociedad secreta estaban obligados a seguir sus vidas y mantener sus oficios, percibirían una especie de sueldo pero nunca podrían comentar con nadie su cuantía e ingresaban en la organización, como en las bandas y en las mafias, mediante la realización de «un servicio», más que probable eufemismo de acción terrorista. El objetivo de la Mano Negra era, literalmente, «castigar los crímenes de los burgueses por todos los medios a su alcance, bien a través del fuego, el hierro, el veneno o mediante cualquiera otra manera». En otro punto, los estatutos recuerdan que «es deber de los miembros enseñar a sus hijos y en general a todos los trabajadores a tener odio a los ricos y a todo el que quiera dominarlos o pretenda vivir a costa del trabajo de los demás».

El descubrimiento de los Estatutos de la Mano Negra fue un hecho de gran importancia, porque puso en manos de los representantes políticos y sociales de la zona la prueba irrefutable de que el gobierno Sagasta tenía que usar la mano dura contra la mano negra. En muy pocas semanas, Sagasta cumplió con lo que se esperaba de él. Nombró un juez especial e incluso habilitó un edificio concreto, el convento de Santa Catalina en Cádiz, como cárcel para los detenidos. Se tomaron medidas legales y administrativas, entre ellas el reforzamiento de los efectivos de la Guardia Civil en la zona y el desplazamiento del general Polavieja a la provincia. En apenas unas semanas, centenares de jornaleros fueron detenidos y encarcelados, acusados de ser miembros de la Mano Negra. Llegaron a ser más de mil. La verdad es que bastaba la sospecha de un terrateniente para que alguien fuese trincado.

Para entonces, el asunto de la Mano Negra había alcanzado el estatus de asunto de interés nacional. Entre mayo de 1883 y septiembre de 1884 se celebraron la friolera de 74 juicios distintos, en los que fueron condenados más de 100 imputados, doce de los cuales lo fueron a muerte.

De toda esta miríada de asuntos destacan cuatro como los grandes juicios de la Mano Negra. Se trata de los asesinatos de Fernando Olivera, Antonio Vázquez, Bartolomé Gago y el matrimonio formado por Juan Núñez y María Labrador.

Olivera fue atacado por dos individuos, Cristóbal Durán y Jaime Domínguez, el 11 de agosto de 1882. Falleció dos días después de una peritonitis que se le presentó por las agresiones.

Por su parte, el matrimonio Núñez-Labrador fue bárbaramente asesinado el 3 de diciembre de 1882 en su granja de Trebujena. Por el asesinato fueron detenidos Juan Galán, Francisco Moyuelo y Andrés Morejón.

Al día siguiente, en el cortijo de la Parrilla, una partida formada por Cristóbal Fernández Torrejón, Gregorio Sánchez Novoa, Manuel Gago, José León Ortega, Gonzalo Benítez, Antonio Valero, Salvador Moreno Piñero, Rafael Giménez y Roque Vázquez asesinan a Bartolomé Gago, más conocido como «Blanco de Benaocaz», y entierran su cadáver.

El 4 de enero de 1883, es Antonio Vázquez quien muere en el ferrado de su propiedad en Grazalema, a puñaladas de Francisco Prieto, Diego Maestre, José Doblado y Antonio Roldán.

A estos crímenes, para los que hubo detenidos y posteriormente condenados, habría que añadir el crimen de Bornos, donde es asesinado el labrador Antonio Heredia y heridos de consideración su mujer Herminia Santaolalla y su hijo; el asesinato en su domicilio de Grazalema de Juan Calvente Ríos; el de Rufino Giménez Antolín en el Puerto de Santa María; la muerte a golpes de azadón de Román Benítez Gil en Ribera de Gondomar; y el asesinato de Miguel García Biedma en el cortijo de Bernala. Todos estos crímenes quedaron sin resolver, por no poder averiguarse sus autores.

Los asesinos de Olivera fueron condenados a cadena perpetua y a 17 años de reclusión, con lo que su condena fue algo más leve. Sin embargo, los tres asesinos del ventero Antonio Vázquez fueron condenados a muerte. Asimismo, en el juicio relativo al matrimonio asesinado Juan Galán, que fue considerado autor de las dos muertes, también fue condenado a la pena capital.

Pero el superproceso por excelencia, sin lugar a dudas, es el del Blanco de Benaocaz. Es en este juicio en el que se produce el récord, verdaderamente difícil de igualar, de ocho penas de muerte en un solo fallo.

En el juicio hubo 16 imputados y se escuchó el testimonio de 48 testigos. Estos testigos, sin embargo, no sirvieron para fijar la autoría del crimen. En realidad, ésta se estableció procesalmente porque los propios imputados quisieron. El anarquismo ibérico, en tanto que ideología rabiosamente individualista, ponía mucho el acento en la asunción de responsabilidades. Manuel Gago, uno de los imputados, confesó su participación casi fríamente. Confesó que había recibido la orden de matar al Blanco, que para colmo era su primo. Eso, sin embargo, no le supuso problema porque, declaró ante el juez, si le hubieran ordenado matar a su padre lo mismo lo habría hecho.

El motivo del crimen no fue que el asesinado fuese un explotador. Era un antiguo miembro de la organización que se había apartado de la misma. Francisco y Pedro Corbacho, Manuel y Bartolomé Gago, Cristóbal Fernández Torrejón, José León Ortega, Gregorio Sánchez Novoa y Juan Ruiz fueron condenados a la pena de muerte por asesinato con los agravantes de nocturnidad, premeditación, alevosía, despoblado y cuadrilla. Por su parte Roque Vázquez, Gonzalo Benítez, Salvador Moreno Piñero, Rafael Giménez Becerra, Agustín Martínez, Antonio Valero y Cayetano Cruz fueron condenados a 17 años y 4 meses de reclusión. José Fernández Barrios fue condenado sólo por responsabilidad civil, sin cárcel.

Tras la apelación al Supremo, fallida, las ejecuciones se verificaron el 14 de junio de 1884, con el mismo garrote vil que había segado la nuca del cura Merino. Participaron tres verdugos, los de Madrid, Burgos y Albacete, percibiendo su soldada más una onza de oro por ejecutado. Sólo hubo siete ejecuciones porque José León Ortega fue eximido de la pena por haberse vuelto loco en la cárcel.

La Mano Negra murió con el último de aquellos ajusticiados. Muchos de sus miembros fueron desterrados a las colonias, aunque algunos volverían con cuentagotas años después, cuando sus procesos se revisaron. Pero lo que no murió fue el anarquismo rural andaluz. A principios de la última década del siglo, el bakuninista madrileño Félix Grávalo se desplazó a Cádiz para captar adeptos y, bajo su organización, se volvieron a levantar células ácratas. Suya fue la inspiración para la acción del 8 de enero de 1892, cuando varios cientos de jornaleros intentaron tomar el pueblo gaditano de La Caulina para crear en él un cantón anarquista. En los gravísimos incidentes que siguieron fueron asesinadas dos personas, el viajante José Soto y el escribiente Antonio Palomino, al parecer porque los alzados encontraron que tenían las manos demasiado suaves para ser trabajadores. Por estos actos fueron enviados al garrote José Fernández Lamela, Manuel Silva Leal, Antonio Zarzuela Pérez y Manuel Fernández Reina; y a cadena perpetua Félix Grávalo, Manuel Calvo Caro, Antonio González Macías y José Romero Lamas.

A partir de ahí el anarquismo deriva hacia el anarcosindicalismo, y comienza a utilizar la huelga como elemento de presión. Pero la violencia sigue ahí, como bien demuestran, ya en la República, los hechos de Casas Viejas.

miércoles, febrero 03, 2010

Palomares á feira

A veces, al hablar de Historia, hay que hablar de microhistoria. Los hechos históricos son una cosa y luego está la microhistoria de los lugares y las personas; ésa que pertenece tan sólo a familias, locales de algún lugar, allegados. Es lo común que a la mayoría de las personas nos interese más la Historia que las microhistorias, sobre todo de lugares o personas que no conocemos o sobre las que no sabemos nada. Yo, sin embargo, hoy me voy a atrever a contaros una microhistoria. La que yo he llamado El Palomares gallego (o sea, á feira). Ya sabéis que el pueblo costero de Palomares, en el sur, se hizo famoso porque en sus aguas cayó una bomba americana que se dijo nuclear, lo cual, en tiempos del franquismo, provocó eso que ahora se llama alarma social, y que entonces se llamaba acojone a secas, de que las aguas estuvieran contaminadas. El conflicto inmortalizó la imagen de un gallego, el ministro Manuel Fraga, bañándose en aquella playa, en plan David Hasselhoff cutre y fondón, para demostrar a España y al mundo que allí no pasaba nada.

La historia que hoy os cuento la contaré como la refiere Manuel Barro Quelle en su interesantísimo y ameno libro San Ciprián, parroquia de Lieiro, editado por Ediciós do Castro en su serie Limiar Etnografía (mi edición es de 1989).

San Ciprián, o mejor San Cibrao que es como se llama ahora, y está bien que sea así porque en la misma provincia de Lugo no es el único San Ciprián que existe, es una de las huellas humanas existentes en uno de esos rincones soberbios que tiene España, y que es la costa cantábrica al norte de la provincia de Lugo. Yo, como buen coruñés de La Coruña, crecí medio convencido de que Lugo era una entelequia de ficción. El deporte nacional coruñés es denostar a los compostelanos (y el de los compostelanos la recíproca: una vez colgaron en el puente de la Autopista del Atlántico, dirección Coruña, un cartel cachondo que decía: A la playa de Santiago, 65 kilómetros) y a los vigueses. A los lucenses los dejamos en paz pero, como ya digo, yo creo que eso es así porque la mayoría cree que en realidad no existen.

Lugo, sin embargo, existe. Existe, a pesar de ser la parte discriminada de esa esquina ya de por sí un poquito discrimada que llamamos Galicia; esa región a la que las autovías y los trenes rápidos suelen llegar con un sospechoso retraso. Eso sí, los lucenses, a fuerza de ser considerados entes de ficción durante tanto tiempo, han crecido por su cuenta, y eso hace que, en algunas cosas, Lugo no se parezca a nada, salvo a sí misma. Llegas a San Cibrao con el oído medio acostumbrado al gallego; pero apenas medio día allí te enseñará que, en realidad, no hablas gallego; no, cuando menos, ese gallego. Los lucenses ponen los acentos tónicos en otros sitios, contraen lo que otros expanden, expanden lo que otros ni pronuncian y, por animarse a ser distintos, hasta rompen una de las reglas de oro del gallego, que es la ausencia de ese fonema tan castellano que es la jota. Fonema que sobrevive, como irredento galo, en la aldea de Astérix el Lucense.

Eso sí, el no haberse enterado, o haberse enterado a medias, de que los humanos, en estos últimos tiempos, nos hemos vuelto una panda de cabrones, hace que estas gentes de San Cibrao sean, cómo diría, especiales. Ya es agradable para un gallardonita pasear a su perro por un lugar que no tiene semáforos. Pero es que San Cibrao, además de no tener semáforos, tampoco tiene hijos de puta. Los coches paran cuando aún estás a siete metros de llegar al paso de cebra. Primero paran en silencio. Pasados unos días, tocan la bocina. ¿Mala hostia? Pues no: te están saludando. Y en mi restaurante preferido, siempre me preguntan si quiero repetir. ¿Qué más se puede ambicionar?

Debes visitar San Cibrao, créeme. Un pueblo pequeño con esta pequeña ría en la que el mar se acuesta y se estira cada día.


Si vuelves a este mismo paseo unas horas más tarde, podrás ver la misma escena, pero sin agua.
Eppur si mouve:


Como toda la costa norte de Lugo, el mayor atractivo que encontrarás serán los contrastes. Para muestra, este pedazo lluvión en alta mar mientras en tierra, lo adivinarás, hacía un solaco importante.


En, fin si no vas, te lo perderás. Y, bien pensando, tampoco estará mal, porque tocaremos a más.



Pero, de todas formas, de lo que yo quiero hablarte hoy es de esto:



Esta imagen está tomada en la playa de O Torno, quizá la principal de las cuatro (sic) playas de San Cibrao. Obviamente, es un monumento. Si te acercas, intuirás en la placa que lo acompaña que se trata de un monumento homenaje a la Armada española.

Todo esto plantea varias preguntas. Por ejemplo: ¿por qué San Cibrao, provincia de Lugo, se sintió un día compelida a homenajear a la Armada española? ¿Qué favor le pudieron hacer los marinos? Y, sobre todo, ¿qué leches es eso que hay en el monumento, escoltado por cuatro pequeños obeliscos? ¿Un pote gallego? ¿La marmita de Panorámix?

Barro Quelle nos saca de dudas: es una bomba.

Para ser exactos, se trata de una mina submarina de la segunda guerra mundial. Que yo sepa, nadie puede decir con exactitud de dónde pudo salir. Pero es obvio que estuvo unos veinte años bien agarrada a algún lugar, o dándose de barrigazos por el fondo de los mares, y decidió salir a la luz el día que las traicioneras corrientes la llevaron hasta esa pequeña ría sancibrense que, como has visto en las fotos, se queda escuchimizada cuando llega la marea baixa; y dicen las crónicas de aquel diciembre de 1965 que tuvo mareas de ésas que a los que no somos de mar nos dejan acojonados. Esto pasó a mediados de la década de los sesenta; hace, pues, ahora más de cuarenta años. Y apareció, como decimos, unos veinte después de cuando tenía que haber explotado.

Según tengo leído, el artefacto entró por la ría sin pedir permiso y se metió adentro, como las gaviotas hambrientas de cangrejillos, hasta llegar al puente de la carretera, que está algunos cientos de metros más allá del mar, donde quedó, debo suponer que para indiferencia de los sancribrenses, batiéndose contra los vanos, hasta que alguien la ató al puente, del lado de Lieiro, aunque con tan poca convicción que la puñetera bomba se soltó y se subió a lomos de la marea baja, otra vez camino del mar, donde acabó por reposar en la playa de O Torno, que es la que mira al Cantábrico por el lado de la ría. Una vez allí, nos cuenta Barro Quelle, «estivo moito tempo mudando de sitio, segundo as mareas». Así que podemos imaginar a los lucenses sancibrenses, de pie desde el paseo que preludia las arenas de la playa, viendo a la panzuda olla moverse de un lado a otro, según la llevaba el mar, apostando sobre dónde pararía; especulando en su gallego musical y diferente.

Ya he dicho que en San Cibrián todo se integra. Nos integramos los madrileños, y ya tiene mérito aceptarnos. Se integran los caboverdianos, los malayos, los filipinos que laboran en la flota de Burela. Se integran los españoles de diversas procedencias que han ido a dar con sus carreras laborales en la fábrica de aluminio de Alcoa, que le da al paisaje la extraña impresión de que más allá del pueblo vive Blade Runner. Los lucenses todo lo fagocitan y lo hacen suyo; te atraen y te engañan con pan, con merluzas que saben a merluza, con carne de ternera o de potro, y para cuando te das cuenta ya estás, tú también, saludando por la calle a todo cristo que te cruzas.

Puestos a integrar, en San Cibrao se integran también las bombas. Barro lo confiesa con desparpajo: «Lembramos nós [lembrar=recordar], que daquela andabamos na escola, como saiamos correndo para ir a xogar ás "chapas" á praia e o sitio preferido era a "bola da calamina", que tapabamos con area [arena] e facíamos camiños para ir subindo coas "chapas"». Dicho queda: los niños, que tenían el colegio como quien dice a dos pasos de la playa, tomaron por entretenimiento jugar sobre la panza de la bomba.

Según el cronista sancribrense, y por increíble que pueda parecer, durante todo ese rato, que debió de durar sus semanas o meses, a nadie se le ocurrió pensar seriamente que aquella mina pudiera ser peligrosa. Si algo identifica, a mi modo de ver, al auténtico gallego, es que, cualquiera que sea su ideología o extracción, suele ser una persona que cree en el destino más que la media. Hemos de suponer que aquellos habitantes vieron llegar la panzuda mina, asumieron que si aparecía tantos años más tarde era porque ya no era peligrosa, y lo dieron por cierto.

Aunque siempre hay alguien que adquiere conciencia. Un innominado ciudadano, siempre según la versión de Barro Quelle, acabó llamando a Madrid y contando lo de la bomba. Inmediatamente, se presentaron en la villa unos hombres de la Armada, especialistas en explosivos y esas cosas, y al punto descubrieron que la bomba estaba armada y que, nos dice el relato en el que aquí me baso, «poido ter explotado en calqueira intre».

En los tiempos de Franco los ayuntamientos no eran electivos (bueno, la verdad es que nada en absoluto era electivo), lo cual hacía que no fueran muy representativos. La verdadera célula social sancribrense estaba representada por la cofradía de pescadores, el viejo gremio profesional. Fue, pues, la cofradía de pescadores la que decidió solicitar a Madrid que aquella bomba no dejase el pueblo. Convenientemente desarmada (nos ha jodido), dijeron los pescadores, debería formar parte de un monumento de agradecimiento a la Armada.

Y allí se colocó, y allí está, desde 1967, supongo que la bomba original, aunque puede ser que la hayan cambiado por una reproducción, como el David de Miguel Ángel que domina la Piazza della Signora de Florencia.

Para mí que la bomba no estalló porque el pueblo, simple y llanamente, no lo merecía.

San Cibrao, parroquia de Lieiro, concello de Cervo. Lugo, Galicia, España.

domingo, enero 31, 2010

Goliat agotado (y 6)

La ambición nazi por anexionar Austria a Alemania es obvia y totalmente coherente con su ideología ultranacionalista. En 1934, Hitler ya había intentado dicha anexión, con ocasión del asesinato del canciller Eberhardt Dollfuss; pero, en ese momento, Francia e Italia se lo impidieron. En 1938, se diseñó el segundo acto de esta invasión. El canciller austriaco Schuschnigg fue convocado a la guarida de Hitler en Berchstesgaden y presionado hasta la saciedad. Se le dio leña al mono, no hasta que habló inglés, sino hasta que aceptó nombrar a un nazi, Seyss-Inquart, ministro del Interior. Este nombramiento puso a la policía austriaca en manos de los alemanes. El 9 de marzo, Schuschnigg convocó un referéndum para que los austríacos decidiesen sobre su anexión o no a Alemania. La respuesta de Hitler fue la invasión.

Al día siguiente de la invasión, Chamberlain habló en la Cámara de los Comunes con inusitada dureza contra la acción. A este discurso contestó Churchill con una alocución histórica en la que afirmó algo en lo que entonces nadie creía, y es que todo lo que estaba pasando con Hitler eran distintas partes de un programa agresor cuidadosamente diseñado, y se preguntó cuánto tiempo más esperaría Inglaterra sin hacer nada. Sin embargo, Inglaterra esperó.

En primer lugar, el ánimo pactista de Chamberlain se melló con aquella invasión, pero en modo alguno se derrumbó. Por otro lado, por extraño que nos pueda parecer a quienes sólo hemos vivido los tiempos posteriores, tiempos que han sido, cómo decirlo, de una cierta amnesia por parte de los aliados, lo cierto es que la invasión de Austria, sin contar con adeptos, sí contaba en Reino Unido con, digamos, personas neutralmente comprensivas. Un político tan poco sospechoso de filonazismo como Neville Henderson dijo públicamente que la tentativa del referéndum austríaco era un error, porque suponía mosquear a Hitler. Por lo demás, en Inglaterra en particular, y en Europa en general, existía la sensación de que, tras la disolución del imperio, Austria era una entelequia que no podría existir por sí sola. Como tercer y último factor, los estrategas en Londres y en París establecían una diferencia clara entre Austria, que era sólo miembro de la Liga de las Naciones; y Checoslovaquia, país con el que tanto Francia como Rusia tenían tratados de alianza defensiva. De alguna manera, pues, había analistas que se quedaban tranquilos pensando que Hitler le había metido mano a Austria, pero había dejado tranquila a Checoslovaquia. No se dan cuenta de que eso que he dicho de que las escaleras siempre tienen varios peldaños.

De todos los jefes de Estado no nazis, Stalin era el que veía con más claridad la amenaza. El 19 de marzo, propuso una conferencia de las grandes potencias. Es decir: la propuesta Roosevelt rediviva. El destino de la versión 2.0 fue el mismo que el de la anterior: el señor Chamberlain ordenó rechazarla e, incluso, moderó sus ataques públicos a Alemania, como si se arrepintiese de su violencia verbal tras la invasión. Incluso insinuó que, en caso de ser Checoslovaquia atacada, se pensaría eso de contestar.

Mientras los aliados dudaban, Hitler seguía con su guión.

Todo el mundo sabe que los derechos de los sudetes, minoría germanoparlante residente en Checoslovaquia, fueron la gran disculpa de Hitler para hacerse con el país. En realidad, a Hitler los sudetes, probablemente, le importaban una higa. El problema checo era para Hitler estratégico. Checoslovaquia tenía unas instalaciones de defensa envidiables, tanto es así que fueron altamente ponderadas por los generales alemanes cuando se hicieron con ellas sin disparar un solo tiro. Mientras existiese Checoslovaquia, existiría un parapeto tras el cual podía emboscarse Stalin, y no hay que olvidar que Hitler siempre pensó en la invasión de Rusia como su principal objetivo.

Todos los políticos británicos estaban, a finales de mayo del 38, convencidos de la inminencia de un ataque alemán sobre Checoslovaquia. Toda la infraestructura diplomática británica se aplicó en dejar claro a Alemania que no lo permitirían. Hitler, en ese momento, o dudó o hizo que dudaba; probablemente, fue sólo un movimiento estratégico, pues en ese momento los informes de sus generales desaconsejaban que se pelease.

El gigante franco-británico-soviético que, según la prensa mundial, le había parado los pies al de los bigotes tenía, sin embargo, los pies de barro. A Daladier y su ministro de Exteriores, Bonnet, les había costado Dios y ayuda convencer al blandito Chamberlain. De hecho, el británico en lo que pensaba era en algo parecido a la solución Hoare-Laval, es decir impulsar a los checos a hacer concesiones a los alemanes para así impedir que los aliados tuviesen que cumplir sus amenazas de intervenir. En esta convicción cumplió un papel muy importante un sentimiento insondablemente estúpido, injusto y tocahuevos al que son aficionados los británicos: el euroescepticismo, el anticontinentalismo, el considerarse ente aparte, isla distinta, respecto de Europa propiamente dicha. Esa estupidez, que explica cosas como que Reino Unido no esté en el euro, decisión que le ha costado muchos millones a su economía (amén de la convergencia de ambas divisas, en detrimento de la libra), le costó en este caso centenares de miles de muertos. Fruto de este sentimiento son cosas como la oposición cerril que, aún en 1938, exhibían laboristas y liberales frente al rearme británico, concebido como la construcción de un ejército para luchar en el continente.

A primeros de agosto, Chamberlain llamó a su despacho a Lord Runciman y le encargó un viaje a Praga donde debería presionar al presidente Benes para que cediese ante las peticiones de los sudetes. La Misión Runciman llegó a Praga el día 4. De alguna manera, Chamberlain seguía creyendo que Hitler era alguien con quien se podía pactar. Y, sin embargo, no fue así. En las dos semanas que Runciman pasó en Checoslovaquia (la mayor parte de cuyo tiempo lo gastó en mansiones aristocráticas dándose unas pitanzas de puta madre), éste sólo descubrió que Konrad Heinlein, el sedicente líder de los sudetes, no tenía margen para llegar a ningún acuerdo y, por su parte, los checos no tenían la sensación de que tuviesen que ceder en nada. Aún así, el 4 de septiembre, bajo una intensísima presión, Benes anunció que aceptaba la autonomía local de los sudetes. Toda Gran Bretaña recibió el anuncio con la convicción de que era el preludio de un acuerdo de paz estable.

El 12 de septiembre, Hitler pronunció un discurso en Nuremberg en el que se deshizo en insultos contra Benes, no sacó a relucir ni la más mínima reivindicación, y dejó bien claro que iba a por él. Automáticamente, los nazis sudetes comenzaron a montar disturbios en su tierra, que fueron sin embargo sofocados con relativa facilitad por la policía. Sin embargo, el mal ya estaba hecho. Hitler, doctorado en encuentros con los responsables políticos británicos, los conocía bien y sabía de lo que eran capaces, y de lo que no. Por lo demás, como no me he cansado de repetir en estas notas, el conflicto de Abisinia, y muy especialmente el pacto Hoare-Laval, le habían demostrado que a Londres y a París les entraba en la cabeza solucionar conflictos haciendo cesiones injustas, dando la espalda incluso a los aliados cercanos y fieles. No se equivocó, porque la reacción a su discurso fue que franceses y británicos se pusieran a discutir un plan por el cual se le ofrecería a Berlín algo que, en puridad, Berlín no había pedido: partir Checoslovaquia y anexionar el área germanoparlante al Reich.

En realidad, era Francia quien tenía que moverse. Era Francia, no Inglaterra, quien tenía un tratado defensivo con Checoslovaquia. Pero París estaba en esclerosis. Ya sé que los franceses gustan de tener de sí mismos la imagen de un pueblo que fue invadido por Alemania gracias a no se sabe qué mala suerte, porque siempre estuvo formado por una aplastante mayoría de bravos y valientes antinazis. La verdad es que, en 1938, muchos franceses no era antinazis (ni lo fueron después) y de bravos y valientes no tenían nada. Especialmente sus políticos, los cuales preferían la inacción, siempre y cuando no les comprometiese. El silencio francés dejó espacio para que la persona que se creía, infatuadamente, el hombre que pasaría a la Historia con el sobrenombre de El Pacificador, diera un paso adelante.

Neville Chamberlain decidió solucionar directamente todo aquel embrollo entrevistándose con Hitler.

Hitler y Chamberlain se entrevistaron tres veces: en Berchtesgaden, en Godesberg y en Munich. En la primera de estas entrevistas, que es la nos interesa ahora, Chamberlain cometió un error de principiante, que fue verse a solas con el Führer. Aquel 15 de septiembre, frente a frente sin otra presencia que el traductor de Hitler, el canciller alemán jugó a placer con el bienintencionado primer ministro. Primero lo llevó al punto de ebullición mostrándose decepcionado con la poca chicha de los ofrecimientos del inglés, para luego, como si le sacasen un favor, ofrecer detener a sus tropas de momento a cambio de que Gran Bretaña aceptase la autodeterminación de los sudetes. En realidad, como se ha sabido posteriormente, Hitler no ofreció nada; su operación de invasión de Checoslovaquia estaba planificada para el 1 de octubre, pero eso Chamberlain no lo sabía, así pues creyó que le arrancaba una prórroga inexistente.

Chamberlain volvió el día 16 a Londres para consultar con sus grupos políticos y aliados la oferta. El día 19, en un ejercicio de cinismo planetario, los laboristas, repentinamente solidarizados con la causa checa, le instaron a mostrarse firme ante Hitler; como que podría haber hecho mejor si Reino Unido se hubiese rearmado adecuadamente durante los meses y años en los que esos mismos laboristas clamaban contra ello.

La entente franco-británica forzó la máquina con Benes y éste, tras recibir el no de Stalin, cedió el 22 de septiembre.

Con aquel sí debajo del brazo, Chamberlain volvió a Alemania, soñando con posar para la prensa junto a un sonriente Hitler, amigos para siempre means you'll always be my friend / na naino naino naino naino naino ná... Fue en ese momento, en ese preciso momento, en el que Hitler se quitó la careta.

El Führer que recibió a Chamberlain en Godesberg estaba en los últimos estadios de su muy calculada estrategia de tensión, ésa que había denunciado Churchill hasta quedarse sin voz, sin éxito. Frente a la oferta de Chamberlain de una transferencia ordenada del territorio, Hitler, a pesar de tener lo que teóricamente quería, informó fríamente al inglés de que su intención era entrar con su ejército sí o sí. Chamberlain volvió a Londres con el único éxito de haber arrancado de Hitler una breve prórroga de la invasión hasta el 1 de octubre; prórroga que no era tal pues, como sabemos, ésa era la fecha indicada para la acción militar.

El 28 de septiembre, la Cámara de los Comunes se reunió en un ambiente prebélico. En un país que había pasado del rearme como de comer mierda y que había creído siempre en su euroescepticismo de los cojones, de repente se instalaban cañones antiaéreos y se cavaban trincheras en los parques. Se decía en los mentideros que aquel día se iba a vivir una repetición del discurso de sir Edward Grey cuando, el 4 de agosto de 1914, dio un ultimátum a Alemania tras la invasión de Bélgica. Se decía que Downing Street estaba hasta los huevos y que no haría más concesiones.

En el clímax de levantarse para hablar, Neville Chamberlain recibió un recado de un edecán. Lo leyó, y lo que leía pareció trastornarlo. Luego respiró profundamente y, con voz campanuda (los británicos ponen voz campanuda como nadie), anunció que Hitler había admitido una reunión de las cuatro grandes potencias para resolver el asunto.

Un hombre, un solo hombre, expresó a las claras lo que pensaba de aquel anuncio que, inmediatamente, relajó la tensión de la sala. Ese hombre era Anthony Eden, quien abandonó la cámara sin miramientos. Churchill, por su parte, permaneció sentado en su sitio, taciturno. Probablemente, fueron los únicos en toda la cámara que se preguntaron por qué alguien que lleva cinco año haciendo promesas y no cumpliéndolas se va a levantar un día y, justo cuando tiene en su mano lo reivindicado, va a decidir volverse honrado.

Gran Bretaña y Francia fueron a Munich encantados. Encantados de pensar que iban a conseguir una solución, la que fuese, que les evitase la guerra. Mussolini, la cuarta potencia de la mesa, no sólo aceptó estar, sino que consiguió arrogarse el papel de diseñador de la solución con presuntas concesiones de Hitler que se aprobaría en Munich. Esto nos garantiza que Hitler sabía lo que le iban a proponer mucho antes de que se lo propusieran.

El 29 de septiembre por la mañana, los negociantes de Munich salieron de sus casas. A las dos y media de la madrugada del 30, ya habían firmado. A esa reunión estaban convocados los checos. Pero, para cuando llegaron a la sala, Hitler y Mussolini se habían marchado y sólo quedaban sus teóricos aliados, quienes les explicaron que acababan de firmar un papel que consolidaba la partición del país. El gobierno Benes capituló doce horas después.

El acuerdo de Munich, el papel que se supone introducía cesiones por parte de Hitler a Godesberg, se basaba en dos cosas. En primer lugar, Berlín formaría una comisión para la fijación de las fronteras de Checoslovaquia, en la que los checos deberían estar presentes. La segunda concesión era que esa comisión tendría soberanía para decidir, si así lo consideraba, que zonas mayoritariamente sudetes no pasaran a ser alemanas. Hitler sabía bien lo que firmaba. Dos minutos después de haberlo hecho, se cagó y se meó en lo firmado; jamás un solo checo apareció por la dicha comisión.

Lo jodido del asunto es que el Chamberlain que llegó el 30 de septiembre a Londres era un hombre exultante convencido de que había hecho Historia; y recibido así por los cándidos ingleses. Se trajo a Londres un papel, que supongo reposará en el Foreign Office, en el que Hitler había firmado que a partir de ese momento participaría en una política de consulta mutua en Europa. Al parecer, Hitler lo firmó sin siquiera haberlo leído. Para qué, si no lo iba a cumplir...

Hitler eliminó en Munich todos los problemas que le podrían haber causado cuarenta divisiones checas; quizá por eso, cuando fue a por Francia, pudo ir con todo lo gordo. Y consiguió algo más jodido aún para los aliados; a partir de aquel día, a Moscú le quedó claro que las cancillerías occidentales no se iban a mojar el culo por los asuntos orientales, así pues buscó su propio buen rollito con Hitler.

Para la Historia queda la vibrante declaración de Duff Cooper, el último miembro del gobierno Chamberlain que hasta el último momento presionó para que el acuerdo de Munich no se firmase. En los Comunes anunció su dimisión, y lo hizo con una confesión que no dejaba en muy buen lugar al resto de sus compañeros: “He renunciado al privilegio de servir como lugarteniente de un dirigente por el que sigo profesando la más profunda admiración y afecto. Puedo que haya arruinado mi carrera política. Pero eso importa poco; conservo algo que para mí es de gran valor, pues puedo seguir andando por el mundo con la cabeza bien alta».

Semanas después, Polonia y Hungría plantearon sus reivindicaciones territoriales sobre Checoslovaquia. La letra de Munich decía que deberían resolverse en otra conferencia de las cuatro potencias. Lejos de ello, Hitler, en la históricamente famosa Sentencia de Viena, las resolvió por su cuenta, terminando con ello de atomizar el país y hacerlo desaparecer. Seis meses más tarde, los alemanes ocuparon Praga.

Aunque a los británicos hoy les cueste reconocerlo, Chamberlain fue un héroe. El tipo que les había traído la paz. Eso sí, la experiencia les dijo que lo mejor era rearmarse y, automáticamente, comenzaron a florecer las llamadas para que ello se hiciese, acompañadas de aspavientos sobre lo mal que se habían hecho las cosas hasta entonces. ¿Llamadas por parte de quién? Pues de quién va a ser: de los laboristas, cómo no.

Faltaba entonces ya medio año, o así, para que estallase la segunda guerra mundial.

La historia de Hitler, Mussolini, Baldwin, Chamberlain, Daladier, Laval, Bonnet, Eden, Hoare, y algunos otros, es una historia que, a mi modo de ver, debería llevarnos a reflexionar sobre algunos puntos.

Punto uno: con los matones no se negocia. A un matón, o se le meten dos hostias para que se relaje, o se le deja hacer porque es más fuerte que uno. La ilusión de que un matón va a volverse Campanilla por mor de una negociación es propia de personas con una mentalidad estratégica apenas embrionaria.

Punto dos: la diplomacia internacional siempre ha sido igual y siempre lo será. Así pues, siempre es más fuerte quien está solo que quien basa su fuerza en formar parte de una alianza; porque alianza es sólo una manera formal de decir jaula de grillos.

Punto tres: el belicismo matonista genera guerras; pero el pacifismo modelo Mundo Cascada de Colores las genera aún peores. Lo tristísimo de las guerras más sangrientas es comprobar cuántas personas pudieron prevenirlas y no lo hicieron y, además, forzaron esa inacción con toda su buena voluntad.

Punto cuatro: siempre que se acepten condiciones en una negociación ha de ser a cambio de contraprestaciones claras, exigibles y comprobables. Cuando un negociador todo lo que pone en aval de sus promesas es su pretendida buena voluntad, lo que hay que hacer es levantarse de la mesa e irse de copas.

Punto cinco: durante todo el proceso que hemos visto, la opinión de Goliat era clara. Goliat, o sea Gran Bretaña, era un gigante pacifista, buenista se dice hoy. Goliat creyó en las buenas intenciones de David no menos de tres veces durante cinco años en los que David no hizo otra cosa que putear, mentir, faltar a su palabra y, sobre todo, acumular piedras con las que bombarder al gigante. Quienes se dieron cuenta de la jugada de David fueron tildados de catastrofistas, de aguafiestas, de belicistas; aunque acabarían por formar el gobierno nacional que finalmente plantó cara a Hitler. De ello se deduce, a mi modo de ver, que, por mucho que nos duela, la opinión mayoritaria no siempre es la certera. Razón por la cual hacen falta responsables políticos que hagan lo que crean que deben hacer y, luego, se la jueguen ante el Tribunal de la Historia, que es el que verdaderamente da y quita.

Y, en todo caso, si vis pacem...

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