viernes, mayo 07, 2010

Comuneros (y 3)

Pues sí. Característica propia de muchos movimientos revolucionarios es que su sector más moderado, que en el fondo se siente incómodo al lado de combatientes más radicales, comience a albergar la idea de negociar con el enemigo. En el caso de la rebelión comunera, a este hecho ayudó también que Carlos I no fuese ningún idiota y tuviese, de hecho, verdadera madera de estadista. De haber sido un chulo de putas, como lo han sido otros muchos reyes en la Historia, al haberse enterado en Alemania de la rebelión, habría montado en cólera y jurado no dejar en Castilla piedra sobre piedra. Lejos de ello, Carlos I se dió cuenta de que lo mejor, ante el pollo que se había montado y que corría el peligro de convertirse en una rebelión de profundísimas raíces, era contemporizar.

Así pues, aún en Alemania, el inflexible Carlos se convirtió en Carlos el comprensivo. Anunció que las ciudades que se le uniesen quedaban eximidas de la exacción aprobada en las Cortes de Santiago e incorporó a la regencia a dos personas de entre los más notables del país: el condestable de Castilla, Íñigo de Velasco; y el almirante de Castilla, Fadrique Enríquez. Ambos consiguieron una estupenda perla para el rey flamenco: Burgos, entonces ciudad con intereses industriales, muy interesada en hacer negocios con Flandes, se unió al bando real.

Este tipo de cosas hizo perder prestigio a los nobles e incluso a los burgueses dentro del movimiento comunero. En consecuencia, progresivamente dicho movimiento va estando cada vez más dominado por los radicales, lo cual debilita sus posibilidades bélicas. De hecho, cuando el ejército real se dirigió a Torrelobatón a presentarles batalla, Padilla, reconociendo que no estaba en condiciones de presentarla, se desplazó a Toro. El 23 de abril de 1521, en medio de una fortísima tormenta, los realistas avistaron a la armada comunera cerca del pueblo de Villalar. En las condiciones que tenía el terreno, lamentablemente embarrado, la ventaja realista, que se basaba en que poseía unas fuerzas de caballería que los comuneros no tenían, fue decisiva. La batalla no tuvo color y Padilla, Bravo y Maldonado fueron apresados. Les montaron un consejo de guerra en unos minutillos y al día siguiente, con la fresca, los decapitaron. Tras su muerte, el movimiento comunero se disolvió como un azucarillo, con la sola excepción de Toledo, donde la mujer de Padilla, María Pacheco, mantuvo durante un tiempo una feroz resistencia.

¿Hasta dónde llega el radicalismo del movimiento comunero? El radicalismo existe, qué duda cabe. Pero es importante entender que es un radicalismo más antinoble que antimonárquico. Lejos de los objetivos que se fijarán, dos siglos y medio después, otras revoluciones, la comunera ni sueña con poner en cuestión el poder real castellano; de hecho, su campeona es Juana, representante, para Padilla y lo suyos, de la pureza monárquica.

De hecho, lo que los comuneros querían era depender del rey. Querían, en lenguaje de la época, ser de realengo. Querían que muchas posesiones de la nobleza volviesen a ser propiedad de la monarquía, porque era en los nobles donde veían la explotación y la injusticia. El carácter antinoble del movimiento comunero trufa sus dos grandes documentos programáticos, conocidos como los Capítulos de Valladolid y la Ley Perpetua. Ambos documentos se basan, en gran medida, en el testamento de Isabel la Católica pues la reina, igual que le pasó a Lenin cuando ya estaba gagá y se dedicó a escribir que si Stalin era un cabrón, se acordó, en el momento de su muerte, del poder que le había dado a la nobleza, a todas luces excesivo, y se queja de ello con amargura en sus últimas voluntades. Estas quejas daban a ojos de los comuneros legitimidad para reclamar la reversión de muchos señoríos, especialmente los que habían sido concedidos tras la muerte de la reina.

Otro capítulo importantísimo de la ideología comunera es su exigencia, siquiera embrionaria, de un orden fiscal. Los comuneros se quejan de la existencia injutificada de portazgos (pequeñas aduanas locales), de la injusticia en el gravamen de las bulas de cruzada o de las alcabalas, que eran algo así como el IVA medieval. En este punto, debemos de tener en cuenta que a nosotros, ciudadanos del siglo XXI, nos parece cosa muy fácil dirimir quién debe pagar qué. Hoy, comparar rentas y situaciones económicas es sencillo pues vivimos en un mundo de registros informatizados e información más o menos perfecta. Pero hemos de pensar que los impuestos renacentistas eran ya como los nuestros (esto es, exacciones sobre determinados hechos imponibles, fuesen éstos la venta de sal o cualquier otra cosa) pero sin nuestra capacidad de conocimiento. Esto era especialmente importante en aquellos impuestos que dependían de la situación patrimonial, pues no había catastros ni censos ni cosa parecida. En ese entorno de cosas, la corrupción y la injusticia eran de fácil producción y, por lo tanto, las protestas comuneras bien pueden interpretarse como la apelación a una racionalización eficiente del sistema fiscal, que tardaría varios siglos en llegar.

Otro elemento de modernidad de la ideología comunera son sus propuestas en materia de justicia. Aquí encontramos también una ambición racionalizadora muy encomiable. Se propone que la pena de confiscación sea una pena extraordinaria que sólo pueda imponerse por sentencia firme. Se defiende la independencia de los funcionarios judiciales, que deberían cobrar sólo de la corona y no de los nobles. Se exige la eliminación de la arbitrariedad a la hora de decidir cuándo se veían los casos. Y se exigía la existencia de una segunda instancia de apelación.

En términos generales, como puede sospecharse de lo dicho, los comuneros son, en buena parte, los grandes representantes en la Historia de España de lo que se ha dado en llamar la teoría contractualista de la monarquía; es decir, la idea de que la legitimidad real no proviene de la sangre ni cosas así, sino de un contrato con el pueblo sobre el que reina, contrato que ha de respetar.

La derrota de los comuneros supuso la adscripción de España a un regalismo estricto que, décadas y siglos después, cuando empecemos a tener reyes corruptos, limitaditos, directamente tontos del culo o simple y llanamente traidores e impresentables, pagaremos muy, muy cara. Tampoco hay que pasarse porque no está nada claro que una victoria comunera nos hubiera convertido en el Japón de los años setenta del siglo XX. Pero de muchas de las cosas de las que se habló en la Castilla comunera no se volvió a hablar en la Castilla a secas hasta que no nos hubimos convertido en un país de mierda.

jueves, mayo 06, 2010

Pros y contras

Con vuestro permiso, dado que mi blog económico lo tengo prácticamente abandonado, me animo a colocar este off-topic aquí, en medio de la historia de los comuneros.

El caso es que me he fijado, supongo que como mucha gente, en la declaración de ayer del Presidente del Gobierno, en el sentido de que es necesario reducir el déficit público, pero piano piano, para no comprometer el crecimiento económico.

Dice bien el presidente. Lo que teme que le pase a él le ocurrió a Roosevelt en la crisis del 29: la atacó creando el Estado social y mediante un programa de obras públicas que hizo declarar a uno de los miembros de su gobierno que EEUU tenía varios millones de personas empleadas sin que, en realidad, se supiera muy bien qué estaban haciendo. Aquello recuperó el tono de la economía estadounidense pero, precisamente cuando Roosevelt consideró que la cosa ya había madurado y que podía cerrar la espita, a la retirada del gasto público le siguió una coyuntura casi peor que la anterior.

Lo que quizás no le guste tanto oír a Zapatero es que esta confesión suya de ayer, de alguna forma, le quita la razón, a él y a tantos keynesianos como él que consideran que de las crisis de confianza se puede salir a base de poner a funcionar en las oficinas públicas la máquina de gastar. El hecho de que ahora la economía española esté atrapada en una pretendida dependencia del gasto público, y que lo haga sin haber salido de la crisis, es la mejor demostración de que no se puede salir de ésta exclusivamente con recetas de gasto público.

Pero, en todo caso, me gustaría hacer dos o tres reflexiones un poco más en profundo, con la ayuda de la Contabilidad Nacional. ¿Tan importante ha sido el papel del sector público?

He dividido España (o, más concretamente, los sectores institucionales de su economía) en sólo dos partes: Administraciones Públicas, y resto. En el resto, por lo tanto, están los hogares, las empresas financieras y las no financieras. Para este análisis, he juzgado que su tratamiento diferenciado apenas aportaría nada.

Empezando por el valor añadido bruto, o si lo preferís la riqueza generada, la evolución reciente de estas magnitudes es como sigue:



En los años inmediatamente anteriores a la crisis (años muy buenos económicamente), el VAB de las Administraciones Públicas se situó en un 11,7%, más o menos, del VAB total de la economía. Dicho de otra forma, de cada 100 euros de riqueza generados, 11,7 lo eran por el actor público. En el conjunto del 2009, concretamente, se ha ido al 13,7%, es decir ha ganado dos puntos porcentuales de PIB, que son algo así como 20.000 millones de euros. Aquí tenemos, pues, la contribución del gasto público al evitamiento de la crisis. Podríamos decir que si el Estado no hubiera hecho nada; si no hubiese modificado su actuación por el estallido de la crisis y se hubiese obstinado en mantener su papel como era antes de comenzar, la caída del PIB habría sido mucho más grave, en torno a dos puntos de riqueza que el PIB del 2009 sí tiene y no habría tenido si las AAPP no hubiesen reaccionado.
¿Se ha sustantivado este mayor papel de las AAPP a través del consumo final?




El consumo final de las AAPP rozaba, antes de la crisis, el 10% del consumo final de la economía, y en el 2009 se situó en el 11,4%. Según mis cálculos, el consumo añadido por las AAPP como consecuencia de la crisis (o sea, esos 1,4 puntos porcentuales de más) vienen a suponer unos 11.250 millones de euros.
Donde, para mi gusto, ha estado la participación verdaderamente relevante de las AAPP, sobre todo en términos relativos, ha sido en la formación bruta de capital fijo o, como la llamábamos de soltera, inversión. Sumemos las magnitudes de las AAPP y del resto de la economía.



En primer lugar, hay que darse cuenta de que la curva de la formación bruta de capital presenta diferencias respecto de las otras que hemos visto: en este caso, la quiebra de la tendencia observada hasta el 2007 es muchísimo más radical. La inversión ha caído mucho más que el consumo o el VAB. Hay que tener en cuenta, desde luego, que los proyectos inversores de las empresas no financieras se han frenado, como también lo ha hecho la FBCF de los hogares, que está compuesta casi exclusivamente por compra de vivienda.

Aquí es donde se ha dado un relevo más claro. En el año 2006, último completo de la larga expansión económica que ha precedido a esta crisis, la inversión pública fue exactamente del 12% de la inversión total de la economía. En el año 2009 ha trepado hasta el 17,6%. Las AAPP han puesto en juego 14.600 millones de euros adicionales de inversión, según mis cálculos, inducidos por la crisis. Evidentemente, si esto se frenase, y si no hay cambio en la tendencia descendente del resto de la economía, el resultado sería complejo.

Existen, pues, muchos elementos para sustentar la afirmación hecha de que no se puede parar la máquina de gastar sin comprometer el crecimiento económico. Pero aún hay otro dato.

La Contabilidad Nacional por sectores institucionales calcula una última línea que es la capacidad o necesidad de financiación de cada sector; es decir, en qué medida cada sector, o la economía en su conjunto, es capaz de generar los recursos que necesita para financiar la actividad que está realizando. Una vez más, veamos el gráfico con la serie histórica de esta magnitud.

El principio de la serie (año 2000) define muy bien la situación de la economía española en sus años buenos: una economía suavemente deficitaria, con necesidad neta de financiación, a la que puede responder, sin embargo, con facilidad merced a su elevado ritmo de creación de riqueza, y con un sector público que es prácticamente superavitario o en todo caso está muy cercano al equilibrio. En los años de economía acelerada, 2005 y siguientes, la posición de financiación de los sectores privados (resto de la economía) se deteriora notablemente; tanto empresas como, sobre todo, familias, se sobreendeudan, en un proceso que no será por veces que instituciones como el Banco de España destacaron alarmados, a lo cual el actor público reacciona convirtiéndose en un ente superavitario en materia de capacidad de financiación.

En los años 2008 y 2009, la situación cambia radicalmente. Los sectores privados, que estaban endeudándose a mansalva para financiar su expansión porque la economía iba bien, reaccionan con inmediatez al deterioro de la situación económica iniciando una corrección radical de su posición de endeudamiento que, asimismo, es una reacción a la restricción del crédito. La curva cambia de dirección de una forma brusca, de manera que apenas necesitan año y medio para pasar de una situación de profundo déficit de financiación a situación cero o, como dicen los comerciantes del Rastro, ni p'a ti ni p'a mí.

Las Administraciones Públicas toman el camino contrario, en una estrategia anticíclica, como decía, de corte keynesiano. El Estado gasta cuando la economía ahorra, consciente de que tiene que operar de contrapeso para matizar las consecuencias de la crisis.

El problema es dónde sitúa esto a las AAPP el final del 2009. Con una necesidad de financiación de 117.000 millones de euros, el actor público se encuentra con unas altísimas necesidades de conseguir recursos, lo cual lo convierte en un competidor de primera magnitud en los mercados de capitales, no desde luego como demandante de préstamos bancarios sino, fundamentalmente, como emisor de deuda, así como mediante la gestión de sus propias deudas comerciales, pues pagar con retraso no deja de ser una forma de financiarse a corto plazo.

Hay, pues, un balance: el balance entre la vertiente traumatúrgica del gasto público, que es innegable y se traduce en su evidente rol de sostén de la economía para que no caiga más de lo que ha caído; y la vertiente tóxica, que consiste en las distorsiones y frenos al propio crecimiento que introduce el Estado como ente necesitado de una financiación que por ello deja de recibir el resto de la economía. Esta vertiente tóxica es la que sitúa, además, en sus justos términos las consecuencias de los eventuales downgrading de la deuda española, pues a menos rating, más spread, luego la deuda es más cara (hay que ofrecer más tipo para venderla) y se produce un efecto explosivo, autoalimentado, que hace que cada vez cueste más cubrir esa necesidad de financiación.

Soluciones, sólo hay dos: o el Estado gasta menos, o el resto de la economía toma el relevo y comienza a invertir, recupera su tono de consumo y creación de valor añadido. En puridad, hay una tercera vía, y es que el Estado recaude más, es decir, mejore su posición de financiación aumentando sus ingresos, que es lo que persigue la subida del IVA. Pero si veis la curva del consumo final acabaréis por llegar a la conclusión, o al menos a mí me ha pasado, de que a menos que la curva descendente que se ve en la gráfica deje de serlo, subir el IVA puede ser hacerse un pan con unas tortas, porque la base imponible del impuesto, que al fin y al cabo es el consumo, al ser menor, podría incluso revertir menos recaudación.

El problema que yo tengo es que, a día de hoy, no sé cuál de las dos soluciones, o las dos, se ha tomado.

miércoles, mayo 05, 2010

Comuneros (2)

La primera vez que Carlos vio España fue en septiembre de 1517, y fueron las costas de Cantabria a las que arribaba por error. Como consecuencia de todo ello, la primera visión de España fue la rebelión inmediata de los campesinos cántabros, los cuales, viendo barcos extraños e inesperados, se dieron por invadidos y se aprestaron a una defensa innecesaria. Llegó, como decíamos, apenas adolescente y rodeado de una serie de asesores flamencos que eran profundos creyentes en la monarquía patrimonial. Castilla le pertenecía al rey y, por lo tanto, éste no tenía por qué dar explicaciones ni sonreír a nadie. Entre otras cosas, Carlos comenzó a dar vueltas por España con la intención, cumplida , de evitar la villa de Roa, donde le esperaba el regente Cisneros. De hecho, el rey le mandó al cardenal el finiquito sin siquiera haber cruzado dos palabras con él. Algo de lo que Cisneros no se enteró, pues antes de que llegase la carta con su cese, falleció.

Comenzó, casi inmediatamente, el acaparamiento de cargos por parte de los flamencos. Chievres, brazo derecho del rey, fue nombrado Contador Mayor de Castilla; Guillermo de Rocroy, un mozalbete que a los veinte años ya era cardenal, recibió la diócesis de Toledo. Y, en el colmo de los colmos, otro flamenco, Jean de Sauvage, fue nombrado presidente de las Cortes de Valladolid, que debían avalar el reinado de Carlos. La que montaron las 18 ciudades castellanas representadas en las Cortes fue mundial, ante lo que Carlos hizo lo que hacen acostumbradamente las personas de su grey: prometer arreglarlo, y no arreglarlo.

El principal problema entre el rey y las ciudades, sin embargo, era la economía. Como aún no se había inventado el FMI, de algún sitio tenía que sacar Carlos la pasta para poder transitar por las rutas imperiales que siglos después cantaría la Falange (el reinado de Carlos I desde el punto de vista presupuestario ha sido inmejorablemente analizado por Ramón Carande en su clásico Carlos V y sus banqueros). En Valladolid pidió un servicio de nada menos que 600.000 ducados.

Pasado malamente el trago pucelano, y estando en Aragón, la espichó el abuelo del rey, Maximiliano, lo que dejaba vacante el puesto de emperador de Alemania. Carlos maniobró para llevarse la corona y la consiguió. Cuando lo supo, estaba en Barcelona, se marchó sin más allí, sin acordarse, o tal vez acordándose pero pasando de ello, que la tradición mandaba que todo rey castellano se sometiese al refrendo de sus Cortes antes de aceptar otra corona. Carlos, lejos de respetar tal formalidad, lo que hizo fue pedirles pasta, porque tenía en la nuca respirando a los banqueros Fugger (que dan nombre a la madrileña calle de Fúcar), que eran los que le habían prestado la pasta con la que había sobornado a los electores suficientes para poder llegar a ser emperador.

Para obtener este dinero y coger por sorpresa a las soliviantadas ciudades, en cuyas esquinas todo el mundo se hacía lenguas con que los flamencos de la Corte estaban acaparando las monedas de mayor valor (un rumor parecido al existente hoy en día con los billetes de 500 euros), Carlos convocó unas Cortes inopinadas en Santiago de Compostela. Las sesiones se iniciaron el 31 de marzo de 1520, bajo la presidencia de un extranjero, el canciller Gattinara. Carlos solicitó la pasta. Como no era costumbre de las cortes castellanas andar jodiendo al rey, lo que se hacía siempre era aprobar el subsidio y luego pasar a las reivindicaciones de los diputados. Pero esta vez los representantes exigieron que se hiciese al revés. O sea: yo primero te digo lo que quiero y luego, conforme me hayas contestado, te doy la pasta o no te la doy.

Carlos respondió trasladando las Cortes a La Coruña, pero no le sirvió de gran cosa. Finalmente, para obtener el subsidio, tuvo que prometer, y prometió, que el dinero no saldría de Castilla y que la mayoría de los altos cargos serían castellanos, no flamencos. Su intención de cumplir lo prometido quedó clara el 25 de abril, día de la clausura de las sesiones, en el cual anunció, al tiempo, que se iba a Alemania y que dejaba de regente a Adriano de Utrecht. Lo cual, a menos que pensemos que Castilla llega hasta Utrecht, era un ultraje.

Es entonces, tras la clausura de las Cortes de Santiago y la salida de Carlos de España el 20 de mayo, cuando comienza la rebelión comunera. Y comienza como una auténtica rebelión española, esto es espontánea y sin planificación. En Segovia, las gentes linchan a los recaudadores de impuestos y al procurador Rodríguez de Tordesillas. En muchas ciudades, el populacho quema las casas de los nobles, los curas significados y de alta gama, y los procuradores. Toledo, León y Zamora se declaran en rebeldía. Toledo toma un cierto liderazgo y convoca a todas las demás ciudades el 29 de julio en Ávila. Allí se crea la Junta Comunera.

Antonio Fonseca, capitán general de los ejércitos castellanos, recibe la encomienda del regente, Adriano de Utrecht, para dirigirse a Medina del Campo y luego a Segovia, a sofocar la rebelión de dicha ciudad. En Medina había entonces un importante polvorín artillero y la razón de la escala era hacerse con esas armas. Para sorpresa del general, al llegar a la ciudad, ésta se niega a entregar los cañones y se apresta a defenderse. El 21 de agosto, un victorioso Fonseca, enormemente cabreado por el desafío de que ha sido objeto, entra en Medina a sangre y fuego y se lleva por delante a todo lo que se mueve y la mayoría de lo que no se mueve. La noticia del saco de Medina encabrita al resto de ciudades e, incluso, decide a los indecisos a unirse, como ocurre en Burgos e incluso Valladolid, donde está el de Utrecht. Los alzados, por cierto, siempre buscaron la unión de las ciudades y territorios periféricos de Castilla. Lo que ocurre es que, como mayoritariamente no lo consiguieron, su rebelión ha quedado en el imaginario histórico como una rebelión puramente castellano-leonesa.

Los comuneros obtuvieron rápidas victorias sobre las tropas regalisas. Pero no todo en su seno fue fácil. En realidad, dentro de la Junta Comunera había dos facciones. Una, comandada por la nobleza mediana que se había unido a la rebelión, era de signo moderado y pactista. La otra, más proclive a las masas populares y relacionada con las rebeliones campesinas de la época, era de corte más radical. Estas dos facciones se enfrentaron a la hora de nombrar jefe, pues los radicales querían a su héroe Padilla, conquistador de Tordesillas, quien, sin embargo, fue preterido en favor del moderado y noble Pedro Girón. En Tordesillas, por cierto, Padilla y los suyos se fueron a ver a la reina para ponerla al frente de su reivindicación. Era su jugada maestra porque, como os he recordado ya, según los términos de todos los testamentos la verdadera heredera era ella; así pues, si a Juana le hubiese quedado media neurona para apoyar a los alzados, la legitimidad de Carlos habría quedado muy seriamente en entredicho. La entrevista con Juana, sin embargo, fue un retraso. Se pongan como se pongan los interpretadores de los hechos, estaba tolili perdida.

Girón fue un desastre. Empeñado en poner cerco a los realistas en Medina de Rioseco, desguarneció Tordesillas, donde estaba la Junta Comunera. Para colmo, no tomó la ciudad, sino que acabó replegándose a Valladolid, con lo que los realistas conquistaron Tordesillas y recuperaron a Juana. Girón fue obligado a dimitir y fue sustituido por Padilla quien, junto con sus lugartenientes Francisco Maldonado y Juan Bravo, que vaya suerte tener nombre de bulevar, se dirigió al enclave de Torrelobatón, que tomó. De haber seguido, probablemente, habría estado en condiciones de poner en muchos problemas a las tropas de Carlos.

Los moderados de la Junta, sin embargo, decidieron negociar.

lunes, mayo 03, 2010

Comuneros (1)

Pocas, muy pocas cosas vamos a encontrar en la Historia de España que hayan dado la ocasión para interpretaciones tan diversas como la rebelión de los comuneros. La propia ciencia histórica ha juzgado estas acciones de muy diferente forma conforme, con el paso de los siglos, las escuelas de filosofía de la Historia han ido cambiando. Sea cual sea la interpretación, lo que no es desmentible en caso alguno es el hecho de que la rebelión comunera tuvo un importante eco en nuestro devenir, eco cuyos sonidos aún llegan hoy en día.

Como digo, es difícil ponerse de acuerdo sobre si la rebelión comunera fue una expresión de nacionalismo castellano, o una rebelión en favor de las viejas estructuras de poder que la monarquía moderna estaba llamada a cambiar, o una expresión adelantada de la lucha de clases, como en diversas ocasiones y por diversas escuelas se ha dicho. Quizá es que fue un poco todo eso. A mi modo de ver, la forma más ecléctica de definir la rebelión comunera es como un dolor de parto. La era estaba pariendo un corazón, como diría Silvio Rodríguez, y esos dolores provocaron grandes movimientos y dinámicas. Ese corazón en fase de parto era el imperio español, cuya estructuración apartó a las comunidades como el estorbo que eran para ello.

Nos encontramos en 1504, en Castilla. Un lugar en ese momento extraordinariamente dinámico y en crecimiento exponencial, como cabe corresponder a un territorio que se convirtió en el primer beneficiario tanto de las nuevas posesiones de la península obtenidas tras la expulsión de los reyes musulmanes (y, finalmente, de los musulmanes mismos) como de las no menos importantes posesiones americanas. Castilla mola y es el centro del mundo, como es fácil de dirimir para cualquiera que se pasee por ella hoy en día y se detenga a ver los pedazos de iglesias, conventos y catedrales levantados en aquellos tiempos en esas tierras, signo inequívoco de un poder acojonante, como lo son los hermosos palacios levantados en Trujillo, capital mundial del sueño español de América.

Hay otro factor que cabe resaltar, y es que Castilla presenta, frente a la Francia, a Borgoña, a los estados alemanes e incluso Inglaterra, la diferencia relativa de ser una nación con un poder feudal algo menor. Ya sé que es una imagen histórica clara la de la Castilla agobiada por el poder de los nobles, pero con ser algo cierto, es menos cierto que en otras naciones de Europa porque en España el fenómeno de las ciudades y de las regalías (lugares y explotaciones con obediencia debida al rey, no al señor feudal) son más frecuentes que en otros países, aunque sólo sea porque cuando una parte no desdeñable de España fue liberada del poder musulmán, para entonces ya Isabel y Fernando estaban intentando crear una monarquía moderna, motivo por el cual tomaron buen cuidado de quedarse muchas tierras para sí y otorgar fueros municipales a no pocas villas.

A pesar de esta inteligencia estratégica, Isabel de Castilla fue bastante torpe al pensar en su muerte. Confieso que me resulta difícil entender por qué, pero lo cierto es que, teniendo lo que tenía en la familia, es decir una heredera que estaba mal de la chota (ya sé que está de moda reivindicar a la reina Juana, que si no estaba loca y tal; pero, en mi opinión de mero lector a quien las teorías se la traen al pairo, estaba como las maracas de Machín viajando por un acelerador de partículas); sabiendo eso, digo, y conociendo como conocía a su marido, personaje que no se casaba con nadie ni con nada, no dejara más claros los términos de su testamento. O quizás, como veremos ahora, es que no tuvo más margen.

Para cuando Isabel la Católica abandonó este valle de lágrimas, noviembre de 1504, Juana ya estaba casada con el príncipe centroeuropeo Felipe, AKA Renaissance Clooney. Como digo, es obvio que Isabel conocía a su marido Fernando, un personaje taimado y pragmático que era capaz de cualquier cosa, desde dirimir un hecho de justicia prevaricando a todas luces si eso le iba a suponer llevarse una pasta hasta casarse con otra a su viudez para seguir medrando el reino. Que Isabel amó a Fernando está para mí fuera de toda duda, pero, como en todos los matrimonios, ella iría aprendiendo con los años, a base de experiencias tan poco edificantes como verle marchar tantas veces por la puerta del palacio camino de Murcia, donde tenía barragana oficial y cada vez que iba corrían los nobles espermatozoides por los desagües de las calles. Lisbeth inventó eso que tanto monta, monta tanto, pero quizá a base de ver cómo su marido montaba casi a todo lo que se movía delante de su campo de visión se acabó por dar cuenta de que no le podía dejar en herencia la corona de Castilla. Ella sabía que dejarle a Aragón la herencia castellana es como si mañana se federasen Reino Unido y Mónaco y los Windsor le dejasen en herencia el machito a los Grimaldi. Castilla debía ser heredada por un rey castellano pero, al mismo tiempo, no había que perder mucho tiempo buscándolo porque eso, ella lo sabía muy bien que había llegado a ser reina a base de apartar a quien debería haberlo sido, no haría sino aventar el sempiterno guerracivilismo español y abocar a la nación a darse de hostias again.

Por este motivo, pues la verdad no se me ocurre otro para semejante idiotez, Isabel dejó Castilla en herencia a su hija Juana, a pesar de saber que era como dejarle el país a una mesa de escayola. Miento; una mesa de escayola es setenta veces más estable.

Orillar a su viudo en favor de Juana tenía, sin embargo, el problema de que suponía colocar, de facto, el país en manos de un extranjero, il bello Philippo. Este Pompeyo medieval, tan guapo como él aunque carente de su genio militar, se creía tan Magnus como lo pudiera ser cualquiera, y era muy ambicioso. Los castellanos, por lo demás, eran, como corresponde siempre a una nación ardiente y que está en pleno heyday, muy celosos del mando en su país, y no habrían aceptado a Felipe así como así. Así las cosas, Isabel no tuvo más remedio que nombrar a su marido Fernando regente hasta la mayoría de edad de Carlos, el nieto de los católicos e hijo de Juana y Felipe; aunque dejando claro que era Juana la heredera.

En suma: a partir de 1504, Fernando el Católico y Felipe el Hermoso iniciaron una nada soterrada guerra particular por el mando en Castilla; ambos con un ojito puesto en Fernando, el otro hijo de Juana y su marido, que, al contrario que su primogénito, fue educado en España y contaba pues con las simpatías locales.

En términos generales, en la búsqueda de alianzas para esta guerra sin lanzas, Fernando el Católico obtuvo el apoyo de las ciudades. Lógico. Muchas de ellas habían recibido sus fueros y privilegios gracias a él, tras la conquista de territorios al moro. Y todas, en general, sabían que Felipe era un rey centroeuropeo y venía, por lo tanto, de un mundo donde los reyes acostumbraban a aliarse con la nobleza en contra de los nacientes poderes de la burguesía. No obstante, no sabemos en qué podrían haber parado estos enfrentamientos porque, en septiembre de 1506, Felipe se fue de botellón a Burgos, estuvo allí varios días comiendo y bebiendo como una cerda, y se pilló un melocotón de tal calibre que algo, sea ese algo la aorta, la vegiga o el hígado, le petó inesperadamente y lo clasificó por la B de Varios; muerte con la que se inició el periplo de su mujer acompañada por el cadáver de su marido, que es, como todo el mundo sabe, cosa propia de personas en pleno uso de sus facultades mentales. La muerte del rival, asimismo, provocó el regreso a Castilla de Fernando, retirado en Aragón, y el aplazamiento del problema hasta 1516 cuando, a la muerte del rey mañico, se abrió su testamento.

En sus últimas voluntades, Fernando permanecía en el gesto de su mujer de nombrar a su hija Juana heredera universal; en mi opinión, es posible que con ello cumpliese con alguna promesa a Isabel, porque de lo contrario no se entiende que alguien tan fino y taimado como el Católico cometiese el desliz de seguir poniendo una potencia mundial en manos de una tía que las mañanas que tenía la ciclotimia en fase beta era poco menos que incapaz de abrocharse el puño de una camisola. Aunque no paraba ahí la torpeza de Fernando, pues, dada la incapacidad de la heredera, nombraba gobernador de los reinos a Carlos y, en su ausencia, a Fernando. Recuérdese: Carlos estaba en Alemania y ni siquiera hablaba español, y Fernando había sido educado en Castilla.

Hay, pues, tanto en Isabel como en Fernando la obsesión continua por dar a los castellanos la seguridad de que no van a ser gobernados por extranjeros; se obstinan en proteger el derecho dinástico de una persona que no valía ni para abrir un huevo Kinder y, a causa de esa defensa, crean unos retruécanos tan chiripitifláuticos que no hacen sino crear las bases de graves enfrentamientos. Esto refleja hasta qué punto el proyecto de los Reyes Católicos fue un proyecto parcial y por lo tanto parcialmente fracasado. Porque no sólo no consiguieron construir la monarquía moderna que ambionaban, o más bien como la ambicionaban, sino que, de hecho, desde que ellos murieron España casi no ha hecho otra cosa que ser gobernada por extranjeros, hasta el punto de haber terminado por hacer suyas dos dinastías, una de las cuales lleva el nombre de otro país y la otra es de otro país. Que tiene huevos, con perdón.

Para gobernar con eficiencia ese patio de Monipodio fue nombrado el cardenal Cisneros, hombre de grandes habilidades y valentía fuera de toda duda, cuyo gobierno se resume en el concepto de andar todo el puto día parándole los pies a las casas nobles españolas, casi todas ellas embarcadas en una estrategia de abducción, en su propio provecho, del niñato-gobernador que vivía en esas tierras que algunas veces ganan mundiales de fútbol jugando bien, y otras jugando mal.

La nobleza castellana era una nobleza fundamentalmente lanar, lo cual fue una desgracia para la economía española. En realidad, si el guión de la Historia de España lo hubiese escrito alguien inteligente, Castilla debería haberse convertido, no más tarde del siglo XVI, en una potencia textil como luego lo sería Cataluña. Sin embargo, para que eso fuese así era necesario erosionar los intereses de quienes ganaban dinero vendiendo la lana en basto para que la hilasen y elaborasen otros por ahí fuera. El negocio de gran parte de la nobleza era tener rebaños de ovejas a punta pala que cruzaban España de punta a punta, en constante transhumancia, gracias a los muy muchos privilegios de la Mesta, su lobby económico. El jovencito Carlos, a través de sus posesiones de Flandes, les garantizaba a estos ovejeros un mercado común en condiciones cojonudas, y por eso la nobleza abrazó la causa carlista y procuró preterir todo lo que pudo a Fernando.

Por su parte Carlos, que como decía tenía 17 años, salió echando hostias hacia España, a tomar posesión de su finca. Si no tomó el AVE es porque aún no se había inventado.

Carlos venía con honrada intención de entender a Castilla y hacerla suya. Verdaderamente, al final de su vida demostró ser ya tan español que se retiró a morir a Yuste. No obstante, la cosa no era tan fácil. Venía avalado por los nobles, que tenían un enfrentamiento económico con la burguesía urbana y con el propio campesinado, que ya llevaba cien años bastante soliviantado en todas partes contra el poder feudal. No hablaba español y no era considerado un castellano ni de coña. Todo esto, sin embargo, podía equilibrarse con mano izquierda, savoir faire y un poquito de diplomacia.

Carlos, sin embargo, tenía 17 años. Además, creía que Castilla le pertenecía. Y, además, sabía que no le pertenecía, pues era de su madre.

Era casi inevitable que la cagara. Y a fe mía, mi señor lector, que en el tal terreno de la inopinada deposición, Su Alteza no habrá de decepcionarte en el post venidero.

Y me voy a darle al NBA 2k10, que me acaban de fichar los Oklahoma Thunder.