viernes, julio 16, 2010

León, rey de Madrid

Madrid es una ciudad interesante para hablar de ella porque, como metrópoli importante que es, en su seno han ocurrido muchas cosas dignas de mención. Así pues, es relativamente fácil saber cosas de Madrid, poder contar anécdotas e historias más o menos increíbles. Sin embargo, como ciudad importante y con Historia que es, Madrid guarda algunas sorpresas realmente grandes.

Muy poca gente, por ejemplo, sería capaz, según mi experiencia, de contar con qué país asiático tiene Madrid una vinculación muy especial que no comparte con el resto de España. Para poder contestar a esta pregunta, es necesario conocer la historia de León de Armenia, que tiene su miga.

Tenemos que viajar hasta el siglo XIV. El siglo de Enrique II de Trastámara, el iniciador de una nueva dinastía de reyes castellanos, inicio que no se produjo precisamente en términos moralmente aceptables. Enrique murió en 1379 en Santo Domingo de la Calzada y fue seguido por su hijo Juan, Juan I de Castilla. Para entonces, la castellana era una nación sin preámbulos que tenía una presencia internacional nada desdeñable, que sería aprovechada cien años después por los reyes católicos para colocarla, como decían los falangistas en los viejos libros de texto de hace décadas, en su destino imperial.

En el año 1080, en el territorio contenido entre la ribera del Éufrates y la cordillera del Ponto, un lugar que siempre había tenido vocación de imperial y que le había dado, por ejemplo, grandes quebraderos de cabeza a Cayo Mario, Sila y el propio Julio; allí, en lo que se terminó denominando Armenia Menor, un tal Rhupen fundó un pequeño estado. El principado de Armenia Menor, en las siguientes décadas, invadió la Cilicia y la Capadocia, creando con ello un país más que aseado en lo que a sus posesiones se refiere. León II, descendiente de este Rhupen, consiguió la dignidad real, no principesca, en 1187, tras la concesión en tal sentido por el siempre burbujeante Enri de Champagne, soberano de Jerusalén; de donde se deduce, lógicamente, que León había apostado por los cristianos durante las cruzadas.

Apenas doscientos años después, sin embargo, la dinastía Rhupen, que se había convertido en la dinastía Lusignan, no pudo pararle los pies al creciente poder egipcio. En 1375, el sultán Chasbán II arrasó Sis, la capital de Armenia Menor, y metió a su monarca en la trena en El Cairo. Se trataba de León VI, hijo de Juan de Lusignan y de Soldana de Georgia. Cuando tenía tres años, en 1327, su tío el rey Guido I fue asesinado por instigación de Constantino, un primo cabrón, que accedió al trono con el nombre de Constantino III. León huyó a Chipre donde se consolidó su educación cristiana, ya que él era cristiano por tradición (tanto los Rhupen como los Lusignan habían sido procruzados y, por lo tanto, antimusulmanes); motivo por el cual, cuando logró recuperar la corona, se encontró reinando sobre un pueblo mayoritariamente mahometano que fue el primero en alegrarse cuando vio llegar a los mamelucos egipcios por la colina.

El encierro de León fue cruel. Tanto, que durante el mismo tanto su mujer, la francesa Margarita de Soissons, como una hija que tenían ambos, murieron. Por ello, León envió mensajes a las cortes cristianas tratando de convencerlas que no tenía pase que un rey jesucristocreyente estuviese puteado en unas mazmorras musulmanas.

Obviamente, España era el lugar más indicado para hacer caso de este mensaje. Todavía la nación no se había sacudido completamente el yugo musulmán y, en todo caso, el compromiso con la cristiandad era total por parte tanto de Juan I de Castilla como de Pedro IV de Aragón. En 1382, conmovido, o tal vez acojonado, por los mensajes recibidos desde España, Chabán soltó a León, quien llegó a Castilla al año siguiente.

La crónica del rey Juan nos dice, textualmente, que el monarca, «viéndole [a León] desvalido e con parco sustento, otorgóle para en su vida la villa de Madrid, la de Andújar, e la Villa Real [Ciudad Real], con todos los pechos, derechos e rentas que en ellas había». El rey castellano, por lo tanto, donó Madrid, la que acabaría siendo ciudad gallardonita de zanja e impuestón, a aquel pobre desgraciado que, por lo que cabe adivinar, no sólo no tenía nación ni pueblo; es que no tenía ni dónde caerse muerto.

Madrid se cogió un cabreo de solsticio cuando se enteró de la decisión de su rey. Los representantes de la ciudad, es decir los notables burgueses que cortaban el bacalao, formaron una airada comisión que se desplazó a Segovia a pedirle cuentas al monarca. Al parecer sólo entonces, cuando los madrileños le explicaron la cosa, se dio cuenta Juan de lo que había hecho: regalar un trozo de su país a un soberano extranjero. En puridad, con aquel gesto se podría pensar que Madrid se convirtió en el reino de Armenia Menor, puesto que en la Armenia propiamente dicha ya no quedaba reino porque estaban los mamelucos.

De 12 de octubre de 1383 data el privilegio dictado por Juan como consecuencia de la audiencia de Segovia. En él se aclara que la donación ha sido a León, no a Armenia ni a su casa real y, por lo tanto, la posesión morirá con él, revirtiendo Madrid, como querían sus representantes, a la corona castellana. Además, el rey se compromete a no volverle a enajenar la ciudad a ningún amiguito.

Dicen las crónicas que León de Armenia no fue mal rey de Madrid. Se destaca de él que no despidió a ninguno de los altos funcionarios de la villa y que fijó unos impuestos más bien bajos; en eso, la verdad, se distingue del actual alcalde-virrey de la capital. Dicen, asimismo, las crónicas, que León de Armenia, obsesionado por ser conocido y amado por los madrileños, gustaba de pasear por la ciudad sin escolta, tratando de pegar la hebra con todo el mundo (y sin conseguirlo habitualmente).

León, sin embargo, no tardó en tratar de recuperar su reino real. Para ello abandonó Madrid para irse a Pamplona; no porque fuesen sanfermines, sino para convencer al rey Carlos II y a Gastón III de Bearne de financiarle una cruzada para echar a los egipcios de sus tierras. Llegó hasta París donde Carlos VI, rey de Francia, le dejó clarinete que no pensaba ayudarle en su empresa bélica; pero, a cambio, lo acogió en su corte cariñosamente. Le cedió un castillo, el de Saint-Ouen, así como unas rentas generosas.

León de Armenia, rey de Madrid, moriría en Francia en 1398, sin haber recuperado su reino, pero habiendo siendo el menos castizo de los reyes en el reino más castizo del mundo; si no estoy mal informado, está enterrado en el panteón real francés de la abadía de Saint Denis. Para entonces, en todo caso, hacía dos años que los madrileños habían arrancado de Enrique III, sucesor de Juan I, un decreto por el cual se revocaban los derechos de León sobre la ciudad, aprovechando que ya podía vivir de la renta real francesa.

Madrid, capital de Armenia. Quién lo diría, ¿a que sí?

miércoles, julio 14, 2010

¿Existen las dos Españas?

Mi post del lunes pasado ha provocado una pequeña discusión con Amaranta, amable comentarista habitual de este blog. Para quien no haya leído esos mensajes o no los quiera leer, ella sostiene que eso de las dos Españas es un mito ya no existente, y yo no estoy tan seguro; más bien, estoy bastante seguro exactamente de lo contrario.

Desde mi primera respuesta a Amaranta me di cuenta de que era probable que la cosa terminase donde está ahora; es decir, en un post específico, puesto que las cajitas de los comentarios son un poco limitadas (no estoy nada dotado para el microblogging). Todo lo que puedo decir, Amaranta, es que en justicia no puedo sino otorgarte la misma oportunidad a ti. Si quieres contestar por lo largo, éste es tu blog. Ya sabrás que la única condición que yo pongo, tanto para los posts como para los comentarios, es que no se insulte a los vivos.

Vayamos con mi tesis.

Yo creo que existen dos Españas porque desde que las dos Españas nacieron ha habido muy pocos tipos lo suficientemente listos, o lo suficientemente integradores, como para acabar con ello. La prueba de lo que digo es la cantidad de gente que tiene por el summum que pen de la integración a un político en el fondo y en la superficie tan sectario como Manuel Azaña. El hecho de que Azaña, que se desempeñó como político con un notable resentimiento hacia el catolicismo y las clases sociales conservadoras, sea tenido por gran esperanza blanca de la España transpiradora de concordia, lo dice todo. Quizá el político más integrador que ha tenido España, político con mando en plaza me refiero, haya sido José Canalejas. Pero es que a José Canalejas una de las principales fuerzas desintegradoras de la Historia Contemporánea de España, el anarquismo, se lo llevó por delante.

Las dos Españas son fruto de la esquizofrenia de la guerra de la Independencia. Hace poco leí en internet una entrevista con Arturo Pérez-Reverte en el que este escritor opinaba que uno de los problemas de España es que nosotros nunca hemos decapitado al rey. Este detalle, a mi modo de ver, es el que hace que, en España, un proceso que es evidente en otros países, el del viraje social progresista, viraje que en todo caso es difícil y dramático en todos los casos, se produzca en menor medida.

España no es un país normal desde el punto de vista religioso. Es un país que tuvo que ser reconquistado para la cruz, y esto hace que su compromiso con el Vaticano sea un pacto de hierro. Teóricamente, esto debía haberse matizado con los principios de la Revolución Francesa, pero resulta que el importador de dicha revolución a España, José Bonaparte y el ejército francés, no fue el mejor de los posibles. La España que se reconquista por segunda vez es una España en la que los empecinados, los muertos de hambre, ya han adquirido un protagonismo inusitado, pero en la que los amantes del orden antiguo pretenden reimplantarlo como si nada hubiese ocurrido; una reacción lógica si tenemos en cuenta que el orden nuevo, como digo, es el orden del enemigo.

Las dos Españas no existen porque existan, en cada momento de nuestra historia en los últimos doscientos años, al menos dos formas radicalmente distintas de ver la vida. Existen por el hecho de que esas dos formas son incapaces de colaborar, que no es exactamente lo mismo. Zapateros y Rajoyes va a haber siempre; las dos Españas existen cuando no pueden ir juntos ni a comprar un sello.

Las guerras carlistas son una mezcla de reivindicaciones regionalistas (especialmente la primera, que es una guerra eminentemente vasca) y de explosión de esta incapacidad de colaboración. Fernando VII y sus torpezas ingresaron a España en un entorno binario, una especie de spoil system a lo bestia en el que, o manejaban unos, o manejaban otros; algo típico en un hombre de Estado como el Borbón, que no tenía más ideología que su silla. Fue esta característica de si mandas te lo llevas todo la que hizo tan importante mandar y alimentó la proclividad de los militares españoles hacia el golpismo; merecía la pena alzarse pues, si bien te podían fusilar, también la recompensa era la leche.

El golpismo militar es un gran alimentador de las dos Españas. No tiene lógica tender la mano a alguien después de haberlo apaleado. El golpista, por definición, se ceba en el perdedor; lo encarcela, lo fusila, lo exilia. Los tiempos han cambiado para bien pero, en el fondo, ese espíritu sigue vivo. Hoy, el que gana, no a tiros, sino a votos, lo que hace es buscar pactos lo más amplios posible, dominar los medios de comunicación, poner resortes estatales a su servicio, etc. Es la misma filosofía de al enemigo ni agua, sólo que sin pegar tiros.

Estaba claro que en el siglo XIX, España tenía que repensar su relación con la jerarquía católica y el papel de la religión en el país. De hecho, no es la única nación que lo hace en dicho siglo. Sin embargo, el hecho de que las estructuras y, sobre todo, las ambiciones del régimen antiguo sobreviviesen a la Revolución Francesa impolutas y en perfecto estado de revista hace que, tras encontrar un campeón en don Carlos, hagan la guerra; una guerra crudelísima en la que se cometieron tropelías que mueven al vómito cuando uno las lee.

En estas circunstancias, la revisión pendiente se hace mal y, sobre todo, y éste es a mi modo de ver el gran defecto de la España de izquierdas o España B, demasiado rápido. La desamortización fue un proceso supersónico más que nada porque su función no fue hacer justicia histórica; su función fue financiar una guerra.

Entre las dos Españas está el reformismo; reformista es aquél que entiende que la España B tiene razón al reclamar cambio, pero que la España A tampoco anda descaminada cuando apostilla que los cambios hay que hacerlos con paciencia, porque las cosas es mejor hacerlas bien que hacerlas antes. Sin embargo, el reformismo del siglo XIX se traiciona a sí mismo. Desamortiza malamente y a toda leche y, en gran parte movido a ello por la intransigencia de la España A, que haberla haina y a toneladas, comete el error de aliarse con la España B.

En efecto: el escaso margen de maniobra dejado por la España de Narváez y la personalidad de Isabel II, reina casi tan nefasta como su puto padre, unido a la presión inherente al hecho de que el tradicionalismo trabucaire no deja de ser un problema en todo el siglo, no le deja al reformismo más cojones que buscar aliados en la España B. Una vez Aznar, entonces gobernando, le dijo a Zapatero: cuando te juntas con los pancarteros, sabes cuándo empiezas, pero ya no puedes saber ni cómo, ni cúando, vas a terminar. Esto es la Gloriosa.

La Constitución del 69 quiso ser el broche que cerrase la cajita dentro de la cual iban a quedar las dos Españas, cabreadas pero encerradas. A mí me parece uno de los textos jurídicos más bonitos que se han hecho; me gusta mucho más que la Pepa. Acepta la monarquía, pero la monarquía democrática (concepto que luego prostituirá Cánovas); es una constitución laicista, pero no laica. Sustantiva, en un país que tiene para entonces una sed de décadas para estas cosas, cosas como la libertad de imprenta. La Constitución española de 1869 la podría haber redactado Francis Fukuyama, porque es una Constitución que busca decretar el fin de la Historia.

Prim le decía a todo el mundo que él tenía la fórmula para que la monarquía, odiosa palabra para la España B, funcionase como a ésta le gustaría sin que por ello la España A se fuese a sentir amenazada. Quizá decía la verdad. Pero tras el incidente de la calle del Turco dio igual; si disponía del bálsamo de Fierabrás para acabar con las dos Españas, se lo llevó con él. Muerto Prim, a la deriva la nave del Estado, la España B que había pactado con los reformistas reclamó su sitio y su oportunidad, y lo obtuvo.

Castelar, uno de los prohombres republicanos españoles, diría años después, cuando un periodista le preguntó si volvería a presidir una república española: «desde luego que lo haría; pero con más guardia civil». De alguna manera, este reformista estaba sustantivando el gran pecado de la España B. Porque si la España A tiene como principal defecto el vivir convencida de que sus postulados son los que deben ser respetados porque sí (porque pertenecen a la esencia de lo español, dirá décadas después José Antonio Primo de Rivera), el principal defecto de la España B es que no sabe refrenarse; en realidad, no quiere.

La España B se ha pasado los últimos doscientos años tratando de hacer en 48 horas lo que otros tardan años en construir. La I República, por ejemplo. Tantas prisas se da que exacerba a los contrarios, que le hacen la guerra, por tercera vez, con saña. Y aún habrá una cuarta guerra carlista; lo que pasa es que la llamamos pistolerismo.

Muerto el sueño de Prim, Cánovas se siente con fuerza moral para cerrar el asunto de las dos Españas de otra manera. Esa otra manera es, básicamente, apostar por una de esas dos Españas. Es cierto que la Restauración es notablemente integradora con los reformistas: Castelar cena muchísimas noches en casa del propio Cánovas. Pero con la España B su actitud es otra. Trata de hacer como que no existe. La Restauración realiza a la perfección su principal misión, que es parar la sangría de las guerras carlistas; deja a la España A sin espacio para dar por culo. Pero radicaliza a la España B. De hecho, los líderes tradicionales de la España B, republicanos más o menos radicales, federalistas avanzados, pierden el machito en manos de unos nuevos tipos que pintan su España de otro color, el rojo y el negro, y le dan otro aire bien distinto.

De nuevo, la intransigencia de la España A fuerza el pacto de los reformistas con la España B. En la segunda década del siglo XX, este pacto triunfa por todo lo alto consiguiendo bloquear la carrera política de Antonio Maura; el famoso ¡Maura, no! que se repetirá, 90 años después, con José María Aznar (en ambos casos, por cierto, con la inestimable colaboración de ambos). La dictadura de Primo de Rivera es el último rabotazo de este montaje de la España A, haciendo como que respetaba a la España B, y que por la fuerza del tiempo, de las circunstancias y del creciente radicalismo de la otra España, se iba de las manos.

Los españoles que traen la República en 1931 no son los políticos. Los políticos se habían reunido meses antes en San Sebastián y apenas habían llegado a dos o tres acuerdos muy generales. Estaban tan desunidos que ni siquiera fueron capaces de organizar juntos un golpe de Estado, hecho que dolorosamente comprobaron en sus pechos (y en el resto del cuerpo) el mesiánico Galán y el muy católico García Hernández. El 14 de abril de 1931 sí que está a punto de cerrarse el asunto de las dos Españas. La mayoría social que sale a la calle a celebrar, como si de un Mundial de fútbol se tratase, está dispuesta a sacrificar particularismos en el altar del progreso.

Sin embargo, ya es tarde. Ya es tarde para unos políticos cuya escuela y gimnasio ha sido el odio al contrario, la voluntad de arrinconarlo.

Las dos Españas encuentran un nuevo arquitecto en Francisco Largo Caballero. Largo Caballero cava una zanja en la tierra y dice: de aquel lado, ellos; de éste, nosotros. Cuanto más grande es la zanja, más contento está Largo. Manuel Azaña, el presunto ecuánime, compra esa fórmula cuando pronuncia la famosa frase de que el bienestar de los suyos es mucho más importante que la seguridad jurídica (pues éste, y no otro, es el significado de su opinión de que todas las iglesias de España ardiendo no valen lo que la vida de un republicano; expresión que, en sí, viene a decir que la vida de un no republicano no vale una mierda).

La República, esto es la España B, no hace nada serio por evitar el enfrentamiento entre las Españas. En la España B hay probablemente muchas personas que piensan que con la mera ejecución de los planes de progreso, simplemente la España A se disolverá como un azucarillo. Pero hay una cosa con la que no contaban. Dentro de la España B hay una España B+, superradicalizada e inmune a la componenda, que no está dispuesta a esperar. Jim Morrison decía: We want the world, and we want it, now! La praxis anarcosindicalista de la II República no se aparta gran cosa de esa frase. El anarquismo es culpable de haber acabado con toda esperanza de que la España B se pudiera haber conformado con gobernar a lo Cánovas, haciendo como que respetaba a la España A. El socialismo marxista no puede permitir que alguien a su izquierda esté dando la impresión ser más radical que él. La República comienza a ahogarse en su propia vorágine de incongruencias.

Desesperada por ello, la sociedad española prueba, en noviembre de 1933, a poner al frente del Estado a la otra España, a ver si éstos han aprendido la lección. Pero la España A apenas hace otra cosa que destruir la labor de la España B. No la atempera ni la matiza; la destruye. Largo está que no cabe en sí de gozo; la zanja es cada día más ancha; acaba de quedar demostrado que él no es el único que la cava. Ya es tan ancha que incluso justifica el golpe de Estado. Octubre del 34. En octubre del 34, la España A y la España B se dicen aquello de las películas del Oeste: tú y yo juntos no cabemos en este pueblo, forastero.

El franquismo es una excrecencia de esta situación. Su resultado. Franco es largocaballerista en el sentido de que se mueve como pez en el agua en ese entorno de dos Españas, una buena, y la otra mala. A todo lo que no huela a España A lo encarcela, lo exilia, o lo condena a una vida de olvido. Mientras la contraversión de Franco sean los militantes de las Españas, el franquismo permanece consolidado. A partir de los años sesenta, sin embargo, surgen de nuevo los reformistas. Los tipos que, desde la clandestinidad interior y desde el propio Movimiento, dicen: vamos a acabar con esto de una puta vez. En El Pardo, una España barrita: nada sin el Movimiento. En Toulouse, la otra himpla: nada sin la República. A ambas visiones ciegas acabará por pasarles la Historia por encima.

Eso es la Transición: las dos Españas, Manuel Fraga y Jordi Solé Tura, firmando al pie del mismo contrato, donde dice: «los socios comanditarios». Ambos socios, el A y el B, se han puesto en el pasado multitud de demandas y juicios aún pendientes. Pero en una cosa que se llama Ley de Amnistía, ambos se comprometen a retirar esas acciones legales.

Algunos optimistas creímos en su día que la Transición había sido un proceso más perfecto de lo que, por lo que se ve, realmente ha sido. Las dos Españas han terminado por renacer, porque ni el largocaballerismo ni el franquismo están muertos. Las deudas que ambas partes dicen tener pendientes no se las inventan. Están ahí, son. Pero es que seguimos sin entender que, como decía más arriba, el oxígeno de las dos Españas no son las diferencias ideológicas ni la existencia de conflictos entre las partes. El oxígeno de las dos Españas es la voluntad de resolver dichas diferencias mediante la victoria total, anulante, aplastante, sobre el contrario. Las dos Españas no surgen en el momento que alguien decide que sólo va a comer verduras; surgen el día que ese mismo vegetariano decide que al que come carne hay que motejarlo de hijoputa, de desecho social, de civil colaborante con el lobby de los mataderos, de lo que haga falta, para que ese tipo se coja sus filetes, su cuchillo, su tenedor y su bote de mostaza, y se vaya de España.

España, sin embargo, es de todos. Y lo que hay que hacer, cada día si es preciso, es tirarse a la zanja, cuantos más mejor. Tal vez así llegue el día en que no haya zanja.

lunes, julio 12, 2010

La mugre

Hola.

Si tienes menos de 35 años y estás leyendo esto, que sepas que lo he escrito para ti. Que no se ofendan mis lectores por encima de esa frontera vital; pero es que hoy toca hablar con los más jóvenes.

Es probable que tú, como yo, pasaras ayer algún tiempo entre las 11 de la noche y las cinco de la mañana danzando y gritando en la calle. Es probable que tú, como yo, no pudieras evitar saltar como en un electrochoque cuando Iniesta lanzó el balón cruzado que ha enviado a La Roja a las páginas de la Historia. Es probable que ambos hayamos estado anoche apenas a unos metros de distancia, celebrando lo mismo y de la misma manera. Y, sin embargo, entre tú y yo hay una diferencia fundamental. Tú no te has sacudido la mugre, y yo sí.

Me gustaría poder explicarte por qué, para muchas generaciones de españoles, lo que pasó ayer es tan importante. Tiene que ver, desde luego, con ser los mejores y todo eso. Con la admiración deportiva. Pero tiene que ver también con otras cosas. El gol de Iniesta nos ha sacado de encima una espesa mugre de décadas.

Madrid ha batido en estos días su récord de banderas españolas por metro cuadrado. El anterior récord se estableció el 1 de octubre de 1975, durante la manifestación que se convocó en la plaza de Oriente para exteriorizar el apoyo de los españoles al dictador Francisco Franco. Franco, para entonces un anciano debilitado que pronto tendría un infarto que inclinaría el plano de su vida hacia abajo sin remisión, acababa de hacer lo único que sabía: reaccionar a las agresiones agrediendo. Convencido de que la forma de acabar con el terrorismo era la represión, y contra el parecer del mundo entero, había decidido el fusilamiento de tres terroristas del FRAP y dos de la ETA, si no recuerdo mal. Un millón de españoles según la propaganda oficial (ya el franquismo tuvo esta habilidad de meter volúmenes imposibles en escasos metros cuadrados) dieron vivas a Franco mientras decía que todo lo que le ocurría a España era fruto de la conspiración judeomasónica internacional. Se cantó el Cara al Sol brazo en alto.

La mera reflexión sobre los dos motivos, tan diferentes, que han llevado a las personas a salir a la calle, en 1975 y en el 2010, a ondear su bandera, es la mejor demostración de en qué medida, y en qué dirección, se ha producido el cambio de España en estas últimas décadas. Media España, la que tiene más de 40 años, tiene un trauma provocado por el franquismo que le impide valorar lo que el franquismo dio por bueno. Esto ha afectado, sin duda alguna, a la bandera. La bandera de España se ha convertido, durante un tercio de siglo, en cosa de fachas. El único delito que ha cometido esta combinación de colores, como digo, es que Franco juró morir por ella.

Y ayer nos hemos quitado esa mugre de encima.

Otra cosa que nos trajeron las cuatro décadas de franquismo fue una admiración desmedida por lo extranjero. Cuando la Opel-General Motors quiso establecer una fábrica más en Europa, se fijó en España, en Aragón y en un lugar llamado Figueruelas. Allí, en efecto, estableció una factoría de cuya productividad y eficiencia no parece que pueda tener muchas quejas. Pero esos mismos directivos de la Opel que estaban encantados produciendo en España, cuando trataban de vender esos coches a los españoles, lo hicieron inventando el eslógan Ingenería alemana a su alcance. De haber cambiado, en el eslógan, alemana por española, no habrían vendido ni una triste bicicleta, y lo sabían.

La era de Franco nos enseñó que el futuro prometedor estaba en el ámbito internacional. Primero fue el Plan Marshall que, como genialmente filmó Luis García Berlanga, nunca llegó. Luego, entrar en la ONU. Con los años sesenta, llegó el mantra de ser miembros de la Comunidad Económica Europea. El exilio de la posguerra y un ambiente intelectual interior difícilmente respirable, sobre todo en los primeros años del régimen, hicieron que España perdiese comba de muchas cosas. En descargo del franquismo hay que decir, en todo caso, que la actitud hispana de despreciar el avance es muy anterior. Pero, por unas cosas o por otras, poco a poco la España del siglo XX, a pesar de su desarrollismo, se convirtió en un niño de origen modesto asomado a los Pirineos, observando a sus vecinos europeos vivir como cresos. El sueño de irse allí a ganarse un buen pedazo del pastel se convirtió en un sueño colectivo, casi nacional. Eso los menos pudientes. Las clases medias, por su parte, soñaban con poder pasar la frontera para poder ver El último tango en París, o cosas parecidas.

España, desde la carta de Fernando María Castiella hasta tu integración definitiva, estuvo un cuarto de siglo esperando a ser admitida en Europa. 25 años esperando una primera cita es como para que acabes magnificando sus resultados e imaginando que la chica con la que te vas a ver es la más guapa del mundo. Muchos politólogos destacan el hecho de que el nivel de consenso europeísta existente en la sociedad española es algo inusitado; es así porque otros países, tal vez, no están tan acostumbrados como nosotros a admirar lo no-español.

En los libros de texto que yo estudié en el colegio se destacaban con tintes encomiásticos dos hechos: que en España estaban las mayores minas de mercurio del mundo (Almadén); y que España era el mayor productor mundial de aceite de oliva. Y aquí terminaban nuestros méritos. Luego estaban los demás con sus salchichas, sus coches, sus ordenadores, sus trenes puntuales, sus minifaldas, su libertad de expresión y sus revistas con tías enseñando las tetas. Que yo recuerde, la primera mujer que se desnudó (a medias) en la portada de una revista española fue Victoria Vera en una que se llamaba Papillón. En mi colegio (130 alumnos en el curso) había un ejemplar, y su dueño lo alquilaba a dos pesetas el cuarto de hora.

¿Cómo íbamos siquiera a soñar con ganarles en algo? Ciertamente, Massiel marcó una muesca; pero nosotros seguíamos siendo los parientes pobres. Todo lo extranjero, por definición, era mejor. Josele, un excelente humorista, llenaba las salas de fiesta con un sketch en el que un andaluz hablaba por teléfono con otro andaluz, emigrado a algún otro país del mundo, y le gritaba: ¡Vente p'a España, tío! Decir eso, en la adolescencia y juventud de las gentes de mi generación, era el equivalente del ¿Qué passa, Neng? de hoy en día.

¿Once españoles ganándole a once alemanes, a once holandeses? Estás de coña. Nosotros ni aspirábamos a eso. España era todo lo que no eran esos países y, consecuentemente, ellos eran todo lo que nosotros no éramos. Eso sí, Rusia era otra cosa. A Rusia le habíamos marcado el famoso gol de Marcelino. Y te parecerá acojonante pero, sí, se puede vivir más de diez años recordando sólo un gol, que ni siquiera se marcó en una final. Porque nosotros, amigo mío, nosotros no llegábamos a las finales.

Ayer por la noche, o al menos eso espero, nos hemos sacudido la mugre. La mugre de estar en constante conflicto con nosotros mismos. La mugre de no querernos. La mugre de asumir, de entrada, que sólo somos side shows de la Historia. La mugre de creer que no merecemos la ambición.

Ya ves. Tú saltabas, con la botella de champán en la mano, pensando que sólo saltabas porque Iniesta metió un gol. Pero, aunque no lo sepas, también saltabas por todo esto.