sábado, agosto 21, 2010

Folletín de verano (23)











Ismael Rebollo llegó a la casa de Lucía Odriozola a eso de las once de la noche. Luján, que fumaba apoyado en un coche patrulla, lo vio llegar desde el fondo de la calle, caminando pausadamente como si no tuviese ningún rumbo fijo. Conforme se fue acercando, Carlos Luján se dio cuenta de que traía cara de pocos amigos. Le recordó al rostro que había visto el día que se enfrentó con él por el caso López. Sintió un escalofrío en la espalda.


-Nada bueno dijo al llegar a su altura, por todo saludo.


Luján apenas alcanzó a arquear las cejas y realizar un gesto de incomprensión.


-No hay nada bueno aquí explicó Rebollo-. Una mujer de la vida asesinada en su propia casa.


-No te precipites interrumpió Luján-. Tal vez ha sido un robo.


-No ha sido un robo sentenció Rebollo, con voz lúgubre-. Tú y yo sabemos que no ha sido un robo. Esta mujer estaba en un informe que tú y yo conocemos, y nada es casualidad. Nada. No sé si me entiendes.


-Creo que sí.


-Pues yo creo que no. Carlos, ¿sabes cuántas posibilidades hay de que alguien esté matando a alguien a doscientos metros de un policía que, además, viene a ver a ese alguien?


Carlos Luján sintió que la sangre abandonaba su rostro. Tuvo que hacer acopio de toda su presencia de ánimo para sostener la mirada de Rebollo. Le dio la impresión de que el inspector era capaz de ver a través de él.


-No seas capullo dijo Rebollo, con media sonrisa triste en los labios-. Apenas hace falta juntar una o dos piezas. Aquí estás tú, a más de diez kilómetros de la Puerta del Sol donde tienes tu mesa de trabajo, llamando para avisar de que has encontrado un muerto. ¿Estabas de paseo? ¿Por esta mierda de barrio? ¡Venga ya!


Carlos Luján, mientras sentía su labio inferior temblar ligeramente, tuvo que reconocerse que si alguna vez había pensado que Ismael Rebollo no iba a percatarse de las circunstancias en que había descubierto el cadáver de Lucía Odriozola, estaba claramente equivocado. Trató, no obstante, de conservar la compostura. Rebollo, como siempre, jugaba con él. Jugaba a invitarle a cometer errores. Todo lo que tenía que hacer era no caer en la trampa.


-Venía a verla, sí. Había, er, he averiguado cosas que repentinamente cambiaron mis puntos de vista sobre ella, y decidí venir a interrogarla.


El inspector escuchó unos pasos sordos. Se volvió. Azpíriz le miraba alternativamente a él y a Rebollo, como pidiendo permiso para quedarse en la conversación.


-¿Es tu idea de día libre, venir a echar una mano con los cadáveres?


Azpíriz se alzó de hombros.


-Lo llaman morbo, creo. ¿Puedo ayudar?


-Los uniformados están con todo. Podías habértelo ahorrado.


Luján sintió una mano en su hombro izquierdo, y se volvió. Rebollo le miraba como si el navarro no estuviera presente, como si no lo hubiera estado nunca.


-Dime qué habías averiguado.


-Puedo hacerte un informe en cuanto…


-Ahora.


Luján esperó unos segundos, pensando que Rebollo se daría cuenta que no estaban solos. Pero el inspector siguió mirándolo fijamente, con una tranquilidad anormal en los ojos. Suspiró, en parte aliviado. Sentía la muerte de Lucía Odriozola y ahora sabía que siempre se sentiría, de alguna manera, culpable por haberla presionado tanto en el pasado. Pero, sin embargo, aquella muerte, y él se lo reconocía, le reconfortaba. Le ayudaba. Muerta Odriozola, el asunto de la tarjeta guardada en su armario perdía valor.


-Está bien. En realidad, Lucía Odriozola era el hilo más cercano del que tirar en esta madeja que es el caso Anselmo López. Lo que he averiguado sobre Higinio Longares no es gran cosa, y carecemos de más testigos.


-Ajá.


-Por lo demás, como sabes siempre he considerado la posibilidad de que no todo el mundo en el entorno de Anselmo López fuese lo que cabría sospechar de ellos. Quiero decir, gente del régimen, ya sabes.


-Ya sé, sí.


-He tenido algunas… confidencias. He descubierto cosas.


-¿Qué cosas?


-Lucía Odriozola no era una putita barata más. Que éste fuese su oficio después de la guerra no lo descarto, pero sería para sobrevivir. El pasado de esta mujer que conocemos es ficticio o, por lo menos, fragmentario. Había algo en ella muy importante que no sabíamos, y que ella nos ocultó cuando la interrogamos.


Rebollo dio una chupada lenta a su cigarrillo.


-Tú le diste una buena mano de hostias. Sólo hay una razón para callar cuando te están dando de hostias.


-Exacto: más hostias. Ése es el hilo del que decidí tirar. Y acabé por encontrarla.


Hizo una pausa para fumar él también. Rebollo no le interrumpió y Azpíriz parecía incapaz de mover un solo músculo.


-Lucía Odriozola era miembro de una peligrosa célula de anarquistas.


-La Aromática interrumpió Rebollo.


Ojos frente a ojos. Los dos policías fumaron uno frente al otro, en silencio, unos segundos. Luján trató desesperadamente de escarbar en las pupilas tranquilas de su interlocutor pero, como ocurría siempre que Rebollo no quería mostrar nada, su tentativa no tuvo fruto. En esas circunstancias, en las décimas de segundo que transcurrieron, a Luján no le quedó más que hacerse preguntas. Preguntarse si Rebollo sabía algo, si quizá siempre había sabido que esa tarjeta era la pista que llevaba a la verdadera identidad de Lucía Odriozola, o simplemente estaba, como tenía por costumbre, echando la caña, esperando que Luján picase. Para aquel entonces, el inspector ya tenía bastante experiencia con su superior y había aprendido a pensar deprisa. Se dijo: los hechos de esta noche demuestran que nosotros, al acercarnos a la verdadera identidad de Lucía Odriozola, la poníamos en peligro. Así pues, una vez descubierta dicha identidad, habría sido una locura dejar pasar mucho tiempo entre el descubrimiento y el interrogatorio. Rebollo habría sido un temerario sabiendo lo que presuntamente sabía y esperando a que yo hiciese mis averiguaciones. Es obvio que no sabe nada. Aún. Está jugando.


-Ya te dije contestó Luján, descansando casi en cada palabra-, que esa tarjeta era sólo un recado de flores.


Rebollo fumó con media sonrisa en los labios.


-¿Anarquista, dices?


-Anarquista, sí.


-Y, eso, ¿qué tiene que ver con Anselmo López?


-No lo sé todavía. Pero mi intuición me dice que Julio Cendoya es la clave.


Rebollo dejó escapar un chasquido de lengua, señal de fastidio, y tiró lejos la colilla casi acabada de su cigarrillo.


-¡Luján, joder! ¿Cendoya? ¿Otra vez con eso?


-Tengo mis razones protestó el inspector-. He seguido la pista del grupo de Odriozola. Se quedaron en Madrid hasta la penúltima hora y aún más allá. Cuando se hizo evidente que Franco llegaría, jugaron sus cartas. Buscaron en la Quinta Columna. Gente adecuada.


-¿Adecuada?


Luján cruzó una mirada con Azpíriz. El navarro era una estatua de hielo.


-Locos como ellos.


-¿Locos? ¿En la Quinta Columna? Joder, Luján, ¿tú sabes lo que estás diciendo?


Luján fue a decir algo, pero Rebollo le detuvo con un gesto de la mano.


-¿Qué coño te pasa, Luján? Tienes una mujer muerta con un pasado de activismo anarquista, una terrorista metida a puta, que muere porque la policía averigua quién es y decide interrogarla. Un cagarro que se ha quedado en alguna esquina perdida de la Nueva España, pues no todo va a ser un camino de rosas. Hijos de puta va a haber siempre, y putas, ¡joder! ¡Putas, a puñados!


-Te estás dejando llevar por una visión demasiado simplista.


Rebollo abría y cerraba la boca, como si le faltase la respiración, y hacía aspavientos con los brazos.


-¿Simplista! ¿Simplista? ¡Pues claro, joder! ¡Porque las cosas son simples! Simple: una terrorista que muere porque la policía la ha descubierto y va a por ella. Está en Madrid, es una puta sin oficio, sus compañeros estarán igual de muertos de hambre que ella. ¿Cómo coño la sacan de aquí? La única salida es apiolársela.


-Yo no niego eso.


-No, no lo niegas. Pero desde que empezaste con este caso, y hace diez años, macho, estás empeñado en que las cosas lleguen, de una forma o de otra, a Falange. Pareces obsesionado con que los asesinos que trinques lleven la camisa azul. ¡Me cago en Dios! Pero, ¿no eras tú el nacionalsindicalista, joder? ¿No quedamos en que el descreído que pasa de las inmortales esencias de José Antonio soy yo, coño?


A esas alturas del discurso de Rebollo todo el mundo que en aquella calle no estuviera enfrascado en el movimiento del cadáver de Lucía Odriozola era testigo de la bronca. Luján se sabía observado por varios pares de ojos y, sin embargo, volvió a sentir, como diez años atrás, frente a una taberna donde los policías solían ir a beber tras el trabajo, una suerte de rabia que le nacía de muy adentro.


Dio un paso hacia Rebollo. Hasta el inspector entendió el significado de ese gesto, y se calló.


-Rebollo, escucha. ¡Escucha de una puta vez, joder! Te he dicho que hubo pacto. Y que lo sigue habiendo. La persona que me informó lo ha hecho hoy mismo, día de Difuntos. Vine aquí lo antes que pude porque tenía muy claro que era imperativo hablar con esta mujer. Entre otras cosas, porque la persona que me ha informado sabía que yo estaba de guardia.


-Eso no es tan difícil de averiguar.


-Yo pienso que sí. No todo el mundo tiene tus habilidades, Ismael. Estamos hablando de un grupo de personas con la capacidad de tener ese tipo de datos, que no son, de acuerdo, secretos de Estado, pero tampoco están a disposición de cualquiera.


-¿Ahora me vas a decir que la policía está en esto?


-No. Eso no lo creo. Como ya sabes, he frecuentado a Lucía Odriozola desde poco después de la investigación del cuarenta y ocho.


Nunca se lo había comentado. Y lo sabía. Y también sabía que Rebollo lo sabía. El policía secreto acusó el golpe. Lejos de poder epatar una vez más a su pupilo Luján demostrándole que siempre había sabido que se veía con ella, era él quien le pillaba.


-Hasta esta noche pensaba que sólo te la querías tirar.


-Puede contestó Luján; se sentía algo más dueño de la situación-. Pero lo importante es que si la policía estuviese en esto, Lucía Odriozola llevaría muerta mucho tiempo. O habría desaparecido de Madrid, que al caso es lo mismo. No, será alguien cercano a nosotros, pero sólo relacionado. Una pequeña red de información que trabaja para personas que tienen mucho que proteger, porque si los trincásemos los fusilaríamos.


Rebollo sonrió.


-¡Joder, nos vamos entendiendo! ¡Eso y no otra cosa es lo que yo digo!


-Cierto. Pero insisto, Rebollo, en lo que tú no sabes y yo sí sé. No niego que estamos ante terroristas. Pero son terroristas que una vez tuvieron amigos entre los nuestros. Amigos radicales, capaces de muchas cosas. Como dicen que eran Julio Cendoya y los suyos.


Rebollo echó la cabeza hacia atrás, como aburrido. Luego suspiró.


-En fin, es tu investigación. Tú sabrás si te pierdes en derivaciones estúpidas.


-Recibí la orden de llegar hasta el final contestó Luján-. Quizás eres tú quien la está incumpliendo, no yo.


Rebollo le devolvió una mirada gélida. Se incorporó, apoyado como estaba en un coche policial, y echó a andar. Algunos metros más allá, se volvió, como indolente.


-La investigación es tuya, inspector. Tienes una escena del crimen que te está esperando.


Azpíriz sonrió levemente mientras le miraba directamente a los ojos. Carlos Luján se habría preguntado qué pensaba si no estuviese harto de hacerlo. Ambos estaban ahora a pocos metros de la entrada de la casa baja, casi una chabola, donde vivía Lucía Odriozola hasta que, unas pocas horas antes, alguien le metió un tiro en la cara, según habían informado ya los forenses, que en ese mismo momento se marchaban tras el coche que se llevaba el cadáver, ya levantado por orden del juez. Se había hecho de noche y hacía frío, un frío de noviembre, de día de Difuntos. Luján había visto marcharse a Rebollo sin saber muy bien si lo más sabio no sería impedirle marcharse así, tratar algún tipo de acercamiento tras la tensa conversación que habían tenido. Finalmente le pudo la rabia, y se calló. Pero no se podía quitar de la cabeza la mirada fría de su quizás amigo y quizás superior. Finalmente, decidió centrarse, como el propio Rebollo le había dicho, en su obligación de aquel momento: la escena del crimen. Fue al tratar de ir hacia la casa cuando se encontró con Azpíriz mirándolo, con una especie de embrión de sonrisa en los labios, y la pregunta eterna.


-¿Me vas a decir ahora qué coño haces aquí?


-No entiendo el tono.


-¿Qué tono? Sólo te estoy diciendo que sigo sin entender cómo te has venido hasta aquí en un día libre. Es todo.


Azpíriz apretó los labios; como si hubiese esperado que Luján fuese capaz de adivinar sus intenciones.


-He juntado piezas.


-¿Qué piezas? ¿De qué coño hablas?


-Luego te lo diré.


-Joder, Azpíriz. No tengo el coño para jugar a los secretitos, de verdad.


-Se hace tarde la voz del navarro se había hecho fría-. Se hace tarde, Luján, y los uniformados dependen de nosotros para poder precintar esto y marcharse. ¿No te parece que es mejor que hagamos la inspección visual y, er, hablemos luego?


Carlos Luján estaba cabreado. Crecientemente cabreado. Esa mañana era un prometedor policía investigando, entre otras cosas, un caso que concitaba el interés de las más altas esferas. Dieciocho horas después, era una persona vigilada y espiada quizá por terroristas, había tenido un enfrentamiento frontal con una de las diez personas más peligrosas de España y, para colmo, el único hilo con que contaba para desentrañar el misterio como le había ordenado el Caudillo viajaba en aquel mismo momento en dirección al Anatómico-Forense. Así que se alzó de hombros, sintiendo que había llegado a un punto, y lo había sobrepasado.


-Lo que tú digas.


Entraron en la casa. La puerta estaba abierta, con evidentes signos de que la cerradura había sido reventada; los uniformados, al llegar, habían tenido que hacerlo para entrar dentro. Era una casa baja de una sola planta y forma rectangular. La puerta estaba en un lateral del rectángulo y daba a un pasillo a mitad del cual se entraba propiamente a la casa, que apenas tenía un salón, la cocina, un pequeño excusado y una habitación pequeña que hacía las veces de dormitorio. A pesar de tal humildad, la casa tenía dos puertas; justo enfrente de la que cruzaron los policías había otra que daba a la calle de atrás. Luján y Azpíriz se acercaron. También tenía la cerradura reventada, a todas luces de un tiro.


-Un pedazo de hostia comentó Azpíriz con un susurro-. Un disparo de calibre grueso. Más que probablemente, la misma arma que se usó para matar a la mujer.


-Reventó la cerradura para huir dijo Luján, como para sí. Reparó en que en el umbral de la puerta de entrada a la casa le miraba un policía uniformado de mediana edad; dedujo que era el hombre que había coordinado las pesquisas, así que se encaró con él-. Dígame, ¿ha habido testigos?


-No, señor.


-¿Ni siquiera auditivos?


El hombre hizo un gesto como si recordase algo muy importante.


-¡Ah, eso! Eso sí, inspector consultó sus notas-. En el número doce, éste es el ocho, estaban cenando. Matrimonio y dos hijos pequeños. Oyeron claramente los disparos.


-Cuántos.


-¿Cuántos?


-Sí. Cuántos, y con qué cadencia.


El policía rebuscó sus notas para estar seguro. Después de unos segundos, dejó escapar un gruñido de satisfacción; había encontrado lo que buscaba.


-Tres. Tres disparos, señor inspector.


-¿Tres, o uno, uno y uno, o dos y uno, o uno y luego dos?


Carlos Luján ya estaba acostumbrándose a la idea de que a los uniformados no se les hubiese ocurrido la idea de preguntar ese detalle. Pero el policía que tenía delante no era un mal policía. Sólo era lento.


-Dos, y uno. Eso es. Dos disparos, entonces la familia que está cenando se queda rígida y en silencio. Cuando están empezando a reaccionar, otro disparo. Y después nada.


Luján miró a Azpíriz. El navarro asintió.


-La mató de dos tiros, luego se levantó, salió de la casa, le metió un tiro a la puerta, y salió.


-De donde se deduce que el asesino y la víctima eran amigos.


El uniformado miró a Luján con curiosidad.


-¿Amigos? ¿Porque hizo tres disparos?


-No, no por eso, ¿agente…?


-Lorca, señor.


-Pues no por eso, Lorca. Sino porque si necesitó meterle un tiro a la cerradura para salir, ¿cómo entró?


-¿Cómo entró? Repitió el agente Lorca, como un eco.


-No pudo entrar violentamente argumentó Azpíriz-. Ella tuvo que dejarle entrar, ¿entiende?


El agente Lorca suspiró como aliviado. Luján se volvió hacia su compañero.


-Echemos un vistazo a lo que queda de esa cerradura.


Se dirigieron a la puerta reventada. El tiro había abierto un buen boquete en la puerta que, de todas formas, era de hoja simple, poco resistente. Tenía un picaporte normal y corriente y debajo, a unos quince centímetros, un pestillo que era lo que había reventado el tiro. Quedaban restos del mecanismo y el agujero en la jamba donde antes había encajado.


-A esto le llamo yo matar pulgas a cañonazos masculló Azpíriz a las espaldas de Luján, mientras éste observaba la puerta.


El inspector se incorporó.


-Vamos dentro.


Entraron en la casa. La pieza central, que ocupaba casi toda la vivienda, tenía en un extremo un aparador, en otro una mesa que no parecía tener una utilidad concreta y, en el centro, dos sillas, una de ellas caída en el suelo, y una mesa camilla redonda con un largo mantel descolorido que la cubría completamente, incluidas las patas. Sobre la mesa, un plato, un tenedor y los restos de un triste filete esperando a una comensal que ya no se lo iba a comer.


-¿Qué cree que pasó, Lorca?


Cuando se repuso de la pregunta, que claramente no esperaba, el uniformado demostró haber hecho una razonable composición de lugar.


-La víctima estaba cenando. El asesino, que según hemos delimitado era conocido suyo, llegó y se anunció. Ella le abrió y le franqueó la entrada. Ella había vuelto a cenar, sentada aquí señaló a la silla caída- y él la disparó. Los forenses han dicho que, muy probablemente, los disparos se hicieron de arriba abajo, de donde se deduce…


-Que el asesino estaba de pie. Lo cual no encaja.


-¿No encaja? Preguntó Lorca.


-Eso: ¿no encaja? Preguntó también Azpíriz.


-No, no encaja. El asesino es un conocido de la víctima. Ella le deja entrar. Después, antes de que él dispare, ella se sienta a terminar su cena y él se queda de pie.


-¿Y?


-Joder, Azpíriz. Uno no se sienta tranquilamente a cenar mientras su invitado permanece de pie.


-Tiene lógica Azpíriz se rascaba la barbilla-. ¿Cuál es tu teoría?


-Ella sabía a qué venía su asesino. También sabía que no podría huir. Lo dejó entrar porque comprendió que no serviría de nada resistirse. Ella sabía que su asesino era eso: un asesino.


Tragó saliva. El silencio en la habitación se hizo espeso.


-Todo lo que nos queda por saber es si nos dejó algo.


-¿A nosotros?


-A nosotros, sí. Una cosa es segura, amigos: si hay tiros, la primera que aparece es la policía.


El agente Lorca miró a Luján con los ojos muy abiertos.


-Pero, si él la mató, ¿cómo pudo…?


Luján sonrió.


-Agente, en esta escena del crimen hay algo que no cuadra.


-¿Algo que no cuadra?


-Eso es. Algo que no cuadra. ¿No se hace usted una idea?


El agente Lorca trató de pensar, pero terminó por alzarse de hombros con un gesto de escepticismo. Luján miró a Azpíriz. El navarro no tenía expresión en el rostro.


-Tengo la impresión de que me vas a dar una nueva lección de por qué eres mejor policía que yo.


Luján señaló a la mesa.


-¿Os creéis capaces de comer esa suela de zapato con un tenedor sólo?


El agente y el subinspector se miraron con expresión de incredulidad. Luego le miraron a él.


-El cuchillo…


-Exacto. ¿Dónde está el cuchillo?


Azpíriz se alzó de hombros.


-¿Se lo llevó el asesino?


-¿Para qué? ¿Has visto la calidad del tenedor? Como robo no tiene precio.


-¿Y si ella no tenía cuchillos? Argumentó Lorca.


-Miremos en la cocina.


El uniformado penetró en la pequeña pieza donde se encontraba la cocina de carbón. Se le oyó trasegar en los cajones de un mueble desvencijado.


-Aquí hay cuatro informó finalmente-; ¡no! Son cinco, seis. ¡Siete!


-Lucía Odriozola tenía cuchillos de sobra, pues concluyó Luján-. Así pues, ¿dónde está el que falta?


Lorca levantó los brazos, en señal de impotencia.


-Inspector, le juro que hemos peinado esta habitación a conciencia. No está en el suelo.


Sin palabras, Luján se acercó a la mesa.


-Le creo, Lorca. Y, si es así, sólo hay una posibilidad más.


Levantó las faldas de la mesa camilla. Casi al nivel del suelo tenía una pieza de madera que formaba un nido para el brasero; la mayoría de las mesas de aquel entonces eran así. El brasero, sin embargo, estaba sucio, pero sin carbón; o bien Lucía Odriozola no había tenido frío aquella tarde, o bien no había tenido dinero para calentarse. Luján extrajo el brasero y lo acercó a la luz de la bombilla que colgaba del techo, en el centro de la estancia. Los tres hombres se agolparon sobre la bandeja. En el centro, renegrido por el carbón, había un cuchillo.


El uniformado soltó una exclamación de sorpresa. Azpíriz, algo parecido a un bufido.


-No entiendo en qué nos hace avanzar esto. Un cuchillo en un brasero. ¿Qué es, una especie de jeroglífico o qué?


-No es ningún jeroglífico, Azpíriz. Todo lo que tienes que hacer es preguntarte por qué acabó ahí el cuchillo. Y la respuesta es evidente.


-¿Evidente?


-Tan evidente que sólo hay una. Cuando el asesino disparó contra Lucía Odriozola, ésta tenía cuando menos una mano y el cuchillo por debajo de la mesa. Lo ocultaba.


-¿Para defenderse?


-Pobre defensa es esa respondió Luján, con un gesto de fastidio-. Joder, Azpíriz, mira el puto cuchillo. Es poco más que una hoja de lata.


-¿Entonces?


-Entonces, no sé. Lucía Odriozola escondió ese cuchillo por algo, pero no se me ocurre para qué.


Estuvieron así un buen rato mirándose unos a otros. Luján colocó los brazos en jarras. Echó varias miradas a la habitación. Pero no encontró nada fuera de sitio, nada que le inspirase. Terminó por suspirar y negar con la cabeza.


-Vámonos, coño. A lo mejor mañana. Quién sabe.


Caminaban ya hacia la puerta. Luján iba el último. Repentinamente, se topó con la espalda del agente Lorca.


-¿Qué hostias…?


-¡Un momento! El uniformado se volvió, visiblemente excitado-. ¡Un momento, joder!


-¿Qué le pasa, coño?


Lorca no escuchaba. Volvió al centro de la habitación, se colocó delante de la mesa, se quedó unos segundos quieto, como pensando, y luego la levantó con ambas manos. Con un gesto rápido, le dio la vuelta. El mantel raído cayó al suelo. Luján se acercó, sintiendo que su pulso se aceleraba.


Lorca le miraba con cara cerúlea.


-Le dio conversación dijo-. Trató de ganar tiempo. Mientras, con una mano y el cuchillo, debajo de la mesa.


Los tres policías tenían delante la pobre madera de la mesa camilla. Una mano torpe y apresurada había grabado unas letras. Del revés, como se leería algo que alguien ha escrito sin mirar en una tabla a la que luego se le diese la vuelta. La escritura era torpe y débil, pero no tuvieron dudas sobre su significado.


Lucía Odriozola, en los últimos minutos de su vida, había escrito una palabra: amado.



viernes, agosto 20, 2010

Folletín de verano (22)











Fue un Día de Difuntos pacífico y civilizado para la comisaría. No tanto para Carlos Luján, para quien aquellas horas muertas fueron un continuo esperar y pensar, pensar y esperar. Ordenando notas. Venciendo la tentación de escribir notas nuevas con nuevas cosas que acababa de conocer. Y esperando, sobre todo, a que su turno terminase.


Debía estar en su mesa hasta las siete de la tarde. Cosas de los turnos dobles acumulados para hacer favores, o devolverlos. A las dos fue a comer a casa. Cuando llegó, Laura casi acababa de llegar del cementerio, donde todos los años, por aquellas fechas, visitaba la tumba familiar donde se encontraban los huesos de su madre y una lápida que recordaba a su padre. Así que comieron las sobras de la noche anterior, en silencio, espiando la siesta de Bruno. Fiel al plan que se había trazado, Carlos Luján plantó entonces la primera semilla de duda en la mente de su mujer, hablándole de un caso sobre el que habían llegado algunas primeras noticias justo antes de comer y que tal vez le amargase el turno de tarde. Todo era mentira, claro. Pero él sabía que a Laura las sorpresas inmediatas le sentaban muy mal, así pues era mejor ir preparándola poco a poco. De vuelta a la oficina, por ello, Luján llamó a su casa, a eso de las seis, y con voz de pocos amigos informó que, efectivamente, el caso del que había hablado se había complicado, y que llegaría tarde a casa. Laura se quejó de su mala suerte con un ligero deje sarcástico en la voz que dejaba traslucir claramente su desilusión porque ese tipo de sorpresas de última hora siempre le cayesen al mismo.


Todo fue como tantas otras veces. Porque, como tantas otras veces, la pequeña mentira de Carlos Luján sólo tenía un objetivo: visitar a Lucía Odriozola.


Sabía que era el día peor para la visita. Había pensado, y no se equivocó, que era difícil que una barra americana tuviese la indelicadeza de abrir el en Día de Difuntos. Sin embargo, él sabía que el francés sarasa Yanclod, el dueño del local, vivía cerca. Se lo había explicado él mismo muchas veces, probablemente para animar en el policía la sensación de que lo tenía perfectamente controlado. Aunque desde que había recomenzado la investigación del caso López no había vuelto por allí, la memoria todavía señalaba con precisión el inmueble que le había señalado el francés. Así pues, una vez que cumplió su turno, Luján tomó un taxi, pidió que le dejase a un par de manzanas del club, caminó con paso recio para comprobar que la puerta estaba cerrada, y luego se fue directo al portal del inmueble cercano, en uno de cuyos pisos vivía el francés.


Yanclod le abrió despeinado y soñoliento. Nada más verle, empalideció. Entre los policías solían hacer risas con eso: no hay nada más acojonante que un policía parado frente a ti, en el descansillo de tu casa. Todo el mundo piensa que si un policía ha buscado tu portal y ha subido las escaleras hasta la puerta de tu casa, nunca es para desearte felices pascuas o para felicitarte por tu cumpleaños. Un policía frente a ti, al abrir la puerta de tu casa, siempre significa problemas.


-¡Señor Ins, er, Inspector! ¡Usted! ¿Qué…?


-Lucía contestó Luján, impertérrito-. Dígame dónde vive Lucía.


-¿Lucía? ¿Que yo le diga? Señor Inspector, yo no…


Luján descargó, bien hasta el fondo, su puño derecho en la boca del estómago del francés. Escuchó el grave ronquido que profería mientras todo el aire que tenía dentro le abandonaba en medio segundo. El sarasa se dobló sobre sí mismo. Luján le puso la mano izquierda en la nuca, presionó hacia abajo para sostenerlo, y le propinó un golpe con la rodilla derecha en pleno rostro. Luego tiró de él hacia arriba, lo irguió, y lo empujó contra la cercana pared del exiguo vestíbulo de la casa. Yanclod chocó con un espejo que tenía allí colgado que, sin embargo, no se descolgó. Luján lo oía gemir en un tono demasiado agudo. Trataba de mantener la cabeza erguida mientras sangraba abundantemente por la nariz, pero no se atrevía a tocarla. Probablemente, la tenía rota.


-¡Ayayayay! ¡Señor Inspector!


-¡Déjate de idioteces! Ya sabes lo que quiero.


-Señor Inspector ahora el francés lloraba-, yo le juro que… Le juro que…


Luján entró en la casa. Tras el pequeño vestíbulo había un pasillo en perpendicular que llevaba a las habitaciones. Empujó a Yanclod contra la pared para hacerse sitio y, cuando estuvo dentro, lo agarró con una mano de la solapa y tironeó de él por el pasillo adelante. El francés no se resistió. Sólo gemía, lloraba y pedía perdón.


-Perdón, señor Inspector. ¡Por Dios, perdón!


Luján entró en el pequeño salón de la casa y arrojó su carga en el sofá. Yanclod emitió un grito; evidentemente, se había golpeado la nariz. Luego se ovilló en el sillón, como un feto, protegiéndose la cara. Luján comenzó a mirar los libros que tenía en una estantería que cubría entera una de las paredes de la habitación. Cogía el libro, lo miraba dos segundos, y lo tiraba al suelo. Hizo eso un rato con todos los libros, adornos, fotos enmarcadas, que tenía el francés. Algunos de los cristales de los marcos de las fotos se rompieron al chocar con el suelo. Yanclod dejó de gemir.


-¿Sabes lo que van a hacer contigo si te llevo a interrogar?


A Luján sólo le contestó un jadeo rítmico y acelerado.


-Hay gente que está deseando tener uno como tú para interrogar, ¿sabes? Imagínate. Un interrogado a quien le gusta que le metan cosas por el culo.


El francés gimió como un niño pequeño atrapado que se da cuenta de que nadie va a venir a rescatarle.


Luján dejó que la ira se amansase un poco. Lo suficiente como para hacerse preguntas. No podía creer que Yanclod no supiera dónde vivía Lucía. Los había visto mil veces en el club. El resto de las chicas eran muy jóvenes y no tenían las funciones que tenía ella. Luján había visto a Lucía abrir y cerrar el local. Y hacer caja. Y guardar la recaudación en sobres. Nadie permite ese nivel de responsabilidad a alguien de quien ni siquiera sabe dónde vive.


Así pues…


Se acercó al ovillo. Agarró de la cabeza una buena mata de pelo. Tiró con fuerza. Un grito y la cara de Yanclod, embadurnada con su propia sangre. Los ojos cerrados, manando. El bigotito temblando de miedo.


-Te ha dicho que no me lo digas, ¿es eso?


Por toda respuesta, el francés siguió gimiendo.


Luján se agachó, para acercar su cara al rostro sanguiñoliento del marica.


-Si es así, te informo de que estás jugando un juego muy peligroso, Yanclod. Muy, muy peligroso.


Le agitó la cabeza.


-¡Mírame! ¡Mírame, me cago en la puta Virgen de Lourdes!


Los ojos de Yanclod respiraban miedo.


-Escucha, Yanclod. Escúchame bien. Tú crees estar protegiendo a una pobre mujer de su torturador. Evitando un acoso. Tú crees que Lucía te ha prohibido darme ninguna referencia suya porque tiene miedo de que la vuelva a pegar, o la viole.


-Yo… no podría pensar que…


-Déjate de tonterías. Lo piensas. Tu amiga soporta de mala gana las visitas del señor policía, pero no está dispuesta a ir más allá, te lo ha dejado claro, y tú la proteges. Pero en una cosa te equivocas.


Le soltó el pelo. El francés se relajó un poco, pero sin dejar de estar alerta. Luján permaneció de pie frente a él. Metió las manos en el gabán y se irguió.


-Estás protegiendo a una clandestina informó, observando la reacción provocada por cada una de sus palabras.


El francés se echó hacia atrás y abrió la boca. Luego boqueó varias veces sin decir nada. Luján dejó que sus facciones se endureciesen.


-¿Que yo…? Señor Inspector… ¡pero si usted mismo la…! ¡Usted mismo…!


-Yo la interrogué, sí. Hace ocho años. Y estaba limpia. Tan sólo era, por casualidad, la vecina de una persona que había aparecido muerta. Pero eso fue antes de que supiese algunas cosas.


No dijo más. Aunque lo pensó, y tal vez el francés tenía clarividencia para adivinar el color de los pensamientos de otro. Lo cierto es que en los segundos que siguieron a sus palabras, al estómago de Carlos Luján regresó el dolor intenso que había sentido esa mañana cuando, inerme y sin ser capaz de interrumpir, escuchó el último monólogo de Léntulo Sediles, los últimos capítulos de su confesión. Mientras Yanclod le miraba con incredulidad, él recordaba los datos que, con rapidez, había atesorado.


En febrero de 1939, un grupo de activistas de La Aromática decide que la guerra ha terminado, y decide huir de Madrid.


La suerte de los huidos es trágica. Quien trata de traspasar las líneas acaba mal, bien porque los republicanos localicen la deserción, bien porque la actitud de los nacionales no sea precisamente felicitarlos por la hazaña.


Diezmada y desmoralizada esa célula anarquista radical y violenta, quienes quedan en ella deciden sobrevivir dentro de Madrid. Pero, en ese momento, surge Lucía Odriozola. Miembro de La Aromática. Miliciana anarcosindicalista con muchos kilómetros de paseos en coche por Madrid, pañuelo al cuello, deseando salud a los madrileños. Lucía Odriozola salva a los pocos miembros de la célula que quedan. Tiene contactos con la Quinta Columna. La célula sale de Madrid, aunque Lucía se queda.


Cuando llega la Victoria, algunos de aquellos anarquistas vuelven a Madrid, confiados en su anonimato y en la posibilidad de entenderse con los fascistas; al fin y al cabo, piensan, todos queremos más o menos lo mismo. Pero se darán cuenta, poco a poco, de que no va haber Revolución. Franco invita a su mesa a los banqueros y a los terratenientes. Así pues, lo que queda de La Aromática regresa a sus esencias, y se echa al monte, sólo que ahora es otro monte. Ahora, su lucha es la de quienes, dentro del franquismo, se vuelven contra él por falta de valentía revolucionaria; el objetivo es el mismo, incluso los colores1, pero ha cambiado la camisa. En un arabesco imposible, anarquistas armados son ahora fascistas armados. Viejos anarquistas disfrazados. Como el amigo de Sediles.


Como Lucía Odriozola.


Yanclod le está mirando. Mirada perruna, entregada.


-Esto es muy serio informa Luján-. Muy, muy serio. Mi consejo, Yanclod, es que te quites de en medio. Porque si no te quitas, este asunto se te va a llevar por medio. Y la raja del culo te va a llegar a la mitad de la espalda.


El francés declama una dirección y luego, como por arte de magia, deja de llorar, se levanta, camina arrastrando los pies hasta la puerta de su cuarto de baño, y se encierra allí, sin despedirse.


Luján le ha dicho al taxista que acelere. Que se salte los semáforos. La casa de Lucía está lejos, en el extrarradio, no lejos de aquélla en la que vivió con Anselmo López, y repentinamente tiene ganas de terminar ese interrogatorio. En el coche se ha dado cuenta de que los nudillos de la mano derecha le sangran; un golpe de rabia que ha dado en una de las paredes de la escalera de la casa del francés, cuando se iba. El taxista también se ha dado cuenta y, probablemente, ha entendido ese secreto lenguaje de tonos que informa de que un interlocutor es policía. Así pues, obedece.


Luján va pensando.


Lucía Odriozola. Una anarquista lo suficientemente anarquista como para ser, además de anarquista, violenta. Miembro de un grupo radical al cual, al final de la guerra, ella misma provee de un acercamiento a falangistas, cabe suponer que radicales como ellos. Primero tabla de salvación pero, luego, identificación. Falangismo radical, antimonárquico, anticapitalista, fascismo en estado puro. Qué más da que amanezca por la derecha o por la izquierda; lo importante es que amanezca.


Franco se deshizo de muchos de esos falangistas radicales enviándolos a morir a Rusia. En la División Azul. Así murió Julio Cendoya, por ejemplo. Un falangista muy radical. Y pudo morir Anselmo López. ¿Era Anselmo, también, uno de esos residuos fascistas del franquismo? Es algo que casa demasiado mal con la imagen de él como un hombre acobardado y temeroso del pasado. Pero, ¿de dónde venía Julio Cendoya? ¿De dónde venía Anselmo López? ¿Y podría ser, acaso, una mera casualidad que este divisionario que decide tener una vida clandestina, escondida, un falangista que tal vez tiene miedo de morir asesinado por alguien, probablemente quien verdaderamente acabó asesinándolo, ese hombre, acabe compartiendo corrala y quién sabe cuántas cosas más con una mujer con el pasado de Lucía Odriozola?


Y, ¿por qué toda esta historia le interesa personalmente a Franco?


El taxi ha llegado. Luján paga nerviosamente, abandona el auto. Son las nueve, noche cerrada. La dirección que le ha dado Yanclod es la de un piso bajo. Luján espía las ventanas. Están cerradas a cal y canto, también las contraventanas. Nada nuevo. A esas horas hace un frío que pela. Luján llama al sereno. Tras muchas palmadas, acude un asturiano alto y ancho de hombros. Parece empequeñecer a la vista de la credencial policial. Abre el portal con manos nerviosas. Luján lo despide.


El Inspector llama a la puerta. No hay respuesta. Llama otra vez. El sonido de una radio, algunos pisos más arriba, que de repente se apaga. Es como si toda la casa esperase, agazapada en silencio, su siguiente movimiento.


Dos pasos cortos hacia atrás. Levanta la pierna derecha, flexionada, hasta dejar su pie a la altura de la cadera. Descarga la patada. La puerta se tambalea, pero no cede. Otro golpe. El sonido inconfundible de la madera rompiéndose. Tercer golpe. La hoja de la puerta se convierte en una boca negra.


Al entrar en la casa a oscuras, antes incluso de encontrar la llave de la luz, Luján lo percibe. Un olor que no le es nada desconocido.


El olor acre y dulzón de la sangre que aún no se ha secado del todo.





1 Tanto la bandera de la CNT como la de la Falange son rojas y negras.

jueves, agosto 19, 2010

Folletín de verano (21)










En el tiempo que siguió a su entrevista en el Natalia, Carlos Luján sopesó si su siguiente paso debería ser tirar del hilo que tenía más claro, es decir, Lucía Odriozola. Seguía pensando que no debía ir a verla hasta no tener claras algunas cosas, no tener alguna información, algo para lo que dependía completamente de Léntulo Sediles. Pero Léntulo estaría realizando unas gestiones nada fáciles, recuperando contactos con personas que, en muchos casos, estarían muertas, exiliadas o arropadas bajo un manto de silencio. Él sabía que el jardinero no podía dar frutos en un plazo corto. Por otra parte, Lucía no sospecharía de que él dejase de visitarla. En realidad, Luján sabía que eso la relajaría, pues nunca se había sentido cómoda a su lado; probablemente, nadie puede sentirse cómodo al lado de alguien que te ha dado una paliza de muerte en el pasado. La misma paliza con la que Luján soñaba, algunas noches, reviviéndola en detalles que tal vez nunca ocurrieron, escenas que terminaban siempre con la visión de esos ojos entregados, no me pegue más, señor; los mismos ojos que habían guiado su mano esa noche de diciembre mientras ocultaba a los ojos del mundo una tarjeta con una anotación a mano…


Más o menos cada dos semanas, Rebollo le llamaba, o bien se lo encontraba a la hora de salir por la tarde en la misma esquina desde donde un día le llevó al Pardo. La respuesta de Luján, casi machacona, era la misma: sin avances. ¿Había tratado de localizar la partida de nacimiento de Cendoya en La Abubilla? Sí, pero los registros se habían quemado en la guerra, junto con el resto de la iglesia. Sin avances. ¿Había pedido a la guardia civil que preguntase por el pueblo? Sí, pero en La Abubilla apenas quedaban los restos de dos o tres familias de las que más de cien que formaron el pueblo en sus mejores tiempos. Sin avances. ¿Localizó a inquilinos contemporáneos de Longares en la Pensión Natalia que pudiesen dar razón de él? Sí, un viajante de comercio y un funcionario del Ministerio de Agricultura; pero ambos apenas recordaban a un compañero de inquilinato poco dado a las confesiones pero, eso así, con una evidente habilidad para servir cualquier cosa con una sola mano, utilizando una cuchara y un tenedor. Sin avances.


Cada vez que Carlos Luján levantaba los ojos de la libreta donde había anotado sus no-avances, encontraba el rostro decepcionado, pero no enfadado, de Rebollo. Al inspector no le gustaba que el caso no avanzase, pero de alguna forma parecía esperar que así fuese.


Aquel juego le duró a Luján algo más de medio año. Recién pasado el verano, se encontró sentado en compañía de Rebollo en una terraza de la calle Goya. El policía se había vuelto menos cauto o, tal vez, más seguro. Lo que antes eran citas en bancos del parque o en el interior de coches, a veces con cristales opacos como los del vehículo oficial que le había llevado a El Pardo, se convertían poco a poco en citas públicas y notorias. Luján se daba cuenta de que a Rebollo cada vez le importaba menos que se supiera de su existencia y de sus contactos con el propio Luján. Él, sin embargo, cada vez se sentía peor. Había aprendido a compaginar su vida de policía de medio pelo que en realidad realiza una investigación por orden directa del mismísimo Franco, pero la investigación le quemaba. No había avances. Léntulo Sediles no aparecía, y él no quería presionarle. Discretos informes le llegaban de que el club de Lucía no había gran novedad, salvo cierto trasiego de chicas normal en ese negocio. Luján vivía pensando que cualquier día le meterían en un coche negro y le llevarían ante un general Franco que, ceñudo, le reprocharía: «Luján, me ha decepcionado». Y no conocía lo suficiente a Rebollo como para conocer el significado real de su indiferencia.


Fue por eso que aquella tarde cálida, justo en el momento de percibir ese olor dulce y fresco tan característico que entonces tenía Madrid cuando la noche veraniega se adivinaba, no pudo más y se inclinó sobre su interlocutor para susurrarle.


-Rebollo, quisiera dejarlo.


Ismael lo miró como si estuviese intentando comerse un escorpión vivo.


-¿Dejar, qué? ¿La policía?


-No seas imbécil. Lo quiero es volver a la policía. Quiero dejar esta investigación.


Rebollo echó un buen trago de su horchata. Sonreía amargamente al soltar el vaso.


-No te puedes ni imaginar lo que estás proponiendo.


-Lo sé se quejó Luján-. Pero es que esto no avanza. Es cierto que yo, al principio, supe ver… Pero, joder, Rebollo, ¿no te das cuenta de que cada línea de investigación que inicio se me cierra?


Rebollo suspiró ruidosamente y miró a Luján negando con la cabeza. A Luján no le importó. Otras veces le jodía esa actitud superior. Pero es que, en aquel momento, Rebollo estaba, en efecto, por encima de él.


-Luján… el caso Anselmo López es un laberinto con decenas de caminos distintos. Y sólo uno es el bueno. Lo que más hacemos, y haremos, es fracasar.


Carlos Luján reflexionó sobre lo que le habían dicho. Y se dejó llevar.


-Vale. Pero, entonces, si estamos ante un enigma tan difícil, ¿por qué resolverlo? ¿Para qué? El muerto era un pobre diablo, el asesino otro pordiosero de la vida. Y hace ya ocho años…


-¿Tendré que recordarte le interrumpió Rebollo, llevándose otra vez el vaso a los labios- que juraste no hacer esa pregunta jamás?


Sobre la conciencia de Luján se expandió un manto de desconsuelo. Era cierto. Él sabía desde el primer día que ésas eran las reglas del juego, y lo había aceptado.


-Al menos dime que no labro mi desgracia con tantos fallos.


Esa frase divirtió a Rebollo. Rió con ganas, casi escandalosamente. Se inclinó hacia Luján y le palmeó la espalda, sin dejar de reír. Luego se retrepó en su silla y le miró muy serio.


-¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? Tu futuro es un poquito tu trabajo, que es excelente y todo el mundo lo dice; y otro poquito que sepas dónde estás, cuál es tu tiempo, y respondas a tus auténticas fidelidades. ¡Ah, ah! Rebollo levantó una mano, deteniendo el gesto de Luján de ir a hablar- No, por favor. No más discursitos sobre lo mucho que crees en Franco. Cada día que pasa, todo esto importa menos. Cada amanecer en paz, tenemos treinta millones de razones más para seguir existiendo como existimos. Tú serías poca cosa contra treinta millones.


-Ya, pero, además…


-Además nuevo gesto imperativo de Rebollo, reclamando silencio-, no quieres serlo. Sí, Luján, sí. En diciembre pasado, esa tarde que nunca ocurrió, tú recibiste una misión, y lo sabes. Pero yo recibí otra, y la he cumplido como tú has cumplido la tuya. Bueno, mejor que tú, porque yo ya he hecho mi informe final.


Apuró su horchata, sin perder su divertida sonrisa.


-Te he puesto un siete informó-. Más que suficiente.


-Más que suficiente, ¿para qué?


-Por lo que se ve, no para dejar de ser imbécil.


Ambos se miraron a los ojos. En las pupilas de Rebollo, Luján encontró su informe. Y lo entendió todo.


-¡Me estabas captando!


Rebollo torció el gesto.


-A medias. Nadie te va a proponer un traslado.


-Qué cabrón…


-¿Por qué?


-¿Me lo preguntas? ¿Acaso me has preguntado si quiero ser un secreta?


Rebollo se alzó de hombros.


-No hace falta. Es obvio que no quieres, si lo declaras en voz alta en medio de una terraza.


Luján miró a su alrededor, a los parroquianos más cercanos. Nadie parecía haberse percatado. Cuando regresó a Rebollo, éste tenía su típica expresión sardónica «sabía que lo harías».


-A ninguno de nosotros nos han preguntado si queríamos entrar informó, con voz grave y monocorde-. Como no se le pregunta al soldado si quiere ir a la guerra.


-Ah. ¿Estamos en guerra?


-No lo dudes en la voz de Rebollo no había ni asomo de cinismo-. Estamos en guerra cada día, en cada instante. Ahora mismo, en esta tarde tan fresca, en medio de gentes pacíficas, disfrutando de una horchata, estamos en guerra. Que la vayamos ganando no quiere decir que no exista. La guerra, Luján, nunca terminará; y entender esto es la única forma de ganarla.


Luján miró al suelo. Repasó los últimos meses, ahora con nuevos ojos, los ojos de alguien que sabía que durante los mismos había sido un animalito observado por un grupo de biólogos.


-¿Lo de la calle Hermosilla fue mi prueba?


-Tu inteligencia no decepciona.


-¿Qué debería haber hecho para… fallar?


-Pues es obvio, Luján: contarlo.


-Ya. Y tú sabes que no lo he hecho.


-Lo sé, sí.


Luján apretó los labios. Qué cabronazo.


-Quizá se lo conté a Laura. Con eso podría bastar para borrarme.


Rebollo se levantó y puso unas pesetas sobre la mesa. Luego negó en silencio con la cabeza unos segundos.


-Créeme le dijo, mientras tomaba su sombrero y echaba a andar-, no se lo has contado.











Semanas después de aquella conversación, como siempre extraña, reapareció Léntulo Sediles en la vida de Carlos Luján. Al inspector no le sorprendió ni que el ex jardinero de su tío regresase de la nada, ni que hubiese tardado varios meses en hacerlo. En realidad, aquello venía a cuadrar, con bastante concreción, en sus planes. Él sabía que la búsqueda del jardinero no era fácil y que tocaría muchos palillos que no harían sino romperse nada más intentarlo.


El día de Difuntos de 1957, mientras Carlos Luján caminaba lentamente hacia la comisaría, donde le había tocado guardia, pensando en cualquier pequeño obstáculo cotidiano, lo vio parado frente a la puerta del establecimiento, con los brazos pegados al cuerpo, como si alguien muy poderoso le hubiese ordenado estar allí pero él desconociese la razón. Lo saludó con la cabeza cuando ya estaba llegando, a unos veinte metros de la comisaría, a lo que Sediles reaccionó asintiendo con la cabeza, dándole la espalda y echando a andar. Obviamente, la idea de entrevistarse con un policía en una comisaría nunca le había hecho la menor gracia. Luján se dijo que debería respetar ese sentimiento. Así que lo siguió. Muchos bares estaban cerrados y, además, probablemente Sediles estaba poniendo la suficiente tierra de por medio como para no elegir una cafetería donde pudiese haber policías.


En Sol, Sediles tomó un autobús. Luján se subió a él y se sentó, distraídamente, cerca de una de las puertas de salida, pero sin hablar con él. El vehículo renqueó por Madrid, calle Alcalá arriba. En la parada de Manuel Becerra, Sediles se apeó, y Luján también. Al inspector le pareció lógico, en tal día como aquél, citarse en la plaza de la Alegría1. Sediles escogió una pequeña taberna, y entró. En todo el trayecto, ni siquiera se volvió una vez para ver si Luján le seguía.


Carlos Luján entró en el colmao, pidió un agua de sifón y, sin mediar palabra, se sentó frente a Sediles en la mesa que éste había escogido. Junto a un ventanal, el jardinero miraba el Madrid gris del último otoño.


-Los días de guardia somos pocos y no podemos alejarnos mucho del teléfono le dijo a su interlocutor-. Así que, por favor, sé conciso.


-No sé si sabré fue la contestación de Sediles.


-Inténtalo contestó Luján. Aquello comenzaba a interesarle de verdad. Si Sediles no podía explicarle algo en dos palabras, es que había tocado pelo.


-Puede usted creerme que desde el mismísimo momento que nos vimos en la pasada Navidad me puse al tema se excusó Sediles, con tono casi plañidero-. Pero no resulta fácil encontrar personas que quieran hablar de…


-De La Aromática.


-Sí, eso… de la Aromática. Usted estaba en lo cierto, señor Inspector. Yo pertenecí a ese sindicato, hace ya muchos años. Aunque, probablemente, es injusto conmigo.


-Léntulo, no te ofendas. Pero no hemos quedado para hablar de ti.


-Lo sé, lo sé la prevención de Sediles no pareció cambiar con esa leve presión por parte del policía-, pero es necesario para entender algunas cosas. Porque yo estuve sindicado en esa asociación pero, con los años, acabé, como otros muchos, vinculándome directamente a la UGT.


La última parte de la frase Luján la adivinó más que la escuchó. Comprendía que había siglas que era mejor no pronunciar en público. Asintió.


-Supongo que no hemos quedado, como usted dice, para juzgar la labor de la UGT…


-Creo que ambos podemos suponer la opinión del otro sin más comentarios.


Sediles asintió, mientras aceptaba un cigarrillo de su interlocutor y lo encendía.


-En fin dijo, retomando el hilo tras la primera, profunda chupada-, aquello acabó como acabó y no hay más que decir. Pero lo cierto es que la UGT no era lo peor que había en el mundo. En ese mundo, quiero decir.


Luján se alzó de hombros, dejándole hablar.


-El asunto eran los jurados mixtos. En los años anteriores a la República se había hablado mucho de eso, de cómo los obreros podían conseguir una discusión aceptable con el patrono para pactar las condiciones de trabajo y todo eso. Entonces, con la República, llegó Largo2 y los puso en marcha. A los patronos el viejo esbozó media sonrisa por la que se escaparon hilos de humo- no les hacían demasiada gracia.


Luján calló. No estaba allí para discutir si aquellos jurados fueron o dejaron de ser un instrumento de dominación obrera, como él pensaba. Además, sopesó que su silencio incrementaría la confianza de su interlocutor, lo cual jugaba a su favor.


-No eran los únicos apostilló, con tono lúgubre, el jardinero-. A los jurados también les presentaron batalla los obreros.


Luján no pudo reprimir un rictus escéptico. ¿Los obreros, contrarios a su propia obra? Como adivinando sus pensamientos, Sediles negó con la cabeza, sin abandonar su media sonrisa amarga.


-A los anarcosindicalistas no les gustaban los jurados. Ellos preferían la acción directa. Eran revolucionarios.


-Vosotros también.


-No en el mismo sentido si Sediles se sintió incómodo con la imputación del policía, no lo dejó traslucir-. Nosotros, o por lo menos algunos, muchos de nosotros, éramos revolucionarios del vivir mejor. Queríamos vivir mejor y creíamos tener derecho a ello. Nuestros patronos tenían dinero y buena vida y nosotros salarios muy bajos y condiciones a veces incluso de esclavitud. Queríamos cambiar eso, pero la mayoría, señor Inspector, sólo queríamos cambiar eso. Eso es lo que los patronos nunca entendieron.


-Bueno Luján sacó un cigarrillo para sí y habló entre dientes mientras lo encendía, con tono sarcástico- cuando alguien quema la iglesia donde vas a misa todos los domingos, le resulta difícil pensar que eso es obra de personas moderadas que todo lo que quieren es un salario digno.


Sediles acusó el golpe. Se echó atrás en la silla y apretó los labios, que le temblaron ligeramente. Luján se arrepintió de haberse dejado llevar por la pasión. Ahora sabía que mejor habría permanecido callado. Era necesario un gesto conciliador. Así pues, rió brevemente mientras agitaba su mano derecha con el cigarrillo prendido entre los dedos, como ahuyentando a un molesto insecto inexistente.


-¡Pero todo eso pasó! ¿No, Léntulo? En fin, retomemos el hilo. Lo que me quieres decir es que estabais, por un lado, los razonables; y, por otro, los cabestros.


Fue la forma de plantear las cosas que se le ocurrió en ese momento. Y funcionó. Sediles la creyó, o tal vez la quiso creer. Lo cierto es que su rostro se relajó y retornó a fumar y hablar en tono bajo.


-Nosotros estábamos a lo que estábamos se justificó-. Luego nuestros jefes, los dirigentes, bueno… eso tal vez es otra historia. Pero nosotros estábamos para lo que estábamos, no sé si me entiende.


-Ajá. Estabais para lo que estabais.


-Pero ellos no repentinamente, Sediles hablaba casi con angustia-. Ellos no querían, yo que sé, ir de aquí a la esquina de enfrente. Ellos querían hacer todo el camino ahora, llegar hasta el final. Acabar con todo lo existente para construir una sociedad nueva, sin Estado, sin dinero, sin vicios, sin mejores y peores, sin dominadores ni dominados.


-El Paraíso Luján trataba de hacerse solidario con su interlocutor, para hacerse perdonar la frialdad anterior-. Y, si hay que imponerle a alguien el Paraíso a tiros, se hace, ¿no?


Sediles asintió con fuerza.


-Usted no lo puede saber, pero, ¿creerá que en nuestras asambleas pasábamos más tiempo hablando de la CNT que de los patronos?


Luján fumó en silencio unos segundos, mirando directamente a los ojos al jardinero de su tío. Un buen hombre que siempre lo había sido y siempre lo sería. Un par de ojos que a él nunca le habían mentido y ahora, se decía, no tenían por qué hacerlo. Esos ojos, en ese momento, le enseñaron algo; y ese algo era la verdad del enemigo.


Cuando alguien tiene un enemigo, aprende a odiarlo con meticulosidad y sin preguntas. Aprende a convertirlo en el compendio de todo mal y a negar todos y cada uno de sus deseos y de sus objetivos. Carlos Luján sabía odiar con pericia a todo lo que Léntulo Sediles significaba, y aquella mañana su desprecio no disminuyó ni un ápice. Pero en ese segundo en el que aprendió que el enemigo también tiene grados, como lo tiene el amigo, aprendió que en la diferencia entre esos grados pueden encontrarse cosas que no tienen demasiado que ver con el odio total y la negación neta. Sediles acababa de confesarle que su grupo de socialistas, durante aquellos años en que sus reuniones y discusiones fueron libres y posibles, había invertido más tiempo en vilipendiar a sus supuestos aliados que a sus enemigos declarados. Y en esa confesión aprendió, de alguna forma, que lo que Léntulo Sediles le estaba refiriendo aquella mañana, todo aquello sobre personas sinceras que sostienen reivindicaciones sinceras, podría ser cierto. Que probablemente lo era. Y, así, durante esos segundos en que fumó en silencio, el jardinero dejó de ser un enemigo para ser, tan sólo, un contrincante. Alguien diferente.


Pero todos tenemos miedo del cambio; máxime si se produce en nuestro interior. En la segunda bocanada, Luján borró con pericia esos pensamientos. Estaba allí para tirar de un hilo.


-Supongo que esto acaba en que te marchaste de La Aromática porque sus miembros se radicalizaron.


Sediles se alzó de hombros levemente.


-Yo ya me había ido contestó-. Pero sí, eso fue lo que pasó.


Luján enarcó las cejas, y estrechó la mirada.


-No estarás intentando escaquearte, ¿verdad?


Sediles abrió los ojos y la boca, y apenas pudo pronunciar un leve «¿Por qué?»


-Pues es fácil, Léntulo. Hasta ahora me has dicho que abandonaste esa organización y que, más aún, tras abandonarla tú se radicalizó para caer en manos de la CNT. Creo que me estás preparando para decirme que no has averiguado una puta mierda.


La decepción se dibujó en el rostro de Sediles. Luján la sintió, incluso como suya. Ambos, jardinero y señorito, habían sido más que amigos en el pasado y ahora estaban allí, en la mesa de una taberna, ventilando una gestión policial, uno desde la plena dominación y el otro, más que probablemente, temiendo aún por su vida, por su integridad física o por su libertad. Pero Luján había decidido dejar de contemporizar. Como introducción, ya había bastado. Él no necesitaba un curso acelerado sobre las diferencias entre anarcosindicalismo y socialismo. Habían pasado muchos meses ya desde su primera entrevista con Sediles. Meses de investigación por su parte en los que no había obtenido respuesta alguna; por no tener, ni siquiera tenía preguntas. Se le había encargado una investigación al máximo nivel, y ahora el máximo nivel parecía hasta desinteresado en que la investigación avanzase. Necesitaba algo más. Si para conseguirlo tenía que trabajar el pánico de aquel hombre al que apreciaba, no le parecía un coste elevado.


-No me puedo creer que me diga usted eso, Señorito.


-Señor Inspector.


Luján hizo cuantos esfuerzos pudo para que su rostro no trasluciese la menor emoción. Pero su estrategia no surtió el efecto deseado. Algo absolutamente inesperado pasó. Él esperaba que Sediles se derrumbase y confesase que había intentado engañarle con cuatro informaciones. Que llorase incluso y le intentara besar las manos como había hecho, meses antes, en el parque. Y, sin embargo, no fue así.


-Señor Inspector, de acuerdo. Como tú quieras: señor Inspector, te estás equivocando.


Nunca, nunca en los años anteriores ni en los minutos que siguieron a esas palabras, nunca, en una palabra, Léntulo Sediles le había tuteado, ni lo volvería a hacer.


El rostro del jardinero se endureció y, aún exento de odio, Luján llegó a sentir un escalofrío en su espinazo. Algo que nunca le había pasado. El bonachón Léntulo Sediles, el hombre que había soportado con una sonrisa todas sus travesuras y gamberradas, lo miraba ahora desde una superioridad absurda, dislocada, desde una actitud como sólo tienen las personas que ostentan un poder real sobre otras, o que…


O que.


Luján dio un respingo en su asiento. Y supo que, por primera vez desde que se había sentado, no era él quien controlaba la conversación.


-Léntulo… ¡tú sabes algo!


Léntulo sorbió su copa de sol y sombra y lo miró largamente, respirando muy tranquilo.


-¿No le ha extrañado que viniese a verle en festivo?


De nuevo, el escalofrío. Sentir un leve temblor en las manos.


-Tú sabías…


-¿Que usted tenía guardia? Desde luego; no me habría acercado desde Chamartín de no saberlo.


Apuró su cigarrillo, ya apenas una colilla, casi con fruición. Y luego añadió.


-Y le aseguro que mis ugetistas no tienen ni puta idea de quién es usted. Señor Inspector.


Carlos Luján trató de dominarse. Sacó su libreta del bolsillo del gabán y su pluma. Tomó nerviosamente una página en blanco.


-A ver dijo, lo más profesionalmente que pudo-. Quiero todos los detalles. Nombres, direcciones, lugares. Quiero saber…


-Señor Inspector…


-¡Cállate! Una organización con ramificaciones en la policía es algo muy, muy serio, Léntulo. No estoy para coñas. Se acabaron las contemporizaciones y las buenas palabras y todo lo demás. ¡Ahora mismo, quiero saberlo! ¡Todo!


La rudeza de Luján se había construido para mellar la voluntad del viejo jardinero. Pero no funcionó. El hombre se quedó parado frente a él, mirándolo de abajo a arriba, con las dos manos agarrando la base de la pequeña copa panzuda con una absurda línea roja que nadie respetaba, esperando su silencio. Y, finalmente, ganó. Luján, consciente de que no tenía ganas o valentía para levantarse y darle dos hostias a aquel viejo, pues esa era la forma que había aprendido para arrancar confesiones; o, tal vez, sospechando que no conseguiría nada por ahí, se quedó parado frente a Sediles, con la pluma apenas agarrada, sin ser capaz de gritarle una vez más.


-Cuando comencé a desapolillar viejos contactos comenzó a relatar con voz suave el jardinero, y daba la impresión de haber empezado a hablar cuando había querido-, no tardé en averiguar lo que pasaba. Todos mis compañeros de sindicato me venían a contar más o menos la misma historia que le he contado a usted aquí: se desvincularon de la organización tiempo atrás, la asociación cambió, radicalización… Algunos incluso tenían recuerdos de movilizaciones violentas en que había participado la gente de La Aromática. Hasta que un día dí con un… viejo amigo Sediles adelantó una mano en señal de stop y la puso frente a la libreta de Luján, en señal inequívoca de que no daría su nombre-. Sí, digámoslo así: un viejo amigo que se equivocó.


Sediles pidió otro cigarrillo. Luján se lo sacó de la cajetilla, sin recatarse de confesar en el gesto su impaciencia.


-Este equivocado viejo amigo siguió con ellos. Un tiempo. Demasiado tiempo.


-¿Cuánto?


-El suficiente como para que hoy le cayeran veinte años, por lo menos.


Luján suspiró.


-Léntulo, soy policía. No puedo escuchar eso y quedarme de brazos cruzados.


-Tendrá que elegir contestó el jardinero-. Puede actuar como le obliga su oficio. En ese caso, como yo me negaré a seguir hablando, tendrá que detenerme.


-Cosa que haré si es necesario. Y si tengo que interrogarte, también lo haré.


-No lo dudo, Señor Inspector. Como no dudo del significado final de eso que dice de que me interrogará Sediles asentía y fumaba, casi chulesco en la actitud. Luján nunca le había visto así-. Pero, por mucho que quiera correr la policía franquista… ¿qué hora es?


-Las diez menos cuarto contestó Luján, consultando su reloj.


-Ajá. Por mucho que quiera correr, y suponiendo que esta conversación termine ahora mismo, usted necesitará inmovilizarme, encontrar a una patrulla, llevarme a la comisaría, y luego, como usted dice, interrogarme.


Carlos Luján sintió un pinchazo de dolor en el fondo de su estómago. Si cuando tenía quince años le hubieran dicho que algún día iba a terminar discutiendo fríamente con Léntulo Sediles la posibilidad de darle una paliza de muerte, se habría echado a llorar durante una semana entera. Claro que había aprendido a compartimentar las cosas. Y eso le ayudó a pensar con claridad.


-Tu amigo huirá.


-Si no me ve en Chamartín para el Ángelus huirá, sí asintió Sediles-. Y, en ese momento, todos los golpes que usted me dé serán inútiles, señor Inspector. «Oficialmente», yo estoy aquí hoy para despistarle a usted. Para contarle que el último miembro activo de La Aromática era un tal Julián López al que la policía abatió hace dos o tres años. Si no vuelvo para el Ángelus y le confirmo que eso es lo que usted sabe, huirá.


-Le encontraré.


-O no, Señorito. O no. Por de pronto, los amigos de mi amigo le llevan ventaja. Usted no sabe quiénes son y ellos saben que a usted le toca trabajar el Día de Difuntos.


Carlos Luján procesó lo más deprisa que pudo la información que le acababan de facilitar. Soltó la pluma y la dejó suavemente sobre la mesa. Soltó la libreta y dejó que ésta se cerrase sola. Se encogió de hombros, suspiró, y trató de sonreír.


-Está bien, elijo. Elijo escuchar lo que ese amigo sin nombre te ha contado.


Sediles asintió.


-En realidad, todo comenzó en el 36. Todo el mundo tiene sus discusiones y sus escisiones y, en realidad, los anarquistas más que nadie. En el 36, la CNT y la FAI no se presentaron a las elecciones, pero no es un secreto para nadie que apoyaron en muchos sitios la idea de que se votase al Frente Popular. Ellos piensan que sin ese apoyo el Frente no habría ganado nunca.


Luján asintió, sin dejar de recordar. Se acordaba de su padre quejándose precisamente de eso. Su padre, que incluso el mismo día que se estaban votando las elecciones del 36 estaba seguro de la victoria de las derechas y que asistió, embotado, al cambio radical de panorama, y luego se pasó meses despotricando de los ácratas, auténticos culpables, para él, de aquella debacle.


-Pero los anarquistas son libres. Se organizan en grupos y el grupo es soberano. Aquí en Madrid no fueron pocos los frentepopulistas, pero eso no significaba nada para quienes no querían serlo. Y los jardineros anarquistas no querían ser del Frente Popular. Querían… no sé lo que querían. ¿La guerra civil, la revolución?


Se alzó de hombros.


-Alrededor de La Aromática comenzaron a congregarse personas nada relacionadas con la jardinería. Se oyó hablar de una célula radical y los radicales simplemente acudieron a ella como las abejas a las flores. Eran pocos, pero se dieron cuenta de dos cosas que poseían: por un lado, el conocimiento de cómo fabricar bombas. Algo que muchos sabían hacer entonces. Y, por otro, el arte del camuflaje.


-¿Del camuflaje?


A Léntulo Sediles la conversación parecía incluso divertirle.


-Camuflaje, sí, señor Inspector. Usted es policía. Dígame la verdad. Digamos que le encargan vigilar la mansión de alguien que se piensa va a ser asesinado. Digamos que hace una ronda por los alrededores de la casa. Si se encuentra con alguien, ¿lo detiene?


-Por supuesto.


-¿También al jardinero?


Carlos Luján sintió que le faltaba el aire. ¡Pues claro! Sediles esbozó una sonrisa y asintió.


-Ser jardinero es tener el mejor motivo del mundo para estar a unos pocos metros de cualquiera. Y supone manejar setos, arbustos, arizónicas… lugares donde es muy fácil esconder una bomba.


-¿Me estás contando preguntó Luján, con un susurro- que La Aromática se convirtió en una célula terrorista?


Sediles asintió.


-Destinada a conservar la pureza del anarcosindicalismo traicionado, o algo así. Una organización cuyo objetivo era hacer algo sonado tras lo que ellos veían como la traición del 36. Su estrategia era esperar a que las cosas se calentasen con las derechas para, después, hacer algo a lo bestia de lo que pudiesen ser acusadas las mismas derechas.


»Su primera oportunidad fue el follón del alférez De los Reyes3. Entonces pensaron en cargarse a algún personaje del Gobierno, pero tuvieron mala suerte: el «jardinero» que iba a colocar la bomba fue detenido por otra causa. Su segunda oportunidad fue tras el asesinato de Calvo Sotelo. Entonces decidieron matar a Azaña».


-¡A Azaña!


-A Azaña, sí. Los aromáticos juzgaron que, con la situación como se había puesto, no serían los únicos que habían pensado en esa posibilidad4. Y contaban con la actitud que usted acaba de mostrar, señor Inspector; nadie les creería capaces de hacer algo así.


-Y, ¿qué pasó?


Léntulo Sediles se alzó de hombros, con un rictus en la boca que quería decir: lo que estoy diciendo es algo obvio.


-¿Qué iba a pasar? Iban a cargárselo el viernes 24 de julio.


-Ya. Pero la guerra estalló antes.


Sediles no contestó. Ambos interlocutores fumaron un rato en silencio. Hasta que la cabeza de Luján volvió a funcionar.


-Has dicho que tu, er, amigo, estuvo vinculado a esas personas durante suficiente tiempo como para que hoy le cayesen veinte años.


-Eso he dicho, sí.


-Sin embargo, nadie le reprocharía hoy haber intentado matar a un miembro del gobierno de abril del 36 o a Azaña. Es más, si lo supiera manejar, sería un héroe.


Sediles asintió. Antes de hablar miró por la ventana. Un gesto insulso que, sin embargo, Luján se dio cuenta en ese momento de que llevaba repitiendo durante toda la entrevista.


-La historia no termina ahí. Es más, si terminase ahí, usted y yo no creo que nos hubiéramos vuelto a encontrar.


Luján reflexionó. El jardinero tenía razón. No tenía sentido que Lucía Odriozola hubiese conservado aquella tarjeta con el nombre de La Aromática si su relación proviniese de antes de la guerra. Le hizo un gesto a Sediles para que continuase.


-Llegó la guerra. Y del grupo unos van, otros vuelven. Unos se van al frente, otros no. Hay quien regresa al redil de la CNT e, incluso, hay quien se hace comunista. Una guerra civil no le afecta a dos personas de la misma manera.


-Lo entiendo.


-La Aromática sigue siendo lo que era. Un grupo anarquista violento que ahora tiene un enemigo muy claro. Pero usted sabe cómo cambiaron las cosas a partir de mediados del 38. Y lo de Casado. Sobre todo, lo de Casado.


El golpe de Estado del coronel Segismundo Casado. El hecho que alcanzó su cúspide en la noche del 5 al 6 de marzo de 1939, cuando el coronel Casado, precedido por el líder socialista Julián Besteiro y el cenetista Cipriano Mera, dan una alocución radiada en Madrid en la que anuncian la toma del poder para, en contra de los designios del gobierno de Juan Negrín, rendir la República ante Franco. En realidad, aquel movimiento no fue tanto un movimiento a favor de Franco como un movimiento contra los comunistas, en ese momento el único poder real que quedaba dentro de la República y, sobre todo, de su ejército. En Madrid se libró una guerra dentro de la guerra entre comunistas y casadistas (sobre todo, anarquistas) que acabaron ganando éstos, lo cual significó el final de la guerra.


-Dentro de la guerra hubo dos revoluciones incompatibles continuó Sediles, mirando, sin ver, hacia la calle-: la comunista y la anarquista. Es difícil pensar en planteamientos tan distintos capaces de estar en un mismo bando. Cada una quería un resultado totalmente diferente, pues una hubiera intentado construir una Unión Soviética en España y la otra rechazaba de plano algo así.


-Pero Franco les unía.


Sediles negó con la cabeza.


-En marzo del 39, Franco ya no era el problema. Franco ya había ganado la guerra. Por unas u otras razones, eso da igual. Lo importante es que había ganado. Y, por eso, había sonado la hora de los reproches, reproches asesinos. Porque ambos aliados no es que quisieran discutir quién tuvo la culpa de tal o cual error. Lo que querían era matarse, despedazarse. En el objetivo de acabar con los anarquistas, a los comunistas no les importó diezmar las filas de la República; y, en el objetivo de acabar con los comunistas…


-… incluso el pacto con Franco valía.


-Exacto. Incluso el pacto con Franco valía. Aunque Franco no pactó, no pactó con nadie.


Mientras pronunciaba las palabras anteriores, entre susurros, Léntulo Sediles había pedido al camarero otro sol y sombra, que ya le habían servido. Dio un buen trago de la copita, llena a rebosar, y luego suspiró ruidosamente.


-No pactó dijo- que él sepa.





1 La plaza de Manuel Becerra era conocida por los madrileños antiguos como plaza de la Alegría por la costumbre que existía de rezarle en ella a los difuntos el último responso, camino de su enterramiento en el cementerio de La Almudena.



2 Francisco Largo Caballero, ministro socialista de Trabajo en el primer bienio de la República.



3 Se refiere a la muerte de este alférez de la guardia civil durante unos disturbios producidos el 14 de abril de 1936, en el desfile conmemorativo de la República. El entierro del alférez fue una gran manifestación de las derechas, asimismo tumultuaria, durante la cual un pariente de José Antonio Primo de Rivera resultó muerto y el teniente Castillo disparó a quemarropa contra un joven monárquico, acción que se considera provocó que fuese asimismo asesinado algunas semanas después.



4 De hecho, cuando menos unos conspiradores, dirigidos por el militar monárquico Jorge Vegas Latapié, organizaron el asesinato de Azaña en aquellos días.