sábado, agosto 28, 2010

Folletín de verano (30)











La onda expansiva impactó sobre Rebollo de perfil. Ésta es la razón, según los forenses, de que el cadáver estuviese tuerto. El ojo del lado del cual estalló la bomba se salió de su cuenca y dejó un negro agujero que parecía mucho más grande que un ojo. El otro ojo, abierto, todavía parecía mirar a Carlos Luján cuando éste se presentó en el Instituto Anatómico Forense.


Los terroristas anarquistas eran, a decir de los policías que sabían de ello, los más capaces de suicidarse en el caso de saberse acorralados. Otros activistas quizá tenían más apego a sus vidas o menos miedo de las palizas y torturas. Por lo tanto, la hipótesis de que Carlos Grisca decidiese matarse no era en modo alguno descartable; el error estuvo en juzgar que no se había dado cuenta de que había sido localizado.


Obviamente, nadie supo nunca si de días atrás ya sospechaba algo, o todo ocurrió cuando Rebollo se dirigió a él para preguntarle. Lo que sí parece claro es que con su respuesta aparentemente insulsa, Grisca se dio cuenta de que estaba ante dos policías y decidió actuar en consecuencia. Los esperó con la bomba en la mano y, cuando sintió que llamaban a la puerta, se limitó a quitar la espoleta.


De lo poco que se pudo recuperar en su casa, nada fue relevante para el caso.


Carlos Luján lloró lágrimas sinceras por la vida de Ismael Rebollo. Su mujer lo encontraba de madrugada en el salón de su casa, fumando en silencio sin encender las luces. Simplemente, sin dormir. Cuando estaba solo en casa, Carlos Luján entraba en el dormitorio y buscaba en el cajón de su armario la tarjeta de La Aromática encontrada un día en el expediente de Lucía Odriozola. De repente, aquella tarjeta le pesaba como un pecado mortal. No se arrepentía de haberla guardado; pero se daba cuenta de que siempre había contado con que terminaría por confesarle a Rebollo esa decisión suya; quizá el día que Franco dejase de fusilar. De alguna manera, se sentía en deuda. Qué él supiera, Ismael Rebollo siempre le había sido fiel, pero eso es algo que no se podía decir de él mismo. Lo había hecho por proteger a una mujer sobre cuya suerte se sentía, de alguna forma, responsable; y, sin embargo, no le había servido de nada, porque esa mujer había terminado con una bala en la cabeza; y el hombre que la había disparado también había terminado por matar a Rebollo.


Ismael Rebollo, traicionado por el propio Luján. Lucía Odriozola, falsamente protegida por él. Léntulo Sediles, quien también perdió la vida por su causa. Todos muertos. Y el caso, casi como el primer día, mientras Franco esperaba en El Pardo. No me decepcione, Luján. Y él ni siquiera sabía qué podía hacer para no decepcionar a su Jefe.


Antes de que terminase el mes de abril de 1958, aquél en el que se cumplían diez años del descubrimiento del cadáver de Anselmo López, Carlos Luján tomó una determinación. Se la comunicó con frialdad a su mujer, Laura, quien la escuchó sin protestar; y en los cinco días posteriores, además de no protestar, tampoco le dirigió la palabra. Luján era muy consciente de su dolor. Tenían una casa en el centro, él una carrera prometedora, una posición preeminente en la Brigada, y juventud. En esas circunstancias, cualquiera seguiría en la carrera. Lejos de ello, Luján había estudiado el mapa de España, había escogido una capital de provincia pequeña y a más de siete horas de coche, y había solicitado el traslado.


No sabía si el brazo de Franco sería tan largo y tan interesado como para enterarse de que la persona encomendada del caso López se quería ir al culo del mundo. Tampoco le importaba demasiado. Se imaginaba a sí mismo de nuevo en El Pardo. Se veía a sí mismo diciendo: «Mi General: la célula terrorista que quizá usted temió que intentase matarle está desarticulada; hay un terrorista huido cuya movilidad es nula, y el otro, su jefe, es un fantasma de cuya vida ni siquiera estamos seguros, pues en el lago Ilmen apenas tuvo una oportunidad entre cien mil de sobrevivir. El caso Anselmo López no se resolverá nunca, pero yo he cumplido con mi deber, y he protegido su vida». Se repitió tantas veces estas palabras que llegó a creer que las había pronunciado de verdad. Que ya había estado con Franco. Pero Franco nunca le llamó. Quizá por eso, Carlos Luján nunca abandonó el caso Anselmo López; nunca recibió la orden de hacerlo.


En mayo, sin embargo, su vida se había convertido en un hecho amargo. Llegaba a casa temprano, abandonado el hábito de trabajar lo que hiciera falta para dejar los asuntos bien arreglados en cada jornada, y se encontraba a su mujer trajinando ropa en maletas y baúles, mientras lloraba sin ruido. El pequeño Bruno daba vueltas por la casa como a medio gas; percibía la tristeza de su madre y, aunque no la comprendía, parecía imbuido de cierto sentimiento de solidaridad hacia ella. Luján la miraba fumando desde el sillón, tratando de buscar algo que decirle, sin éxito.


Uno de esos días de mayo, sin embargo, al llegar Luján a la Brigada, se encontró a su comisario esperándolo. Desde que se jubilase el primero de sus jefes, por la dirección de aquel grupo de la Brigada de Investigación Criminal habían pasado dos o tres comisarios; aquel último se llamaba Sánchez y era un tipo grande, ancho y silencioso con el que Luján, crecientemente autónomo a causa de la cercanía de Rebollo, apenas había intimado. Sin embargo, Luján sabía lo suficiente de Sánchez como para ponerse en guardia; en todo el tiempo que habían trabajado juntos, Sánchez jamás había llegado al trabajo antes que él.


-¡Ah, Luján! ¿Ha llegado usted ya?


A pesar de ser una pregunta retórica, Luján contestó afirmativamente.


-Me alegro. Nos han citado, y debemos salir ya si queremos llegar a la hora.


Sánchez le alargó el sombrero que Luján acababa de dejar sobre la mesa. El inspector asumió que sería algo relacionado con su traslado, así que salió detrás de su jefe, rogando porque esa misma mañana estuviese todo resuelto.


En la puerta esperaba un coche celular. Sánchez se sentó junto al conductor y Luján detrás, en el sitio habitual de los delincuentes. La situación le inquietó un poco. Pero si algo había aprendido con Ismael Rebollo, era a no tomar decisiones precipitadas.


El coche condujo suavemente por Madrid en dirección al Palacio Real, luego tomó hacia la plaza de España y, una vez allí, remontó la calle de la Princesa hasta llegar a Moncloa y al Ministerio del Aire, construido donde antes estuvo la Cárcel Modelo de Madrid.


El coche entró en el recinto del ministerio y Luján escuchó a Sánchez dar instrucciones al policía conductor para que buscase un sitio para parar.


-¿Qué hemos venido nosotros a hacer al Ministerio del Aire? Preguntó Luján.


-No lo sé confesó su jefe-. Ayer fuimos citados aquí, y eso es todo lo que sé.


Luján trató de no construirse prejuicios. Al fin y al cabo, la policía es necesaria en todas partes. Quien dice el Ministerio del Aire dice cualquier otro sitio.


Después de haberse identificado en la entrada mediante un papel timbrado que el comisario traía consigo, un soldado jovencísimo les guió por un dédalo de pasillos. Subieron escaleras dos veces. Finalmente llegaron a un pasillo que era igual que otros siete u ocho anteriores y se pararon frente a una doble puerta. Ahí, el soldado se paró frente al comisario y, tras juntar los talones sin ruido, informó:


-Es aquí.


-Está bien dijo Sánchez-. Pero no se vaya. Me tiene que sacar de aquí.


Luján miró a su jefe. Inmediatamente, se dio cuenta de que era inútil intentar preguntarle por qué se marchaba sin entrar. De alguna forma, ya se había acostumbrado a todas estas cosas tan extraordinarias.


Llamó a la puerta. Una voz ligeramente aguda le indicó que podía pasar.


Dentro del amplio despacho encontró a un hombre entrado en años, vestido de paisano. Al darle la mano, le sonrió con afectación, con un gesto de felicidad tan exagerado que más parecía propio de un sacerdote que de un militar. Le invitó a sentarse en un sillón y le ofreció coñac de una botella que estaba en la mesita justo delante de sus rodillas, acompañada por dos copas balón.


-Estoy de servicio dijo Luján.


-Yo también dijo el hombre, mientras se servía su copa.


El habano sí lo aceptó. Normalmente, Luján sólo fumaba puros en fiestas y celebraciones, pero, aparte de apreciar que era un cigarro de calidad, juzgó necesario no dar la impresión de estar totalmente a la defensiva.


El hombre encendió otro cigarro y dio un largo trago de su copa. Después de eso, pareció relajarse en su sillón.


-Bueno, bueno, bueno terminó por decir, con tono suave-. Así que usted es el famoso inspector Luján.


-Me gustaría darle la réplica oportuna contestó Luján-. Pero, lamentablemente, todavía no me ha dicho quién es.


El hombre rió divertido, incluso palmeándose un muslo. Luego se alzó de hombros.


-Qué quiere que le diga. No puedo contarle demasiado sobre mí.


-Lo había imaginado.


El hombre pareció recordar algo.


-Hábleme de la guerra.


-¿Qué guerra?


El hombre río de nuevo. Pero no hizo el menor comentario. Se quedó mirando a Luján desde detrás de su enorme copa, mientras tomaba un largo sorbo.


-No sé qué contarle. Yo era un crío.


-Su tío murió en Francia.


-De pena, sí.


-Y a su suegro tampoco le fue muy bien.


-Más bien al padre de mi suegro. Pero no sé qué necesita que le cuente.


-Pues lo que siente.


-¿Lo que siento?


-Lo que siente, Luján.


El inspector aspiró una gran bocanada del puro. El humo anegando sus pulmones casi le mareó.


-No sé. Alivio. Por fin amaneció, ¿no?


-Dígamelo usted.


Luján se echó hacia atrás en el sillón. Sentía la incomodidad en la boca del estómago.


-¿Es esta entrevista un examen de fidelidad al Movimiento Nacional, o algo así?


Esta vez, el hombre sólo sonrió.


-Las personas sobre cuya fidelidad existe una mínima duda dijo- no llegan ni al principio de este pasillo. No estoy hablando con usted de fidelidad, Luján.


El hombre se metió dos dedos en la boca y sacó pequeños trozos de puro que tenía pegados a su lengua.


-Esta entrevista trata de compromiso. Porque todos podemos ser fieles. Pero eso no quiere decir que nos comprometamos.


-¿Comprometernos? ¿A qué?


La sonrisa había desaparecido del rostro del hombre.


-Voy a contarle una historia, Luján. Hace ahora algunos años, para ser más exactos el 17 de mayo de 1947, el Caudillo fue a Barcelona. Ha ido muchas veces y volverá a ir las que hagan falta, entre otras cosas porque este país es nuestro, y a nosotros nadie nos encierra.


A quién se refería exactamente con «nosotros», no lo explicó.


-Aquella visita fue especial porque, menos de un día antes de un acto público que estaba previsto en la plaza de Colón, un joven policía, infiltrado en redes anarquistas de Barcelona, se enteró de que un grupo denominado Los Anónimos había decidido matar a Franco aquel día1; todo fue cosa de un terrorista ácrata llamado Domingo Ibars. Los terroristas habían fabricado unas pequeñas bombas que llevaban en carteras. Iban vestidos de burgueses y estaban mezclados entre la multitud que esperaba a Franco para vitorearlo. Probablemente, aquellos terroristas estaban dispuestos a morir en el atentado si era preciso. Creo que eso no le costar


-No, desde luego.


-Casi no había tiempo continuó el hombre-. Ya le he dicho que el policía consiguió la información cuando apenas quedaban horas para el acto. De hecho, no fue hasta algunos minutos antes de la llegada prevista de Franco que se pudo sospechar de dos activistas, al pie de la estatua de Colón, todos ellos mezclados con la gente con sus carteras. Se dio cuenta de que si intentaban detenerlos sería una carnicería. Si los terroristas activaban las bombas al verse descubiertos, un montón de gente a su alrededor moriría. Y también la policía enviada para prenderlos.


-Pero si no hacía nada, Franco llegaría e intentarían matarlo.


-Exacto. Y usted ya vivió lo de El Escorial, en noviembre pasado. Franco no es de los que vuelven grupas. Y la pieza era jugosa: Franco, don Blas Pérez2, el general Solchaga3, monseñorr Mondegro4, Baeza Alegría5, Rodríguez Martínez6 y hasta el jefe Chinchilla7. Con haber hecho un par de plenos, los rojos habrían tenido el día.


Luján fumó, tratando de construir la escena en su cabeza.


-¿Qué habría hecho usted, Luján?


El inspector negó con la cabeza.


-No lo sé, la verdad.


-No, por favor. No conteste eso.


-¿Por qué?


-Porque si contesta eso, esta entrevista habrá terminado.


Luján se quedó mirando a su interlocutor. Escuchando una voz en su interior. Una voz que decía: es que yo quiero que termine ya. Nunca consiguió comprenderse del todo a sí mismo; nunca llegó a saber muy bien quién habló por su boca.


-¿Hubiera sido posible un cambio de itinerario?


El hombre negó.


-Demasiado tarde.


-Entonces, no había más remedio que inventar algo para evitar que los terroristas llevasen a cabo su plan.


El hombre sonrió, se inclinó hacia Luján y le palmeó una rodilla.


-Justo, Luján. Justo. Niños.


-¿Niños?


-Niños, sí. Montones de niños. Rodeando al Caudillo. Una escena conmovedora. Varios colegios enteros que habían acudido a ver a Franco caminando junto a su coche calle abajo. Y funcionó. Los terroristas, entre tanta gente, consiguieron escabullirse. Pero se llevaron sus bombas. Y, de todas formas, les dio igual, porque sólo tres días después detuvimos a tantos anarquistas en Cataluña que nos faltaban calabozos. Cayeron los comités de Barcelona, de Gerona, de Tarragona, de los metalúrgicos, de la construcción, química, textil, transporte, piel, espectáculos, los sindicatos de ladrilleros, de vidrieros, de artes gráficas, de energía. Todos.


Luján seguía viendo la escena en su cabeza. Cuando la borró, el hombre le miraba con curiosidad.


-¿Por qué me cuenta esto?


-Por dos razones contestó el hombre-: La primera, para convencerle de algo que yo mismo negaré fuera de este despacho: la guerra no ha terminado. Hicimos cautivo al ejército rojo y lo desarmamos, y también alcanzamos nuestros últimos objetivos; pero no por eso la guerra ha terminado.


Por alguna razón que no entendía, Luján no se sintió ni sorprendido ni impresionado por aquellas palabras.


-¿Y la segunda?


El hombre se tomó unos segundos para responder.


-Porque necesito saber si usted tendría huevos de hacer lo mismo. De coger decenas de niños y colocarlos como un escudo. De salvar al Caudillo a cualquier precio.


Carlos Luján sopesó la respuesta durante segundos que duraron horas. Su cerebro le decía que no tenía respuesta para esa pregunta. Pero del sótano de su memoria llegaban gritos. Los gritos del hambre, del miedo. Los ojos de la joven Laura que él aprendió a amar, ojos que esculpían la incertidumbre de seguir viva en el siguiente amanecer. El dolor de saberla angustiada y la impotencia de no poder protegerla de ello. Luego los discursos, las lecturas; los arengas de los maestros, la dulce seguridad del patio de la Academia.


Del sótano de su memoria llegaban gritos. Y él necesitaba acallarlos.


-Proteger al Caudillo terminó por decir, muy lentamente- no es una opción.


-Es una orden.


-Es una orden, sí.


El hombre mayor sonrió complacido. Aunque su rostro mutó rápidamente hacia el disgusto.


Tomó un papel de la mesita. Carlos Luján había adquirido la habilidad de leer incluso del revés, como estaba aquél. Encontró su foto y no tardó en darse cuenta de que era la concesión de su traslado.


-Una persona con su fidelidad, y sus habilidades, ¿por qué quiere marcharse a… -el hombre pareció necesitar aire para seguir-; por qué quiere irse tan lejos?


Luján apretó sus manos, entrelazadas. Notó que un nudo se subía a su garganta. Llevaba días, si no semanas, en los que prácticamente no hacía otra cosa que plantearse esa misma pregunta, y contestarla.


-A mi alrededor, la gente muere.


El hombre le miró con conmiseración.


-Entiendo. Se refiere a Rebollo. Y a aquel hombre de su infancia, el informador…


-Sediles.


Y Lucía, pensó para sus adentros. También ella.


-Sediles, sí… No puedo decirle nada de eso. En cuanto a Rebollo, creo que es mi deber recordarle, y digo recordarle porque estoy seguro que usted ya lo sabe, que siempre supo que corría el riesgo de morir como murió. Y que lo aceptaba.


Luján no contestó. Trataba de recordar a su amigo sonriéndole alguna vez.


-Incluso aquel día, en Barcelona continuó el hombre-. Sabiendo lo que sabía, no se separó del Caudillo ni medio metro. Habría muerto con él, y lo sabía.


Luján se sintió anonadado por la sorpresa.


-Había… había asumido que el joven policía de su historia era usted.


El hombre rió.


-Yo, amigo Luján, no soy policía. Me decepciona que no lo haya adivinado todavía. Quien era joven, y policía, en 1947, era su compañero Rebollo. Entonces era un miembro más de la Brigada de Investigación Criminal, pero su actuación quedó anotada. Además, a él le sirvió para darse cuenta de que cuál era su verdadera vocación. Luchar contra el crimen con mayúsculas, el crimen que se quiere cometer contra la Patria.


Luján suspiró.


-Me temo que yo no he tenido la misma visión que él. Es otra la vida que deseo.


-Lo entiendo. Pero a veces, Luján, no escogemos. Cualquier persona inteligente sabe que, aquel día en Barcelona, no estábamos en condiciones de decidir proteger la vida de los niños a toda costa. A mi guerra le hacen falta soldados como usted; y no puedo reclutarlos por obligación. Con desgana, usted no me sirve de nada.


-Entonces contestó Luján, con voz ronca-, creo que no tenemos nada que hablar.


El hombre mayor alzó las manos, en un gesto de resignación, y se palmeó las rodillas con ellas. Luego se levantó, sonrió de nuevo, y estrechó la mano de Luján, en pie frente a él. Sólo que el apretón fue muy largo, más largo de lo normal; y, una vez terminado, el hombre seguía agarrando la mano de Luján.


-¿Me permite que le haga un regalo, antes de irse? Para que lo disfrute en su nuevo destino, pues tendrá muchas tardes para ello…


Luján asintió sin palabras.


-En noviembre de 1956 el hombre casi susurraba- murió en París Juan Negrín. Ya sabe. El de los trece puntos de la mala suerte8. Quizá le guste saber que había sido expulsado del Partido Socialista.


-No lo sabía contestó Luján, con rictus de desprecio en los labios-, pero lo cierto es que me da igual.


El viejo sonrió.


-Negrín fue el cabrón del oro. Ya sabe, el ministro de Hacienda que decretó el traslado de nuestro oro a Moscú, del que ya nunca más se supo.


-Eso sí que lo sé bien.


-Dado que no sabía lo de la expulsión, no estará muy entonado en las maravillosas relaciones que han tenido los jerifaltes de la República desde el día que les echamos de sus poltronas continuó el hombre-. Y no le voy a aburrir porque ya me ha dicho que no le interesa; pero es importante que, para lo que le voy a contar, retenga el dato de que los diferentes grupos políticos están enfrentados entre ellos, y el Partido Socialista tiene divisiones internas; fundamentalmente, entre la gente de Prieto y la gente de Negrín. No se pueden ni ver.


Luján se alzó de hombros, por toda respuesta.


-Negrín nunca se fió de Prieto. La verdad es que, desde el primer día de la posguerra, han estado peleando por el dinero. Porque se llevaron mucho dinero de aquí. Y uno de los campos de batalla es el asuntillo del oro. Negrín se negó sistemáticamente a dar cuenta de la gestión del oro frente al gobierno republicano en el exilio y, a su muerte, su hijo hizo algo realmente inesperado.


Luján estrechó la mirada.


-Lo recuerdo, ahora que lo dice. Los periódicos lo publicaron. Hizo llegar la documentación a Madrid.


-En efecto. Se lo contó todo a Franco. Todo.


El viejo soltó la mano de Luján. De todas formas, éste ya no tenía intención de marcharse.


-Nos llevó semanas compilar la documentación y cotejarla. Decenas de técnicos trabajaron día y noche en el Banco de España. Y, aunque en vida cometiese tantos pecados de procomunismo, creo que es justo reconocer que Negrín demostró que no mentía. Su documentación cuadra. El oro desplazado se corresponde con los pagos librados a la URSS a cambio de armas y servicios bélicos. Cuadra casi al céntimo. Casi.


El viejo le guiñó un ojo a Luján. El inspector sintió que su estómago ardía.


-Exactamente, ¿en qué cantidad no cuadra?


El viejo sonrió tristemente, y miró a Luján casi con compasión.


-Inspector Luján, no se ofenda, pero ésa es una información que nadie compartiría con un inspector policial de provincias.


Luego extendió un brazo en dirección al sillón donde el policía había estado sentado.


-¿Nos sentamos de nuevo?


Luján tomó aire. Trató de pensar por encima de la batahola que su corazón y su cerebro tenían montada dentro de su cabeza.


-¿Podría saber qué es lo que seré, en lugar de inspector de provincias, si me siento?


El viejo rió brevemente.


-Ya sé que los de la Político-Social no tienen buena fama entre otros policías. Pero no se preocupe. Usted estará, ¿cómo se dice? En otra onda.


Luján no se atrevió a preguntar. Pero se dio cuenta de que el viejo se percataba de que tal respuesta le sabía a poco.


-Servicio de paisano dijo el hombre- Despachos… discretos añadió, mientras echaba una mirada circular al que ocupaban-. En lugares como éste.


-La segunda bis9 -susurró.


El hombre chasqueó la lengua.


-Usted no puede pertenecer a la segunda bis, Luján le dijo-. Es usted policía, no militar. Usted formará parte de… el personal auxiliar. Si no le molesta que lo diga así.


Las voces se habían callado. En su lugar sólo quedaba, como una grabación, la voz de aquel hombre, algunos minutos antes, diciendo: a veces, Luján, no escogemos.


Lentamente, se sentó. El otro hombre hizo lo propio.


-Las cuentas tenían un descuadre de varios millones de pesetas. Un dineral. Pero el oro había sido clasificado y pesado: en Madrid, en Cartagena y en Odessa. Fue trasladado desde Madrid por personal de total filiación comunista, por orden de José Díaz10 y bajo la coordinación de El Campesino11. No, no era una cuestión de oro. En este mundo de hoy, hay cosas que valen mucho más que el oro.


El hombre tomó aire, pensando.


-Algunas semanas antes de empezar la guerra, el Banco de España acudió en ayuda de un empresario constructor con problemas de liquidez. En Madrid los anarquistas llevaban a cabo una huelga salvaje en los tajos que duraba ya dos meses y algunos empresarios empezaban a experimentar serios problemas por la inactividad. El Banco de España no era quién para acudir en ayuda de un particular de esa manera, pero supongo que habría argumentos de peso por medio, ya me entiende…


El hombre se frotaba los dedos índice y pulgar de la mano derecha, uno contra el otro, mientras decía eso.


-El Banco descontó los cupones de unos bonos al portador que aquel empresario poseía en un banco suizo. Lógicamente, eso hacía al Banco propietario de esos títulos, hecho éste que se reconocía en un documento expedido por personas con poder suficiente para ello, y en el que figuraba un nombre más, el de la persona que habría de acudir al banco suizo en representación del nuevo propietario, con el fin de hacerse con los títulos.


-Y esa persona era…


-Nadie respondió el hombre, y pareció casi divertido con la sorpresa de Luján-. Nadie. Tan sólo, el portador. En el Banco deberían estar pensando en a quién designar cuando estalló la guerra y luego, durante unas semanas, nadie recordó aquel papel. Del empresario hay una foto en la Causa General12. En todo caso, en aquellos días en el Banco se preocupaban sólo por el oro, por lo tangible, sin darse cuenta de que había que robar mucho para tener un botín tan jugoso como el que podían conseguir con un simple papel.


Luján dio la última bocanada de su puro habano, sintiendo que sus manos temblaban ligeramente.


-¿Cuándo se dio cuenta Negrín de lo del papel?


-Muy tarde contestó el viejo-. No fue hasta que los funcionarios del Banco de España desplazados a Moscú pudieron repasar el arqueo hecho por los soviéticos, que fue muy lento y además tardaron en recibir, que cayeron en la cuenta de lo del descuento. Cualquiera usar el papel para hacerse con los bonos o con sus réditos. Se lo dijeron al doctor Pascua13, y éste a Negrín.


-¿Y lo buscó?


El hombre se alzó de hombros.


-Según sus notas, o confesiones, o como les quiera usted llamar, lo hizo, pero sin éxito. Sin embargo, los técnicos que revisaron la documentación cayeron en la cuenta de que, en la esquina de los papeles donde se documenta todo esto, el doctor Negrín había anotado, de su propio puño y letra, un nombre.


Carlos Luján se echó hacia atrás, como aplastado por una roca invisible.


-Anselmo López.


-Anselmo López repitió el hombre, asintiendo con la cabeza-. Y éste es mi regalo de hoy, es decir la respuesta que usted lleva meses buscando. Del puño y letra de Negrín, en uno de sus papeles: Anselmo López, 1942. La fecha, con toda probabilidad, se corresponde con el momento en el que le fue comunicado a Negrín que aquel hombre había robado el dinero.


Carlos Luján sintió su mente repentinamente lúcida.


-Franco reabrió el caso Anselmo López para conocer su vinculación con el robo del Banco de España.


-Ajá.


-Y lo que sabemos nos ha llevado a sospechar que ese dinero acabó en manos de terroristas anarquistas. Los mismos que estaban con él a finales de 1938.


-Los mismos dijo el hombre- que hemos desarticulado.


Luján torció el gesto.


-Cendoya sigue por ahí.


-Es posible. O no. Pero lo que sí está claro es que no esconderá el dinero en España. Y los bonos al portador no se pueden rastrear; eso sin contar que ya los habrá vendido.


Luján miró al suelo.


-Hemos fallado.


-No del todo contestó el hombre, con dulzura en la voz-. Lo que hemos averiguado nos ha servido para acabar con un terrorista y obligar a huir a otro. El tercero es un fantasma. Ah, por cierto.


-¿Sí?


-Otro regalo el hombre pareció repentinamente divertido-. Su intuición era muy acertada.


-No sé a qué se refiere.


El viejo blandió un sobre marrón.


-En cuanto firme unos papelitos y haga un par de juramentos podrá leerlo. Pero creo que puedo adelantarle ya su contenido. Es algo que usted pidió.


-¿Algo que yo pedí?


-Desenterramos a Anselmo López. Y lo que encontramos no sé si es lo que usted buscaba, pero es muy, muy interesante.


-No buscaba nada en concreto.


-La bala que dejó cojo a nuestro divisionario se alojó en la pierna. Seguía allí cuando sacamos los huesos del ataúd. Y, ¿sabe usted?, tiene un calibre de 7,62 milímetros.


Luján se alzó de hombros.


-Sé poco de armas.


-Yo, en cambio, sé mucho contestó el viejo-. El arma corta más usada por los rusos en la guerra mundial fue el PSSRh el cual, por así decirlo, compitió con el KAR98 alemán. El calibre del fusil ruso es 7,92.


-Usted ha dicho 7,62.


-Y no me he equivocado, Luján. La bala no es de un arma rusa.


-¿No? ¿No hay ningún arma con calibre 7,62?


De nuevo, el viejo guiñó un ojo.


-Sí, amigo, sí. El KAR98.


Luján no hizo esfuerzos por esconder su sorpresa. Así pues, Anselmo López había sido herido por un arma alemana. Aunque, ahora, todo eso, ¿de qué servía? Ya sabían quién le había matado: el llamado Julio Cendoya. Obviamente, en algún momento una vez terminada la guerra había averiguado el secreto de que era depositario Anselmo López, relacionado con el robo de un documento del Banco de España durante el traslado del oro a Cartagena. Probablemente, había intentado matarlo en Rusia, pero había fallado. Luego, o bien simuló su muerte en combate para volver a España y perseguirlo, o bien hizo que sus hombres le persiguieran. La caza terminó en abril de 1948. Al cadáver le cortaron las manos, típica condena medieval a los ladrones.


Saber eso, en cambio, ya no servía de nada.


El viejo se levantó y palmeó el hombro de Luján.


-El Caudillo le susurró- está orgulloso de usted. Me ha pedido que le dé esto.


Sacó del bolsillo de su guerrera una pitillera de plata, y se la ofreció al inspector.





1 Se sabe que el grupo de Los Anónimos estaba fundamentalmente formado por maquis andaluces que habían abandonado las sierras del sur ante la presión policial.



2 Ministro de la gobernación.



3 Gobernador militar.



4 Titular de la diócesis.



5 Eduardo Baeza Alegría, gobernador civil de Barcelona.



6 Director General de Seguridad.



7 Manuel Chinchilla, en aquel entonces jefe superior de policía de Barcelona.



8 Es una referencia sarcástica al documento de 13 puntos con que Negrín trató de terminar la guerra en 1938.



9 Unidad vinculada al Estado Mayor dedicada a labores de inteligencia.



10 Entonces Secretario General del PCE.



11 Valentín González, apodado El Campesino, fue uno de los principales generales comunistas en la guerra civil.



12 La Causa General fue el monumental sumario que montó el Ministerio de Justicia franquista recogiendo los crímenes de la represión en la zona republicana. El documento tiene un número importante de fotos de personas fusiladas y asesinadas por los republicanos. La referencia del hombre, por lo tanto, se refiere a que el empresario fue asesinado.



13 Marcelino Pascua, embajador de la República en la URSS.

viernes, agosto 27, 2010

Folletín de verano (29)

Texto completo














Además de la revelación sorprendente de que, en los últimos meses de 1938, Anselmo López había tomado ya contacto con el grupo de Julio Cendoya o tal vez formaba parte de él, Pedro Grisca dio, sin querer, la pista para su localización. Conforme las terminales de la policía franquista que vigilaban de cerca a la oposición en el extranjero, sobre todo en Francia, negaron que hubiese aparecido por allí ningún opositor manco que respondiese a la descripción de José Durán o Carlos Grisca, Carlos Luján se fue dando cuenta de que se había quedado en España. Lo cual era lógico. A esas alturas de la investigación ya sabía lo suficiente del grupo de Cendoya como para entender que no estaría ligado a grandes estructuras de oposición. Estaban tratando con personas muy individualistas que iban completamente a lo suyo. Lo habían hecho durante la guerra, y después también. Carlos Grisca no podía esperar que ni en París ni en ningún otro lugar del mundo las organizaciones de rojos se la fueran a jugar por él; probablemente, no lo conocerían demasiado y, en todo caso, no era de los suyos.



Rebollo no opinaba lo mismo. En interminables conversaciones con Luján, terminaba una y otra vez explicando lo de la organización por células. El terrorismo se compone de células que apenas se conocen porque ese desconocimiento es un seguro de vida para los activistas cuando alguno es capturado. Así pues, las organizaciones terroristas son ampliamente autónomas, por lo que no es de extrañar que el manco Grisca pareciese estar aislado, sin que eso, necesariamente, fuese a significar que estaba solo.



-Está claro que hemos golpeado la célula argumentaba Rebollo-. No sabemos si Cendoya está vivo. Pero sí nos hemos cargado a Reparaz, hemos localizado sus apoyos más o menos bienintencionados en el falangismo, hemos desmantelado sus excursioncitas y, por último, el hermano de Cendoya, Longares, si alguna vez estuvo con ellos, está más que evidentemente muerto. Pero los supervivientes intentarán salir de España para reagruparse con otros opositores rojos.



Luján no era de esa opinión. La conversación con Pedro Grisca le había hecho pensar mucho. Había algo en la forma de actuar de Carlos Grisca que no acababa de tener lógica. Les habían contado que Cendoya montó un operativo para salvarse en un Madrid sitiado, ofreciéndose a traicionar a las fuerzas de la República contándole a los franquistas cuáles eran los puntos fundamentales de las defensas de la ciudad. Esto, se decía Luján, es lo que haría alguien que está acorralado.



Pero Carlos Grisca y Anselmo López no estaban acorralados.



En efecto: Carlos Grisca y Anselmo López se encontraban, en las últimas semanas de 1938, a escasos kilómetros de la frontera francesa. Tenían lo que entonces no tenía nadie para llegar allí: un coche. Disponían de alimentos, de galones, de uniformes, de armas y de poder. Cualquier persona en esas circunstancias huiría del país. Pero no ellos. Ellos querían quedarse en España o, más concretamente, volver a Madrid.



-¡Aquel hombre te lo explicó! Protestaba, en ese punto de la conversación, Rebollo- Habían llegado ya al pacto con los quintacolumnistas. No querían ir a Francia, a un destino incierto.



-¿Tan cierto era su destino en Madrid? Respondía Luján- Por Dios, Rebollo: regresando a Madrid, asumían unos riesgos de cojones.



-En ese caso, ¿cuál crees tú que era esa fuerza que los mantenía unidos a Madrid?



-Joder, Rebollo. Si supiera eso, habría resuelto el caso Anselmo López.



En todo caso, la información dada por Pedro Grisca terminaba de confirmar algo: la relación de López con Lucía Odriozola no fue casual. Lucía era durante la guerra la novia de Julio Cendoya, el cual era un oficial de Carabineros al mano del cual había un grupo de personas entre las cuales estaba Carlos Grisca y, probablemente, Anselmo López. Era, pues, imposible que no se conociesen.



-No te precipites, Luján le decía Rebollo en este punto-. Sólo sabes que Anselmo López conocía a Carlos Grisca a finales del 38. No sabes ni que fuesen compañeros, ni que ambos tuviesen relación con Cendoya. Pero debo reconocer que es la hipótesis más lógica.



-Y más ilógica, a la vez respondía Luján-. Porque si Anselmo López tenía miedo de que su pasado volviese y en el pasado de la guerra tuvo relación con este grupo, parece lógico imaginar que era a ellos a quienes temía. Pero, si les temía, ¿por qué se dejaba vigilar tan estrechamente por alguien que sabía vinculada a ellos?



Todas estas discusiones e hipótesis terminaban en la necesidad imperiosa de dar con el manco Grisca. Si era Rebollo quien tenía razón y estaba para entonces en Tolouse, en París o en México, la cosa se complicaba aunque, como también solía decir el inspector, «para el brazo de Franco no hay nada imposible». Luján, en cambio, siguió creyendo en la hipótesis de que hubiese permanecido en España, escondido y, quizá, falto de apoyos. Y fue por creer en ella y querer confirmarla que acabó cayendo en la cuenta de algo que había dicho su hermano.



Sabadell. Un barrio remoto. Un ateneo. Siempre quisieron empezar por ahí.



La gran ventaja con un tullido es que es más fácil de encontrar. La policía localizó a Carlos Grisca no muy lejos de donde había estado la casa de sus padres y le siguió durante dos semanas. Se hicieron extensos informes sobre su vida, que resultó ser muy ordenada, casi cronometrada. Vivía de dar clases particulares y las horas de éstas regían su vida con precisión matemática. Su semana laboral terminaba los jueves por la tarde, muy cerca de su casa. Invariablemente, al salir del domicilio del muchacho al que explicaba ciencias naturales, se tomaba dos chatos de vino en una taberna frente a su domicilio.



Principiaba marzo de 1958 la tarde que Ismael Rebollo y Carlos Luján entraron en aquella taberna. Rápidamente contaron los parroquianos; siete. Se colocaron en el extremo de la U que formaba la barra, justo enfrente de la puerta de salida. Estaban a menos de metro y medio de José Durán, o Carlos Grisca, quien en ese momento bebía de su primer chato de vino.



Había sido idea de Rebollo. Carlos Grisca era considerado un hombre muy peligroso. Lucía Odriozola sólo era una mujer, pero aquel hombre había conseguido reducirla y hacerla esperar su muerte sin apenas reaccionar, lo cual demostraba que sabía lo que hacía y sabía hacerlo. Tenía que ser una operación limpia y, además, era básico trincar al sospechoso vivo para poder interrogarlo. Para todo eso, Rebollo necesitaba verlo de cerca, saber cómo estaba de pertrechado.



Carlos Grisca les miró a ambos con un deje de extrañeza en los ojos. También habían previsto eso. Estaba en un pequeño barrio de una pequeña ciudad catalana. Sería más que probable que hiciese semanas que allí no entraba alguien distinto de los parroquianos habituales. Habían hablado de ello y, por eso, Luján fue tranquilo testigo de cómo su compañero siguió el guión a la perfección.



-Señor, ¿podría decirme si hay por aquí una tienda de ropa que se llama Márquez?



Carlos Grisca simuló sinceridad es sus esfuerzos por recordar.



-No, la verdad. ¿Ha interrogado usted a Marco, el del quiosco? Si no lo sabe él, no lo sabe nadie.



Rebollo le dio las gracias, apuró su vino, pagó y salió del establecimiento seguido de Luján.



-Ya sé todo lo que tenía que saber informó.



Estudiaron la casa de Grisca. Comprobaron que si subía a la azotea, podía saltar a la casa de enfrente, porque la calle era muy estrecha. Era un salto muy expuesto para un manco, pero posible. Así pues, Rebollo ordenó a Luján que tomase tres policías armados, subiese a la terraza del edificio de enfrente y cerrase desde ahí una posible huida. Rebollo iría de frente por la puerta.



Se hacía de noche. Silencio. El ritmo de la vida detenido y apenas el murmullo de alguna radio en la lejanía. Luján contaba los segundos. Deseaba que el operativo terminase. Eso significaría tener a Grisca en sus manos. Un hombre que, claramente, conocía el pasado de Anselmo López, la auténtica piedra filosofal de todo aquel caso. Se decía que ni esperaría, que esa misma noche procedería al interrogatorio. Y todo se había hecho a las mil maravillas. Habían llegado hasta la misma puerta de su casa sin que sospechase nada.



¿Perfecto?



Esta misma noche. Esta misma noche, ¿qué?



El interrogatorio.



Grisca no se había dado cuenta de nada. ¿De nada?



Luján pensaba. No dejaba de pensar.



La gente normal no interroga. La gente normal pregunta.



Sólo interrogan los policías.



Expiró todo el aire que tenía. Se irguió. Corrió hacia el borde de la terraza. Miró su reloj. Las nueve y ocho. El operativo se había fijado para las nueve y cinco.



Tomó aire y gritó con todas sus fuerzas.



-¡Isma…!



Pero no terminó. La explosión cortó su grito y le catapultó tres o cuatro metros hacia atrás.




jueves, agosto 26, 2010

Folletín de verano (28)











Cuando pudieron pensar, los policías sintieron, por encima de todo, relajación. Franco estará solo, había dicho Reparaz. Ellos creían que era una forma simbólica de referirse a un atentado. Convencidos como habían llegado a estar, lo que ocurrió, pese a ser un gravísimo acto de indisciplina, les pareció poca cosa.


Además, la demostración de la XVI de Montañeros al paso del Caudillo fue incómoda y comprometida para Franco. Pero para Rebollo, Luján y Azpíriz resultó a la larga ser oro molido. Era como señalar con una flecha a las personas que tenían que interrogar. En los círculos azules de Madrid ya se tenía de antes a la XVI de Montañeros como una de las unidades más politizadas de Falange, más radicalmente falangista. Sin embargo, aquel gesto acabó de señalarlos.


El principal objetivo de la policía durante los días siguientes fue buscar responsables de aquella demostración. Sin embargo, a los investigadores del caso Anselmo López, en realidad eso les importaba muy poco. Les bastaba con saber que el hecho de que Reparaz supiera lo que iban a hacer demostraba cierta connivencia entre el grupo clandestino de anarquistas y aquellos falangistas; y contaban con la indudable ventaja de que Pepe Durán, su objetivo, era manco, así pues muy difícil de olvidar.


Los tres se mantuvieron en segunda fila. Rebollo, lógicamente, fue quien se encargó de dar los recados oportunos en los despachos policiales para que sus averiguaciones fuesen incluidas en los interrogatorios. Pasados unos días el escándalo de El Escorial comenzó a disolverse, entre otras cosas porque, obviamente, la prensa no lo publicó; sin embargo, los interrogatorios continuaron.


Todos los policías coincidían en señalar que cabía apostar a que muchos miembros del XVI de Montañeros conocían a Pepe Durán. Son cosas que se notan cuando se está interrogando, y tienen que ver con cambios de actitud, con brillos en los ojos y, sobre todo, con el lenguaje gestual; la mayor parte de las personas que son objeto de una pregunta incómoda dan la impresión de descubrir repentinamente que tienen manos y que, además, no saben qué hacer con ellas. No obstante, aquellos interrogatorios eran lo que los policías llamaban «conversaciones amables». Todos tenían orden de sus superiores de no alimentar la hoguera. Los díscolos montañeros apenas fueron molestados, y mucho menos fueron objeto de violencia en los interrogatorios. Si decían no conocer a alguien, eran creídos. No había más margen de maniobra.


La solución la encontró Azpíriz. Habían pasado ya casi diez años desde que el navarro comenzase en la Brigada y durante ese tiempo su carácter como policía se había forjado con claridad. Azpíriz no era hombre de acción, ni tampoco alguien con excesivas capacidades investigadoras. No era un líder sino más bien una persona atrabiliaria a la que le costaba relacionarse con compañeros a los que no conociese bien. Pero tenía un punto fuerte, y lo explotaba. Era tremendamente constante y tenía una memoria prodigiosa. Su futuro estaba en los atestados, en las diligencias, en las sentencias. Azpíriz era ese policía que en el fondo hace falta en cualquier comisaría que es capaz de ver vinculaciones imposibles entre datos, o de recordar esos datos para poder vincularlos.


Fruto de esta querencia suya, el agente se empapó de los expedientes de las personas que se iban a interrogar. Expedientes muy cortos, pues ninguno era delincuente o algo parecido. A su lado, Rebollo y Luján hacían llamadas, presionaban a los policías encargados de las gestiones, pero sin éxito. Él parecía estar aburrido, posando las narices sobre los papeles a falta de algo mejor que hacer. Pero una tarde, llegado ya el mes de diciembre, se encontraba con Luján en la vieja sala donde ambos habían comenzado sus carreras policiales y, de repente, musitó con naturalidad.


-Éste. Este tipo nos dirá dónde está el Pepe Durán de los cojones.


Luján se acercó a la mesa de Azpíriz y espió los papeles. Un informe de filiación como cualquier otro.


-¿Qué hay de raro?


-Nada de raro informó Azpíriz.


-¡No, macho, otra mierda de adivinanza, no! ¿Por qué has dicho que nos dirá dónde está Pepe Durán?


-Porque nos lo dirá.


Luján se pasó la mano por la cara, tratando de tranquilizarse.


-Joder, Azpíriz, ¿cuál es el cuento ahora?


El navarro, por toda respuesta, levantó la vista y se quedó mirando a Luján, directo a los ojos. Esto le hizo sentirse algo incómodo.


-¿Qué coño te pasa, eh?


-Luján, nunca me has llamado por mi nombre.


El comentario dejó al inspector completamente descolocado.


-¿Yo? ¿Nunca?


-Tú, sí. Nunca, sí. De hecho, creo que ni siquiera sabes cuál es.


-¡Cómo no voy a saber cuál es!


-Pues dímelo.


-Pues es… oye, tío, ¡estamos investigando un caso!


-Sí. Hace semanas. Puede esperar un poquito. Apenas unos segundos para que me digas mi nombre de pila.


Carlos Luján sintió que la congoja le pesaba en los hombros. Diez años trabajando juntos y, verdaderamente, se tenía que reconocer que para él Azpíriz siempre había sido Azpíriz.


-Tú tampoco me llamas nunca por mi nombre.


-Pero sé que te llamas Carlos. Y no lo hago porque tú no lo haces. Tienes más categoría que yo.


-Eso es una tontería.


-No lo es. Tú eres inspector y yo no. Aquí todo el mundo te admira y te respeta y a mí me consideran uno más.


Apretó los labios. Por un momento, en su rostro se dibujó el fastidio.


-Tú elaboras teorías dijo con voz ronca- y yo cuento cuentos.


Luján sopesó la posibilidad de enfadarse. Pero no pudo.


-Azpíriz, eso es un golpe bajo.


-José Antonio. Me llamo José Antonio.


-Pues eso, José Antonio. No digas que no te respeto.


Pero ya daba igual. José Antonio Azpíriz había decidido que la conversación había terminado en ese punto, y no había nada que Carlos Luján pudiera hacer. El navarro regresó al papel y señaló con el dedo una anotación.


-El padre de este muchacho informó- es presidente de una pequeña orden militar.


-Ya. ¿Y?


-Pues que su abuelo también fue presidente de esa orden y el chico ingresará el año que viene en Zaragoza1.


-Los militares son familias enteras. No veo que hay de nuevo en ello.


-Conozco un poco la orden continuó Azpíriz, como si Luján no hubiese hablado-. Es una reunión de veteranos que trata de cuidar de las viudas de sus miembros y esas cosas. Muy normal.


-Sigo sin ver…


Azpíriz miró de frente a Luján.


-Su abuelo la presidió. Su padre la preside. Él también va a ser militar. ¿No ves que necesita sucederles?


Luján no pudo evitar sentirse algo impaciente.


-Azpi, er, José Antonio, vamos a ver. Es una puta orden de amiguetes, joder. Chocolate con picatostes, partidas de julepe y mucho aguardiente.


-Pero tienen su parafernalia. Acuden todos los años al desfile de la Victoria con banderín propio y celebran su patrón el día de San Luis Gonzaga. Y ese día… Carlos, ese día, si no hay nada raro, Franco les recibe en El Pardo.


Luján se quedó mudo. Comenzaba a comprender.


-Franco continuó Azpíriz- les recibe en su calidad de presidente honorario de la orden. Es el primero del escalafón del generalato y por eso le corresponde el puesto. Por supuesto que al Caudillo toda esta historia le importa una mierda salvo diez minutos al año. Pero, Luján: eso el chico no lo sabe.


-Ajá. Y tú propones…


-No le podemos poner una mano encima. No lo podemos detener, ni retener siquiera. No podemos gritarle ni presionarle. Pero sí podemos invitarle a pensar. Pensar en qué pasaría si Franco llegase algún día a saber que con firmar una esquelita le puede joder la vida; dejarlo sin la presidencia de la orden, echarle de ella incluso.


-No creo que se molestase en hacer eso.


-Pero eso el chico no lo sabe. Y, desde luego, tampoco va a llamar a El Pardo para preguntárselo. Piénsalo. Tiene lógica. Le diremos que Franco no puede aceptar que dentro de diez o veinte años la prensa le haga fotos en El Pardo regalándole una pitillera de plata a un tipo que veinte años antes le dio la espalda a la salida de la basílica de El Escorial.


-Lo mismo es que, verdaderamente, no puede.


-No creo yo mucho en eso. Aquí en Madrid nos visitan amigos americanos, y les reciben los mismos que le hicieron una recepción a Himmler. Diez o veinte años es mucho tiempo.


Azpíriz hizo un gesto de la mano, espantando su propia digresión.


-Todo consiste en hacer aparecer la cosa como un conflicto de la hostia, y rezar para que el capullo no tenga mucha personalidad.


-¡Me cago en la hostia, qué buena idea! Fue todo lo que consiguió decir Luján.


Se encargaron ellos mismos. Esta vez no permitieron intermediarios. Se presentaron a última hora de la tarde y conversaron largo y tendido con el joven que se había convertido en su objetivo. Ni policía bueno-policía malo, ni nada que se le pareciese. Tan sólo se plantaron delante de él y le dispararon a bocajarro. Aun comprendiendo la fogosidad de la juventud, el desaire al jefe del Estado había sido muy grande, y la memoria de Franco era, todo el mundo lo sabía, proverbial. Quizá algún día tuviese que arrepentirse de haber participado en aquella acción. El chico se defendió, ya con cierto temblor en los labios, argumentando que eran varias decenas, que él además estaba al fondo de la formación y que era imposible que Franco lo recordase.


Ya, claro, contestaron los policías. Pero hay un tecnicismo. Ellos, que habían descubierto su vinculación con la orden militar, estaban obligados a recogerlo en el expediente, quisieran o no. Reglamento de Funcionamiento Policial, artículo 456, apartado e, cuarto párrafo. Podía consultarlo si quería. Acertaron al apostar a que un español medio no tendría en casa a mano ningún compendio de legislación sobre orden público, así pues aquel chico no tuvo ocasión de comprobar que le estaban citando una norma inventada. Nosotros, prosiguió Azpíriz con voz suave, tenemos que recoger este aspecto en el informe. Es más: si algún día usted llegase a ingresar en la orden o a ocupar algún cargo en la misma (a ninguno de los dos policías se le escapó el detalle de que, al oír eso, su interlocutor se revolvió inquieto en su sillón), existe un informe preceptivo que se solicita a la policía. Un informe de antecedentes. Usted no tiene antecedentes, pero tiene esto que técnicamente se denomina Nota de Cautela. Y una Nota de Cautela, tratándose de una organización benéfica de carácter castrense presidida por el Caudillo, tendrá que serle comunicada. ¿Aunque hayan pasado veinte años? Aunque hayan pasado ochenta y Franco haya muerto, señor.


El resto fue fácil. Lo dejaron recocerse, torturarse con la idea de futuros problemas. Entró solito en la fase de negociación: ¿qué puedo hacer? Lenta, pausadamente, como si se les ocurriese en el momento, Luján y Azpíriz sacaron el asunto de Durán. Una Nota de Cautela quedaría claramente equilibrada con un informe positivo en materia de colaboración con la policía. Ya sabemos que usted de lo de El Escorial no sabe nada, pero, quizá…


Vistieron a Pepe Durán de persona fogosa que había tenido años atrás una pelea en la que habría herido levemente a otra persona. Era necesario encontrarle porque había que hacerle pagar una indemnización a la que había sido condenado. A propósito construyeron ese caso, insulso, para que el muchacho tampoco tuviese la sensación de ser un delator. Es una chorrada, dijeron, pero, si nosotros pudiésemos escribir que colaboró voluntariamente para localizarlo, toda esta gilipollez sería historia.


Bingo. Aquel muchacho dio dos direcciones, del domicilio y del trabajo de Pepe Durán, alias El Cervantes.


Visitaron la ferretería donde Pepe Durán era dependiente para descubrir que, como habían imaginado, desde el mismo día siguiente a la muerte de Reparaz no había aparecido por allí. En su domicilio tampoco estaba. Pero eso no les desanimó. Ahora las cosas habían cambiado. Ahora ya no tenían que interrogar a montañeros falangistas bajo la orden de no tocarles un pelo ni presionarles. Ahora la cosa iba del entorno de Pepe Durán. Por lo demás, el registro de su domicilio puso las cosas muy fáciles. Debajo de unas baldosas de la cocina aparecieron tres pistolas y un fusil desmontado, así como proclamas y documentación diversa. Una parte no desdeñable de los pasquines era documentación clandestina elaborada fuera de España, en lenguaje muy violento. No era propaganda; más bien como una especie de guías de revolucionario, lecturas para el hombre de acción.


Carlos Luján abrió la espita y dejó que todo el edificio se enterase de que la policía había descubierto el nido de un anarquista; esperó dos o tres días a que sus vecinos se acostumbrasen a modificar la imagen que tenían de aquel manco de camisa azul. Después de eso, no fue necesario esforzarse; la mayoría de los vecinos acudió voluntariamente a declarar a la comisaría.


Conforme llegaban las Navidades de 1957, el panorama se aclaraba, acorde con el optimismo general. Los periódicos y la radio machacaban casi constantemente con el mensaje de que lo peor ya había pasado y que en España volvía a haber de nuevo abundancia. Por doquier se sucedían las noticias y los reportajes sobre esquinas del país recuperando los tiempos que habían creído perdidos de fiestas en hogares calientes, con mesas repletas de manjares. El optimismo del país era también el de Luján y Rebollo. La información de los testigos apenas tenía incongruencias y era muy completa. José Durán Grisca era un hombre correcto pero que mantenía escaso contacto con sus vecinos. No obstante lo dicho, todos o casi todos lo temían, porque en los escasos conflictos que habían tenido con él, apenas pequeños problemas típicos de la vida comunal, había dejado claro que, aún con una sola mano, era capaz de imponer su criterio de forma expeditiva. Por su casa jamás pasaba nadie. Los sábados a mediodía solía quedarse en el portal esperando hasta que pasaba un coche que se lo llevaba, en dirección a la sierra; supusieron que a sus ejercicios de tiro. Ferretero durante la semana, revolucionario de vanguardia los fines de semana.


Las gestiones en el parque de Chamartín de las Rosas también dieron sus frutos. La policía enseñó la foto del manco por ahí y varios testigos recordaron haberlo visto merodear el día que Léntulo Sediles fue asesinado.


Todo se reducía a encontrarlo. Y una vez más, fue la memoria de Azpíriz la que dio con la solución. Cierto día, ya muy cerca de la Navidad, llegó muy excitado a la Brigada y se tiró hacia Luján como si hiciera mucho tiempo que no lo viese.


-¡Creo que tengo algo! Anunció.


A esas alturas, Luján había aprendido a respetar las intuiciones de su compañero, así pues se quedó mirándolo, invitándolo a hablar.


-El nombre completo de este hombre dijo Azpíriz-. José Durán Grisca.


-Lo conozco bien.


-Hay dos elementos muy comunes. El nombre y el primer apellido. El segundo es muy poco normal.


-Azpíriz respondió Lujan, escéptico-, hay millones de personas así.


-Lo sé. Pero a mí me ha hecho pensar. He pensado: un tipo clandestino. Un terrorista. Lo lógico es que su nombre sea falso. ¿Acaso no ocurrió eso con el tipo aquél, Cendoya?


-Eso es cierto.


-Ya. Pero, puestos a inventar un nombre ¿quién se pondría un segundo apellido tan extraño?


Luján se alzó de hombros.


-Probablemente, porque el tal Durán, o como se llame, suplantó a alguien, probablemente algún muerto. Y ese muerto se llamaría así.


-Cierto concedió Azpíriz-. Pero, ¿qué me dirías si yo te dijese que ese apellido está relacionado con la verdadera actividad de nuestro amigo?


Luján se levantó de su silla y se enfrentó a Azpíriz, que estaba de pie junto a la mesa. Su expresión denotaba un intenso interés.


-¿Qué has dicho?


-Que el apellido Grisca puede ser una pista respondió Azpíriz, tranquilo-. O puede que no. Pero es un hilo del que tirar.


El navarro miró al techo, como recargando sus recuerdos y su inspiración antes de seguir.


-Desde la primera vez que leí ese nombre en los informes me inquietó. Tenía la sensación de que ya lo había visto antes relacionado con el crimen, pero no sabía dónde. No te he dicho nada, pero he pasado algunas tardes repasando expedientes, sin encontrar nada.


-… lo cual, como de costumbre, no te ha desanimado.


Un embrión de media sonrisa delató la satisfacción de Azpíriz por esas palabras.


-La solución no estaba en los atestados. Yo había leído acerca de un Grisca, un Grisca que, además, fue un asesino. Pero no fue aquí con un gesto, abarcó la oficina de la Brigada.


Carlos Luján asintió, tomó un cigarrillo, lo encendió, se sentó en la esquina de la mesa y le hizo un gesto a Azpíriz para que hablase.


-La afición por los folletines de sucesos me hizo policía explicó el navarro-. Primero, de niño, leía historietas. Pero poco a poco me fui interesando por las novelitas de historias reales. El 30 de noviembre de 1920, se produjo en Barcelona un asesinato.


-¿Hace casi cuarenta años? ¿Y te acuerdas?


-Fue un asesinato muy sonado. La víctima era diputado.


-Ya sé: Dato.


Azpíriz intentó, torpemente, disimular su incomodidad.


-Eduardo Dato no era diputado, sino presidente del Consejo de Ministros. Y no fue asesinado en Barcelona, sino en Madrid. El diputado del que te hablo se llamaba Francisco Layret.


-No me suena.


-¿Y te suena Luis Companys?


Aunque Azpíriz estaba hablando en un tono más bien bajo, ese nombre resonó en el aire e hizo que un par de cabezas se volviesen y les mirasen con extrañeza. A Luján no le importó.


-¿Te refieres al catalán ése, al fusilado? ¿Al de Pérez Farrás2?


-El mismo. El presidente de Cataluña.


Luján dedicó una mirada torva a Azpíriz. Como siempre con el navarro, era muy difícil saber si su comentario era la constatación de un dato o, más bien, la expresión de un deseo o una opinión. El inspector terminó por concentrarse en la siguiente chupada de su cigarrillo.


-Bueno, vale. Layret, Companys. ¿Companys mató a Layret?


-Difícilmente contestó Azpíriz, sin expresar emoción alguna-. Ambos eran correligionarios. Además, Companys no pudo hacerlo porque estaba preso en un barco en el puerto.


-Hace rato que me he perdido, José Antonio.


Azpíriz torció el gesto, pero continuó como si tal cosa.


-Supongo que no te tengo que hablar del pistolerismo. Años veinte, obreros y empresarios tiroteándose por las esquinas de Barcelona. La ley de fugas…


Luján asintió.


-En el marco de todo aquello, la policía hizo una redada de sindicalistas y los metió presos en un barco.


-¿Campanas era anarquista?


-Companys. No. Pero tocaba los cojones igual.


-Ah.


-El caso es que, el día 30 de noviembre, los del barco se enteran de que los van a sacar de Barcelona. Companys se lo cuenta a su mujer. Su mujer se acojona, y se va a ver a su abogado.


-Layret.


-¿Ves como no estás tan perdido? Al llegar la señora al portal de Layret, éste baja a verla, con sus muletas porque era tullido. En ese momento, cuatro pistoleros del Libre3 se lo cargan.


-Lo cual nos lleva a Grisca.


-Fulgencio Grisca informó Azpíriz, asintiendo-. Uno de los cuatro pistoleros4. Un apellido que no se olvida con facilidad.


Luján aplastó su cigarrillo en el cenicero, mientras negaba con la cabeza.


-Está muy traído por los pelos.


-Tenemos dos posibilidades respondió Azpíriz, sin desanimarse-: Una: el manco suplantó a una persona que se llamaba José Durán Grisca, a la que difícilmente encontraremos. O bien: en el proceso de conseguirse una identidad nueva, a nuestro amigo le pudo el orgullo. No quiso renunciar a su apellido, para él muy preciado. Lo cual sería coherente con su «profesión». Es un pistolero, y le gusta pensar que viene de una estirpe de pistoleros.


Tosió levemente. Solía ser su señal de que había terminado su exposición.


-Además, ¿qué perdemos? Seguir la pista de todos los Gómez del país nos llevaría un siglo. Pero, ¿y los Grisca? Además, si yo tengo razón, sabemos el hilo de donde tenemos que tirar…


La teoría de Azpíriz tomó cuerpo algunas semanas después, entrado ya el año 1958. A la policía de Barcelona le costó trabajo desempolvar viejos atestados y seguir la pista de aquel Fulgencio Grisca que una mañana de noviembre de 1920 había matado a un diputado en Barcelona. También fue trabajoso, una vez encontrado el hilo, sumergirse en la siempre procelosa caterva de hermanos y primos. Luján seguía las investigaciones por teléfono. El resto fue intuición. Cuando un día le llamaron de Barcelona y le informaron de que habían descubierto a un sobrino Grisca muerto en un tiroteo con la policía tras intentar atracar un banco, supo que ésa era la línea que tenía que seguir. Cuando la policía de Barcelona le informó de que de los tres hermanos de aquel hombre había uno del que nada se sabía, supo que le estaban hablando de su hombre. Principiado febrero tomó un tren y se fue a Barcelona. Allí participó en el interrogatorio del único hermano vivo de su objetivo, pues el otro había muerto en la guerra. Se llamaba Pedro Grisca. Tenía una mercería en el centro y les convenció de ser un probo ciudadano. De hecho, el recuerdo de su hermano y de su tío, el del Libre como él lo llamaba, no parecía gustarle demasiado.


Una entrevista más que, sin embargo, habría de ser fundamental en la investigación del caso López.


-Armando y Carlos… mis hermanos, ¿sabe?, eran así como uña y carne. Pero a Carlos lo mataron.


Pedro Grisca bajó la cabeza. Sabía bien que las personas que le estaban interrogando eran, en el fondo, las mismas que habían cometido aquella acción de la que él hablaba.


-¿Eran compinches?


-Algo así contestó el hombre, con un rictus de escepticismo-. Armando era mucho mayor que Carlos, así pues no le dejaba ir con él a, er, bueno, a todas esas cosas a las que él iba.


-¿Lo hacían por dinero?


El testigo se alzó de hombros.


-No sé. Quizá. Dinero, poder… O sea, decían que el dinero lo corrompía todo, pero luego ellos se corrompían por él. No sé…


Carlos Luján entendió aquella respuesta. Un modelo típico de la época.


-Pero no eran propiamente anarquistas.


-¿Del sindicato, y eso? No, no, qué va el hombre negaba casi con violencia-. Ellos decían que eran ellos, que las organizaciones todas acaban imponiéndose al individuo. Esas cosas…


Luján se sentó frente al hombre y le ofreció un cigarrillo. El testigo no habría agradecido con más pasión que le hubiese regalado mil pesetas.


-¿Son ustedes del mismo Barcelona?


-De Sabadell contestó el hombre-. Un barrio ya en el campo, asimilado a la ciudad. Ellos querían levantar allí un ateneo, comenzar desde ahí. Decían que todo lo que hacían era para eso. Pero, claro, cuando eran más jóvenes.


-Luego…


-Luego Armando comenzó a ver la peseta. Se alquiló de matón, comenzó a dar golpes cada vez más ambiciosos. Y vino lo del banco.


-¿Y Carlos?


De nuevo, se alzó de hombres.


-Para cuando mi hermano murió, yo tenía ya veinte años. Me había casado ese año. Estaba en Barcelona y Carlos seguía en Sabadell, aunque yo me traje a mi madre y allí no le quedó nadie. Un día se presentó en casa y dijo que se iba.


-¿A Madrid?


-No lo dijo.


-¿Y eso fue?


-En el 32. Septiembre del 32.


-¿Y no ha vuelto a saber de él?


-Sí. Bueno, en la guerra, no. Cuando estalló la guerra no sabía si estaba vivo o muerto ni dónde estaba. Pero apareció en el invierno del 38. Llevaba galones republicanos, de teniente, y había perdido el brazo. Discutimos.


-¿Por qué?


Pedro Grisca, más que fumar, devoraba su cigarrillo.


-Yo quería marcharme. A Francia. No había hecho nada. Tan sólo responder a la leva cuando llegó. De soldado me pegaron un tiro en el pie, fue una suerte. Veinticinco años y en casa. Pero se decían tantas cosas… No sé. Los moros…


Luján hizo un gesto con la mano, como intentando señalarle que no importaba que hubiese criticado a las gloriosas tropas de Franco; que pasara página y siguiese hablando. Eso tranquilizó al hombre.


-Carlos apareció por casa con su uniforme de teniente y modos de quien tiene la situación totalmente controlada. Aparcó un coche de la hostia a la puerta de mi casa en una ciudad en la que alguien que tuviese una bicicleta era ya el mandarín de la China. Repartió unas butifarras que nosotros habíamos olvidado que existían.


-Un republicano próspero…


-Sí. Pero raro. Porque todos los… republicanos prósperos, como usted les ha llamado, en aquel invierno, iban en dirección a Figueras primero, y a la frontera después. Para entonces lo del Ebro ya se había ido al carajo5. Todos huían a Francia. Menos Carlos.


Luján sonrió. Le ofreció otro cigarrillo.


-Déjeme seguir a mí. Su hermano le contó que el futuro estaba en Madrid, no en el exilio. Le dijo que había hecho contactos. Que lo tenía todo previsto.


Pedro Grisca miró a Carlos Luján con los ojos muy abiertos e, incluso, empalideció.


-Me… -balbució-… me dijo que la guerra era absurda. Que había descubierto que en ambos bandos había gentes iguales. Con las mismas ideas. Que todo había sido una conspiración para joder a los obreros. Que en la España nacional había una revolución en marcha…


-Y le invitó a unirse a ella.


Grisca no contestó. Parecía ensimismado en su pensamiento, en su discurso.


-Yo quería abandonar Barcelona. Pero… ¡para ir a Madrid! Lo que más me jodió es que ni siquiera se avino a ayudarme a sacar a mi mujer y a mi hija. Lo mandé a la mierda. Me miró con sonrisa de chulo, se dio la vuelta y desapareció. Juro que no lo he vuelto a ver.


Para entonces, Pedro Grisca estaba al borde de las lágrimas. Carlos Luján no estaba allí para presionarlo, así que lo dejó fumar un rato mientras pensaba en lo que le acababan de contar. Luego, cuando le vio más tranquilo, metió la mano en su gabán y buscó en un bolsillo interior un mazo de documentos que se había acostumbrado a llevar siempre consigo. Eran la partida de nacimiento de Julio Cendoya, que ahora sabía falsa; una foto del propio Cendoya obtenida de su expediente de divisionario; otra del cadáver de Higinio Longares; y, por supuesto, las pruebas que había encontrado en la casa de Anselmo López. Lo llevaba todo encima, atado con una goma, consciente de que le podía hacer falta con algunos testigos. Por ejemplo, Pedro Grisca.


Quería enseñarle la foto de Julio Cendoya.


-Sólo una cosa más. Aquel día, en 1938, ¿iba solo su hermano?


-No contestó el hombre, más tranquilo-. Había otra persona con él.


Carlos Luján desató los documentos. Al ir a sacar la foto de Cendoya, se le resbalaron y cayeron todos sobre la mesa. Chasqueando la lengua con fastidio, tomó la foto de Cendoya y se la presentó.


-¿Era éste el hombre que lo acompañaba?


Pedro Grisca remiró la foto con atención. Luego negó con firmeza.


-No, no. Seguro que no.


Luján suspiró. Al menos, había que intentarlo. Comenzó a recoger sus documentos. Pero, repentinamente, lo que escuchó le heló el espinazo.


-No era ése decía Pedro Grisca-. Era éste.


El dedo de Pedro Grisca estaba posado sobre la foto en la que dos hombres, uno maduro y gordo y otro joven y fibroso, posaban sonrientes en la calle Alcalá, con la Gran Vía al fondo.


Y señalaba a Anselmo López.





1 La Academia General Militar.



2 Luján se refiere a Enric Pérez Farrás, que en 1934 era responsable de Seguridad de la Generalitat de Cataluña y que secundó la rebelión liderada por Companys para declarar la República Catalana.



3 El llamado Sindicato Libre era la organización sindical enemiga de la CNT. Estaba formada sobre todo por trabajadores de ideología carlista y conservadora y, al igual que los anarcosindicalistas, tenía pistoleros en su seno.



4 Los otros tres fueron Fulgencio Vera, Ángel Coll y Carles Baldrich.



5 La batalla del Ebro.