miércoles, diciembre 22, 2010

O se entiende, o no se entiende

Iba a despedirme a la francesa, es decir por el procedimiento de quedarme simplemente callado hasta el regreso de mis vacaciones ya el año que viene, pero finalmente he cogido ánimos para escribir unas líneas.

El 20 de octubre de 1931, los gestores de la recién estrenada II República Española tenían algo ya bien claro sobre ella misma: era, además de otras cosas, un casi insoluble problema de orden público. En realidad, desde el mes de abril no habían dejado de pasar cosas feas. Había elementos monárquicos que no se habían tomado muy bien lo del cambio de régimen. Había elementos en el mismo régimen que se habían tomado demasiado bien el cambio, asumiendo que la República les permitiría cositas como quemar iglesias y conventos; y es un hecho que les dejó. Por último, también había en España grupos que, sin ser puramente republicanos, habían visto la llegada de la República con unas ilusiones que, sin embargo, apenas meses después se les empezaban a ajar, por lo que habían comenzado ya a montar sus acostumbradas violentas algaradas sindicales.

El régimen sentía su necesidad de defenderse; y se defendió el 20 de octubre con la aprobación de un texto legal que, en algún que otro foro y forillo, he calificado yo, y por la presente recalifico, como protofascista o protodictatorial.

Resulta curioso lo poco, poquísimo que se habla en los libros de Historia sobre esta Ley de Defensa de la República. Que yo sepa, por no haber no ha habido todavía ni un historiador que se haya enterrado en vida en los sótanos del Ministerio del Interior (y digo esto porque supongo que allí tendrán sus archivos, si es que los conservan) para hacer la nómina completa y exacta de todos los actos del entonces llamado departamento de Gobernación que provocó dicha ley. Sea como sea, la ley en sí es una cuestión batallona para los aficionados a la Historia. Aquéllos que se sienten más cercanos a los planteamientos de las izquierdas republicanas la ven una ley lógica para un régimen que estaba siendo acosado; uno, viene a decir este argumento, cuando es agredido, se defiende. Otras voces más críticas suelen recordar la crítica que recibió esta ley en sus tiempos contemporáneos por parte de las derechas. Una vez que hubo Constitución se le dijo, por ejemplo, al presidente Azaña que, cuando enviaba ejemplares de la misma a embajadores y otros receptores significados, debería hacer acompañar la Carta Magna con una copia de la LDR para que el lector se pudiese hacer una impresión cabal del ordenamiento jurídico español. Y decían eso porque, en su opinión, la LDR era una ley que, en la práctica, anulaba la Constitución.

¿Qué dice la LDR? Pues, sucintamente, dos cosas. En primer lugar, dice qué es ser enemigo de la República. Entre las cosas que definen en la LDR al enemigo de la República hay algunas que tienen mucho sentido: resistirse a la autoridad, tener armas ilícitamente, fomentar el golpismo militar... Pero hay otras de difícil pase. Por ejemplo, según la ley «toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado» es ser enemigo de la República. O sea, que si hoy estuviese vigente la ley, decir, un suponer, que el Tribunal Constitucional no funciona o no sirve para nada sería colocarse bajo la aplicación de la Ley; tampoco se podría criticar a las autonomías. Otra disposición nos dice que es enemigo de la República quien haga apología del régimen monárquico y/o exhiba sus símbolos. Aplicando el Derecho comparado, si la LDR, como pretenden algunos, era plenamente democrática, entonces sería plenamente democrático que la actual monarquía española prohibiese la apología de la República y el uso en público de su bandera. Con un par.

La segunda cosa que dice la LDR son las cosas que le pueden pasar a un enemigo de la República. El enemigo, según dicha norma, podía ser confinado, desterrado o multado; podía ver interrumpidos sus actos públicos, clausurados sus locales, intervenidas sus cuentas e incautadas sus armas.

En los dos párrafos anteriores hay, a mi modo de ver, tralla suficiente para sacarle los colores a la Ley de Defensa de la República. Con todo, todavía no hemos dicho lo peor. Lo peor de esa ley es que otorgaba la función de aplicarla al ministro de la Gobernación.

Es éste un punto que, cuando menos en mi experiencia, resulta difícil de transmitir cuando se discute con algún aficionado a la Historia proclive a hacer un juicio comprensivo de la II República. Cuando menos mis interlocutores habituales no parecen ser capaces de enteder, o yo de explicarles, que el hecho de que una norma con unas previsiones tan duras (recordemos que prevé hasta el extrañamiento) pueda aplicarse sin participación del poder judicial, la convierte en una ley sospechosa. Que la Ley de Defensa de la República otorgue a un ministro la potestad de aplicarla convierte a ese ministro en un Guardián de la Revolución; ahí reside su carácter, más que no democrático, antidemocrático.

La LDR colocó en manos de un gobierno que, como todos los democráticos, es todo lo provisional que quieran los votantes, en posición de actuar impunemente contra quien le diese la gana. Como digo, las calificaciones del «enemigo de la República» son tan genéricas e interpretables que casi cualquiera que nos ponga la proa puede ser objeto de la acción punitiva ejercida desde un ámbito administrativo, y no judicial. Los defensores apostillan: pero, ¿y si se ejerce ese poder con mesura? Y yo respondo: ¿y si se ejerce con desmesura?

Pasado un rato, la conversación se acaba. Se llega a uno de esos puntos binarios: o tu contraparte entiende algo, o no. Si lo entiende no hay discusión posible, pues la interpretación es evidente. Y si no lo entiende también se ha acabado, porque por mucho que se le explique, no lo va a entender. Es como intentar convencer a un perturbado de que no se prenda fuego; el mismo hecho de tener que convencerle nos está diciendo que ello no será posible.

Me he acordado estas horas de esta movida leyendo en internet las noticias sobre la borrascosa votación de ayer sobre la conocida como Ley Sinde. He visto y he leído un montón de reacciones más o menos exageradas, algunas de ellas muy vistosas por tratarse de valoraciones hechas por personas con una importante imagen pública. Los autores, los creadores, han puesto el grito en el cielo; la ministra dice que nos van a mandar a la VI Flota porque en Estados Unidos no se habla de otra cosa. Y así mucho, como dicen que decían del Bolero de Ravel.

En fin. La discusión sobre los derechos de autor, sobre qué es y qué no es la propiedad intelectual en el siglo XXI, es una discusión que está pendiente de tener. Ambas partes, esto es autores y consumidores de autorías, no parecen demasiado animados a iniciarla; pero tendrán que hacerlo, porque lo que es un hecho es que el mundo ha cambiado y hoy las cosas ya no son como hace apenas quince o veinte años. Los derechos de autor, tal y como los concebimos hoy en día, son como los fielatos y almojarifazgos medievales: el mundo, hoy, ya no los permite como han sido hasta ahora. Su alternativa es cambiar, o no ser.

Pero lo que los defensores de la Ley Sinde no parecen entender es que hay un elemento previo a la justicia o injusticia de la relación entre piratería y derechos de autor. Como en la LDR, el problema no es ya quién y cómo se va a ver afectado por ella; el problema es que su aplicación, en sí misma, no es democrática.

En realidad, lo que los autores no entienden es que la enorme torpeza de esta ministra, la soberbia con la que ella y los de su cinéfilo barrio parecen estar acostumbrados a llevarse siempre el gato al agua, es la culpable de la situación. Los británicos suelen decir (aunque al parecer no es cierto) que la forma de cocinar una rana viva es meterla en agua fría, luego poner la olla bajo un fuego muy bajo, e irlo subiendo muy poco a poco. Tal y como están las cosas, la previsión de que la aplicación punitiva de la ley vaya a correr por cuenta de una instancia no judicial viene a suponer tirar la rana a las brasas directamente. En cuanto los políticos han descubierto esto, y han descubierto que hay millones de ranas en la acequia, han salido huyendo como posesos. Normal.

Se suele decir: bueno, pero, ¿acaso un ayuntamiento no cierra una carnicería cuando no reúne las condiciones sanitarias mínimas? Pues sí. Pero es que resulta que comer carne no es un derecho fundamental en España; y el derecho a la información, sí. Y se responde: pero las páginas que se hubieran cerrado no son páginas de información. Y esto tiene la respuesta: cierto. Si la ley se aplica con mesura, no hay problema. Pero, ¿y si se aplica con desmesura? Ítem más: si un legislador tiene, porque siempre la tiene, la posibilidad de encomendar a la judicatura la decisión sobre una materia y aún así se la abroga personalmente, ¿no da derecho eso a sospechar que pretende aplicar dicha potestad con cierto nivel de desmesura? Si tan ponderado y cuidadoso pretende ser, ¿por qué no deja trabajar a los jueces?

No niego que la protección de los derechos de autor en España necesite de un reforzamiento que equilibre efectos negativos que actualmente se producen. Como no niego que la Ley de Defensa de la República, lejos de ser una conachada inventada por cuatro políticos aburridos después de una noche de juerga, fue la respuesta a una necesidad sentida por las fuerzas republicanas. Pero la legitimidad de fondo no puede servir de eximente para el error de forma.

O se entiende, o no se entiende.

lunes, diciembre 20, 2010

La I República (y 3)

La discusión de la Constitución de la I República se hizo a pelo puta, en tres días de agosto, del 11 al 14, en unas Cortes medio vacías. En realidad, el centro de la vida de la nación no discurría por el salón de plenos, sino en el exterior. La discusión de una nueva Constitución parecía una broma estando el país, como estaba, sumido en una nueva ofensiva carlista y el recrudecimiento del cantonalismo. Las masas, en ocasiones abiertamente secesionistas, se hicieron con el control de poblaciones como Sevilla, Cádiz, Málaga o Granada. Buena parte de los sostenes republicanos burgueses se acojonaron con esta dinámica; un sentimiento perfectamente justificable.

El 30 de junio, el ayuntamiento de Sevilla decreta la conversión de la ciudad en una república social. El intento no salió bien, pero no impidió que los más radicales diesen un paso más adelante con la proclamación del cantón sevillano el 19 de julio, es decir un día después de la dimisión de Pi i Margall. Buena parte de estos movimientos cantonalistas no hacían otra cosa que llevar a la práctica ideas expresadas años atrás en el plano teórico por el propio Pi. Y es que, cuando se tiene una mínima esperanza de llegar al poder, más vale ser cauteloso con lo que se dice y se escribe en esos años, no sea que después nos saquen los colores. En Alcoy, el cantonalismo se tiñó de evidentes colores de revolución social y antiburguesa, y su sofocamiento acabó muy mal.

La República buscó su supervivencia en el aumento de poderes en manos de Pi, quien probablemente no los quería. Aún así, hizo intentos por sacar adelante las leyes duras que el momento necesitaba, pero no pocos de sus socios de gobierno se negaron, dándole la excusa ideal para dimitir el 18 de julio. Por 119 votos contra 93, fue nombrado en su lugar un catedrático de Metafísica, Nicolás Salmerón. Salmerón estaba convencido de que la salida para la República era desbastarla de sus veleidades revolucionarias, restituyendo el orden burgués, lo cual sólo se podría hacer con el concurso del Ejército. Por ello, durante el verano buena parte de las rebeliones cantonales, aunque ahí seguía el ejemplo de de Cartagena, fueron sofocadas.

A pesar de haber realizado esta política de orden, Salmerón era un convencido de los derechos civiles que hubo de hacer todo aquello por la obligación del momento. Probablemente estaba deseando dimitir y cuando, como consecuencia lógica de aquel proceso de endurecimiento y orden, fue restablecida la pena de muerte en España y se dictaminó su aplicación en la persona de dos cantonalistas, aprovechó para dimitir.

Detrás de Salmerón, el insigne orador Emilio Castelar obtiene, el 13 de septiembre, plenos poderes de mando. Años después, el viejo político republicano, plenamente integrado en el esquema restauracionista como verso suelto asimilado, diría aquello de que si la república regresase a España debería ser «con más Guardia Civil»; sin embargo, los poderes que recibió fueron muy amplios. Castelar envió a los diputados a casa hasta enero y suprimió algunas garantías constitucionales. Es el primer presidente de aquella República que trata de alcanzar algún tipo de entente con las fuerzas vivas del país, las cuales hasta entonces han permanecido ajenas a todo o casi todo. Castelar restablece el 21 de septiembre la siempre conflictiva arma de Artillería, hace un llamamiento de 80.000 reclutas y suprime la redención del servicio militar mediante pago en metálico, una medida puesta en marcha en su día por Mendizábal para poder financiar la primera guerra carlista y que ha sido una de las cosas más socialmente discriminatorias que jamás han existido en España. Castelar pactó, asimismo, con la Iglesia y con el capital financiero. Para financiar las nuevas Fuerzas Armadas, no dudó en imponer impuestos extraordinarios y firmar empréstitos.

Con este esfuerzo financiero y de poder, el ejército constitucional adquirió por primera vez algo parecido a la fuerza que ha de tener un ejército en un país cercado por rebeldías, y pudo por fin enfrentarse con eficiencia al desafío carlista, así como luchar contra el cantonalismo. Por esas fechas la República, por si fuera poco, tuvo que enfrentarse a un nuevo brote insurreccional en Cuba. Desde que el general Prim, con escasísima inteligencia política en mi opinión, había decidido prestar oídos sordos a los cubanos e incluso engañarlos haciéndoles creer que el nuevo régimen de libertades español también beneficiaría a sus aspiraciones, el tema cubano había estado enquistándose e infectándose, y para entonces dio la primera señal del emputecimiento que acabaría por hacer crisis en 1898.

Las últimas semanas del gobierno Castelar tuvieron un contenido sobre todo económico. Todavía seguía en pie la rebelión de Cartagena, pero su final se veía venir. Quizá el tema os suene. Finalmente, un periodo dilatado de gasto público desbocado, con escaso retorno en forma de recaudación sólida de impuestos y crecimiento económico, hizo que Castelar tuviese que ocupar sus horas en tratar de recuperar para España el crédito internacional que se desvanecía por momentos. Se preparó una emisión superior a los 200 millones en billetes hipotecarios al 8% anual, que sin embargo nunca llegaría a realizarse.

En enero, reunidas las Cortes de nuevo, Castelar se sometió a una especie de moción de confianza, y prácticamente nadie en el Parlamento le apoyó. Fue la tarde del 2 de enero de 1874, y la sesión culminó con la dimisión de Castelar. Como ésta ya se veía venir, el capitán general de la plaza madrileña, Manuel Pavía, había previsto la disolución de las Cortes si se producía esta nueva crisis.

Castelar pronuncia un discurso en su habitual estilo florido. Sus antecesores, Pi i Margall y Salmerón, responden saltándole a la yugular. Un diputado llamado Olías solicita se vote una proposición que agradece al gobierno el desempeño de sus funciones. La proposición es derrotada por abrumadora mayoría. En ese momento, y como no puede ser de otra manera, Castelar dimite.

A las siete de la tarde, dan comienzo las votaciones para formar un nuevo gobierno, de corte más izquierdista. Salmerón, que preside la sesión, anuncia que ha sido informado de que el ejército ha tomado los puntos neurálgicos de la ciudad, que el general Pavía intima a las Cortes para que se disuelvan, y que se dirige para allí.

El salón de plenos se convierte en un pandemónium que nada tiene que envidiar a esos pollos del parlamento taiwanés que de vez en cuando nos ponen en los telediarios. En medio de esas discusiones a voz en grito y el caos, un capitán de infantería (no el propio Pavía, como mucha gente cree erróneamente) entra en el salón y grita: «¡Fuera! ¡Esto se ha terminado!».

La gran similitud de esta escena con la del teniente coronel Antonio Tejero entrando en el Congreso el 23 de febrero de 1981 y gritando «¡Quieto todo el mundo!» hizo a Santiago Carrillo, presente en su escaño (y miembro de la escasa terna, formada por él mismo, Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado, que no se metió debajo de la mesa cuando sonaron los disparos), comentar: «Ha tardado en llegar el caballo de Pavía». Lo cierto es que, que yo sepa, Pavía no entró en las Cortes a caballo, y tampoco sus intenciones fueron exactamente las que adivinamos en los golpistas del 23-F. Y digo «adivinamos» porque las intenciones últimas de dichos golpistas, qué gobierno iban a formar, a quién le iban a ofrecer colaborar con él y a quién no, qué pensaban hacer con la Constitución y con la institución parlamentaria, son cosas que, como digo, cuando menos yo no tengo demasiado claras.

Las intenciones de Pavía, sin embargo, sí están bastante claras. Las tropas que le acompañan están desalojando la sala cuando llega el general, quien anuncia la constitución de un gobierno con todos los partidos, salvo el carlista y el federalista. También aclara que no piensa ponerse al frente de dicho gobierno, y afirma la candidatura para ello del general Serrano. La persona de Serrano está cuidadosamente elegida, en mi opinión. Persona de acendrada simpatía en los salones monárquicos (hay quien dice que en el salón de la reina gozaba de bastante más que de mera simpatía), es también un héroe de la Gloriosa; es, por lo tanto, uno de los que en Irán se llaman Guardianes de la Revolución. A mi modo de ver, el movimiento de Pavía no es exactamente un movimiento reaccionario al estilo de los que estamos acostumbrados a verle al Ejército español en los últimos doscientos años. Es un intento de colocar la República por un carril que excluya los radicalismos y ponga el orden burgués en primera línea de prioridad. Otra cosa distinta, pero no distante, es que esta estrategia hubiera de llevar, por lógica, a la restauración monárquica.

Pavía, pues, no acabó con la República. Aunque sí acabó con la República democrática, dueña de sus propios destinos, y la colocó bajo la estrecha vigilancia del ejército, en un proceso que, casi un año después, acabaría con el regreso de la dinastía francesa tras el grito de Sagunto. Poco a poco, pues, durante el año 1874 acabaría sus días este experimento tan teóricamente bienintencionado como caótico.

Cuenta Joaquín Pérez Madrigal en uno de sus libros que en la mañana del 14 de abril de 1931, mientras unos tipos colocaban una bandera republicana en el Palacio de Comunicaciones de Cibeles, mientras en Eibar se proclamaba la República, mientras el conde de Romanones y Niceto Alcalá-Zamora negociaban el futuro de Alfonso XIII, José Salmerón, nieto si no me equivoco de Nicolás Salmerón (las cuentas no me dan para que fuera hijo), charlaba con sus adeptos en un club federal de Madrid, ante la atenta mirada del propio Pérez Madrigal. Aquel Salmerón estaba exultante porque veía cercano el regreso de la República: en unos meses, decía, sabiendo administrar bien lo que ya parecía una evidente derrota del academicismo sociopolítico monárquico, el régimen debería cambiar. El que fue motejado un día como el primer jabalí de las Cortes republicanas nos recuerda en sus páginas, pues, que, en realidad, lo que pasaría en las siguientes horas, es decir la inmediata llegada de la República, fue una sorpresa para muchos.

Ya he comentado en mi post sobre José Canalejas que el malogrado político liberal solía decir aquéllo de que «en política, todo lo que no es evolución, es revolución». A la I República le pasó exactamente esto. Ocurre muy a menudo en la vida que algo cuya ocurrencia ambicionamos largamente acaba pasando en el momento menos adecuado, y de repente. Quién no ha suspirado en el bachillerato por aquella rubia despampanante que escoge para hacernos caso precisamente el día en el que nos hemos echado otra novia. Cuando se trata de meros casos de social intercourse en plan Física o Química, la cosa no pasa de las naturales decepciones a las que todo homo sapiens está expuesto. En la vida de los países, sin embargo, estas largas esperas no suelen llevar a nada bueno.

El sueño republicano, en el que se encuentran acrisolados otros sueños liberales decimonónicos (pacifismo, obrerismo, libertades civiles...), esperó demasiado. El giro constitucional de la monarquía provocado por Riego fue una decepción. 1848 fue una decepción. La propia Gloriosa fue una decepción para muchos que la querían ver llegar más lejos. En el patio de atrás de nuestra casa, para más inri, comunas y otras vainas ponían el ejemplo de lo que bien podía también ocurrir aquí.

El carlismo, que es una mezcla interesante de ultraconservadurismo político, agrarismo radical y foralismo, perdió la inmensa guerra civil que es el siglo XIX; pero, desde algunos puntos de vista, la ganó. La presencia constante del carlismo en la vida española genera en el poder monárquico un miedo también constante a la excesiva deriva liberal; sentimiento que, en todo caso, va a favor de corriente teniendo en cuenta la escasa penetración que los avances del siglo consiguieron tanto en casa de los Borbones como en la otra casa de al lado que les prestaba legitimidad y consejo, es decir la Iglesia católica española. La acción del ticket Fernando VII-Isabel II, que en realidad es el tricket Fernando VII-Isabel II-Vaticano, sendos en todo o en parte instalados ideológicamente en el siglo anterior, tapona la vía reformista y progresista, arrastrando cada vez más a los colectivos políticos y sociales que apoyan dicha vía a una insatisfacción que tiene su expresión más violenta en el suicidio de Mariano José de Larra.

En 1869, un grupo de militares progresistas, aliados con las fuerzas burguesas de izquierdas (de la izquierda de la época, ojo), impulsaron una revolución que creyeron poder domeñar. Creyeron poder convertirla en evolución canalejiana. La cosa les salió mal. Republicanos de corazón, creyeron que un rey se puede inventar poco menos que de la nada y, lógicamente, se equivocaron, porque la monarquía es una marca y a la gente, nos pongamos como nos pongamos, no le da igual beber Pepsi que Coca, no le da lo mismo vestir Zara que Desigual.

Cuando el dique de Prim se fue a tomar por culo, el agua bajó torrentera y desbordada, en un proceso que ya nadie pudo parar. Siendo Castelar, sin duda, el político republicano más cercano a posiciones de orden y concierto, antirrevolucionarias que diría un analista marxista, puede haber quien piense que si hubiese tomado la magistratura de la nación el primero, lo mismo habría podido enderezar la cosa. Yo no creo en ello. Primero que todo, la proposición es una tautología; abdicado Amadeo, la pulsión de las fuerzas más radicales del republicanismo español era tan fuerte que Castelar jamás habría sido votado para dirigirlos, pues todos lo conocían.

Figueras fue una transacción de ese radicalismo, que, cauto y calculador, quiso poner al frente del país a una figura que había visitado muchas veces, disfrazado de florón decimonónico con frac, fajín y toda la pesca, al rey caído; así pues, podía considerarse como una bisagra entre lo viejo y lo nuevo. El nombramiento de don Estanislao, sin embargo, fue un error, por razones dos: una, porque nunca dejó de ser un rehén de la mano que verdaderamente mecía la cuna de la República, una mano federalista, antimilitarista, con ribetes obreristas en algunos barrios de las Cortes; otra, porque carecía él mismo de la voluntad necesaria para abordar las políticas de estabilidad y orden que esa media España de misa, renta vitalicia y buenas costumbres, que para desgracia del progresismo no se volatilizó en el 68, exigía para que el nuevo momio le gustase un tantito.

La I República, en efecto, fue un régimen que, durante los primeros seis u ocho meses de su agitada existencia (la gran parte de la misma, pues) no hizo nada por bienquistarse con los antiguos inquilinos de la finca llamada Poder. Hizo como que toda esa gente no existía o, mejor dicho, consideró que esa España merecía el más radical de los vacíos. Enferma de exceso de confianza en el progreso (gran enfermedad del siglo, hijo del optimismo enciclopedista y de la influencia de los creyentes en la ciencia, que tienden a considerar que las sociedades no se distinguen de un dimetilsulfato cualquiera), la nueva España republicana arrinconó a esa otra España que desprecia cuanto ignora, como escribiría décadas después Machado ignorando él mismo que dicha actitud, desgraciadamente, no es privativa de aquéllos a quienes él criticaba por sostenerla; pues las izquierdas, a lo largo y ancho de nuestra reciente Historia, también han ignorado muchas cosas, y todas ellas, sin excepción, las han despreciado.

La llegada a la presidencia republicana de Pi i Margall era algo lógico, como lo era la deriva federalista que con seguridad comportaría; pero marcó el punto más elevado de la catástrofe. Si este bloguero fuese marxista, debería escribir aquí que el pimargallismo no fue otra cosa que el enfrentamiento del esquema republicano con sus propias contradicciones. Pi había escrito y dicho muchas cosas en los tiempos en los que probablemente no tenía la más mínima ilusión de llevarlas a cabo; por otra parte estaba, ya lo he escrito en estas notas, impregnado de ese barniz debuenismo, más que roussoniano, bambinesco, que se aprecia en la mayoría de las elaboraciones intelectuales que rozan el anarquismo. En verdad, pensar que el hombre no necesita Derecho, ni dinero, ni policía, ni jueces, para formar sociedades, exige que imaginemos a ese hombre como un ser que tiende al bien por naturaleza; que es, incluso, renuente o incapaz de llegar al mal. Pi i Margall traslada este esquema de exacerbado, decimos hoy, optimismo antropológico, a la teoría de la organización del Estado, imaginando un Estado que es muchas cosas menos eso mismo: un Estado. Pi no es un nacionalista a la usanza que hoy los vemos; es un localista, un asambleario que considera que el poder nace en el momento que la más pequeña célula de organización social, la villa, se reúne para hablar sus cositas; y que todo el poder que surge detrás no es más que cesiones de poder realizadas por esa célula primigenia.

El cantonalismo es una reacción exacerbada que se mezcla con muchas cosas, entre ellas el puro y simple matonismo bucanero. Pero eso, a mi modo de ver, no exime de culpa a los teóricos republicanos, que le dieron carta de naturaleza. Y es que a mucha República española le dio igual compartir sus ideas con filibusteros, con tal de llevarlas a cabo.

Tenemos, pues: uno, una sobrerreacción provocada por una espera histórica demasiado dilatada; dos, una política sectaria que pretende construir un país democrático sin contar con el concurso de medio país; tres, alimento de la radicalidad; cuatro, alianza estratégica incluso con elementos ajenos a todo orden y pacto, con tal de que se avengan, cuando menos en principio, a ser sostén de las ideas que se quieren llevar a cabo.

Acabamos de citar, de alguna manera, los cuatro elementos que llevaron al desastre a la II República española. Pero estamos hablando de la primera.

Ahí reside, en mi opinión, la importancia de estudiar este periodo histórico. Es obvio que la marca dejada en nuestra Historia por la II República es más profunda que la dejada por la I. Pero esta I República tiene, a mi modo de ver, una extremada importancia, porque de alguna manera, con sus circunstancias particulares, y en un entorno distinto, fue el laboratorio de los errores que se cometerían sesenta años más tarde. Seis décadas después, por lo tanto, da la impresión de que no se había aprendido nada, y los mismos problemas surgieron, se gestionaron de forma parecida (o incluso más radical, como ocurre con la cuestión religiosa); y, para nuestra desgracia, la catarsis final fue exponencialmente más dolorosa.

En 1874, los diputados republicanos salieron de las Cortes por su propio pie, encabronados, monitorizados por un directorio militar, pero enteros. En 1936, el medio millón de españoles que debió nacer en tiempo de paz y no lo hizo en tiempo de guerra, más los centenares de miles de muertos que quedaron en los campos, pagaron el pato.

domingo, diciembre 19, 2010

La I República (2)

A finales de marzo, en efecto, Figueras consiguió disolver las Cortes y convocar las elecciones que se han tenido por las más libres de la Historia de España hasta la llegada de la democracia. Sin embargo, que fuesen libres no quiere decir que no fuesen complejas ni dificultosas. En realidad, fueron también el espejo de la realidad existente en el país, ya que tanto los ultraconservadores como los conservadores moderados se unieron a la extrema izquierda en su rechazo a los comicios, lo cual provocó índices de abstención siderales. En Barcelona, para que nos hagamos una idea, de 63.000 personas con derecho a voto, votaron 17.500. Cuarenta de los diputados de las nuevas Cortes fueron elegidos con menos de 1.000 votos.

Fue una victoria sin paliativos del republicanismo. Los republicanos obtuvieron 348 escaños, por 22 los radicales, 4 los conservadores y 2 los alfonsinos. Y es que, no es por nada, pero hasta 1977, casi cada vez que a los españoles les han dejado votar sin cortapisas, han votado república. Las nuevas Cortes, a propuesta de su presidente, el marqués de Albaida, declararon la forma de gobierno de España como república federal.

Según las previsiones constitucionales, Figueras debía resignar el gobierno tras las elecciones. El nuevo Ejecutivo le fue encomendado a Pi. Sin embargo, el político federal quería un gobierno libre y sin ataduras, poco vinculado a las fuerzas principales de las Cortes, y no logró sacar adelante su propuesta, por lo que las miradas se volvieron hacia Figueras. El político, sin embargo, declinó la invitación. Encabronado con su otrora gran compañero Pi, Figueras realizó un movimiento inusitado en la Historia de España. Dimitió de sus cargos casi clandestinamente ante un vicepresidente de las Cortes (inciso: ¿cuántos vicepresidentes del Congreso o del Senado sabes citar de memoria? Pues ahí tienes la exacta imagen de su importancia), y tomó un tren hacia Canfranc, por donde salió de España. En esa población hizo sus primeras declaraciones, aseverando que dejaba un país con «los ánimos agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la Administración desordenada, el Ejército perturbado, la guerra civil en gran pujanza y el crédito en gran mengua».

El gran movimiento que había provocado la reacción de Figueras, finalmente, se concretó: el nombramiento de Pi i Margall para la primera magistratura de la nación. Pi i Margall, admirador irresctricto de Proudhon, tenía enormes convicciones democráticas, pero un planteamiento federal cuyos errores dejaría bien clara aquella I República. Margall no creía, ni de lejos, en la autonomía regional que tenemos hoy en día; de hecho, la autonomía regional es, para mí, un invento castelariano para herir de muerte el pimargallismo. En realidad, lo que era Pi i Margall es aquello que, en mi opinión, debe de ser todo aquél que se quiera considerar federal: un localista. Creía, fundamentalmente, en el poder local, puesto que el Ayuntamiento es la primera asamblea de ciudadanos. En un esquema preñado, como suele ocurrir con todas las cosmovisiones anarcoides, de excelentes pensamientos y un buenismo exacerbado, Margall creía que una nación puede construirse a base de la unión libre de los municipios libres. Todo lo que nación hiciese procedería de una serie de pactos desde la base que respetasen de forma radical la libertad del individuo (sobre todo, la de pactar o la de no pactar).

El pimargallismo, por lo tanto, por mucho que suponga un interesante soplo de libertad en una Historia como la nuestra, bien necesitada de esos vientos, llevaba en su seno el germen del caos que acabaría por producir.

La Constitución republicana es, en el fondo, el resultado de un débil pacto entre las tesis de Pi i Margall y las de Castelar. Así, el texto admite que cada uno de los Estados que conforman la nación tendrá su propia Constitución; pero también dice que ni uno de sus artículos puede ser contrario a la Constitución española. En estricto seguimiento de las tesis federales, la verdadera célula política y administrativa del país pasa a ser el municipio. La Constitución, por último, plantea una estricta neutralidad del Estado respecto de la religión, lo cual le granjeó a este proyecto la inmediata hostilidad de los católicos.

Con todo, el principal problema que plantea la presidencia de Pi i Margall es el haber dado alas a un fenómeno bien conocido de nuestra Historia: el cantonalismo, cuyo principal ejemplo es Cartagena.

Cartagena se sublevó el 12 de julio de 1873. En el gobierno civil de Murcia se establece una Junta Revolucionaria bajo la presidencia de Antonio Gálvez Arce, a quien todos conocen por El Toñete. El general Carmona asume el mando en Cartagena, donde se producirá la primera insurrección marinera de la Historia de España. Una vez sublevados los marinos, y teniendo en cuenta que en Cartagena casi no había otra cosa más, e ítem más que el desconcierto entre los mandos fue total, se hicieron rápidamente con la población y las instalaciones militares.

Tras un intento fracasado de mediación por parte del ministro de Marina, Antich, los cartageneros elijen a un sevillano, Roque Barcia, como su máximo mandatario. Estos hechos coincidieron con la caída de Pi y la llegada de Nicolás Salmerón, evolución del régimen de la que ya nos ocuparemos. El día 20 de julio, cuando Salmerón lleva apenas unas horas en el cargo, el gobierno de Madrid declara pirata a la flota de Cartagena, y envía a sus mejores generales (Pavía, Villacampa, Martínez Campos) a sofocar las rebeliones cantonalistas. Eso sí, con Cartagena, dado que es una ciudad con inusitadas capacidades de defensa, no podrán.

El día 20, lo que podríamos denominar la flota cartagenera bombardea Almería, pero las dos fragatas que hacen dicho trabajo son apresadas camino de Málaga por buques franceses, británicos y alemanes. Días antes, los cantonalistas atacan Torrevieja e incluso se llevan de la aduana los fondos que hay allí acumulados. Luego le toca ataque y saqueo a Orihuela. En Chinchilla, sin embargo, se encuentran con las fuerzas constitucionales, que les repelen.

Martínez Campos inicia el asedio de la ciudad ya en agosto. Sin embargo, pudiendo aún salir por mar, los cartageneros atacarán Alicante el día 27, y días después Valencia, donde roban todo lo que pueden. En buiena parte, el cantonalismo cartagenero, para entonces, se ha convertido en un paraguas bajo el cual se protegen y actúan elementos dedicidamente fuera de la ley.

El 10 de septiembre, dos días después de que Salmerón, tras negarse a firmar la sentencia de muerte de dos cantonalistas apresados, haya dimitido y sido sustituido por Castelar, se produce el primer enfrentamiento naval entre ambas fuerzas, constitucionalista y cantonalista. El almirante Oreivo, finalmente, consigue establecer el bloqueo por mar. El 11 de enero de 1874, sólo nueve días después de que la propia República haya colapsado bajo los cascos del caballo de Pavía, el general López Domínguez toma la plaza.