viernes, enero 28, 2011

Mano negra, Mano Blanca (8)

El funeral por Antonio Gibaldi se celebró en el cementerio de Cypress Hills. Al día siguiente de las exequias, su hijo Vincenzo se presentó en una tienda de objetos deportivos de la calle Fulton y compró un rifle de aire comprimido Daisy y varias cajas de balines. A partir de entonces, el arma y las balas fueron sus compañeros, junto con los escritos de un sheriff de Kansas reconvertido a periodista, William Barclay Masterson, quien le había enseñado a Gibaldi, a través de la lectura, que el pistolero ha de tener tres grandes características: coraje, habilidad con el arma y sangre fría. Estas son las tres cosas que Vince Gibaldi comenzó a educar apenas unas horas después de haber enterrado a su padre. En abril de 1923, coincidiendo con su cumpleaños, se compró un revólver del 38.

Dos días después de la adquisición, el 17 de abril, Vincenzo le pidió prestado a su hermano Frank su Chevrolet marrón. Luego fue a una armería en la zona comercial de Brooklyn, donde compró una caja de balas del 38. De allí condujo al local de la calle Furman que había estado vigilando discretamente los últimos quince días. Encontró rápidamente lo que esperaba encontrar ahí: un LaSalle negro. Miró el reloj. Eran las nueve y cuarto de la noche.

Alguien salió del McGuire's, la taberna de la calle Furnam, y se subió al LaSalle. Condujo hacia el sur, precisamente al lugar donde, realizando el cambio de sentido, habían encontrado la muerte Irish Eyes Duggan y Pug McCarthy el 26 de junio del año anterior. El LaSalle tomó dirección hacia la avenida Flatbush, hasta llegar a las instalaciones del ferry que cruzaba el río hasta Fort Lee, en New Jersey. Ambos coches entraron en el barco. Gibaldi aparcó el suyo justo a la derecha del LaSalle. Cuando el ferry atracó en New Jersey, Gibaldi siguió al coche negro. Finalmente el coche llegó a su destino, y su conductor salió de él. Por la actitud en la salida, Gibaldi se dio cuenta de que para entonces su perseguido ya no las tenía todas consigo, y algo sospechaba. Él también salió del Chevrolet. Sin esperar más, Vince Gibaldi, recordando el consejo de Bat Masterson de que quien dispara primero dispara dos veces, levantó el revolver, y apretó el gatillo.

Pum. La primera bala estalló en el pecho de la víctima, quien se echó hacia atrás. No había caído aún cuando ya Gibaldi le había disparado otras dos veces. Y tres más ya en el suelo. Fríamente, Gibaldi recargó el revolver con otras seis balas, y las disparó parsimoniosamente en diversas partes del cuerpo de su víctima. Repitió la operación dos veces más, hasta dispararle 24 veces.

En el suelo, Jimmy The Bug Callaghan, uno de los asesinos de Antonio Gibaldi, yacía muerto. En la mano derecha, alguien le había dejado unas monedas, tres níqueles con la cabeza de un indio. La firma de su asesino.

Mucha gente en Nueva York, al leer este detalle en los periódicos, pensó en la firma de un asesino en serie. Todos, menos uno: Frankie Yale. Para ser un buen jefe mafioso hay que tener inteligencia para cosas como ésta. Yale fue, que se sepa, la única persona que se dio cuenta del significado de estas tres monedas, que con el tiempo se convertirían en la firma de Gibaldi como pistolero profesional.

En el local de Carmine Balsamo, limpiar los zapatos costaba tres níqueles.

El jefe de la Mano Negra de Brooklyn hizo llamar urgentemente a Vincenzo Gibaldi. Cuando lo tuvo enfrente, le informó a bocajarro de que se había dado cuenta de que él había sido el asesino de Callaghan. Si Gibaldi tuvo miedo tras esa confesión de que Yale fuese a castigarlo por haber realizado una acción así, su temor se disolvió pronto. Yale, con una sonrisa, le ofreció emplearse en la Mano Negra como asesino profesional. El joven Gibaldi no le hizo ascos a la propuesta pero, dijo, antes tenía un par de cosas que hacer.

Yale entendía, obviamente, que la intención de Gibaldi era ir a por los asesinos de su padre. Así pues, razonó que su siguiente víctima sería Joey Bean. Pero se equivocó. En realidad, el joven Vicenzo tenía mucha más sangre fría, y mucha más ambición, de la que nadie, incluso Yale, había imaginado.

A las nueve de la noche del sábado 12 de mayo de 1923, Wild Bill Lovett se enconbtraba en su casa de Front Street, cambiándose de ropa. A las diez habían quedado en ir a buscarle para llevarle a una sala de fiestas llamada Buckley's. Lovett iba allí casi cada sábado.

Lovett vivía entonces en un edificio de tres plantas que por la parte de atrás tenía una escalera de incendios cuya solidez había comprobado ya Gibaldi en sus visitas furtivas a la zona. Por allí escaló silenciosamente Vincenzo. El joven entró en el edificio con mucha cautela y entró en el piso de Lovett en el justo momento en que éste se encontraba frente al espejo... con los pantalones bajados.

Gibaldi levantó con tranquilidad su revólver, apuntó al pecho del irlandés, y disparó. Le acertó en la mitad derecha. El topetazo del disparo dio con Lovett en el suelo, pero el irlandés era una persona experimentada en esas lides. Cualquiera de nosotros se había quedado quieto, pero él comenzó a reptar por el suelo hacia la cama, para intentar llegar a su propia arma, que estaba colgada de uno de los extremos de la cama, enfundada.

El pistolero, que no había esperado fallar en su primer disparo, hizo otros dos más a la figura moviente de Lovett. Uno le acertó en un hombro y el otro en un muslo. Cada vez más nervioso, disparó tres tiros más que no le dieron. En ese momento, se dio cuenta de que no podría matar a Lovett. El revólver estaba vacío, debía recargarlo, y el irlandés estaba cerca de su arma. Así pues, se acercó a la ventana y, antes de huir, cogió un níquel y lo tiró en la habitación.

Lovett fue ingresado en el hospital Cumberland, operado de urgencia e ingresado como paciente durante dos semanas. En ese tiempo, el mando sobre la Mano Blanca recayó en Pegleg Lonergan, quien estaba, lógicamente, convencido de que el atentado contra Lovett era una acción de la Mano Negra como respuesta a la agresión sobre Yale. El 18 de mayo por la noche, cuando Lovett aún estaba en el hospital, recibió el soplo de que Two Knife Willie Altierri estaba jugando al póker en la calle 18 de Brooklyn. Eddie Lynch y Joey Bean irrumpieron en el piso con las armas en la mano. Cuando Altierri estaba ya pensando en que aquellos eran los últimos segundos de su vida, Inazio Amadeo, el dueño del lugar donde se celebraba la partida, perdió los nervios, se levantó, y se fue contra Joey Bean, quien le disparó en el pecho a bocajarro. Justo el tiempo que necesitaba Altierri para huir por una ventana.

A las nueve y media del 20 de mayo, un Chevrolet marrón recorrió la Dean Street. En la esquina de esta calle con la quinta vivía Joey Bean. Gibaldi entró silenciosamente en la casa y encontró al irlandés a punto de entrar en el dormitorio para unirse con su mujer. Le disparó seis balas seguidas. La mujer de Bean comenzó a gritar mientras el asesino abandonaba el lugar lentamente. En la puerta de la casa, se volvió y tiró hacia adentro un níquel con la figura de un indio.

En apenas 33 días, un joven de 19 años había acabado con dos pistoleros de la Mano Blanca y había estado a punto de hacer lo mismo con su líder. Nadie en la Mano Negra podía exhibir un curriculum como ése.

Al Capone visitó a Frankie Yale en Nueva York. Bebieron en el Adonis Club. Scarface había oído hablar de aquel Vincenzo Gibaldi, y quería saber cuáles eran las intenciones de Yale respecto a él. Pero el jefe de la mafia de Brooklyn ya no estaba interesado en el chico. Tras la acción de Lovett, había llegado a la conclusión de que era demasiado impulsivo; el típico pistolero que puede meterte en problemas a base de meter los pies en los charcos. Le dio vía libre a Big Al. Capone hizo llamar a Gibaldi, y le ofreció 300 dólares a la semana.

Y fue así como Vincenzo Gibaldi, apenas un mes después de la muerte de su padre, un mes después de comprar su primer rifle, se fue a Chicago y se convirtió en «Machine-Gun» Jack McGurn, uno de los principales pistoleros de Al Capone.

miércoles, enero 26, 2011

Y Cayo Mario dijo: ¿por qué no yo?

En los mejores tiempos de la República romana, los políticos tenían que seguir un camino, el denominado cursus honorum, rígidamente estipulado, y que establecía el lento escalar por el complejo organigrama del poder romano. Teóricamente, no se podía ser una cosa sin haber sido antes la otra; de esta manera, el sistema político republicano se garantizaba a sí mismo en su pervivencia, pues los candidatos al poder, en realidad, eran muchos menos de los que parecía.

El otro gran elemento de limitación en el acceso al poder era la riqueza. Para acceder al cursus honorum y ascender por él era necesario demostrar determinado nivel de riqueza. Teóricamente, ello se hacía para garantizar que el político (el senador, el edil, el cuestor, el cónsul) no tenía que trabajar para vivir, así pues se podía dedicar de lleno a la res publica. En realidad, sin embargo, aquella medida censitaria tenía como función mantener el poder en manos de una determinada clase, la de los patricios, de modo y forma que éstos, es decir las familias romanas de toda la vida, pudiesen, cuando les petase, dar alpiste a la nobleza ecuestre, a los tribunos de la plebe, a los itálicos o cualesquiera otros electrones de ese átomo llamado Roma y cuyo núcleo eran ellos. La República romana, por mucho que elementos como Suetonio o el emperador Claudio Druso Nerón Germánico imaginado por Robert Graves la recordasen como un régimen de libertades, no es sino el germen del Imperio. Pues el Imperio no es sino el resultado de una República en la que las circunstancias obligaron a dar a uno un especial poder sobre los demás: Mario por los galos, Sila por Yugurta y otras cosas, Julio y Pompeyo por las suyas y, finalmente, Augusto.

Desde Roma, cuando menos, existe el problema, o si se prefiere la gran pregunta filosófica, de si el político debe ser:

* O bien un profesional de la política,

* o bien una persona que pueda permitirse dedicarse a la política,

* o bien una mezcla de ambas cosas: alguien que tenga un modo de vida, pero también se dedique a la política.


Egipcios y griegos, que vienen antes de los romanos, no tienen ese problema, a mi modo de ver, cuando menos en la misma intensidad. Y Roma, que en buena parte es la civilización que formatea el disco duro de Occidente para que a partir de ahí se vaya llenando de datos (pero siempre con la estructura inicialmente establecida), no lo resolvió en modo alguno. Durante muchos siglos después de su civilización, el ámbito público y el privado se han mezclado sin problema en un inaprehensible potingue de poder. Ambrosio Spinola, por ejemplo, fue al mismo tiempo el commander in chief durante buena parte de la guerra de Flandes y su banquero (aunque a la larga el negocio no le salió muy bien). El asunto de los ejércitos en guerra es el mejor ejemplo de que el ejercicio del poder en una nación ha estado hasta hace muy poco reservado a los pudientes. Cuenta Jorge Vigón en su libro sobre el arma de Artillería en España que la misma ostentaba en el siglo XIX con orgullo su apellido de Real, que otras armas no podían llevar, porque en las guerras renacentistas y posteriores era costumbre que las únicas fuerzas militares que aportase el rey (esto es, el Estado) por sí mismo fuesen las artilleras; así pues, mientras caballeros e infantes eran en realidad propiedad del conde de tal o el barón de pascual, los artilleros eran reales. Todo lo demás, pues, ejército prestado.

Al menos hasta la Restauración, según tengo leído en algunos debates de las Cortes, el cargo de diputado era no retribuido. Los componentes del legislativo, por lo tanto, habían de ser gentes que se buscasen la vida de otra manera. Este esquema, que puede parecer excelente a todas las visiones que hoy quieren recortar los derechos de los diputados, es, sin embargo, en buena parte responsable de la intensa corrupción de la vida parlamentaria española, que solemos conocer como caciquismo. El diputado de la época era un señor de negocios, rara vez un profesional, que llegaba al escaño comprando votos o condicionándolos gracias a su dominio sobre el área de voto, y que, una vez llegado al hemiciclo, no apreciaba problema alguno en aprovechar esa posición para favorecerse en su vertiente de creador de valor añadido. En las Cortes había, desde luego, algunos freaks que vivían de lo que sus organizaciones políticas les aportaban, pero eran eso que los problemas de física del colegio llaman un rozamiento despreciable.

La II República española supuso la entrada en tropel en el Legislativo de maestros, obreros, mediopensionistas et altera. Es casi la primera vez (antes puede haber habido otros casos pero, como digo, no son relevantes) en la que se plantea una nueva cuestión: la reacción de la persona que vive mejor siendo político que siendo lo que quiera que fuese antes.

Miguel Maura, político conservador que colaboró en la llegada de la República, fue ministro de la misma y acabaría renegando bastante de ella, cuenta en sus memorias que, en cierta ocasión años antes de la República, durante sus vacaciones veraniegas en su hotel (hoy decimos chalé) cercano a Villalba, en la sierra madrileña, oyó que le llamaban por su nombre. «¡Maura, Maura!». Él contestó la llamada, pero la voz siguió con la cantinela como si él no hubiese dicho nada. Finalmente, se levantó, salió al jardín y buscó la procedencia de la voz. Acabó asomándose a la valla baja que lo separaba del chalé de al lado, donde descubrió a la criada de Pablo Iglesias que buscaba al perro del líder del PSOE, al cual don Pablo, en un rasgo de fino humor, le había puesto el nombre Maura (aclaración: esta anécdota es equivalente a que, a día de hoy, Zapatero tuviese un perro que se llamase Aznar).

De esta anécdota aprendemos tres cosas: Pablo Iglesias tenía perro, tenía criada y veraneaba en un chalé en la sierra. Evidentemente, no lo pagaba con su sueldo de tipógrafo.

Con la única excepción de personas como Iglesias, casi nadie antes de la II República, ni Silvela, ni Sagasta, ni Cánovas, ni Narváez, ni Mendizábal, ni Cristo que los fundó, se encontró en la situación de tener que vivir de ser diputado. El padre de Miguel Maura, Antonio, líder conservador durante muchos años, reunía a sus correligionarios de las Cortes en su propia casa; lo cual nos da el dato interesante de que cabían, así pues no era cualquier casa.

El mundo contemporáneo, históricamente, se ha movido, pues, entre dos preguntas a la vez complementarias y contrarias. Una es: ¿acaso el político que no cobra lo suficiente no se corrompe? Y la otra es: ¿acaso el político que cobra mucho no tiene la tentación de profesionalizarse?

En las últimas horas ha declarado el diputado catalán Josep Antoni Durán Lleida que las medidas que se están proponiendo de obligar a los diputados a declarar sus patrimonios y actividades y tal vez recortarles las pensiones están abocadas a crear un parlamento de gente pobre. En realidad, se equivoca. A lo que pueden llevar esas medidas, y la Historia del parlamentarismo español lo demuestra, es a crear un Parlamento de cresos, ya que sólo éstos podrán atender las sesiones sin que sus hijos pidan teta y no tengan.

La sociedad española actual tiene una relación de amor-odio con sus diputados que viene de largo. La polémica sobre el sueldo de los diputados es como los brotes de gripe; surge cada dos o tres inviernos con una enorme virulencia, y se disuelve de repente. En la Transición, la sociedad española vivió una luna de miel con sus diputados y senadores, especialmente los españoles de izquierdas al ver a los exiliados regresar a la casa común e, incluso, encontrarse nada menos que a Dolores Ibárruri presidiendo el Congreso por razones de edad. Los hombres de la Transición, etapa cívica donde las haya, tuvieron el civismo de no recordarle que en aquellas mismas bancadas, un día ya lejano, aquella misma mujer había amenazado de muerte a otro diputado...

Esa euforia, sin embargo, duró poco, y fue sustituida por el lento goteo que, desde más o menos la primera victoria del PSOE, ha ido cristalizando en todas esas formas de pensar que sustentan frases como «todos los políticos son iguales».

Los diputados se sienten agredidos por quienes se meten con sus sueldos, con sus pensiones, con sus actividades y sus patrimonios, convencidos como están de que les asiste la razón. Y les asiste: como digo, el diputado que se sostiene por sí solo no es otra cosa que un representante público con patente de corso para corromperse. Pero, lamentablemente para ellos, no acaba ahí la historia. Hay más cosas, todo un mundo de conceptos que nuestros representantes políticos tienden a desconocer.

Las críticas a sueldos y pensiones no son otra cosa que una fiebre; no la enfermedad. La enfermedad es el extrañamiento entre los ciudadanos y las personas que los representan. Y este extrañamiento es algo que los politicos han buscado con ahínco, porque les viene muy cómodo.

En los años de la Restauración, los distritos electorales eran pequeñísimos. Se era diputado por Priego, o por Cabra. Los padres de la República vieron clarísimo que ahí residía la clave del caciquismo; el señor de tal o cual demarcación, el hombre que daba empleo a la mayoría de los ocupados en los campos de trigo de que formaba parte, era quien, al fin y a la postre, decidía a quién se votaba, o sea a él. Por eso, la II República reformó el régimen electoral para ir a las circunscripciones provinciales. Dominar el electorado de Córdoba o de Cuenca ya no es tan fácil.

A esta decisión, que como digo data de la II República, se une otra, producida ya durante la Transición, que es la opción por las listas cerradas y el voto a mogollón. Si vives en Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Sevilla, para ti votar es votar a un par de decenas de señores de una vez, de los cuales apenas conoces a uno o dos, y eso con suerte.

Listas cerradas es una expresión absolutamente sinónima de profesionalización de la política. Las listas cerradas son la sopa de Oparin de donde nace el político profesional, el político que sólo es político porque, en realidad, es un señor cuya pervivencia en el puesto ya no depende de sus electores, sino de su jefe o líder, que es el que, al fin y a la postre, mece la cuna de la Comisión de Listas del partido que se trate.

Lo que ocurre en la España moderna es, pues, simple de formular: hemos cambiado el sistema por el cual el diputado lo era gratis et amore et corruptione; para mutarlo por un sistema en el que la inmensa mayoría de quienes tienen la posibilidad de ser diputados acceden con ello a un nivel de vida que no pueden pagar en su vida civil. Su nivel de vida, pues, se liga al hecho de que pervivan como Padres de la Patria, así pues están dispuestos a hacer lo que sea por permanecer. Votan disciplinadamente, critican lo que haya que criticar, hoy están en contra de A y mañana, cuando su líder cambia de opinión, apoyan A con la misma pasión con la que la atacaban 24 horas antes. Para muestra, las opiniones de tantos y tantos políticos socialistas sobre el desplazamiento de la edad de jubilación, que hace seis meses eran unas y hoy son las contrarias.

Contra lo que pueda pensar Durán Lleida, el sistema actual dista mucho de ser justo y mucho menos perfecto. Si las personas perciben que el diputado tiene privilegios no es tanto por la cuantía de éstos, sino por una absoluta falta de empatía hacia el representante público. Hoy, 2010, estamos como hace cien años, durante la Restauración, cuando los diputados, en puridad, no representaban a nadie salvo sus propios intereses y los de su partido (que, insisto, con listas cerradas, son la misma cosa).

A mi modo de ver, es importante que los representantes públicos entiendan esto. Entiendan que, lejos de encastillarse en que ellos tienen la razón, el hecho de que en un debate tan importante como el de las pensiones de lo que se hable sea de las que va a recibir un grupo de menos de 2.000 españoles, es algo a lo que conviene prestar atención. A mi modo de ver, prueba de lo desnortada que está la clase política española hoy es el orgullo con el que el propio Durán Lleida asevera que él no tiene otra actividad nada más que la de diputado. ¿Es eso una virtud? Para él, sí. Para mí, no. El día que el señor Durán sea colocado frente a la decisión entre una medida que puede salvar el empleo de 100.000 catalanes pero puede costarle el puesto (que es, como el mismo dice, su única fuente de ingresos), y otra más populista pero que a la larga los llevará al paro, ¿que motivo tiene exactamente para no elegir la segunda?

Como decía al inicio de estas reflexiones, estamos hablando de un problema irresuelto desde el lejano día en que Cayo Mario, un pijo de provincias sin pedigree patricio y con notable inteligencia militar, decidió romper con la pana del rígido sistema de representación pública de la República romana, y consiguió ser siete veces cónsul. Pero si la clase política no lo mira a los ojos, no reflexiona sobre él, no conseguirá otra cosa que extrañarse de sus votantes y acentuar el carácter de logia cerrada que ya tienen los partidos políticos, en grado sumo, en la hora presente. A mi modo de ver, esta crisis tan profunda, que lleva camino de cambiar tantas cosas, también debería provocar un cambio: el fin, o cuando menos la mutación, de la figura del español que es, de profesión, dirigente partidario y representante parlamentario.

Remember: la repugnancia hacia los partidos políticos fue siempre la principal gasolina de aquel motor que hoy llamamos franquismo.

domingo, enero 23, 2011

Mano negra, Mano Blanca (el otro 6, o sea 7)

Yale invitó al propio Masseria a la reunión de marzo del 22. El capo de la mafia de Manhattan, sin embargo, prefirió no ir (no le gustaba salir de su feudo), aunque envió a su lugarteniente Vittorio «The Proffesor» Pascale. Quien sí asistió fue Balsamo, acompañado por sus inevitables Mangano y Guistra; Two Knife Altierri, Augie de Wop, Tony Yale, Fury Argolia, Chootch Gianfredo y Glass Eye Pelicano. En realidad, Yale había convocado aquella reunión para responder al golpe con golpe, así pues quería hablar del asesinato de Joey Bean. Sin embargo, allí estaba Pascale, uno de esos personajes de la mafia dotados de mayor cultura y una mentalidad más estratégica. El profesor, entre frases alambicadas que algunos de sus oyentes tenían dificultades para comprender, propuso otra derivada distinta, derivada que inmortaliza el guión de la tercera parte de The Godfather cuando hace decir a Michael Corleone: «cuando vienen, vienen a por lo que más quieres».

Frío, calculador, se diría que divertido, Pascale propuso el asesinato de Petey, el hermano de Joey Bean.

El 8 de agosto de 1922, domingo, en efecto, Petey Bean murió, aunque lo hizo en unas circunstancias bastante extrañas que, a mi modo de ver, no permiten asegurar que fuera la mafia quien lo mató. Todo ocurrió, como digo, de una forma muy extraña. A las tres de la tarde, las nubes habían comenzado a descargar una potente tormenta sobre Nueva York. Una hora y media después de la tormenta, Kathy Culkin, la hermosa mujer de un policía, le esperaba en Coney Island para irse juntos a casa después de que él volviese del trabajo. Quien llegó, sin embargo, no fue el marido, sino Petey Bean, que había recibido mientras bebía en McGuire's una nota en la que, supuestamente, Kathy le decía que le gustaba mucho y que quería que se viesen.

Petey se acercó a la chica con grandes confianzas, pero fue inmediatamente rechazado por ella, que, claramente, no había escrito nota alguna. Eso hizo que el irlandés se pusiera un tanto violento con la chica pero, finalmente, se retirase ante la reacción de las personas del entorno. Comenzó a llover de nuevo y Petey se refugió en algún lugar cercano. Durante ese tiempo, Dan Culkin, el marido, llegó para encontrarse con su mujer, la cual, entre lágrimas, le refirió la historia del acoso de que había sido objeto por un extraño irlandés. Culkin salió a buscarlo, y lo encontró. Declararía que ambos pelearon y que Bean resbaló, se cayó y se mató. Los forenses, sin embargo, dictaminaron que la grave fractura que presentaba el hueso frontal del irlandés no se la pudo causar cayéndose al suelo, sino por el impacto de algún objeto contundente. El Gran Jurado, sin embargo, dictaminó lo que el lenguaje procesal estadounidense denomina una «no-true bill», que es algo así como el dictamen de que el acusado no ha cometido un crimen. Esto fue así porque un médico asistente, el doctor M.E. Martin, declaró que había establecido que la causa de la muerte de Bean no había sido el golpe en la cabeza, sino un ictus cerebral que atribuyó a su alcoholismo.

¿Pudo la mafia organizar aquellos hechos? Posible, es. Por mucho que se dictaminase la muerte de Bean por causas naturales, nunca se consiguió dar una explicación plausible a la fractura de su hueso frontal. Y los italianos tenían contactos sobrados en la policía y entre los forenses como para haber arreglado un par de cosas.

Para colmo, más o menos en aquella época, un miembro de la Mano Blanca llamado Wally «The Squint» Walsh, consiguió algún que otro testimonio en la calle que le permitió situar a Willie Altierri en la escena del crimen de Charleston Eddie McFarland (sobre todo, logró averiguar, sin sombra de duda, la relación del italiano con la taquillera). Wild Bill Lovett no se lo pensó dos veces. A causa de las sospechas que tenía de que Bean había sido asesinado por la Mano Negra, y de las nuevas que le llegaron sobre el asunto del cine y el cuchillo, decretó la condena a muerte de Altierri, desencadenando una acción que tendría unas consecuencias inimaginables para el mundo del crimen organizado.

Estamos en el 28 de octubre de 1922. Dos y media de la tarde. Un Lincoln negro de 1921 dobla una esquina e ingresa en la Court Street, circulando despacio hasta pararse en la entrada del Veronica's Fruit & Vegetable Market. El coche va conducido por Eddie Lynch, que coloca el vehículo en punto muerto. En los asientos de atrás viajan Joey Bean y Joey «The Bug» Callaghan.

Los viajeros del coche discuten brevemente. Callaghan y Lynch creen que su objetivo aún no ha llegado. Pero Bean dice que no es verdad; que le ha visto ya sentado en el sitio donde se supone que lo van a encontrar. Recordemos, en este punto, que la acción contra Willie Altierri era una venganza por la muerte del hermano de Bean. Es posible que el irlandés estuviese impaciente por tomarse la justicia por su mano y que, por lo tanto, más que ver, quisiera ver.

Lynch, con un suspiro, metió la primera. Ésta era siempre la señal para los asesinos de abandonar el coche.

Junto a la puerta del mercado se encontraba el objetivo de la Mano Blanca aquella tarde: el Carmine's Bootblack, regentado por Carmine Balsamo, sobrino de Don Guiseppe. Ser hijo de la hermana de la madre del capo mafioso era su única relación con la Mano Negra. Carmine no realizaba labores de vigilancia para la Mafia, ni era corredor de apuestas, ni cobrador de préstamos, ni participaba en el tráfico de alcohol ilegal o en la prostitución. Carmine Balsamo era un ciudadano honrado que se ganaba la vida honradamente limpiando zapatos. Su tienda, en lugar de escaparate, tenía tres enormes sillones a media altura, donde sus clientes se sentaban, periódico en mano, mientras él les dejaba los zapatos como espejos. Los hombres de la Mano Negra solían frecuentar su local y le tenían gran cariño. De hecho, Gina Balsamo, hija de Carmine, era ahijada del mismísimo Frankie Yale. Esas amistades habían hecho que Carmine's fuese, de hecho, un monopolio. Todos los limpiabotas que habían intentado establecerse en Brooklyn habían sido «convencidos por las circunstancias» de cerrar sus negocios.

Los dos irlandeses se quedaron de pie frente a un cliente que estaba sentado mientras Carmine le limpiaba los zapatos. El dueño de la tienda se volvió y, nada más verlos, entendió. Gritó algo, se levantó y saltó hacia el interior de la tienda. El cliente no tuvo tiempo para eso. Sólo pudo mirar a los extraños y negar con la cabeza, antes de recibir una lluvia de balas en el pecho.

Bean y Callaghan huyeron del lugar con rapidez, convencidos de dejar atrás lo que dejaron: un cadáver. En el coche, iban exultantes y seguían estándolo en el garage de Baltic Street, donde contagiaron su alegría a Wild Bill Lovett. Habían matado a Willie Altierri. Dos Cuchillos había pagado por lo de McFarland, y quién sabe por cuántas cosas más. En muy poco tiempo, habían herido gravemente al propio Yale y se habían cargado a una de sus manos derechas.

La euforia les duró hasta los periódicos de la tarde.

El muerto no era Willie Altierri. Bean se había equivocado. La persona que estaba limpiándose los zapatos no era Dos Cuchillos, aunque la verdad es que se le parecía. Pero, como digo, no era él. Era un mafioso a tiempo parcial, mayormente un ciudadano de todo respeto, padre de seis hijos, llamado Antonio Gibaldi.

Antonio Gibaldi no estaba llamado a hacer carrera en la mafia. Estaba llamado a ser un italiano más de Brooklyn, dedicado a labores honradas, con conocimientos, sí, entre los soldados de la Mano Negra; pero quién, en aquellos barrios, en aquellos tiempos, no los tenía. Su pecado fue ir a limpiarse los zapatos al mismo sitio que lo hacían los mafiosos (lo cual tiene su lógica, porque era el único sitio disponible en la zona). Hasta aquel día de octubre de 1922, el destino decía que Gibaldi sería un típico pequeñoburgués de principios de siglo, y sus hijos los típicos burgueses italoamericanos que algún día tendrían hijos y nietos que podrían ser incluso alcaldes de Nueva York. Todo eso, sin embargo, se fue a la mierda.

En Carmine's se presentó un joven de 18 años, espigado y contrito. La policía, a indicación del propio Carmine Balsamo, lo dejó pasar. Era Vincenzo Gibaldi,el hijo mayor de Antonio. En aquel momento, es muy probable que Gibaldi hijo jamás hubiese tocado un arma. Pero la visión de su padre descerrajado contra el sillón del limpiabotas lo cambio todo. Algo nació en él. Algo que cambiaría su vida toda.



La vida de Vincenzo Gibaldi, desde el momento en que vio el cadáver de su padre envuelto en sangre en plena calle y el día en que, siendo ya uno de los principales pistoleros de Al Capone, hiciese para él trabajos muy especiales, daría, ella sola, para una película.