viernes, febrero 25, 2011

Borbón, Reborbón y Reborbón

Bueno, pues de cara al fin de semana, despejemos la duda sobre el bueno de Alfonso XII.

Ocho. Ocho veces De Borbón era el bueno de Alfonso.

Era De Borbón, 1: por ser hijo de Francisco de Asís de Borbón, nieto por parte de padre de Francisco de Paula de Borbón, y bisnieto, por ambos lados, de Carlos IV de Borbón.

Era De Borbón, 2: por ser hijo de Isabel II de Borbón, nieto de Fernando VII de Borbón y bisnieto de Carlos IV, again.

Era De Borbón, 3: por ser nieto, por parte de padre, de Luisa Carlota de Borbón, princesa de las Dos Sicilias e infanta de España consorte; bisnieto por parte de padre de Francisco I de Borbón, rey de las Dos Sicilias (vía por la cual era, por lo tanto, tatara,-tatara-tataranieto de Carlos III).

Era De Borbón, 4: por ser nieto, por parte de madre, de María Cristina de Borbón, reina de las Dos Sicilias y reina consorte de España; así como bisnieto del mentado Francisco I de Borbón.

Era De Borbón, 5: por ser bisnieto de María Luisa de Borbón, (lo cual lo convertía en tatara-tatara-tataranieto de Felipe V), princesa de Parma (y señora de Carlos IV).

Era De Borbón, 6: Por el hecho de que la mentada María Luisa de Borbón, además de abuela de Francisco de Asís, padre de Alfonso, también lo era de Isabel II, su madre.

Era De Borbón, 7: Porque María Isabel de Borbón era madre de la abuela materna de Alfonso, Luisa Carlota, por lo que ésta era Luisa Carlota de Borbón (rama normal) y Borbón (rama Dos Sicilias).

Era De Borbón, 8: Porque la mentada María Isabel de Borbón no sólo era abuela del padre de Alfonso por ser madre de Luisa Carlota, sino que también era abuela de su madre Isabel, porque asimismo era la madre de María Cristina.


Molar, no sé si mola. Pero lleva su tiempo, sí.

miércoles, febrero 23, 2011

La salud en la Historia de España

Alguna que otra vez me da por pensar en que el azar, en realidad, tiene una gran importancia en la Historia. Sé bien que al menos las gentes de mi generación somos hijos de una época intelectual en la que los libros de Historia eran monografías llenas de tablas y gráficos varios, y el sustrato existente en la historiografía era que todo se explicaba por profundas tendencias sociohistóricas ante las cuales las personas y sus vicisitudes tenían poco que ver.
Este punto de vista, a mi modo de ver, obvia lo importante que para la Historia del mundo, y sobre todo el occidental, ha sido la institución monárquica; una forma de organización del Estado que, por definición, coloca en primer lugar las vicisitudes personales, como es lógico si las naciones son regidas (o poseídas) por familias. Así que siempre pienso que algún día tengo que sacar algún tiempo para escribir unas líneas sobre cómo la salud ha influido en la Historia de España; reflexiones que dan para ucronías interesantes.
Partamos de la base, para no perdernos en referencias que quizá mucha gente no conoce, de que España, como tal, puede entenderse que existe desde la unificación a la remanguillé de Castilla y Aragón realizada por Isabel y Fernando, tanto me monta él que le monto yo. El primer rey de España propiamente dicho, aglutinando en su persona las dos coronas, estaba destinado a ser Juan, el hijo de los Reyes Católicos. Pero el infante muere el 4 de octubre de 1497 y su viuda, Margarita de Austria, tiene semanas después un mal parto, con lo que la naciente dinastía católica queda truncada.
Isabel de Castilla junior, hermana del príncipe y asimismo casada con don Manuel de Portugal, hereda los derechos sobre las coronas de Castilla y Aragón; herencia que siembra el germen de una auténtica unificación ibérica, puesto que el marido aporta al condumio el país del fado y el camarao. Pero Isabel muere al poco tiempo, y, aunque deja en la tierra a un hijo, Miguel, de nuevo llamado a unificar coronas, el pobre niño muere antes de cumplir dos años de edad.
Estas dos muertes encadenadas, que sustentan cierta impresión de mal fario en la persona de los Reyes Católicos, son las que acaban por colocar la corona del mundo en las sienes de Juana de Castilla, señora que, por mucho que modernas relecturas de su vida se empeñen en vestir el muñeco, estaba más insane que las maracas de Machín. Lo cual no habría sido problema pues para entonces tenía un marido, Felipe de Austria, llamado El Hermoso, que además aportaba a la monarquía española el sólido apoyo de la dinastía teutona reinante en la persona de su padre, Maximiliano. Si Felipe el Hermoso hubiese vivido lo suficiente, la unificación que estaba previsto en las personas de Juan, de Isabel o de Miguel, todos muertos, probablemente se habría llevado a cabo. Pero también Felipe la casca pronto, hecho que acaba provocando el edificante espectáculo de su mujer dándose de barrigazos por el país con una momia en la maleta, que es cosa, todo el mundo lo sabe, que hacen las personas equilibradas y ponderadas. El país, por lo tanto, queda en manos de una esquizofrénica. La enfermedad nombra rey de España a un adolescente que sólo habla idiomas centroeuropeos, amigo de la buena mesa y de la mejor cama, llamado Carlos.
Los aragoneses (y catalanes, y valencianos, y mallorquines) habían aceptado la herencia de Juana, pero, la pela es la pela noi, habían colocado una cláusula interesante, según la cual no habría nada de lo hablado si Fernando el Católico, viudo ya de su mujer Isabel, llegaba a darle a la dinastía aragonesa un heredero fruto de su matrimonio con Germania de Foix. En ese caso, según las estipulaciones, dicho hijo heredaría la corona de Aragón, y la unificación bajo los Reyes Católicos quedaría más o menos como un mero episodio provisional para echar a Gadafi del país. Sin embargo, de nuevo la salud entró en el juego. Juan de Aragón, el hijo de Nando y Germa, debió de acojonarse con lo que vio, pues apenas vivió unas horas; y, tras el delicado parto, Germania quedó estéril; Aragón se quedó sin foixs, y su dinastía entró, perdón por el mal chiste, en vía muerta.
Carlos I de España, pichón asado que va, barragana lozana que viene, se casó con Isabel de Portugal, que era prima suya (como casi siempre). Tuvieron varios hijos, uno de ellos varón: Felipe, el futuro rey. Así pues, este rey cumplió. Sin embargo, la vida, digamos, sentimental de Felipe II ya no fue tan venturosa.
Felipe II se casó con María de Portugal, también prima suya, que le dio un hijo, el malogrado infante don Carlos, un pijo mierda que se creía con poder para todo y que además era otro sicópata sacado de un episodio de Mentes Criminales; su historia ya la hemos contado. En efecto, Carlos era un más que probable psicótico que había heredado los genes de su bisabuela Juana. Su conducta es tan escandalosa que su propio padre lo encarcela y ahí, en la cárcel, muere el heredero de la corona, dicen algunos que asesinado por su padre aunque yo, honradamente, no lo creo.
Fallecida María de Portugal, Felipe prueba suerte con otra María, en este caso Tudor. Es otro momento de gran tensión histórica. Si el matrimonio de los abuelos del rey unificó Castilla y Aragón, el suyo con María Tudor despierta las ilusiones de un eje hispanoinglés capaz, cuando menos en potencia, de crear una superpotencia mundial. Para ello, es necesario que la mujer del rey engendre varón. Por dos veces, la Tudor se siente embarazar al ver abultarse su vientre. Pero aquello no es embarazo, sino un síntoma de que está gravemente enferma; tan gravemente que fallece poco tiempo después, dejando el camino de Westminster libre a la lesboide Isabel, hija de Ana Bolena; la cual, lejos de practicar una alianza proespañola y comprensiva con los católicos, pone en marcha una rueda radicalmente anglicana y antiespañola, con lo que el panorama cambia de medio a medio.
Felipe II, acuciado por la necesidad de darle un heredero al mayor imperio del mundo, tuvo entonces que tragarse sus intenciones. El rey prudente, como otros muchos jefes de Estado y de gobierno españoles después de él, sabía bien lo peligroso que era acercarse con exceso a Francia. Francia y Alemania, las dos grandes potencias europeas actuales, se han caracterizado siempre por un espíritu estratégico por el cual no aceptan alianzas, sino relaciones de sumisión. Por eso el rey español intentó fortalecer la posición internacional de España mediante una alianza con Inglaterra. Ahora, sin embargo, las terceras nupcias del rey fueron con Isabel de Valois, lo cual, geoestratégicamente, venía a querer decir que España volvía el rostro hacia Francia o, si se prefiere, se aprestaba a jugar con fuego. ¿Qué habría pasado si Isabel le hubiera dado un heredero? No lo sabemos, porque una vez más el azar de la salud hizo de las suyas. La de Valois le dio a Felipe dos hijas y, después, murió de un aborto. Así las cosas, a Felipe II ya sólo le quedó la opción de los Habsburgo, opción que, finalmente, fue la ganadora mediante el matrimonio con Ana de Austria y el alumbramiento del futuro Felipe III.
Este Felipe III, rey un tanto tristón y presa de constantes arrepentimientos, incluso en su lecho de muerte, murió joven, pero no sin haber dejado heredero, Felipe IV, con lo que la dinastía no sufrió esta vez peligro. La cosa en principio parece estabilizada. Felipe, casado con Isabel de Borbón, llega a tener un hijo viable, el príncipe Baltasar Carlos que pintó Velázquez; pero, ay, de nuevo el destino: muere de viruelas a los 17 años. A toda prisa y en el tiempo de descuento el rey, que ha enviudado de su primera mujer, se casa con Mariana de Austria para que le de herederos. Y menudo heredero le da: el pobre Carlos II, llamado El Hechizado por llamarle algo, un tipo que llegó a ser un niño bastante crecidito sin ser aún capaz de hablar y de quien dicen las crónicas de que, una vez muerto, los forenses le encontraron en el interior del escroto dos testítulos del tamaño de canicas y negros como si estuviesen socarrats. Este pobre hombre no podía dar descendencia alguna. El momento Habsburgo descarriló.
O sea, el momento de Francia. Oh, Espíritu Borbón, yo te invoco...
Versalles envía a Madrid a un rey becario a hacerse con el machito: Felipe V, un rey encantador que ni siquiera se tomaba la molestia de aprender a hablar el español decentemente, total para qué. Entre guerra y guerra con el pretendiente austriaco a la corona española, Felipe V tuvo cuatro hijos con su primera esposa, Luisa Gabriela de Saboya, pero pronto perdió a dos de ellos y a la propia reina. Se casa de nuevo, con Isabel de Farnesio, pero la cosa no marcha bien. Felipe no es feliz en una España a la que, en buena parte, no entiende, y ve cómo sus aspiraciones más queridas (el trono del Louvre) no llegan. Así pues abdica en su hijo mayor, Luis, aprovechando que el Francia es rey un niño, Luis XV, que dicen tiene mala salud. Visto lo visto, es lógico que Felipe espere que el chaval la casque y, si eso ocurre, le interesa tener colgado del belfo el cartel de LIBRE. España, como vemos, le importaba al señor rey tres cojoncillos mal contados.
La cosa sale mal. A las primeras de cambio, Luis I de España sale nominado por su mala salud y muere de viruelas, por supuesto sin descendencia. Papá le françois no tiene más remedio que volver a ser rey de España, eso sí, en medio de un proceso en el que su salud mental cada vez decae más.
Felipe V, no obstante, consigue morir de una apoplegía sin haber desarrollado plenamente la locura. Esa labor le queda a su hijo, Fernando VI, quien la realizó a la perfección. Se casa con Bárbara de Braganza, a la que es posible que le tocase pocos pelos pocas noches; pero la ama sinceramente y, por eso, a la muerte de la reina, este Fernando casi desconocido entra en una espiral de locura como se conocen pocas en la Historia. A decir verdad, de los testimonios que he leído he llegado a la teoría, y es cosa que dejo aquí escrita como pista para personas más versadas en la siquiatría, de que la locura de Fernando VI es muy parecida a la del millonario americano Howard Hughes. Obviamente, Fernando VI no pudo tener la obsesión de Hughes por la pureza de sangre (se hacía trasfundir diariamente sangre de donantes mormones); pero, como digo por lo que he leído, ambos locos comparten algunas locuras; por ejemplo, negarse a cortarse las uñas de los pies hasta que les fue incluso imposible andar.
La participación de la salud en la Historia de España se toma un respiro hasta llegar a Fernando VII y su famosísima agonía en la que todo el mundo le creyó morir. Como es bien sabido, este Fernando el Supercabrón intentó por tres veces el matrimonio fecundo, sin éxito: ni la tuberculosa María Antonia de Nápoles; ni Isabel de Braganza, que la palma durante su embarazado en minutos quince por causa de una eclampsia; ni Amalia de Sajonia, más estéril que los campos de trigo del Himalaya, consiguen darle el hijo que ambiciona. Su cuarto matrimonio, con su sobrina María Cristina, le dará dos hijas: Isabel, y Luisa Fernanda. Y ya tenemos el lío montado.
Llegamos al día en que Fernando VII parece morir. Agilipollado en la cama, según muchos ya sin albedrío real, el rey es presionado por su gobierno, acojonado por lo que puede venir en una España dividida ya entre liberales y tradicionalistas y gobernada por una niña, para que derogue la denominada Pragmática Sanción proclamada por Carlos IV en 1789 y, consecuentemente, ponía en vigor de nuevo la tradicional Ley Sálica que en España ha impedido que las mujeres puedan reinar. Lo que pasa es que el rey, finalmente, se recupera y, tras enterarse bien de lo que ha hecho, vuelve sobre sus pasos. Automáticamente, se genera una gran polémica sobre cuál de los dos actos, si el del lecho de muerte o el posterior, es el realmente válido. Polémica que servirá para que esas dos Españas que ha dibujado el enfrentamiento entre liberales y tradicionalistas encuentren, cada uno, un bando, y comiencen unas hostias que no terminan hasta el no muy lejano día en el que Santiago Carrillo y Manuel Fraga se sentaron en el mismo hemiciclo.
A decir verdad, las cosas pudieron ir peor. Isabel, además de bastante casquivana en años posteriores, era una niña de no buena salud, aquejada de herpes, lo cual hizo que, desde el primer día, Luisa Fernanda, su hermana menor, tuviese sus partidarios que la creían la carta ganadora en esa ruleta que, como vemos, la salud hacía girar cuando le petaba. De hecho LF, consciente de que la primera labor de las féminas en las familias reales es exactamente la misma que la de las conejas, se casa con un francés de grandes posibles, el duque de Montpensier, y comienza a tener hijos como otros hacen churros. Isabel, por su parte, se casa con su primo Francisco de Asís de Borbón, quien, así, a la primera, no acierta con la diana (un hijo se les malogra), pero finalmente logra inseminar a su mujer (vamos a decir que fue así) del futuro Alfonso XII. Luego a la reina no la echaran los carlistas, sino la revolución liberal. Cosas de la vida.
Como podemos ver, pues, puestos a imaginar, la Historia de España ha podido tomar derroteros bastante dispares de los finalemente vividos, de haber actuado el factor salud de forma distinta de cómo lo hizo.
Hay todavía en nuestra Historia un rey más que murió prematuramente, e incluso un infante que, por causa de su sordomudez, deja el camino libre para que la corona pueda ser heredada por el actual monarca (aunque, en realidad, Juan Carlos le debe la corona mucho más a la decisión de Franco que a la minusvalía del otro Borbón). Pero lo dejo aquí, entre otras cosas porque algún día quiero contar la historia de este Alfonso XII, triste de ti, que creo merece que le pongamos la lupa.
Dejo, si acaso, una preguntita aquí, sólo para auténticos freaks de la monarquía hereditaria. ¿Cuántas veces llevaba Alfonso XII el apellido de Borbón?

domingo, febrero 20, 2011

El Cant de la Senyera

En mayo del año pasado hizo 50 años y, sin embargo, al menos que yo sepa y fuera de Cataluña, la celebración no fue especialmente relevante. Como digo, resulta curioso.

Los catalanes que yo conozco más, que son quizá unos catalanes un poco especiales, veneran especialmente dos músicas: una es una pieza de Pau Casals que creo que se escribe El cant dels ocells, o así; y la otra es el himno del Orfeón Catalán, una melodía de Lluis Millet sobre un poema de Joan Maragall, que se llama El cant de la senyera o El canto de la bandera. Es una composición corta y un tanto cursi (lo del ave galana suena, cuando menos a la sensibilidad poética actual, bastante sobreactuado), pero ha tenido en diversos momentos de la vida de Cataluña la virtud de poder actuar más o menos como alternativa a Els Segadors, que, de lejos, es un himno mucho más revanchista y violento (como no podía ser menos con una tonada que está inspirada en un baño de sangre). Lejos de esos matices, el canto de la bandera es simple, directo, claro como el caldo de un asilo que diría Jardiel Poncela, y feliz.


Al damunt dels nostres cants
aixequem una Senyera
que els farà més triomfants.

Au, companys, enarborem-la
en senyal de germandat!
Au, germans, al vent desfem-la
en senyal de llibertat.
Que voleï! Contemplem-la
en sa dolça majestat!

Oh bandera catalana!,
nostre cor t'és ben fidel:
volaràs com au galana
pel damunt del nostre anhel:
per mirar-te sobirana
alçarem els ulls al cel.

I et durem arreu enlaire,
et durem, i tu ens duràs:
voleiant al grat de l'aire,
el camí assenyalaràs.
Dóna veu al teu cantaire,
llum als ulls i força al braç.


Razones todas éstas, las de su identidad digo, que justifican que el régimen franquista prohibiese su canto en público. Sin embargo, ese himno volvería a cantarse, hace ahora cincuenta años, en unas circunstancias de gran importancia para Cataluña.

El general Franco visitó Barcelona durante el mes mes de mayo de 1960. Al menos de momento, mis lecturas no me han esclarecido cuál de las tres opciones racionales explican esa visita: o bien fue un intento de demostrar que el Caudillo podía ir a Barcelona cuando quisiera; o bien fue un intento de tratar de parar la sangría de conflictividad catalanista que ya se vivía en Barcelona y que había tenido su fundamental expresión en el cese de Luis de Galinsoga como director de La Vanguardia (gran torpeza del franquismo fue poner al frente del gran periódico catalán a un escritor que no tenía reparos de insultar a los catalanes); o bien fue el simple y puro resultado de la inercia o la casualidad.

El affaire Galinsoga, como digo, había calentado bastante los ánimos; había provocado una campaña en toda regla en contra de la catalano-cosmo-visión franquista. De hecho, Franco fue recibido en Barcelona con la distribución de una octavilla clandestina, bastante larga, que culmina apelando al jefe del Estado de opresor y corruptor.

Para quienes han vivido toda la vida en libertad quizá parezca curioso o extraño que se deba utilizar lo cultural para hacer oposición, pero eso era, la verdad, bastante habitual en el franquismo; de hecho, en realidad esto explica por qué para toda una España sociológica, aún a día de hoy, resulta tan importante conocer y compartir las opiniones políticas de actores, escritores y demás intelectuales.

En tiempos de Franco era habitual que reuniones o actos aparentemente inofensivos, desde reuniones de poetas hasta conciernos de cornamusa, fuesen utilizados para algún tipo de expresión política, a falta de los cauces adecuados. Visto con la distancia de los años, algunas de estas escenas de censurada discrepancia aparecen algo ridículas. Un amigo mío muy católico, por ejemplo, relata cierto día que estaba en una misa oficiada por un cura conocido por su antifranquismo. Durante la homilía, el pater dijo, muy severo: «Voy a deciros una cosa, y quiero que tengáis claro que soy muy consciente de lo que digo: los niños no vienen de París». Todo el mundo se marchó del templo convencido de que había sido testigo de una arcana consigna de oposición democrática, aunque, que yo sepa, nadie entendió jamás qué había querido decir el cura con frase tan críptica.

En todo caso, los catalanistas sabían bien que no podían recibir a Franco con ningún tipo de acto de protesta extrovertida, anunciada y visible y que, por lo tanto, tenían que vestir el muñeco de alguna manera. El vestido elegido fue la organización de un acto de homenaje a Joan Maragall, coincidiendo con el centenario de su nacimiento. El morbo político lo ponía la decisión, como digo aparentemente inocente, de colocar el Cant de la Senyera dentro del elenco de interpretaciones incluidas en el homenaje.

Cuatro días antes del concierto del Orfeón Catalán, el gobernador civil prohíbe que dicho acto pueda «venderse» como un homenaje a Maragall y, además, prohíbe que se cante el himno. Sin embargo, el día del concierto, y a pesar de que en la sala se encuentran varios ministros, uno de ellos el Secretario General del Movimiento (Franco no estaba, contrariamente a lo que se cuenta en según qué versiones del asunto), el público se pone en pie, y lo canta.

El régimen interpreta este gesto como una provocación, y decide dar una lección que los catalanes no olviden.

Al día siguiente del concierto, el historiador y dirigente demócratacristiano y republicano Coll Alentón, es detenido en su casa en compañía de su hijo. La represión franquista se quiere cebar especialmente con los grupos católicos de Barcelona, por saber que son, más que probablemente, los mejor organizados del catalanismo. Así pues, horas después son arrestados la mayoría de los jóvenes dirigentes de este movimiento: Jordi Pujol, Jaume Casajuana, Estanislao Bordú, Magi Santmartí, Ignasi Espar, Joan Amigó, Josep Gassiot, Jordi Mir, Damián Escudé, Llibert Cuatrecasas...

Todos los detenidos, como he dicho, son activistas de raíz católica. En realidad, la reacción policial a la escena en el concierto del Orfeón no es otra cosa que un intento por dinamitar por la vía de los hechos el germen de oposición a la vez demócratacristiana y catalanista que está creciendo en Cataluña.

De todos los detenidos Jordi Pujol, entonces un médico de 31 años, es el objetivo principal. Miembro de las juventudes católicas universitarias, es inquilino habitual de los actos y ciclos de conferencias organizadas por el obispado, y preside una pequeña organización de matrimonios católicos. Es trasladado a la Modelo, donde permanece incomunicado incluso de su abogado. La razón de tan duro estatus tiene que ver con su pase a la jurisdicción militar, acusado de injurias al jefe del Estado.

La calle no se queda quieta. A la detención (y represión en la comisaría y en la cárcel) de los activistas católicos se siguen dos días de manifestaciones que tienen como centro el obispado y que la policía se ve impotente de impedir por su carácter pacífico. De hecho, no pocos manifestantes, lejos de corear consignas o de parecer violentos, simplemente rezan, de rodillas, frente a la sede del único elemento del régimen que consideran puede acabar con esa situación. Pero Monseñor Mondegro, titular de la diócesis, ha visto claro que un pulso con Franco sólo le podría salir mal.

La única voz discordante que surge es la que ya era discordante antes de todos estos sucesos: el abad de Montserrat. De Montserrat, en efecto, no harán sino llegarle disgustos a Franco durante los años sesenta. El abad, de hecho, se niega a estar en Barcelona en la despedida de Franco de la ciudad condal y, en lugar de ello, le envía al Pardo un telegrama exento de equívocos: «Deploro profundamente las represiones y torturas de jóvenes católicos detenidos con ocasión del concierto del Orfeó Catalá, doloroso episodio de la estancia de vuestro gobierno en Cataluña». Al loro con lo de vuestro gobierno.

En la iglesia de San Felipe Neri, cercana al obispado, se han refugiado muchos manifestantes para oír misa. En un momento de la celebración, un cura que para menos para mí es innominado (no he logrado averiguar su nombre) introduce en la parte de los ruegos a Dios no específico «por los que son perseguidos por la justicia». Toda Barcelona se hace lenguas de esa petición que, de todas formas, es bastante habitual en esa parte de la celebración (forma parte de la parafernalia católica de declarar la moral cristiana favorable al pobre, al desvalido, al preso y al abandonado; que, sin embargo, no ha eximido a la religión católica de reducir a gentes a la pobreza, el desvalimiento, la cárcel y el abandono).

Una nueva hoja clandestina circula por la ciudad. Su encabezamiento: «Un gobierno anticristiano». Resulta una hoja muy curiosa de leer porque, a pesar de su título, en realidad la mayor parte de su espacio se dedica al análisis de la política anticatalana del franquismo: prohibiciones al uso del idioma, a las publicaciones o a la enseñanza en catalán... Es un documento, por lo tanto, muy interesante a la hora de estudiar de qué manera el cristianismo político estaba mutando en Cataluña, a principios de los sesenta, hacia el nacionalismo simple y puro.

En julio de 1960, se celebra el consejo de guerra sumarísimo contra Pujol y el impresor Francisco Pizón, como pretendidos autores de una serie de hojas volanderas clandestinas que se consideran injurias al jefe del Estado. Asimismo, a Pujol se le acusa de haber sido el gran muñidor de la campaña contra Luis de Galinsoga. El tribunal, presidido por el general Ángel González de Mendoza, condena a Pujol a siete años y a Pizón a tres, más la confiscación de su imprenta.

Las dictaduras, sin embargo, nunca aprenden que lo peor que se puede hacer con un opositor, es condenarlo. Más de 2.000 personas participan unas horas después de la condena en una concentración de solidaridad en la iglesia de San José Oriol. El abad de Montserrat protesta de nuevo pero, ojo, esta vez ya no está solo: los obispos de Solsona y de Vich se unen a su protesta.

Dos centenares de abogados y sacerdotes presentan, el propio colegio de abogados barcelonés y el padre de Pujol presentan otras tantas denuncias ante la Audiencia Provincial de Barcelona por la brutalidad desplegada por la IV brigada político-social con los detenidos. La revista Ecclesia protesta de una forma sutil, y el gobierno responde retirando todos los números de los puntos de venta.

Como creo saber que los expedientes de los notarios siempre son heredados por alguien, supongo que ese alguien todavía tendrá en algún rincón de Barcelona las declaraciones hechas ante el notario Antonio Gual por parte de algunos detenidos en el Palau de la Música. Magí Sanmartí, que entonces tenía 23 años, declaró que los policías que lo detuvieron le dijeron que al día siguiente le darián el paseo, y le golpearon con porras en espalda y vientre. Jaume Casajuana, publicista entonces de 29 años, contó en su declaración que había coincidido en un calabozo con Pujol. El futuro presidente de la Generalitat «se estaba quejando de fuertes dolores en todo el cuerpo y a la presencia del declarante y del señor Pinzón les enseñó los pies hinchados a causa de una fuerte paliza de porras en las plantas de los pies, por la que no podía llevar calzado».

La mayor parte de estos relatos coinciden en señalar en que sus torturadores no paraban de lanzar improperios contra los sacerdotes. En uno de ellos incluso se les cita aseverando que los rojos dejaron la labor inacabada en la guerra civil (o sea, que se cargaron a pocos curas). Estos exhabruptos son la expresión coloquial del divorcio que, ya en 1960, se viene produciendo entre la Iglesia y el franquismo, o por lo menos cierta iglesia. Franco, si hemos de creer los diversos testimonios que existen de conversaciones privadas con el Caudillo, era plenamente consciente de ello.

Pujol sería liberado dos meses y medio después, sin cumplir los siete años preceptivos, como síntoma de cierta relajación de la tensión por parte del franquismo, no se sabe muy bien si debida a que de nuevo se sentía seguro, o a las presiones recibidas para relajarse.

Los sucesos del Palau de la Musica y el Cant de la Senyera, sin embargo, tienen una importancia fundamental, porque marcan el punto de inflexión, ese punto en el que, como decía Churchill, giran los goznes de la Historia, en lo que se refiere a las relaciones de Franco con los sacerdotes catalanes (que no los sacerdotes de Cataluña, que es cosa distinta). La reacción aquel canto fue una prueba de fuerza del franquismo que, sin embargo, lo que hizo fue desafectar del mismo a un aliado que habría de serle muy necesario años después; esta desafección, de alguna forma, obligó al franquismo a no ser excesivamente duro a la hora de concordar con el Vaticano, hecho éste que es, tal vez, el de más larga secuela en nuestra vida social y política, pues explica una parte relevante del peso actual de la Iglesia católica en España.

Por lo demás, también tuvo la consecuencia de la radicalización del nacionalismo catalán, siempre proclive al victimismo como todo buen nacionalismo, y que en la brutal reacción de 1960 encontró elementos sobrados para convencer a amplias capas de la sociedad catalana, sobre todo entre los jóvenes, de la hondura de sus razones. Así pues, de alguna manera, también aquí, las consecuencias de aquellos hechos las experimentamos en el momento presente.