jueves, mayo 05, 2011

Cuba

En algún otro post de este blog he dejado escrito que el comunismo soviético perdió muchas guerras en el siglo XX, además de la definitiva de la pervivencia, pero ganó, sin ningún lugar a dudas, una: la guerra de la opinión pública. Mientras existieron la URSS y los EEUU, para amplísimas capas sociales del mundo occidental, la primera fueron los buenos y los segundos, como mucho, los menos buenos.

La URSS consiguió, mediante la multiplicación de corifeos y turiferarios, especialmente en el ámbito intelectual, provocar la impresión de que países que no permitían la libre circulación de sus ciudadanos eran adalides de la libertad. En Europa, cuando menos desde la existencia del Muro de Berlín, se supo de sobra que de la URSS no se salía con facilidad; aunque para la polémica y las teorías conspiranoicas varias siempre quedarán casos de extraordinaria permeabilidad fronteriza como el de Lee Harvey Oswald, el asesino by default del presidente John Fitzgerald Kennedy. A pesar de saberse tan bien que el comunismo era un régimen de cosas tan poco convencido de sus propias virtudes que orohibía a sus ciudadanos tomar la decisión de dejar de experimentarlo, durante décadas vivimos creyendo en el mismo como lo que preconizaba de sí mismo, es decir creyendo que era una alternativa democrática al capitalismo liberal. No hay, de hecho, régimen político en la Historia del mundo que haya utilizado más el adjetivo «democrático» que el comunismo. Excusatio non petita...

La estrategia se basó, principalmente, en dos grandes argumentos: en primer lugar, aquéllos que lograban escapar de la URSS o de los regímenes comunistas, mentían. Mentía Víctkor Kravchenko, probablemente el primer disidente soviético de gran fama, quien, llevado por el rencor y la mala hostia, se inventó en su libro, según la teoría, torturas mil que jamás se cometieron en Ucrania. Mentía, por supuesto, Alexandr Solzenitsyn, un gran ficcionador a los ojos de sus críticos progresistas. Cuando las críticas comenzaron a llegar desde personas difícilmente atacables por el lado moral como Andrej Sajarov, el sólido muro de cristal antibalas comenzó a resquebrajarse. Pero el momio duró décadas.

El segundo gran argumento fue: no, si la situación de la URSS no es normal. Yo no lo niego. Pero es que no puede serlo, porque el comunismo es un régimen aislado, sitiado. Sufre embargos comerciales, tecnológicos, de armas, todo eso. Debe adoptar una postura defensiva ante las intenciones claramente belicistas de los Estados Unidos. Si otorgase libertades como la de movimiento, estaría dando alas al enemigo. Un argumento curioso que venía a admitir tácitamente otro de los grandes problemas del sistema comunista: su fracaso total a la hora de construir potencias con capacidad productiva y comercial, unidas casi todas en un club económico a la remanguillé, el Comecon, que desde luego no pudo evitar que las naciones satélite de la URSS acabasen fuertemente endeudadas en divisas (hecho que, en el fondo del fondo del fondo del fondo, explica su colapso final).

Todo este florilegio de argumentos más o menos chorras se fue al guaino en día de 1989 en el que un funcionario de la República Democrática Alemana metió la pata en una rueda de prensa, desencadenando sin pretenderlo la caída del Muro de Berlín. En realidad, el Muro ya había caído en el punto y hora en el que, semanas o meses atrás, las autoridades de los países satélite de la URSS se habían dado cuenta de que esa vez Moscú no enviaría tanques para sofocar rebelión alguna; a lo que hay que unir la que para entonces ya estaba montada en Polonia, con la ayuda inestimable del Beato.

Pero quedó, como en los tebeos, una irreductible aldea gala. O más bien un par. Pero en este post haré con Corea del Norte como Arguiñano: reservarla para otra ocasión.

La irreductible aldea gala es, básicamente, la ciudad de La Habana y sus aledaños. Cuba llevaba ya décadas cuando cayó el Muro viviendo de su imagen occidental de alternativa al imperialismo estadounidense. Se beneficiaba de la simpatía de todos aquéllos que en un partido de Copa animan al Alcorcón, es decir se alían con el más débil. Pequeña y sola, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos como siempre se ha dicho de México, la isla caribeña se obstinaba en ser otra cosa y en velar por el bienestar de los más pobres y necesitados. La imagen personal de Fidel Castro, su líder secular, ayudaba en todo esto, pues es un tipo que siempre ha caído simpático a los occidentales por su capacidad de, siendo tan chiquito, cantarle las cuarenta al gigante Goliat; a lo que hay que unir que la propia política de los Estados Unidos hacia Cuba ha sido torpona cuando no estúpida, trufada de episodios como aquél, que más parece de Mr. Bean, en el que los asesores de Kennedy le propusieron cargarse a Castro envenenando sus zapatos (sic).

En lo que se refiere a España, Cuba se ha beneficiado también históricamente, esto también lo he escrito ya, de eso que llamamos el trauma del franquismo. Tras casi cuarenta años de dictadura, los españoles antifranquistas se acostumbraron a odiar todo lo que a Franco le gustaba (por ejemplo, los pantanos) y a amar todo aquello que a Franco le repugnaba (por ejemplo, el comunismo, o sea Cuba). Aún hoy, muchos españoles tienen, respecto de muchos asuntos políticos, una actitud muy parecida a la del adolescente que niega por definición los postulados del carca de su padre.

Pero Cuba, nos pongamos decubito supino o decubito prono, es una dictadura. Un régimen totalitario, con tintes fascistas; sin ir más lejos, su lema preferido, Socialismo o muerte, tiene un saborcillo a Unidad de Destino en lo Universal que tira p'a tras. Y es algo peor que eso, porque en los últimos tiempos, desde que su caudillo enfermó no sabemos muy bien de qué (en Cuba, por no haber, parece que no hay ni partes del equipo médico habitual), ha dejado claro que es un país cuyo Partido Único en el poder carece de cuadros comprometidos con la evolución final del régimen. No por muy sabido es baladí recordar que la existencia de estas masas de políticos azules fue crítica en la construcción de la Transición española. Sin ellos, la llegada de la democracia a España se habría tenido que leer en términos de enfrentamiento. La Transición política española se basa en el gesto por el que unas Cortes formadas por representates del Estado totalitario se suicidan aprobando la llamada Ley de Reforma Política.

Sin la existencia de una élite, llamémosle reformista (en realidad, la palabra es rupturista, pero no se puede decir porque el potaje hay que cocinarlo a fuego lento), la transición de una dictadura a una democracia sólo tiene dos caminos: la violencia (véase Siria), o la espera (RDA, Hungría, Rumania...); la espera a que la situación económica se deteriore de tal manera que para el régimen resulte insostenible.

Sin reformismo, pues, el horizonte ofrece sangre o hambre. En Cuba, en Madagascar y en Ganímedes.

En el día de ayer hemos sabido, por la propia interesada, que una de las blogueras más conocidas de entre los escritores críticos con el castrismo, Yoani Sánchez, ha conocido la decisión del Estado cubano de no dejarla salir del país. Estaba invitada a la presentación de un libro y a actuar como jurado en unos premios. Es de suponer que la discusión en torno a este asunto se va a alambicar. Se dirá que es que la persona implicada es tal o cual, que si responde a tales o cuales intereses, que si está financiada por tal y cual. Yo, la verdad, lo desconozco. Tampoco me importa demasiado. Me limito a partir de la base de que, en los países serios, las personas que tienen limitados sus movimientos han matado o violado a alguien, o cosas así. El resto, los financien los mormones de Salt Lake City o un millonario de Orense, defiendan el capitalismo proverista o el conductismo de salón, deben ser libres de ir donde quieran. Y punto final.

Se preguntaba Yoani en Twitter a quién puede acudir. Cita, por este orden: al Papa, a Trinidad Jiménez, al rey Juan Carlos, a James Carter, a Hugo Chávez y a Dios. Curioso orden de prelaciones. La verdad, ninguno de ellos puede hacer algo por ella, con la única excepción de Chávez, que no querrá; y, para algunos de mis lectores, de Dios. Nuestro monarca, por ejemplo, poco más podría hacer que salir en la tele diciendo: «¿Por qué no te marchas?»

Pero cito la lista porque tiene importancia para nosotros, los españoles. Los nombres que se le vienen a la cabeza a la bloguera denotan que nosotros estamos en primera línea de fuego diplomática de esta historia. Es algo obvio, teniendo en cuenta que estamos recibiendo disidentes recientemente liberados de sus cautiverios.

Verdaderamente, no soy muy optimista respecto de las posibilidades reales de influencia. La diplomacia es terreno un tanto suciete, como sabe bien el presidente Zapatero, quien seguro que cuando tenía 20 años y era (más) idealista, jamás pensó que un día se vería en un mitin, enfrentado a unos activistas prosaharauis, defendiendo la voluntad de diálogo de Marruecos sobre el tema. Pero por donde sí podemos empezar es por contar las cosas como son. Contar lo que pasa de verdad, y no lo que nos gustaría que estuviese pasando. Que España adoptase una posición, digamos, democráticamente beligerante en favor del fin del régimen dictatorial cubano sería de gran importancia en el ámbito internacional. Que España se dejase de milongas sería interesante. Lejos de ello, los mismos políticos que hace cuarenta años iban a Bruselas a exigir que la CEE no permitiese la entrada de la dictatorial España, o sus herederos directos, viajan hoy a la misma ciudad para tratar de convencer a la UE de que tenga un trato especial hacia Cuba. Ya lo escribió Góngora: ande yo caliente, y ríase la gente.

Olof Palme era primer ministro sueco cuando salió a la calle para participar en una cuestación a favor de los demócratas españoles. Yves Montand vino a España y trató de dar una rueda de prensa en la misma plaza de España, en el epicentro del franquismo, para reclamar un régimen de libertades. Diputados británicos de diversas tendencias, asambleístas franceses, ministros belgas, políticos alemanes, gentes a paletadas dejaron clara, durante los años sesenta y sobre todo setenta, su llamada inequívoca al franquismo a disolverse. ¿Qué habría pasado si ninguno de aquellos tipos hubiese movido un dedo por nosotros? ¿Qué pensaríamos hoy de John Kennedy si hubiese venido a Madrid a declamar Ich bin ein franquista? ¿Cuál sería nuestro juicio si Willy Brandt y la socialdemocracia alemana hubiesen pateado los foros internacionales susurrando «coño, Franco es un dictador, pero es que...»?

Solemos decir en España que es repugnante cómo algunos o muchos de nosotros tratamos a los inmigrantes, cuando hemos sido un pueblo emigrante que ha tenido que soportar los exabruptos de nuestros anfitriones durante décadas. La misma repugnancia me surge a mí cuando veo a tanto ciborg con sistema operativo DemocratadeTodalaVida.exe sacando de la cartera su personal florilegio de sí, pero, para hablar de Cuba. Si los demócratas de Europa y del mundo entero hubiesen tenido los mismos remilgos con Franco cuando él o ella tenían veinte años, lo mismo hoy estábamos celebrando los 72 Años de Paz y de Mocos.

De Cuba la gente no puede salir. No hay si, pero que valga. Nunca lo ha habido.

martes, mayo 03, 2011

La "normalidad" del 36 (11: Yeste)

Como aficionadillo que soy a las cosas de la II República y la Guerra Civil, siempre me ha llamado la atención lo poco que se sabe, por lo general, de los sucesos ocurridos en Yeste en la segunda mitad del mes de mayo de 1936. Tengo por mí que la evidente intención del gobierno de entonces de minimizar las consecuencias de estos hechos ha llegado, por vía de la literatura sobre la época, hasta las mesas de muchos investigadores y lectores de hoy en día. Yeste, sin embargo, debería figurar en el imaginario republicano, no tanto por las víctimas causadas (como Casas Viejas, a pesar de que en Yeste hubo una cantidad parecida) sino por el hondo significado que tiene de enfrentamiento frontal de los movimientos izquierdistas rurales con el poder constituido y su expresión en el campo: la guardia civil.

Vayamos por partes.

En una aldea albaceteña llamada La Graya, los habitantes han realizado una movilización bastante común en aquellos tiempos, consistente en que los jornaleros trabajaban el campo sin orden de nadie y luego reclamaban al propietario los correspondientes jornales. La Graya es una zona muy problemática porque algunos meses antes, la construcción del pantano de Fuensanta ha anegado enormes extensiones de pinar, dejando a unas 1.000 familias sin sustento, puesto que vivían de desbrozar los pinares y utilizar el río para transportar la madera, cosa que ahora ya no es posible al mismo coste.

Al llegar el gobierno del Frente Popular, y puesto que el gobierno de derechas había pasado olímpicamente de este problema, se intentó salvar la situación creando una Comisión Gestora que estudiase el problema y decretando la tala de un monte comunal llamado Dehesa de Tus. Luego, los jornaleros roturaron otro monte comunal, la Solana del río Segura. Pero, terminados estos dos trabajos, decidieron seguir en terrenos cuya propiedad comunal ya no estaba tan clara; o, más bien, estaba bastante claro que no lo era. Los hermanos Edmundo y Antonio Alfaro, arrendatarios de los montes afectados, denunciaron los hechos ante las autoridades.

En esta situación, los jornaleros seguían talando pinos, motivo por el cual fueron enviados a la localidad y cabo de la guardia civil y seis números, con órdenes de impedir la acción.

Los campesinos, tras la llegada de los de verde y en asamblea, deciden continuar la roturación del monte. El cabo, entonces, prescinde de uno de los guardias y lo envía a Yeste para pedir refuerzos. A la salida del pueblo, el emisario es interceptado e inmovilizado por los jornaleros, cosa que llega a oídos del cabo.

La noticia, además, llega a Yeste, donde el brigada jefe del cuartelillo, Félix Velando Gómez, habla con el alcalde y decide subir con él a La Graya, la noche del 27 de mayo. El alcalde, siguiendo lo pactado con el guardia civil, se presenta en el pueblo, habla a los campesinos y les insta a no cortar pinos hasta que no llegue la autorización pertinente. Pero, tras haber dicho eso, levanta el puño, y declama:

-¡Salud, camaradas! Ya sabéis lo que tenéis que hacer.

Los guardias civiles se toman este final como una señal de que hay gato encerrado; de que el alcalde sabe algo que no les ha contado. Así pues, al caer la noche llegan a La Graya un sargento y once guardias más.

En la noche, cuando el brigada y el alcalde ya se han ido, la multitud rodea amenazante la casa donde han sido alojados los guardias. El cabo (el sargento aún no había llegado) ordena una salida con disparos al aire, que basta para dispersar a los manifestantes. Seis dirigentes campesinos son arrestados y llevados al misma casa donde están los guardias.

El 28 no pasó nada aunque, como se supo después, fue así porque el día se consumió en elaborar estrategias para liberar a los detenidos, así como para avisar a los trabajadores del pantano y de la carretera de Echetraspilla para que se uniesen a la movida. Así, el 29, de amanecida, unos 2.000 campesinos habían tomado el camino de La Graya a Yeste. Sabían que la guardia civil quería trasladar a los seis detenidos a Yeste ese día. Aún sabiendo ya que eran esperados, los guardias civiles deciden llevar adelante sus planes pero, eso sí, deciden hacerlo con el concurso de toda la fuerza, en ese momento 17 hombres. En La Graya, por lo tanto, no dejan a nadie.

En Yeste los mandos, conocedores de lo apretado de la situación, buscan soluciones. El comandante del puesto, o sea el brigada, decide entrevistarse con el presidente de la Comisión Gestora nombrada por el gobierno del Frente Popular para buscar una solución al problema de los pinos. Dicho presidente pone como condición ineludible para hacer cualquier gestión que se libere a los detenidos. Al brigada no le gusta la solución, pero acabará cediendo: los detenidos quedarán libres, pero con la obligación de comparecer y declarar en el Ayuntamiento en las 24 horas siguientes, tras de lo cual será el juez quien decida sobre su suerte. El brigada, dos guardias y un teniente de alcalde de Yeste parten hacia La Graya, al encuentro de la fuerza que traslada a los presos, para comunicarles la decisión.

A dos kilómetros de encontrarse ambas fuerzas, los que vienen de Yeste se encuentran con una multitud vociferante, distribuida por las colinas al lado del camino, y que levanta los puños, clama consignas y amenaza con sus hoces, sus tridentes y sus ganchos pineros. El sargento al mando, que como buen militar sabe que desde una posición en altura es más fácil defenderse, ordena tomar un monte cercano para poder atrincherarse allí. En ese momento tan tenso llega el brigada Velando, abriéndose camino entre la multitud de jornaleros, anunciando la libertad de los presos. Sube al monte y le comunica la orden al sargento.

Es, sin embargo, demasiado tarde. Una masa de campesinos, azuzada por diversos gritos y consignas, carga contra los veinte guardias civiles que en ese momento se encuentran en lo alto del monte. En esa primera embestida, un guardia, Pedro Domingo Requena, resulta muerto, y nueve más heridos. Al guardia muerto le han clavado un gancho pinero en la cabeza. La multitud toma el monte, arrebata la armas de alguno de los guardias y comienza a disparar. Los guardias también lo hacen. Es una escena anárquica en la que no hay bandos enfrentándose, sino un mero caos de violencia.

Tres guardias, que aún tienen sus armas, logran crear una línea, desde la que disparan a la multitud, que está a unos metros tan sólo. Al brigada Velando, que está herido en la cabeza, se lo lleva su hijo, que se ha vestido de campesino y se ha confundido con la multitud, esperando que ocurriese algo parecido a lo finalmente ocurrido.

Los tres guardias, disparando continuada y disciplinadamente, consiguen generar una desbandada general en los campesinos, a pesar de que ahora éstos tienen las armas de bastantes de los guardias.

Llevando al guardia muerto y a los heridos, la fuerza se desplaza a Yeste. Durante la refriega ya producida, y las que habrá durante el camino, acaban con la vida de 17 campesinos.

El brigada Velando, por cierto, fue procesado nada más salir del hospital y, durante la guerra, fue encarcelado en un barco-prisión de la República donde, al parecer, estuvo a punto de ser asesinado dos veces. Pero, finalmente, logró pasarse al bando nacional.

Como digo, ya el 4 de junio, cuando se produjo una reunión de las fuerzas del Frente Popular, a la vuelta de Yeste de los diputados José Prats (socialista) y Antonio Mije (comunista), se decidió no hablar demasiado del conflicto. El día 5 fue el debate parlamentario, durante el cual Mije tomó la palabra para elaborar el curioso arabesco conceptual de que: 1) la guardia civil había ejercido una represión excesiva; b) El gobierno no era culpable de ello; 3) Ello era así porque la guardia civil obedecía órdenes de los hermanos Alfaro, los arrendatarios. Cuando no se quiere ver, verdaderamente, no se ve.


En mi opinión, los sucesos de Yeste han sido extrañamente preteridos de tantos y tantos análisis de la II República. Ciertamente, Yeste no puede compararse con Casas Viejas. En Casas Viejas se produce el simple y puro asesinato de unos activistas que ya están desarmados y controlados, más el de otros que aún no lo están, pero que eran de poco peligro por encontrarse sitiados. En Yeste, la guardia civil operó en gran medida en defensa propia. Pero hay varios elementos a considerar.

En primer lugar, Yeste es la mejor expresión del estado de situación en el que se encuentra el campo español en la primavera del 36. No es baladí el dato de que, lejos de ser un conflicto producido en Andalucía o Extremadura, se dé en Albacete, reflejando una situación que pudo estar en algún momento de la Repúbllica focalizada en el sur de España, pero para entonces estaba ya por todas partes. La situación de unos campesinos que ya saben, a esas alturas de la película, que lo que se les había prometido no llegará, y por lo tanto no sienten la necesidad de refrenar a los más radicales de entre ellos, que son muchos.

En segundo lugar, Yeste se parece a Casas Viejas en la actitud de pío, pío, que yo no he sido adoptada por el Gobierno. El Ejecutivo se mueve constantemente, durante todo el 36, en un peligroso penduleo entre la comprensión, cuando no alimento, de los conflictos de izquierdas, y el necesario, exigible, ejercicio de la fuerza para garantizar el orden público. La teoría de Mije de que la guardia civil mató a 17 personas siguiendo las órdenes de los arrendatarios de los montes que estaban siendo desbrozados sólo se la creen él y los guionistas de la serie La República de TVE. La actitud de la guardia civil tuvo mucho más que ver con cumplir la legalidad (el desbrozamiento de montes de gestión privada era ilegal) y el orden público que con facilitarle a nadie sus intereses capitalistas. El gobierno hizo lo que tenía, lo que siempre tiene que hacer. Si una partida de veinte guardias civiles con seis detenidos se encuenta a dos mil pollos en un camino que se los quieren llevar por delante y, además, no tiene la capacidad que tendría hoy de pedir refuerzos, lo único que le queda es tomar la colina y defenderse. Gobiernen, que diría Unamuno, los hunos o los hotros.

Las peripatéticas teorías de aquel gobierno azañocasarista, de nefastas consecuencias para la Historia de España, le iban valiendo para los conflictos urbanos. En las ciudades medianas y grandes, en efecto, tenía a Falange practicando el terrorismo para justificar los desmanes de los fascistas de izquierda. En el campo, sin embargo, esa teoría no le valía. En el campo no había camisas azules; había yugos, sí; pero para los bueyes, no para los cabestros. En el campo, la única contrafuerza que tenían los anarquistas y ugetistas de la hoz era la guardia civil. Una de las primeras cosas que entendieron los gobiernos socialistas de 1982 en adelante es que no podían tratar a la guardia civil como si fuese una excrecencia que les sobrase en su esquema democrático; que, consecuentemente, un gobierno que se precie de serlo y que quiera un mínimo orden en las zonas rurales tiene que contar con la guardia civil como algo suyo. En este punto, Felipe González aprendió del pasado, del mal pasado del 36, que puede incluso que le contase el entonces senador José Prats, que algo tuvo que ver en la gestión de la crisis yestera.

Porque esta inteligencia que tuvo González en 1982 le faltó al gobierno azañocasarista medio siglo antes. Si el personal se encabrona durante tres semanas (si no años) por una mierda penalty que no les pita el árbitro en una mierda de final, imagínese el lector cómo se sentiría un guardia civil que, después de haber salido vivo de milagro de una batalla campal contra centenares de enemigos, van y le dicen que es que la culpa es de él que «se excedió en la represión». Te dan un pito y un tambor para que toques Las cuatro estaciones de Vivaldi, y luego encima te dicen que desafinas y que la St Martin in the Fields suena mucho mejor.

El problema, como digo, es que si el gobierno quería mostrarse comprensivo con sus hermanos anarquistas y marxistas rurales, no le quedaba otra que tomarla, en mayor o menor medida, con la guardia civil. Eso, además de colocar al instituto armado en la posición de hacer lo que acabaría haciendo (unirse mayoritariamente al golpe de Estado) supuso algo, a mi parecer, aún más grave aún, que es lanzar la idea, constante en el actuar del ejecutivo desde las elecciones de febrero, de que Madrid no estaba dispuesto a batirse el cobre por el orden público.

Muchos politólogos sostienen la idea de que la elección básica del ciudadano es entre orden y caos; apostar por lo primero suele ser enormemente rentable en términos de votos, porque la gente, mayoritariamente, lo que quiere es vivir tranquila. La apuesta de los gobiernos del 36, y muy especialmente del de Casares, fue radicalmente en contra de esa elección básica; conscientes de lo costoso que les podía ser eso, trataron de que Yeste pasara sin pena ni gloria por las conversaciones de los hogares y las tabernas de España.

Ya tiene delito que en el país que gobiernas la gente se mate y queme iglesias sin que hagas gran cosa. Pero siempre te queda el eufemismo famoso de las «acciones aisladas». Sin embargo, cuando lo que pasa es que una pedanía en pleno se declara en rebeldía y ataca a las fuerzas del orden con la intención de clavarle ganchos pineros en la cabeza, ni aisladas ni leches. Un gobierno con los pies en el suelo habría ido al Parlamento a decir bien alto que el que es atacado tiene la soberanía y el derecho de defenderse, máxime si es el ostentador del monopolio legal de la violencia. Y punto. Ni Flick, ni Flock. Algo así, sin embargo, habría recabado los aplausos de las derechas, y eso es algo que Casares ni podía ni, sobre todo, quería permitirse. Así pues, no lo hizo. Y, no haciéndolo, le enseñó a las clases medias de corte más conservador, amplísimas en la sociedad española de entonces, que, por mil veces que entrasen en el área, aunque por mil veces el portero contrario les pegase un tiro en la pierna, jamás se pitaría penalty a su favor.

Ahí reside la herencia, tan triste como repugnante, de los sucesos de Yeste.

domingo, mayo 01, 2011

La "normalidad" del 36 (10: Más vueltas de tuerca)

Las últimas semanas previas al golpe de Estado del 36 estuvieron fuertemente caracterizadas por el debate parlamentario. En sesiones broncas y, en casos, no exentas de cierta altura retórica, el conflicto entre las dos españas, larvado durante años y aflorado de forma violenta en los meses anteriores, se grabó a fuego en las actas del pleno del Congreso. Como decíamos en el post anterior, esto comenzó ya durante el debate programático del gobierno Casares, y comenzó cuando tomó la palabra José María Gil Robles, para elaborar un discurso durísimo, trufado de acusaciones muy graves. Dijo Gil Robles, por ejemplo, que la justificación de la violencia existente en las calles era el hecho de que la propia Administración había perdido el respeto a la ley. Y añadió, en una frase casi profética, refiriéndose a las tendencias contrarias a las izquierdas: «Si el poder público se inclina sólo al lado del rencor y de la venganza, tened la seguridad de que ese movimiento crecerá, mañana será más concreto y encontrará el hombre, la organización, el móvil sentimental que lo impulse, y entonces será difícil que se contenga con la política represiva del Gobierno». Habla, en esta frase, el político de la oposición; y habla también el lider partidario que, ya en esos momentos, está viendo cómo correligionarios suyos, especialmente jóvenes japistas, se pasan a Falange en filas de a siete; porque no está pensando Gil Robles en Franco, ni siquiera en Sanjurjo; en mi opinión, «ese hombre», en ese momento, es José Antonio. «Si no existe justicia», remacha, «ese movimiento crecerá y llevará a España una situación de guerra civil».

Con todo, José Calvo Sotelo, político con muchas más conchas parlamentarias que Robles y además más radicalidad, sería quien pusiera la temperatura del hemiciclo por encima del punto de ebullición. A Calvo Sotelo, de hecho, le encantaba provocar, y lo que dijo lo dijo, con seguridad, con toda la intención. Quiso, ni más ni menos, que mentar la bicha en casa de los cazadores de bichas.

El discurso de Calvo Sotelo se centró en la situación económica, y muy especialmente en el decreto del Gobierno que había establecido la obligatoriedad de que todos los represaliados por la revolución de octubre fueran readmitidos (esta medida provocó, en algún caso especialmente sangrante, que la viuda tuviese que reemplear al pollo que se había cargado a su marido), así como el rosario de huelgas que se vivía entonces. A partir de esos datos, acusó a las izquierdas de trabajar contra la economía.

Para sorpresa de no pocos, pasó Calvo Sotelo, de seguido, a comentar una frase de Casares, el cual durante su discurso se había declarado beligerante contra el fascismo. Sin embargo, dijo el diputado conservador, el fascismo tenía, siempre según él, una teoría económica muy equilibrada, que corregía los excesos tanto del marxismo como del capitalismo. Y añadió: «Me interesa dejar constancia de esta evidente conformidad mía con el fascismo en el aspecto económico; y en cuanto pudiera decir en el político, me callo».

Un diputado socialista, Bruno Alonso, que acabaría siendo comisario de la flota republicana durante la guerra y participando en el nunca del todo claro episodio de su huida de Cartagena, le reprochó a Calvo Sotelo que hiciese profesión pública de fascismo. Calvo Sotelo le contestó que a él no le callaba nadie y dirigiéndose a Alonso para apelarlo de «pequeñez» y «pigmeo». Alonso contestó: «¡Soy tanto como su Señoría, aquí y en la calle!». Luego siguió invitándole a salir a la calle y llamándolo chulo.

Tras un violentísimo altercado, Sotelo continuó con su intervención, ahora dedicándose a describir el clima de violencia y anarquía vivido en el país, que calificó de «cantonalismo asiático». En su exposición, recordó, además, diversos ejemplos de sectarismo por parte de la Administración. En medio de una sonora bronca, gritaba: «¡Trescientas iglesias se han quemado hasta el momento, y se cuentan con los dedos de una mano los que han sido responsabilizados de estos hechos!» En esto no le faltaba razón al político gallego, la verdad.

Muy caliente por el debate, Calvo Sotelo se volvió hacia Casares y dio una vuelta más de tuerca. Se preguntó, en voz alta, por qué el nuevo Gobierno había prescindido de un militar (el general Masquelet) para dirigir el Ministerio de la Guerra, al frente del cual se había colocado el propio Casares. Después de insinuar, por lo tanto, que el Frente Popular podría estar preparando algún tipo de golpe de Estado desde arriba, apretó aún más el tornillo con una clara llamada a la insurrección militar: «el deber militar consiste en servir legalmente cuando se manda con legalidad y en servicio de la Patria, y en reaccionar fusiosamente cuando se manda sin legalidad y en detrimento de la Patria». Finalmente, Calvo Sotelo le preguntó a Casares, en voz alta: «¿Para qué va su Señoría al Ministerio de la Guerra: para actuar como cirujano en el seno del Ejército o para actuar como cirujano con el Ejército en el seno de la sociedad?»

Sus palabras no generaron precisamente aplausos.

En todo caso, mayo del 36, a pesar del cambio de gobierno, no supone cambio alguno en las costumbres que se van imponiendo. El día 2, durante un desfile conmemoriativo del Día de la Independencia, unos falangistas dan vivas al Ejército y se produce un tiroteo. A uno de los participantes retenido por la policía se le ocupa, como se quejará Casares en el Parlamento, y con toda la razón, una pistola con su cargador puesto, más otro cargador con doce balas más y dieciocho más distribuidas por los bolsillos. Aquel tipo, verdaderamente, no había salido a la calle de cañas.

En Valladolid, los falangistas arrojan en el mismo día siete bombas a diferentes locales de izquierdas. En Pereira, Orense, los izquierdistas asesinan al ganadero Manuel Mira. En Torredonjimeno, Jaén, el asesinado, a navajazos, es un concejal cedista llamado Francisco Ureña. Otro concejal de la misma filiación es asesinado en Barruelo, Palencia. En Ceutí, Murcia, un tercer concejal muere a manos del presidente de la Casa del Pueblo. En Alfambra, Teruel, los guardias municipales matan a tiros a un maestro. En Bola, Orense, es asesinado un empresario, y otro en Puzol, Valencia. En Pontevedra abaten a un derechista a tiros, y en Zamora a un falangista. En La Ventosa, Cuenca, durante una tangana mundial, hay dos muertos y la punta de heridos. José Francisco Marcano Igartua, falangista santanderino, muere tiroteado en Buelna. En Cevico de la Torre, Palencia, un grupo de mujeres izquierdistas remata a navajazos a un derechista. En Los Pedroches, Córdoba, una joven que trata de impedir el incendio de la iglesia muere en el intento.

En Calzada de Calatrava, León, un falangista se defiende de los ataques de unos izquierdistas, pero al final es herido de un disparo y cae al suelo, momento tras el cual es rematado a palos y pedradas. Otro falangista, José Fierro, es asesinado en Carrión de los Condes, Palencia. Otro, José Olivarrieta Ortega, es asesinado en Santander. Falange responde ipso facto llevándose por delante a dos militantes izquierdistas que estaban en la puerta de un bar. Un tal Ramos, comunista, es asesinado en Zamora. Durante el entierro se arrojan varios cócteles molotov a la comitiva, que reacciona cargándose a un militante católico llamado Martín Álvarez e hiriendo gravemente al cura local Miguel Pascual y a un guardia civil retirado llamado Miguel Martínez.

En Torrecilla de la Orden, Valladolid, grupos de izquierdistas se autoconstituyeron en autoridad y registraron domicilios de derechistas (donde, por cierto, encontraron armas). Al día siguiente, se presentaron en el pueblo el juez de Nava del Rey y un teniente de la guardia civil llamado Jesús Gutiérrez Carpio, que detuvieron a los piquetes. Durante el traslado de los detenidos a Nava del Rey, en Castrejón, otros marxistas le prepararon una celada al convoy, produciéndose un tiroteo en el que resultó muerto un célebre izquierdista de la zona conocido como El Peterete. Como represalia, en Torrecilla se montó la mundial, de forma que hubo que desplazar a un coronel de la guardia civil con abundante fuerza para restablecer el orden.

En Ronda, durante una huelga general (una más), los manifestantes tratan de desarmar a dos guardias civiles los cuales, en el acto de explicarles que eso está feo, se cargan a dos de ellos. En Puebla de don Fabrique, Granada, las turbas intentan asaltar el cuartelillo de la guardia civil; a pesar de que no lo consiguen, se llevan por delante al guardia José Leonés Ortega. Algo parecido ocurre en Barbastro, Huesca, aunque con el resultado contrario. Allí, es un cabo de la guardia civil el que mata a un izquierdista llamado Marcelino Espiña.

En Peñarroya, Córdoba, se produce un incidente que tuvo hondísimas consecuencias en el Parlamento e, incluso, fuera de España. El conflicto en las minas locales no se resuelve y, finalmente, los dueños anuncian que las van a tener que cerrar. La reacción de los sindicalistas es encerrar en el interior de la mina a cinco ingenieros. Dos de ellos son franceses, de ahí el impacto internacional que tuvo la movida.

En la noche del 7 al 8 de mayo, Carlos Faraudo, capitán de ingenieros e instructor de las que acabarán por llamarse Juventudes Socialistas Unificadas, pasea por la calle Alcántara cuando es tiroteado desde un coche por unos desconocidos, se dijo que falangistas pero no se pudo probar, que acaban con su vida. El entierro de Faraudo, a pesar de que nadie lo tirotea, se convierte en un hecho de la mayor repercusión y una muestra de fuerza de las izquierdas que, por boca del peripatético coronel Julio Mangada, prometen devolver ojo por ojo.

Los ánimos de aquel mes ya están especialmente enconados contra el Ejército. El 15 de mayo, un oficial que pasea por Alcalá de Henares ve a dos muchachos maltratando a unos ñiños, y les afea la conducta. Los chavales se le enfrentan y, en poco tiempo, algunos adultos se suman al grupo, apelando al militar de fascista. A pesar de la llegada de un compañero, el capitán Rubio, contener a la masa se va haciendo cada vez más difícil. Finalmente, ambos militares salen por patas y Rubio es perseguido a pedradas hasta su casa, donde se refugia. Entonces los perseguidores queman con gasolina la puerta de la casa y el capitán debe escabullirse por la puerta de atrás con su mujer y sus tres hijos pequeños (a los que el tierno pueblo alcalaíno quería freír en sus alcobas). Ese mismo día un grupo de militares llega en autobús a la ciudad, siendo también rodeados por la masa, lo que les obliga a abrirse paso a tiros hasta su cuartel. Finalmente, el orden llegará de la mano de fuerzas de asalto enviadas desde Madrid que, de todas formas, fueron recibidas a pedradas.

En la Casa del Pueblo se celebra una reunión en la que se acuerda exigir al gobierno el trasado de los dos regimietnos con sede en Alcalá. El ejecutivo Casares obedece con prontitud, comunicando a las autoridades militares que tienen 48 horas para trasladar el regimiento de Villarrobledo a Palencia, y el de Calatrava a Salamanca.

El general Alcázar, gobernador militar, encuentra resistencias en la oficialidad, que considera que hace falta más tiempo para los traslados. El gobierno, enterado, envía a un general más a Alcalá, el general Peña, que detiene a la mayoría de estos oficiales.Eñ 24 de mayo se celebra un consejo de guerra con fuertes penas para los encausados (al coronel Gete, jefe de uno de los regimientos, llegaron a pedirle la pena de muerte).

Parece la leche,¿eh? Pues, como diría Superratón, aún hay más. Aún nos queda, cuando menos, un paseíto por Yeste.