miércoles, mayo 11, 2011

La "normalidad" del 36 (13: comienza el debate)

«Las Cortes esperan del Gobierno la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión en que vive España». Así rezaba la proposición no de ley presentada en el Congreso en la sesión parlamentaria del 16 de junio; sesión que habría de ratificar definitivamente el divorcio entre las dos españas y la madurez con que ambas esperaban ya, cada una a su manera, la guerra civil.

34 diputados de derecha firmaban esa proposición, abrigando con ello a José María Gil Robles, su gran impulsor y el defensor parlamentario de la propuesta. Tomó Gil Robles la palabra para, casi inmediatamente, abordar la conocida nómina de sucesos acaecidos en España desde el 16 de febrero de aquel mismo año. Una lista tan conocida como infame:


  • 160 iglesias totalmente destruidas.

  • 251 asaltos más a templos.

  • 269 muertos.

  • 1.287 heridos.

  • 215 agresiones personales frustradas o sobre las cuales no hay información.

  • 138 atracos consumados.

  • 23 tentativas de atraco.

  • 69 centros particulares y públicos destruidos.

  • 312 centros asaltados.

  • 113 huelgas generales.

  • 228 huelgas parciales.

  • 10 periódicos destruidos.

  • 33 asaltos a periódicos.

  • 146 bombas y petardos explotados.

  • 78 bombas recogidas sin explotar.


El censo cuantitativo vino seguido de otro de carácter más cualitativo. Se acordó Robles de los ingenieros de Peñarroya, que finalmente habían pasado 19 días secuestrados en el fondo de una mina sin ser rescatados por las fuerzas de orden público. Se acordó, y fue esta cosa que hizo mucho daño a las bancadas de la izquierda, como se lo sigue haciendo a las bancadas de la izquierda historiográfica, de las instrucciones publicadas en Reino Unido, llamando la atención a los conductores británicos de que en España partidas de no se sabe muy bien quién paraban a los coches en las carreteras para «solicitarles» donaciones para el Socorro Rojo Internacional. Cuando saca a pasear el caso del guardia civil degollado en Córdoba, un diputado lo acusa de mentiroso y se monta la primera tangana de la tarde. Prosigue Gil Robles, entre acusaciones de mentiroso, afirmando que barcos mercantes españoles habían sido expulsados de puertos extranjeros a causa de la propaganda revolucionaria que realizaban sus marineros. El ministro de Estado le asevera que eso es falso, Gil contesta que ello ha ocurrido en Génova y Workington, a lo que el ministro responde que puede demostrar la falsedad de ambos casos; que hubo huelgas, pero no expulsión.

En medio de este rifirrafe relativo a hechos ocurridos fuera de España, el ministro de Estado se ofrece a dar las explicaciones que sean pertinentes y, lo que es más importante para el curso del debate, advierte a Gil Robles que blandiendo esas acusaciones está alimentando intereses contrarios a los de España. Torpe alusión. Se lo pone a huevo al hábil retórico salmantino, que al fin y al cabo es en su origen abogado litigante (como lo era, también, José Antonio, o el socialista Jiménez de Asúa), de forma que el líder de la CEDA le contesta: «como se va contra los intereses de España es manteniendo un estado de agitación y de anarquía que antes los ojos del mundo nos desacredita». Bull's eye.

Dos días antes del debate, el Gobierno había hecho pública una declaración anunciando que había puesto coto a la anarquía. La siguiente parte del discurso de Gil Robles se ocupa en ridiculizar esa nota, con dos argumentos. El primero, bastante obvio: si el Gobierno, que siempre había negado que en España hubiese una situación de anarquía, ahora decía que la había sofocado, lo que estaba haciendo, de alguna manera, era reconocer que había mentido sistemáticamente. Y el segundo, más obvio, el desmentido de la esencia del comunicado, es decir del hecho de que la anarquía hubiera sido vencida. Sólo en las 48 horas desde la declaración, recuerda el diputado, se habían producido heridos en Los Corrales (Santander), había habido un tiroteo en Badajoz, una bomba en un colegio de Santoña, un muerto, guardia civil, en Moreda, y otro, dependiente, en Villamayor de Santiago, dos derechistas muertos en Uncastillo, un tiroteo en Castalla (Alicante), un obrero asesinado en Suances, incendios de cortijos en Estepa, un derechista asesinado en Arriondas, otro muerto y dos heridos graves, también derechistas, en Nájera, otro muerto y cuatro heridos en Carchel (Jaén), así como cuatro bombas en sendas casas en construcción de Madrid.

«La verdadera entraña del problema», continúa el diputado, «radica en que el Gobierno no puede poner fin al estado de subversión porque el gobierno nace del Frente Popular, que lleva en sí la esencia, el germen de la hostilidad nacional». Se extiende el diputado en los objetivos de comunistas y socialistas que, dice, sólo buscan la dictadura del proletariado y, mientras lo consiguen, socavar el sistema productivo. «Ellos saben a dónde van, y tienen marcado el camino», dice; «vosotros no, señores de Izquierda Republicana». Sin dejar de referirse a los bancos de la izquierda burguesa, les saca a pasear la idea de la dictadura republicana, que él considera el fin de toda democracia. Y continúa: «Desengañaos, señores diputados; un país puede vivir monarquía o república, en sistema parlamentario o en sistema presidencialista, en sovietismo o en fascismo: como únicamente no vive es en anarquía, y España hoy, por desgracia, vive en la anarquía». «Estamos presenciando», sentencia campanudamente, «los funerales de la democracia».

Enrique de Francisco, diputado socialista y destacado miembro de la UGT, le da la réplica a Gil Robles responsabilizando de los desmanes ocurridos a los fascistas. Con un loable desparpajo, responde: «Yo no tengo aquí estadísticas, señor Gil Robles, porque para eso es preciso prepararse, y yo no tengo preparación; pero sí conozco de hecho la situación aquélla [se refiere al bienio de las derechas] y no se puede venir a echar en cara cosas de que uno mismo tiene que acusarse».

Y continúa: «Nos ha relatado aquí su señoría algunos hechos que ya he manifestado que no me han impresionado poco ni mucho, porque aún conociendo la realidad de algunos de ellos y lamentándolos de una manera sincera y leal, era necesario hacer previamente una averiguación para saber si en gran parte esas cifras de asesinatos, de atracos y de incendios, manejadas por el señor Gil Robles, pueden ponerse en el haber de las fuerzas que acaudilla su señoría, si los autores de tales hechos han sido inducidos por determinadas fuerzas». Esta insinuación por parte de De Francisco no quedó completada con acusaciones concretas; de hecho, en parte el diputado se desmintió a sí mismo segundos después, cuando dijo: «yo he querido referirme a la actitud de rebeldía de la clase capitalista y patronal, que crean situaciones de ánimo en la clase trabajadora, ya dolorida, ya amargada por las condiciones adversas de su propia vida y que no es extraño, señor Gil Robles, que en esa situación de ánimo, aunque nosotros no lo justifiquemos, realice excesos de los cuales sus autores serán los primeros en lamentarse cuando fríamente lo consideren».

Continúa De Francisco: «Nosotros no hemos de amparar excesos de ninguna especie, porque tenemos nuestra táctica, nuestra doctrina, nuestras normas, y a ellas nos sujetamos; pero hemos de cargar en todo instante contra la clase capitalista (...) toda la responsabilidad que ella tiene en la creación de estos conflictos».

Lo que tenía que ser el centro del debate sobre el orden público, pues, se constituyó de estas dos intervenciones, a favor y en contra de la proposición, como siempre en el mundo parlamentario con sus tintes sardineros. Gil Robles arrimó el ascua a su sardina, y en esto su crítico De Francisco tuvo parte de razón recordándole al político de derechas que una parte importante de la conflictividad del 36 había nacido antes, durante el bienio de las derechas, que fue, desde muchos puntos de vista, un auténtico borrón y cuenta nueva de la política realizada en el bienio constitucional anterior, lo cual contribuyó, y no poco, a la hora de desafectar a masas crecientes de izquierdistas respecto de los métodos democráticos. La CEDA trató de presentar la anarquía existente como algo puramente surgido de las elecciones del Frente Popular, cuando, en realidad, el radicalismo de dicho Frente era en parte fruto de una política excesivamente sectaria llevada a cabo por el centro-derecha durante sus años de gobierno.

Pero más allá de ese matiz, la intervención de Robles fue demoledora, porque demoledora era la realidad sobre la que actuaba. Ya podía De Francisco recordar los años del bienio de las derechas o el juego de la pídola; ya podía recordar lo que quisiera, que no con eso lograría desmentir los hechos que toda España conocía bien entonces y estaba sufriendo.

La izquierda gobernante, aquella tarde del 16 de junio, se obstinó en no entender. Tradicionalmente, en España, cuando un gobierno y su partido de apoyo se obstinan en no ver algo, no lo ven aunque les den dinero. Con la misma cenutriez con que Ansar no fue capaz de ver que España no quería ir a Irak ni a poner un puesto de pipas; con la misma cenutriez con que el actual Gobierno se obstinó en seguir diciendo que eran galgos los podencos de la crisis económica, con esa misma cenutriez, digo, el gobierno del Frente Popular, y el propio FP, se obstinaron, la tarde del 16 de junio de 1936, en sostener que:

  1. La anarquía no era para tanto.

  2. En todo caso, lo poco o mucho de anarquía que pudiera existir era provocada por los fascistas, no ellos ni los de su cuerda.

  3. En todo caso del todo caso, si alguna violencia de izquierdas pudiera haber, estaba justificada porque es que el personal estaba muy puteado.

El discurso de De Francisco no ha pasado demasiado a la Historia, y no me extraña porque fue torpe, inconexo, tópico y simplón. En un momento en el que la izquierda debió colocar a su mejor hombre con el objetivo de un acercamiento, en la hora, quizá, de un Besteiro, el Frente Popular prefirió seguir dándole a la matraca de las explicaciones sencillitas y los tópicos partidarios.


Hay un murmullo en la sala, porque José Calvo Sotelo ha pedido la palabra.

lunes, mayo 09, 2011

La "normalidad" del 36 (12: el día que Prieto se fue de bareta)

El 30 de mayo, o sea de forma contemporánea a los sucesos de Yeste, en otro punto del sur de España se produciría otra muestra clara de la intensa normalidad en que vivía el país. Se trata del mitin socialista en la localidad sevillana de Écija al cual, como siempre ufano y convencido de que el proletariado le amaba, acudió Prieto.

Bueno. La verdad es que no debía de estar tan convencido Prieto de que le amase la gente cuando desde hacía algunas semanas no iba ni a mear fuera de Madrid sin la compañía de efectivos policiales propios. Para valorar la normalidad del 36 comparada con la actual, pues, no hay más que pensar en un Alfredo Pérez Rubalcaba acudiendo a los mitines de la actual campaña electoral escoltado por una guardia escogida de policías nacionales, destinados, entre otras cosas, a protegerle de los propios militantes que iban a los mitines. Tela.

El PSOE llenó la plaza de toros de Écija, ciertamente, aunque desde el primer momento del mitin se comprobó que muchas personas habían ido allí no precisamente para aplaudir las zapateradas del orador de turno. Los campesinos de la zona de Écija eran, en efecto, unos jornaleros border line para el PSOE. Muchos de ellos eran teóricos seguidores de la FTT ugetista, pero eran normalmente tan radicales que, en realidad, coqueteaban con el anarquismo. A algunos, incluso, Bakunin les parecía un revisionista peligroso. En realidad, en el campo andaluz y extremeño se aprecia mucho este fenómeno de radicalismo rural que no se ajusta muy bien a los esquemas ideológicos, y que de hecho viaja de uno a otro con bastante permeabilidad.

Antes que Prieto habló su alter ego político, Ramón González Peña, quien tuvo que interrumpir su discurso por un quítame allá esas pajas. Total, cosa de nada: un miembro del público le estaba apuntando con una pistola. Los de la «motorizada de Prieto» desarmaron al gañán, pero éste fue inmediatamente defendido por otros asistentes. Se montó una mundial tanto en las gradas como en la arena del coso. Comenzaron a volar las botellas. Brillaron las navajas. Sonaron los disparos. Muchos de los objetos que arrojaba la gente iban hacia la tribuna de oradores; dicho de otra forma, todo aquel alborotador que lograba quitarse de encima la presión de las fuerzas del orden, se aplicaba a intentar abrirle la cabeza, at best, a alguno de los oradores. Así las cosas, éstos saltaron la barrera de la plaza por detrás de la tribuna, ganaron el callejón y desde allí, agachaditos y amarraditos como en la canción de María Dolores Pradera, ganaron también la calle. Huyeron Prieto, González Peña y hasta Juan Negrín, que andaba por allí, puesto que estaba pasando por la fase moderada de su vida, una fase en la que aún soportaba estar a menos de quinientos metros de Prieto.

Don Indalecio, quien ya se había destacado bastante por su valentía durante el golpe de Estado revolucionario del 34 (ponerse las cosas feas y salir del país fue todo uno), se metió en su coche y salió del pueblo a toda hostia, sin reparar en quién le seguía (siempre fue un valiente) y no paró hasta Córdoba. Entre los que dejó atrás estaba Salazar, su secretario, que había recibido un hostión en una ceja. El pobre secretario huyó en otro coche, pero en la carretera fue interceptado por un grupo de izquierdistas radicales, quienes le obligaron a volver a Écija y lo secuestraron hasta que ese cuerpo al que Prieto había dedicado tantos dicterios en el Congreso, la guardia civil, lo rescató y hospedó en el edificio del Ayuntamiento.

Inmediatamente, y tras correrse la voz de que una persona de la pandi de Prieto seguía en el pueblo custodiada por la Meretéricar, el personal rodeó la casa consistorial con la intención de asaltarla y mandar a Salazar a tomar café con Lenin. La guardia civil se las arregló para llamar a Sevilla, de donde llegó de madrugada una compañía de guardias de asalto, que logró llevarse al pobre Salazar a Córdoba, lugar donde su quizá preocupadísimo jefe llevaba ya horas reposando las lorzas.

Al día siguiente Claridad, el periódico de Caballero, tiró de una estrategia bastante habitual en la izquierda (y en el franquismo, puesto que los extremos se tocan) basada en contraatacar acusando a las víctimas de lo ocurrido. Según el citado periódico, todo lo que ocurrió, ocurrió porque los oradores, concretamente González Peña, fueron poco cautos y se empeñaron en ser demasiado poco marxistas en sus palabras, además de mostrarse contrarios a la unificación de las organizaciones obreras.

Esto es lo que tuvo que vivir Indalecio Prieto, el hombre que fue al Frente Popular convencido de que podría manipularlos a todos. El 30 de mayo del 36, es de suponer que ya fue dando cuenta de que él, que se había creído alfil, si no reina, era tan sólo un puñetero peón de ese rey sin corona llamado Francisco Largo Caballero.

Para entonces, albores del mes de junio de 1936, nos lo cuenta Ramos Oliveira en sus memorias, se había tomado la costumbre, en las sesiones del Parlamento, de cachear a los diputados a la entrada. Sic.

El primero del mes, la CNT declara la huelga general de la construcción, ésa misma que el 18 de julio seguirá produciéndose. Las Cortes, en esas fechas, debaten una proposición gubernamental para suprimir por completo la enseñanza religiosa. En esa sesión, un diputado de la derecha da el dato de que desde las elecciones se han cerrado ya en España 79 escuelas religiosas. El director general de Enseñanza, Rodolfo Llopis, que será secretario general del fantasmagórico PSOE en el exilio (hoy en realidad extinto, pues el PSOE actual, venir, venir, lo que se dice venir, viene de otra pata), zanja la discusión con una frase lapidaria: «Perseguimos a la enseñanza católica porque prostituye al niño». Una vez más, las derechas abandonan la sala de plenos.

A principios de junio, Luciano Malumbres, director de un periódico socialista santanderino, es amablemente saludado a tiros por unos falangistas que lo dejan con ello sin aliento para siempre. Una mujer dice haber reconocido al autor de los disparos, un joven llamado Amadeo Pico, el cual es visitado por una comisión de agradecidos izquierdistas, quien le recetan exactamente la misma medicina que a Malumbres. Aún otro derechista, Pedro Cea, será asesinado antes de que termine el día.

En Alora, Málaga, donde como en toda la provincia hay huelga en el campo, un piquete informativo realiza sus habituales labores informativas hacia un propietario que está segando su propio trigo; y, ya de paso que le informan, y para aprovechar el viaje, se lo cargan. En Sevilla, disparos azules se llevan por delante al director de la prisión provincial.

La UGT convoca huelga general en Ceuta, lo cual es especialmente jodido, por tratarse de una ciudad compleja de abastecer. Las autoridades decretan que algunos establecimientos abran y coloca guardias civiles en la puerta de cada tienda para garantizar el suministro. El día 6, un piquete informativo informa a tiros a un grupo de guardias civiles. En la primera andanada de disparos resulta herido el número Fausto Caroso Jiménez, que morirá dos días después. Un guardia abre fuego contra los ugetistas y hiere a cinco, de los que dos morirán horas después.

Un muerto más en Daroca, Zaragoza, en un choque entre facciones políticas. Lo mismo en Orense. En Teis, Pontevedra, el muerto es un policía municipal retirado. Dos muertos más en Olmedo, Valladolid, y uno más, patrón de pesca, en la localidad santanderina de Suances. En Badajoz dos falangistas, Luis Cabañas y José Luis Obregón, son asesinados camino de la iglesia.

En Málaga ciudad se convoca la huelga general, que se une a la del campo, donde ya se queman las cosechas y tal. El conflicto comienza en el puerto, donde la CNT declara una huelga de descargadores que impide sacar el pescado de los barcos. La inmensa mayoría de los marineros de Málaga son ugetistas, lo cual provoca un enfrentamiento cainita entre ambos sindicatos. El día 10 un concejal de la ciudad, militante del PSOE y defensor confeso de la postura de la UGT, apellidado Rodríguez González, es acribillado a balazos en la calle. Los ugetistas contestan disparando e hiriendo gravemente al secretario del Sindicato de Alimentación de la CNT local, Miguel Ortiz.

Los ugetistas asaltan el centro regional de la CNT y el Ateneo Racionalista. Como represalia, los anarquistas asesinan al presidente de la Diputación Provincial, Antonio Tomás Reina, del PSOE. Luego los anarquistas intentan asaltar la Casa del Pueblo, pero los ugetistas les están esperando y les reciben a tiros. En los días siguientes, un sindicalista y una niña morirán en los enfrentamientos.

Un personaje tan poco sospechoso de derechismo como Marcelino Domingo, ministro que fue de Agricultura e impulsor de la reforma agraria, escribe por esos días un artículo, en tono premonitorio aún sin pretenderlo, en el que asevera que el caos en el campo español es de tal calibre que muchas personas acaban por «implorar, vista como vista, llámese como se llame, un Poder que, aunque les niegue todos los derechos, le devuelva la paz».

Podemos apostar con seguridad a que lo que Domingo está insinuando aquí es una posibilidad de la que probablemente sabe algo y que, si hemos de creer a testigos como Claudio Sánchez Albornoz, se manejaba en esas semanas en el entorno del azañismo: la posibilidad de implantar una dictadura republicana que sacase el país del marasmo en aras de la libertad y la igualdad; como pronto veremos, es una posibilidad de la que incluso se hablará en el Parlamento, por boca de Gil Robles. Pero, a mi modo de ver, buscara lo que buscase el político republicano, esta frase, acertada como diagnóstico, para lo que sirve, al correr de casi ocho décadas, es para sostener la idea de que quienes se empeñan en ver el golpe de Estado del 36 como una movida salida del exclusivo cacumen de cuatro cresos en defensa de sus privilegios, están comprando una mercancía averiada.

Fuesen quienes fuesen los conspiradores de julio del 36, es obvio, por lo menos para mí, que contaban con la aquiescencia de amplias capas de la población, por ese deseo de orden, ese hartazgo de caos, de que hablaba Domingo desde las columnas del periódico de Prieto. De hecho, si es verdad que Azaña o alguien de su entorno pensaba en una dictadura republicana justificada ante los españoles por mor de su necesidad, debe tenerse en cuenta que ésa y no otra es la llamada con la que sacaron los cañones a la calle no pocos conspiradores, como Cabanellas o, sobre todo, Queipo. Ellos también dijeron que todo lo que hacían lo hacían por salvar la República.

Lo que a mi modo de ver es innegable es la sensación de caos existente en amplias capas de la sociedad española, especialmente las capas burguesas. Piénsese que Domingo viene a representar, de alguna manera, a las más progresistas de estas capas, así pues sus frases tienen la importancia de definir ese malestar y ese miedo entre españoles cuya fe y compromiso republicanos están fuera de toda duda. Y es lógico, puesto que la rueda de la violencia no deja de dar vueltas.

En la provincia de Córdoba hay un pueblo que llama Palenciana y que una vez (ahora mismo, la verdad, lo desconozco) tuvo una calle con el nombre de Manuel Sauce Jiménez.

Sauce era guardia civil en Palenciana aquel mes de junio en el que toda la zona (el pueblo linda con Málaga) había una huelga total en el campo. En el Centro Obrero del pueblo se celebra una reunión de la FAI, para tratar las medidas que hay que tomar ante los probables enfrentamientos que se van a producir. Tres guardias civiles: Venancio Navarro, Pedro Granados y el propio Sauce, patrullan el pueblo. Toman la calle del Centro Obrero donde se celebra la reunión. Van en fila, buscando la sombra. Cuando Sauce, el último, está pasando delante de la puerta del Centro, se abre la puerta, lo agarran, y lo meten dentro. Le dan una mano de hostias y, de postre, con una navaja barbera, le ventilan la glotis con lo que el muchacho, claro, deja de respirar, además de dejarlo todo perdido de sangre. Al día siguiente, los refuerzos de la guardia civil que llegan para pacificar el pueblo y llevarse el cadáver del número degollado, se apiolan a cuatro anarquistas.

La censura funcionó con este suceso. La prensa nada dijo de él. Pero las derechas, pronto lo veremos, la sacarían a pasear en sus discursos parlamentarios.

El día 14, tras un mitin de Largo Caballero en Oviedo, un grupo de asistentes dispara y mata al guardia civil Ramón Roselló Omedes.


La situación está ya agraz para uno de los debates parlamentarios más importantes, y más amargos, de nuestra Historia: el debate del 16 de junio sobre el orden público.