viernes, noviembre 04, 2011

Ilya Ehrenburg, el pijo soviético


En el mundo sajón existe un término que en el habla hispana no ha cuajado: el fellow traveller o, diríamos nosotros, el compañero de viaje.

El compañero de viaje es un intelectual, habitualmente escritor, filósofo, artista o periodista, y se caracteriza por realizar una valoración elevada de todas las ideologías, praxis y regímenes políticos más o menos vinculados al comunismo. Lo hace sin ser propiamente miembro del Partido Comunista ni dirigente político, preservando una independencia que en ocasiones es relevante y en otras, la verdad, es una mandanga. El fellow traveller es, lógicamente, un producto típico del siglo XX, pues es en este siglo en el que se produce la mayor concentración de regímenes comunistas en el mundo, y durante 70 años se alimenta el sueño, si no la convicción, de que el modelo parlamentario liberal capitalista tiene una exitosa alternativa en el régimen de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

El fenómeno de los fellow travellers es una de las realidades ya históricas del siglo pasado que peor ha resistido el paso del tiempo. No pocos de los libros que entonces escribieron estos portavoces del no va más del pensamiento occidental producen hoy reacciones bastante cercanas a las de una noche con Faemino y Cansado. No obstante, aunque hoy puedan ser tomados sus escritos a chirigota a la luz de lo que luego se ha sabido sobre lo que estaba pasando en el mismo momento en el que estos cráneos previlegiados miraban para otro lado y se buscaban argumentos más o menos masturbatorios para dar soporte a sus peripatéticas interpretaciones, es importante entender que el mundo en el que vivían les respetaba y les tenía por expresión de auténticas élites del pensamiento, que estaban muy por encima de los demás. Cualquiera que haya pisado una universidad española antes de, digamos, los años ochenta, sabe lo que le pasaba, por ejemplo, a quien tuviese el atrevimiento de cuestionar, en la cafetería de la facultad, los escritos de Jean Paul Sartre, Gramsci o similar. ¡Ah, los dorados años en los que se podía trincar un polvete citando el Anti-Dühring!

Una de las características más curiosas de los compañeros de viaje es que, con escasísimas excepciones, fueron siempre personas que prescribían para los ciudadanos de la URSS lo que no querían para sí. Muchos de ellos escribieron artículos y dieron discursos en los que recensionaban la envidiable condición de los ciudadanos soviéticos, con su sanidad y educación gratuitas y otras muchas cosas que se destacaban que aquel país por lo visto tan desarrollado; pero rara vez apoyaron con seriedad la idea de que el mismo sistema político llegase a ser aplicado en sus propios países de residencia.

Porque la mayoría de estos comunistas fueron comunistas de salón, adquiere especial importancia el pequeño ramillete de compañeros de viaje que, en estricta coherencia con sus ideas, vivieron en el comunismo. Y porque esta actitud merece un respeto, por extraña e infrecuente, es por lo que merece un recuerdo Ilya Ehrenburg.

Lo cierto es que Ehrenburg pudo vivir donde le diese la gana, pero vivió, más o menos, en la URSS. Y es probable que fuese así por sentir cierta necesidad de ser perdonado. Perdonado por sus orígenes pijos, por ser judío y por haber dado la espalda a la Verdad. Con sólo 15 años, en 1906, es decir un año después del primer ensayo serio de revolución rusa, Ehrenburg se unió a grupos bolcheviques; pero pronto los abandonó. Amante del arte y la estética, lejos de sentir la llamada de la oscura élite comunista, sintió la de Viena, entonces quizá la capital más hermosa de Europa (pocos años después, fascinaría por igual a un dibujante aficionado que se hacía llamar Adolf Hitler), así pues abandonó todo activismo.

La auténtica Revolución Rusa, por lo tanto, pilló a Ehrenburg fuera de Rusia. El rápido éxito de las fuerzas antizaristas lo fascinó y, como decía, en lugar de moverle a escribir libros y artículos teoréticos desde su piso calentado por las brasas del capitalismo, decidió que debía ir allí a poner su grano de arena. Una vez en Rusia, el Ejército Rojo lo rechazó, displicentemente, considerándolo un pijo debilucho que poco podría hacer por ellos. Durante la guerra civil estuvo en Ucrania, donde conoció al director de teatro Meyerhold. Aquél sí que era su terreno, no pegar tiros. Meyerhold valoró en él su experiencia como educador de niños minusválidos (parece un chiste fácil, pero no lo es), así pues le ofreció dirigir los programas de teatro infantil.

No obstante, conforme Ehrenburg se fue dando cuenta de que el ambiente de la Rusia de la guerra civil y los primeros años bolcheviques no era el mejor para un artista, logró hacerse con un pasaporte soviético (el más preciado objeto, nunca conseguido, para millones de ciudadanos en las décadas por venir, y que Ehrenburg consiguió, a lo largo de su vida, casi cada vez que lo quiso) y viajar por Europa. En 1924 se estableció en París, donde desarrolló la típica vida del bohemio artista de aquella década, constantemente enfrentado con los surrealistas, a los que consideraba, literalmente, una panda de maricones. André Breton habría de darle un día una mano de hostias por la calle tras haberse atrevido a publicar tamaña valoración.

Durante aquellos años, la URSS comenzó su operación de limpieza culturo-étnica, por la cual todas las realizaciones artísticas que no casaban en los esquemas decimonónicos del realismo socialista fueron apartadas, cuando no destruidas. Esto afectó de lleno al futurismo, tendencia entonces muy en boga y que Ehrenburg valoraba en gran medida. Él mismo, como escritor, huía de la literatura recta y denotada y prefería los juegos estéticos de algunos escritores del momento, sobre todo estadounidenses. Inevitablemente, el país que admiraba, el régimen que admiraba, le puso la proa.

En 1924, en el estreno de una obra suya en Kiev, adaptación de una novela que Lenin decía haber disfrutado, Ehrenburg fue representado en un cartel cabalgado por un estadounidense que le jaleaba: «¡Más rápido, más rápido, mi corcel burgués!» Este tipo de cosas no hizo sino profundizar su trauma pijo, que es probablemente lo que la propaganda comunista buscaba, así pues en los años treinta hizo un esfuerzo sincero por empaparse de sovietismo haciendo un amplio viaje por el país para comprobar personalmente las maravillas que había hecho Stalin. Fruto de ese viaje, Ehrenburg escribió una novela, El segundo día, destinada a ser su entrada por la puerta grande en el mundo de la literatura del régimen. Pero las formas modernas se estrellaron contra el dique del realismo socialista: los críticos de las publicaciones oficiales (pleonasmo; para entonces, todas las publicaciones eran ya oficiales) se quejaron de que el lector se perdía en una estructura tan compleja, y le tiraron con bala. Por aquellos tiempos, además, la cosa se puso seria: Meyerhold y Eisenstein, entre otros, fueron «condenados» por formalismo, y un escritor inicialmente tan inspirado como Alexei Tolstoy tuvo que hacer pública confesión de sus «desviaciones». Una enciclopedia editada por aquel entonces describía a Ehrenburg como exponente de «la nueva tendencia de la literatura burguesa». Este tipo de cosas, en el estalinismo, quitaban las ganas hasta de salir de la cama.

Para sacudirse este problema, Ehrenburg tiró de su dominio de los idiomas para convertirse en corresponsal de Izvestia, entonces el diario de mayor importancia en la URSS (más que Pravda), empleo que ejercitó en Francia y, como sabemos bien, en España, durante la guerra civil. En nuestro país se portó con gran dedicación y sin desviaciones.

A su regreso a la URSS, Ehrenburg alucinó. En 1934, había participado en el primer Congreso de Escritores Soviéticos. De los 700 participantes en aquellas sesiones, apenas quedaban en la vida legal y conocida 50. El resto habían sido encarcelados, condenados o, simplemente, apenas se sabía dónde estaban. Años después, Ehrenburg confesaría que cuando regresó en 1937 a la redacción del Izvestia, no logró encontrar a una sola persona que estuviese allí antes de su viaje. Así las cosas, probablemente temió por su futuro: en aquel congreso de escritores cuyos asistentes habían sido ya diezmados, él se había levantado para criticar la elaboración de listas negras, y la cuasiobligatoriedad de uso de las formas estéticas decimonónicas.

Volvió a París, pero un día llegó a la ciudad un tipo de bigotes, acompañado de unas cuantas Panzerdivisionen, y le dijo aquello de tú y yo no cabemos en el mismo pueblo, Flanagan. Ehrenburg evacuó la ciudad con el personal diplomático soviético, recaló en Moscú, escribió una novela sobre la caída de la capital francesa y se hizo corresponsal de Estrella Roja, el periódico del ejército ruso. Se aplicó apasionadamente a poner a los nazis a parir, como había hecho en la última parte de su novela sobre París (la que aborda la caída de la ciudad). Sin embargo, un día sonó el teléfono en su apartamento, y Ehrenburg se cagó los pantys: era Stalin en persona. El secretario general del PCUS quería felicitarle por la segunda parte de la novela, y le decía que haría todo lo posible porque se publicase la tercera, a pesar de las críticas a los nazis. Aquello marcó un antes y un después para el escritor. Con el apoyo de Stalin, la novela, por supuesto, se publicó. La popularidad del escritor subió como la espuma, casi por casualidad.

Mimado por el régimen, en 1947 obtuvo sin problemas pasaporte para viajar a Estados Unidos, donde visitó a Albert Einstein, así como al serio candidato a la presidencia de los EEUU más cercano de la Historia al comunismo: Henry Wallace. Para Ehrenburg, entonces, todo formaba parte de una lógica, una lógica de progreso. Sin embargo, estaba a punto de experimentar la capacidad de la URSS, y sobre todo la URSS de Stalin, de dar pasos adelante y atrás.

Cuando, ese mismo año, Ehrenburg regresó a la URSS, se encontró un ambiente en el que todo el mundo hablaba de la inminencia de nuevas purgas y, además, la censura recortaba pasajes de sus novelas. Para él, además, estaba el dato de lo muy jodidas que se estaban poniendo las cosas para los judíos, o «cosmopolitas sin raíces», como les solían apelar en las publicaciones del régimen. Desesperado, logró colocar en Pravda un artículo contra el sionismo en el que negaba la existencia de identificación alguna entre los judíos de distintas nacionalidades. Como no se le quitara el miedo del cuerpo, le escribió una plañidera carta a Stalin. El dictador hizo lo que mejor se le daba cuando quería putear: no contestó. Dado que el 80% de la Historia del estalinismo quedará ignota hasta el día que se inventen radares tempo-neuronales que sean capaces de entrar en el cerebro de este hombre que jamás dejó memorias y escasas anotaciones, no sabemos bien qué pudo pasar para que Stalin, finalmente, decidiese salvar a Ehrenburg en el momento en el que él mismo se sentía ya en la lista de espera del gulag. El caso es que, finalmente, el poder soviético, a través de Malenkov, admitió tibiamente que contra Ehrenburg se habían producido reprobables actuaciones antisemitas, y lo rehabilitó.

La actividad posterior de Ehrenburg nos da una pista sobre por qué Stalin lo salvó. A partir de aquel momento, y a pesar de que en la URSS a sus novelas le seguían cayendo chuzos de punta en los periódicos cada vez que publicaba, se dedicó a viajar por el mundo, asistiendo a las miles de reuniones de los centenares de grupos internacionales, por la paz, por la igualdad, por lo que fuese, que los comunistas crearon en los países del bloque occidental. Es posible, por lo tanto, que su conocimiento de Europa, su prestigio como escritor y su conocimiento de idiomas fuese lo que Stalin decidió utilizar en ese momento, una vez que tenía a Ehrenburg en el punto en el que le gustaba tener a todo el mundo: agarradito por los cojones.

El siguiente movimiento de Stalin para eliminar en su pupilo toda tentación de traicionarlo fue integrarlo en la nomemklatura soviética. Pese a no ser miembro del Partido, Ehrenburg fue elegido en 1950 miembro suplente del Soviet de las Nacionalidades (religiosamente votado por los miembros de un distrito de Riga donde dudo que jamás pusiera un pie); y, un año más tarde, miembro del Soviet Supremo de Rusia, representando a una ciudad que, sólo por casualidad, se llamaba Engels.

Así embebido en el sistema soviético, Ehrenburg logró taparse por arriba con la manta; pero con eso todo lo que logró es quedarse con los pies fríos. Si ahora en Moscú las gentes decían adorarlo (en realidad, sólo lo soportaban porque les era útil), en Occidente perdió rápidamente su vitola de intelectual independiente. Alguien tan poco sospechoso de conservadurismo ideológico como George Orwell lo apeló de «prostituta literaria». A pesar de ello, Ehrenburg siguió alineando sus escritos (ergo alienándolos) con el discurso soviético oficial, con cosas como por ejemplo las críticas a Trotsky, que parecen sacadas de cualquier dossier ministerial sobre la materia.

Para su desgracia, sin embargo, ni siquiera la muerte de Stalin liberó a Ehrenburg de ser un troll frente a la intelligentsia del régimen, que lo odiaba por sus formas literarias modernas que, a su modo de ver, revelaban un temperamento burgués. En 1961, en el XXII Congreso del PCUS, Kochetov le dedicó una andanada cerrada a cuenta de la publicación de los primeros años de sus memorias, acusándole de intentar «desenterrar cuerpos literarios putrefactos». El propio líder soviético, Nikita Khurschev, inició contra él una serie de ataques centrados en su origen judío. Yo tengo por muy probable que la razón de este nuevo cambio fuese la defensa cerrada que Ehrenburg hizo de Boris Pasternak cuando éste cayó en desgracia, así como de Yuli Daniel y
Andrej Sinyavsky con ocasión de su sonado juicio.

Existen indicios de que el último, crepuscular, Ehrenburg, probablemente porque su vejez coincidió con unos años sin purgas y en los que todo ya le daba un poco igual, mejoró su nivel de crítica sobre el régimen soviético. A su amigo Alexander Werth le confesó: «El problema es que en la URSS sólo tenemos un partido; esto hace que todo el mundo entre en él, incluso fascistas como Shokolov». Tarde piaches, meu rei…

Rara avis hasta el tiempo de descuento, paradójicamente Ehrenburg terminó sus días en la URSS siendo lo que había sido antes que la URSS existiese, eso mismo de lo que siempre había huído: un pijo. En un país donde la gente se hacinaba en apartamentos baratos donde a veces las ratas sacaban la cabeza por el hueco del excusado, Ehrenburg vivía en un piso en la calle Gorky, rodeado por regalos hechos por Chagall, Modigliani o Matisse, unos cuantos Picassos… En la mesa del almuerzo solía tener vino de Chablis y auténticos Gauloises; lujos asiáticos para cualquiera de sus compatriotas.



Ilya Ehrenburg representa, para mi gusto, el triste destino de un intelectual procomunista que decidió ser, además, intelectual soviético. Esto lo hace, a mi modo de ver, bastante más respetable que la patulea de nombres y hombres que perpetraron sus manifiestos, llamadas y valoraciones filosóficas desde sus calientes villas capitalistas. Precisamente por eso, su vida es, también, la triste comprobación de que el régimen soviético, lejos de contar con una intelectualidad para ser su apoyo, en realidad repugnaba de los intelectuales; y si les permitió vivir, como le ocurrió a Ehrenburg, es por los réditos que le suponía dicha supervivencia.

Todo lo que hizo Ehrenburg durante toda su vida fue buscar una naturalización proletaria que nunca llegó, y adaptarse. Adaptarse, en cada momento, al discurso estalinista, al de la desestalinización, al discurso pronazi, al antinazi; a todos y cada uno de los bandazos que daba el Partido; y eso con la única obsesión de salvar el cuello. Pero tuvo decenas, si no centenares o miles, de oportunidades de hacer lo que otros hicieron, es decir salir algún día de su residencia en París, en Viena, en Roma, en Nueva York, cruzar una calle, entrar en una embajada y decir: soy un perseguido político, y reclamo asilo. Y lo habría conseguido; siendo quien era, vaya si lo habría conseguido.

Porque no lo hizo, Ilya Ehrenburg es un buen exponente de otro fenómeno importantísimo del siglo XX, que es el del intelectual que, a pesar de ser íntimamente consciente de que lo que apoya no es la panacea; a pesar de saber que aquéllos a quienes apela de vanguardia del progresismo mundial mienten, putean, encarcelan, purgan, torturan, matan de hambre, aún sigue apoyándolos, reo de la convicción de que no hay otro camino. Afortunadamente para él, Ilya Ehrenburg no vivió para ver caer el Muro de Berlín y comprobar que, contra lo que él pensaba, detrás no había otro muro.

Pocos siglos hay en la Historia de la Humanidad más masturbatorios que el XX.

miércoles, noviembre 02, 2011

Sobre la memoria histórica

En alguna ocasión, en los comentarios está, lectores del blog me han pedido que desarrollase un poco más in extenso los comentarios que, sueltos por ahí, voy dejando sobre la memoria histórica. La última vez que ha pasado esto ha sido hace poco, cuando escribí que el objetivo de prolongar in aeternum la guerra civil, que es una cosa de la que el franquismo vivió de coña, se repite ahora en la memoria histórica. Comprendo que la afirmación es un poco fuerte pero, de todas formas, tengo la mala costumbre de decir algo que pienso cuando lo pienso. Pero es cierto que algunos temas merecen cierta explicación. Aquí va la mía.

En primer lugar, debo aclarar que, para mí, la memoria histórica no es una ley. Es un proceso. Un proceso moral, sociológico, cultural, del que la Ley de la Memoria Histórica es sólo un elemento más. De hecho, partidarios o supporters del proceso de memoria histórica lo son, téngolo comprobado, personas que no se han leído la LMH; incluso puede darse el caso de que incluso ni sepan de su existencia. A mi modo de ver, el hecho central del proceso de memoria histórica no es la ley que lleva ese nombre; es, más bien, la iniciativa judicial del entonces magistrado Baltasar Garzón que conocemos, habitualmente, como [tentativa de] Causa General al franquismo.

Habitualmente, cuando he expresado, en persona y electrónicamente, mi opinión al respecto (en algún foro de internet hay comentarios míos, con mi nombre, bastante más profusos que este post), me he encontrado con una primera respuesta: ¿acaso, se me pregunta, estás en contra del derecho de las personas a encontrar los restos de sus seres queridos y enterrarlos en algún lugar donde puedan honrarlos y visitarlos? Como esta pregunta es bastante habitual es por lo que me interesa, para que mejor se me entienda (quien quiera entender, claro; luego están los trolls, que sólo entienden, y eso apenas, el significado de las palabras espagueti y astronauta), dejar claro que, para mí, la búsqueda de los restos de los antepasados represaliados es sólo una porción, y no demasiado grande, del proceso memoria histórica. Es un escalón más de una escalera que España lleva subiendo casi 40 años, escalera cuyos primeros peldaños, y esto es algo con lo que yo estoy totalmente de acuerdo, fueron el rescarcimiento de los vivos. Pues habría tenido coña, en mi opinión, que se hubiese gastado un solo euro en desenterrar a un muerto mientras quedase un vivo con derecho a pensión reconocido, pero sin recibirla.

A mí me parece excelente que, puesto que existe una enorme sensibilidad hacia dónde estén los restos de los seres queridos (y el «puesto que» lo escribo porque yo soy de aquéllos a los que la situación o futuro de su cuerpo tras la muerte se la refanfinfla poti-poti), el personal los busque. Eso sí; también digo, en el tiempo presente, que tal y como están los tiempos, no parece que esté tocando la hora en la que lo que pluga sea que esas entidades subvencionadoras llamadas Administraciones Públicas se gasten el erario en estas cosas. Los tiempos son los que son y, puesto que en pueblos, ciudades, provincias y comunidades autónomas hay mogollón de vivos que necesitan con urgencia algún tipo de ayuda para poder comer, vestirse o coger el autobús, parece lógico que los muertos deban esperar.

No obstante, como digo, el debate, o cuando menos mis opiniones sobre este debate, van mucho más allá.

En 1940, al amparo de un régimen que entonces era un régimen fascista de libro, se inició un proceso de historiografía unívoca. En la Historia sólo hay dos roles posibles. Uno es el de los perdedores, y consiste en padecerla. El otro es de los vencedores, y consiste en escribirla. Mucha de la Historia que conocemos es, en realidad, una historia de vencedores. Sabemos mucho menos de pueblos contemporáneos de los egipcios que de los propios egipcios porque éstos fueron los que ganaron a la hora de las hostias, motivo por el cual es su versión, no la de los otros, la que nos ha llegado. En los tiempos modernos esto ha cambiado, porque las enormes capacidades de archivo y transferencia de la información, unido al hecho de que el mundo ya no tiene un solo dueño (ni siquiera el pérfido mercado), hacen que imponer una sola versión se haga difícil. Pero esto es lo que, sin ningún lugar a dudas, trató de hacer el franquismo dentro de las fronteras del país que gobernaba.

El oxígeno que respiraba Franco en el interior de su escafandra sectaria era el miedo a lo que había antes de que él levantase el sable. Como a Franco todo lo que le importó en su vida fue poseer y conservar el poder, por lo tanto, para poder seguir respirando las mismas miasmas necesitaba que el miedo se conservase. De ahí la represión, la negación del otro, el rechazo frontal a la reconciliación como «contubernio», el anticomunismo cerril (Franco fue el primer y mejor alimentador de la identificación República=comunismo); y, lo que más nos interesa para estos párrafos, la construcción de una historiografía única.

Suelo decir, cuando hablo de estas cosas, que la historiografía franquista incluye algunas cosas, no muchas, que son mentira. Ello porque no se basa tanto en inventar la realidad como en presentar sólo la parte de la misma que le interesa; la producción de Arrarás es un muy buen ejemplo de lo que digo; por no citar a modernos autores vivos, y muy vivos; no sé si se me entiende. La versión franquista de la guerra civil no negaba que hubiese otro, pero le negaba por completo el derecho a defenderse; algo que no le ha faltado ni a los nazis. En ese sentido, Franco no se parece a Hitler; a quien se parece más, para su escarnio, es a Stalin.

Todo este proceso tenía una base solidísima, y es que, en los diez años siguientes al final de la guerra civil, se escribieron yo calculo que no menos de 5.000, si no 10.000, testimonios directos, de la barbarie republicana; y todos eran, básicamente, verdad. El gobierno republicano, por cariño, por incapacidad, por estulticia, por sectarismo, o por lo que fuese, permitió que en su seno creciesen una especie de subprocesos revolucionarios, que actuaron ya antes del estallido de la guerra civil, cuya operativa se basaba en la extorsión, la amenaza, el atentado; y, más posteriormente, la tortura y el asesinato.

La historiografía franquista se basó en explotar todas estas verdades a base de escribir medios libros. Los capítulos que necesariamente habría escrito cualquier otro historiador, dedicados a la violencia de las derechas, a la actitud antidemocrática, cuando no directamente terrorista, de los principales proveedores ideológicos del régimen (Falange y tradicionalistas), a los errores de las clases conservadoras económicas, etc., simplemente no eran escritos. No existían.

En este sentido, la historiografía primera de la guerra civil escrita en el exilio republicano es muchísimo más interesante que la franquista, porque el republicanismo exiliado entró, nada más perder la guerra, en un enorme proceso de autocrítica cuyo destilado principal fue que todas las tendencias del republicanismo, con excepción de los apelados y los negrinistas, llegó a la conclusión de que los culpables de la guerra civil habían sido los comunistas. Lo cual, dicho sea de paso, cerraba la interpretación de la guerra civil en falso; pues si los comunistas pueden considerarse, es al menos mi opinión, responsables de la deriva de la República ya en la guerra, ni de coña se les puede responsabilizar de la deriva de la República durante la República. De ésta última tienen bastante más responsabilidad los señores Largo, Azaña, Prieto, Casares, Alcalá-Zamora, et alia. Factor común Ejército español, Iglesia Católica, Francisco Franco, et etiam alia.

Llegados los años del relativo remanso de las pasiones guerreras, finales de los cincuenta, sesenta y tal, la cosa empieza a cambiar. Pero como lo que tenemos entonces es un franquismo cuyo principio secular es el inmovilismo, y un bando contrario enquistado en una serie de prejuicios relapsos, ese pretendido equilibrio llega desde un hispanismo practicado por intelectuales fundamentalmente sajones, que le aportan a la Historia de la guerra civil mucho savoir faire y el principio, hasta entonces magro, de equilibrio entre versiones. Este es un proceso encomiable pero lamentable, porque hispanista y español son palabras con el mismo nivel de sinonimia que las que puedan tener hooligan y centrocampista; ambos conceptos se refieren a la misma cosa, pero uno está en el campo y el otro en la grada. Los hispanistas hicieron su labor, algunos de ellos muy bien, pero, como no podía ser de otra manera, en su labor analítica se les escaparon cosas, incluso muchas cosas. Sin quererlo, pues, plantaron la semilla de interpretaciones históricas sencillitas; el tipo de interpretación que hace un español que juzga, un suponer, a Enrique VIII y sus varios matrimonios.

Una de las cosas que nos dejó el franquismo en herencia fue este efecto: la ausencia de una historiografía sobre la guerra civil propiamente española, acrecida más allá del enfrentamiento en sí, que mitigase lo que de irreconciliable había en las interpretaciones al uso. Esa labor la hubieron de asumir en Princeton y en Cambridge, y salió como salió. Al final, como la interpretación de la guerra civil siguió siendo un tejado de dos aguas, incluso los hispanistas que teóricamente levitaban sobre esa realidad sectaria acabaron cayendo por una pendiente o la otra, razón por la cual alguno de ellos ha llegado a escribir libros sobre el tema, literalmente hablando, infumables. Es evidente que la política de subvenciones, gavelas, premios y premietes, ha tenido mucho que ver en esto; unida a un, en mi opinión, excesivo endiosamiento, hijo de la secular tendencia hispana a sobrevalorar todo lo que viene de fuera, que ha tenido como resultado cosas como que un destacado hispanista haya amenazado con irse de España si no se exhuma a Federico García Lorca, como si su decisión de irse del país fuese a provocar suicidios en la calle.

España, por lo tanto, tuvo que vivir unos 30 años (el proceso no dura todo el franquismo, pero sí su mayor parte) aceptando barco como animal acuático, República como compendio de todos los males, y franquismo como Ente Salvador; mientras, en el exterior y también en el interior en número cada vez mayor, envejecían miles de españoles que sostenían la teoría exactamente recíproca, en la cual los términos eran los mismos, y lo único que se cambiaba eran los sujetos de las frases. ¿Los jóvenes? Los jóvenes, mayoritariamente, y esto es algo que demuestran trabajos tan poco sospechosos de propaganda franquista como los de Ruedo Ibérico, pasaban del tema olímpicamente.

La superación intelectual lógica de esta situación habría sido la interpolación entre ambas situaciones; pero eso nunca, o casi nunca, ocurre. Cuando el franquismo comenzó a renquear y hasta dentro de España se hizo imposible censurar toda discrepancia, lo que nació fue el embrión del proceso de memoria histórica.

Eso que podríamos denominar tercera historiografía de la guerra civil (primera, la franquista; segunda, la hispanista) es un simple franquismo inverso. Ahora, lo que se hace es mitigar, cuando no esconder, la mitad de las cosas que hasta ahora se ha contado, para construir una narrativa de la guerra civil que, en el fondo, adolece de los mismos defectos de parcialidad que la anterior. En su inicio, sin duda, los motivos de este proceso son justificadísimos: reivindicar a quien ha sido vilipendiado por la Historia oficial: Azaña, por ejemplo, quien, por ser apelado, hasta lo ha sido (léase a Mauricio Carlavilla) de peligroso homosexual que se paseaba por su residencia de El Pardo tocando culos. Pero este primigenio objetivo, digamos, legítimo, pronto se corrompe al contacto con el deseo de contar las cosas, again, como no ocurrieron.

Esta historiografía encuentra mucha base en la propia II República, porque sus propagandistas contemporáneos ya utilizaron esa herramienta con profusión. Así, comienzan a producirse libros que cantan con gozosa alegría el adelantado progresismo de la Constitución republicana del 31; escondiendo, eso sí, que la combinación de este texto con la Ley de Defensa de la República hace que la identificación de la República con un régimen de libertades sea más que cuestionable; porque un régimen en el que un ministro puede hacer las cosas que la LDR describe sin intervención de los jueces no tiene, la verdad, demasiada clara la división de poderes que es connatural a toda democracia. De la República se toman también materiales como llamarle Bienio Negro al gobierno de las derechas (que bastante negro fue, sí; pero no olvidemos que la matanza de Casas Viejas, por citar solo un ejemplo, data del presunto Bienio Blanco-Ariel Cachondeo-Puro y T'o er mundo é güeno), o llamarle Revolución de Asturias al golpe de Estado revolucionario en toda España montado por Largo Caballero, según confesión de sus propios muñidores, para instaurar la dictadura del proletariado.

La historiografía memoria histórica es selectiva, como lo fue la franquista que la provoca. Acepta de forma absolutamente acrítica el principio general (sin el cual buena parte de su edificio intelectual se caería) de que la II República era un régimen democrático, homologable tanto a las democracias modernas (o sea, la Francia, Reino Unido o RFA de los sesenta y setenta) como a las contemporáneas (Francia y Reino Unido de la época) y que la única razón de los golpistas fue frenar ese progreso en aras de los intereses de unos pocos: terratenientes, banqueros, curas, meapilas requetés y falangistas. Se propugna, por lo tanto, que lo único que quería la República era construir un Estado laico, con divorcio, autonomías y reforma agraria; es decir, se «olvida» de otras cosas que pretendían algunas de sus fuerzas integrantes (entre ellas la más numerosa, o sea, según se mida, o bien el PSOE o bien la CNT), tales como la lucha de clases, la dominación de la clase obrera, la prohibición de las órdenes religiosas, etc.

Ambos fetos malformados, la historiografía (neo)franquista y la historiografía (neo)antifranquista, se apoyan sobre un hecho que es, también, muy importante entender de nuestra guerra civil: cualquier tesis, cualquiera, se puede apoyar con fuentes bibliográficas. Sobre la guerra civil han escrito tantos, y han escrito tanto, se dice que del orden de 50.000 libros, que no hay interpretación que no encuentre suelo en el que asentarse. Todo consiste en seleccionar las fuentes adecuadas.

En este punto, animo al lector al que haga un ejercicio, un tanto cansado, pero muy revelador, cuando lea libros sobre la guerra civil. Tome usted las notas a pie de página y anote meticulosamente el libro de la bibliografía a que se refieren. Cuando termine el libro, compare la lista resultante con la bibliografía citada. Si hace ese ejercicio, mogollón de veces se dará cuenta el lector de que el autor del libro, en realidad, sólo cita, eso sí machaconamente, un pequeño subconjunto de los libros citados en la bibliografía. El resto están ahí para hacer bulto. No pocos libros analíticos sobre la GCE, ora de tirios, ora de troyanos, en realidad, beben de escasas fuentes. Como debe de ser cuando uno, lo que intenta, es que la existencia de versiones contrarias no le estropee una buena tesis de partida.

Ambas cosmovisiones históricas, la franquista y la antifranquista, estaban, en realidad están según mi optimista opinión, condenadas a morir. El tiempo juega en su contra. Durarán lo que dure la influencia del franquismo en nuestra forma de vernos y de pensar sobre nosotros mismos. De hecho, hace diez o quince años, eso es lo que parecía. Eran entonces años en los que este amanuense, que lleva bastantes años leyendo y tomando notas sobre la personalidad de Francisco Franco, se encontraba rodeado de conciudadanos, no pocos de ellos más que razonablemente cultivados, que apenas sabían de quién se les estaba hablando. Poco a poco, en el poso de la ignorancia y el pasotismo, el asunto iba quedando en manos de quienes debía, esto es de los que investigan la Historia, y se iba enderezando.

Pero en esto, como dice no se qué canción, llegó Fidel.

En España hay, desde finales del siglo XVIII, una zanja. La zanja recorre el país de parte a parte y es tan ancha, tan profunda, que no es posible cruzarla. De un lado de la zanja está media España, y en el otro lado está la otra media. Varias veces en los últimos 200 años se han encontrado pequeños pasos que comunicaban los lados de la zanja, momento en el cual los integrantes de cada orilla se han repartido unas hostias como panes. La última guerra civil producida en España amplió esa zanja y la profundizó. Muerto Franco, sin embargo, y por primera vez en esos dos siglos, lo que se planteó fue tender puentes que ocultasen la zanja. La Transición enterró el franquismo porque, a base de taparse la nariz muchas veces, consiguió enterrar el franquismo en la zanja, debajo de los puentes, donde ya no se le veía; en 1982, en un mitin en Las Ventas, Joaquín Leguina dijo esto mismo cuando comenzó su discurso diciendo: «hoy, el franquismo está encerrado bajo una losa de dos toneladas».

Cuando el PSOE, casi medio siglo después, recuperó el poder político que en justicia le correspondía por ser la principal fuerza sociopolítica del país, quizá muchos esperasen que Felipe González volase los puentes y reconstruyese la zanja; no pocos de sus correligionarios lo deseaban, y no menos de sus contrarios lo temían. González, sin embargo, había leído, tengo por mí que mucho, a Besteiro. De él había aprendido que ni zanja, ni hostias. De hecho, la política de González se basó en orillar el problema de la zanja, aunque no por ello dejó, como escribía algunos párrafos más arriba, por comenzar a subir la escalera de la reparación histórica, comenzando por los vivos.

De una forma inesperada, sin embargo, a finales de los años noventa, y comienzos del siglo XXI, es decir un cuarto de siglo después de que se hubiese tapado la zanja, España entró, socialmente, en un estado de crispación creciente que se hizo especialmente patente en las elecciones del 2004. Tras dichas elecciones, y por primera vez desde la llegada de la democracia, llegó al poder un político zanjista; aunque debe reconocerse que Zapatero no inventa la crispación, que ésta es anterior a él, y que ya venía siendo practicada, a su manera, por su antecesor, José María Aznar.

José Luis Rodríguez Zapatero, es mi opinión, considera que es justo abrir la zanja de nuevo. Considera que hay diferencias objetivas entre unos españoles y otros; unos son buenos, y los otros, no. Lo lícito, en España, es defender las cosas que él defiende. Oponerse a ellas es ilícito, o de ultraderecha, o antidemocrático, o. Para ser zanjista no hace falta tener unas ideas y defenderlas como las adecuadas; hace falta creer que quien no las defiende no merece el pan y la sal, que no es exactamente lo mismo. El catolicismo español ultramontano o el franquismo, que no por casualidad se entendían tan bien, son otros ejemplos de zanjismo.

Uno de los elementos de los que el zanjismo se acuerda para perfeccionarse es el proceso de memoria histórica.

Esto es así porque la memoria histórica no es, siempre por supuesto a mi entender, un proceso para reivindicar las voces hasta ahora calladas de los represaliados por el franquismo. ¿Hasta ahora? A día de hoy, y contando desde el 78 que tenemos la actual Constitución, llevamos 33 años pudiendo decir lo que nos viene en gana. Más de 12.000 días en el curso de los cuales, quien se ha sentido en la necesidad de reivindicarse; de escribir un libro, o colgar un cartel, o hacer un acto reivindicativo, o tocar un réquiem en un cementerio; todo aquél que ha sentido la necesidad de hacer todo eso, lo ha podido hacer. Cualquiera que sepa un poco de esto sabe que, de 1976 a esta parte, a los entonces no menos de 40.000 libros sobre la GCE se han unido no menos de 15.000 más con testimonios de toda laya; la mayoría de una laya bien definida, la laya que faltaba. En cualquier librería especializada, el lector encontrará lo que de la República y la Guerra Civil le quisieron contar Pasionaria, y José Díaz, y Álvarez del Vayo, y Azaña, y Marcelino Domingo, y Martínez Barrio, y Alcalá Zamora, y Maura, y Peirats, y Pestaña, y Maurín, y Orwell, y Mera, y Sánchez Albornoz, y Gordón Ordax, y García Oliver, y Casanovas, y Aguirre, y Bruno Alonso, y Cordón, y Líster, y Pietro Nenni, y Koltsov, y Krivitsky (bueno, a éste no gusta citarlo), y Castro, y Carrillo, y Alberti, y Ossorio, y Zugazagoitia... Todo ello además de más o menos innominados mitantes de las Juventudes Socialistas, de la CNT, de la FAI, del PSOE, del POUM, del Izquierda Republicana, del PCE, de Unión Republicana, de Esquerra Republicana, artilleros, aviadores, espías, mediopensionistas, todos ellos republicanos. Hace décadas que tenemos las dos versiones de lo del Alcázar, y del Santuario de la Virgen de la Cabeza, y de Brunete, y de Belchite, y de las batallas de Teruel, de la del Ebro, de la caída de Bilbao, de Gernika, de Oviedo, de los movimientos de Queipo en Sevilla. Hace décadas ya que no queda ni un sólo hecho de la República ni de la guerra civil que esté contado por una sola fuente. Reivindicar, exactamente, ¿qué? ¿La represión franquista? ¿Defenderá alguien, de verdad, que el español medio está mediatizado por una falta de información sobre la represión franquista? ¿Que queda un solo español mínimamente interesado por el tema que no sepa que Franco fusiló a decenas de miles de españoles tras la guerra civil?

No, el problema no es ése. El proceso memoria histórica no va de eso. Se viste de eso, pero no va de eso. El proceso de memori9a histórica es un proceso zanjista en el punto y hora que propugna, o intenta, imponer una visión histórica de la guerra civil española. Quedarse solo en la cátedra intelectual de interpretación del pasado. Y, para conseguirlo, ha inventado un concepto muy bonito: el negacionismo.

Negacionista es aquél que niega la producción de unos hechos evidentes para todo el mundo. El negacionismo más evidente es el del Holocausto. Yo tengo libros negacionistas en mi biblioteca que si no fuera por la repugnante realidad de la que hablan serían divertidos, porque los arabescos conceptuales que sus autores tuvieron que hacer son, verdaderamente, dignos de risible encomio. Existe, en efecto, un negacionismo franquista. Existe una corriente de pensamiento que niega los elementos negativos del franquismo, ve en él una fuerza impulsora del desarrollo económico, intelectual y político de España y, además, matiza, si no niega efectivamente, los datos malos del régimen (notablemente, los fusilamientos).

Pero, además del negacionismo, existe también la memoria histórica. Un proceso que lo que hace es tirar al agujero negro del negacionismo todo lo que no le gusta. Un proceso que pretende que haya cosas que no se puedan decir, porque son, presuntamente, negacionistas.

Se pretende que en España no se pueda decir, sin ser negacionista, que en la primera mitad del 36 se produjeron más de 150 asesinatos políticos perpetrados por activistas de izquierdas y jaleados por otras muchas gentes, y que una parte de la represión franquista se dirigió contra estos cabestros, animales de bellota, asesinos tan crueles e hijos de puta como lo fueron sus verdugos. Recordar, en una palabra, que la República amparó, de palabra, obra u omisión, a asesinos, ladrones y torturadores sectarios, es negacionismo. Además, es llamar hijos de puta a todos los represaliados del franquismo. Porque el proceso memoria histórica consiste en comprar una idea empaquetada: los amables supporters del Frente Popular eran todos buenos. Y punto pelota.

Se pretende que en España no se pueda decir, sin ser negacionista y/o franquista, que una dictadura no se mantiene 36 años a base de apalizar al personal en las comisarías; para muestra, la del general Primo de Rivera, que nació para durar 103 años y duró seis. Que dictadores como Franco, o Castro, tienen, nos guste o no, algo más. Que reconocer ese algo más, que los convierte en autócratas mucho más longevos que la media, no significa ni justificarlos ni alabarlos. Significa, simple y llanamente, decir que hay mucho que desbrozar en el franquismo sociológico. Pero, no. Eso es negacionismo.

Se pretende que en España no se pueda poner en duda los sinceros deseos democráticos, de libertad, por lo tanto, para todos, de la totalidad de las fuerzas integrantes del Frente Popular. Decir esto es ser franquista. Y vuelva la burra al trigo negacionista.

Al proceso memoria histórica le importa tres cojones que las tres afirmaciones que acabo de recensionar no tengan nada de originales. Que se puedan rastrear sin dificultad en las páginas de escritores como Madariaga, y no digamos la entrevista de Carmen Sarmiento en Buenos Aires a un crepuscular Sánchez Albornoz (que no sé si TVE, que anda ahora redifundiendo tanto Informe Semanal de los tiempos de Maricastaña, querrá redifundirnos), en la cual el viejo historiador republicano lo pudo decir más alto, pero no más claro. Todo eso, al proceso memoria histórica le da igual, porque a todos estos outcomes no se les concede la vitola de ciertos ni de certeros. Son conceptos equivocados. De hecho, como andemos cien metros más, acabará don Claudio convertido en un franquista peligroso; don Claudio, el que se levantó en las Cortes republicanas durante la discusión de la reforma agraria para explicarle a sus señorías que no es lo mismo propietario que señor, pues los segundos carecen de derechos reales, pero, lógicamente, no fue entendido por nadie. Hoy, los herederos de aquella audiencia incapaz de comprender que una cosa es comprar una tierra y otra heredar un derecho graciable, pretenden dar lecciones de sabiduría al resto del país. Es lo que hay.

El negacionismo, ya lo he dicho, existe. Pero no existe por sí mismo. Su oxígeno vital es el proceso memoria histórica. Si el proceso no existiese, si no existiese esa tentativa de asaltar la verdad y hacerla sectaria, los negacionistas no venderían un puto libro. Si los venden a puñados, si decenas y decenas de personas hacen cola cada verano en las ferias del libro para que estos exégetas de la dictadura les echen una firmita en la página 2, es porque existe el proceso memoria histórica. Un proceso ampliamente apoyado por el poder político, y connatural al ser humano es, en un encuentro entre el Cádiz y el Barça, ponerse de lado del Cádiz. Producido este fenómeno, entramos en una espiral: Quienes son custodios de la verdad prorrepublicana quieren ocupar más espacios del discurso sobre la guerra civil, ergo la gente se pone del lado del débil, y los negacionistas venden más. Como los negacionistas venden más, los prorrepublicanos se cabrean y redoblan los esfuerzos para tomar la colina de la verdad histórica. Entonces los negacionistas venden más. Y, como se decía del Bolero de Ravel, así, mucho.

Dije, y lo mantengo, que el objetivo del proceso memoria histórica es prolongar la guerra civil in aeternum. La explicación, en el párrafo anterior.

La memoria histórica no va de quitar de las calles de España las placas de las calles dedicadas a los caídos de la División Azul o al general Muñoz Grandes. Va de imponer una sola interpretación de por qué existió la División Azul o de quién fue este señor que la comandó, que luego fue jerifalte franquista pero que, no se olvide, estuvo a punto de prestar su sable al golpe de Estado revolucionario del 34.

Hace poco, en una localidad española, Sevilla si no me traiciona la memoria, se convocó un homenaje a Agustín de Foxá. La Administración de turno negó la cesión del local necesario. Es insultante, se dijo, que un colaborador apasionado de un régimen dictatorial y represor reciba un homenaje en España. La apelación es curiosa. Francisco Largo Caballero era primer ministro en un momento en el que, en España, centenares, si no miles, de personas, eran masacradas contra las tapias por delitos existentes o inexistentes, simplemente porque alguien, en la República, los consideraba merecedores de la muerte. Y, sin embargo, nadie parece considerar insultante que la estatua de este señor esté en la Castellana de Madrid.

Todo esto es de una ignorancia que asusta de pensarla. Salvo Castelar y un par de despistados más, el que piense que todos los espadones, reyes, obispos y políticos que están petrificados en las estatuas que pueblan las esquinas de nuestras ciudades son santos varones que jamás levantaron la mano contra nadie, es que o es gilipollas, o se lo hace por una apuesta. El conocimiento histórico no consiste en rememorar la Historia, sino en superarla comprendiéndola. Hay muchas formas de comprenderla y, precisamente por eso, hay escuelas históricas y opiniones históricas. Cuando de la Historia se deriva una sola interpretación, lo único que podemos aspirar a tener claro es que esa interpretación monopolística no es la verdad. La verdad, siempre, huele a discrepancia.

Quien sinceramente busca una verdad, se limita a defenderla. Y, consecuentemente, puesto que no le dan miedo las verdades de otros, las permite, las ampara incluso y, acto seguido, las rebate. Si puede, claro.

Lejos de ello, el proceso memoria histórica, más que definirse por lo que quiere que recordemos, se define por lo que no quiere que sepamos.

A lo largo de la guerra de la Independencia; de la represión conservadora practicada sobre los liberales, en distintos puntos del siglo XX, por Fernando VII e Isabel II, repleta de palizas en las comisarias; de tres crudelísimas guerras carlistas; de innúmeros disturbios anticlericales y levantamientos rurales de variada laya; de las luchas vinculadas a la I República; de las guerras Marruecos y de Cuba (varias, en ambos casos), no exentas de motivos interiores; de la Semana Trágica y su triste aftermath; de huelgas generales violentas y violentamente reprimidas; de asonadas militares, desde Riego hasta Primo de Rivera; a lo largo de un montón de disturbios, violencias, y, por supuesto, nuestra última guerra civil, llevamos 200 años echando muertos a la zanja. Y no la hemos cubierto.


Ya está bien con la puta zanja de los cojones.