viernes, marzo 23, 2012

El mito del rey zombi y la movida de Madrigal de los Altos Timos


Lo más suave que se puede decir del rey Sebastián de Portugal es que era algo rarito. No se le conoce pulsión alguna por holgar con mujer, mucho menos casarse con una, a pesar de que es obligación de rey hacerlo y procrear; algunos historiadores especulan con que pudiera tener tal o cual enfermedad. Religioso hasta la médula, estaba empeñado a parar al turco, y por eso realizó la expedición a Marruecos de la que, por pasar, hasta pasó su tío, el todopoderoso Felipe II. Así las cosas, era inevitable que Sebastián encontrase la muerte en aquella expedición, concretamente en las tierras de Alcazarquivir.

Eran los primeros estertores de 1580. Sebastián murió en la batalla, que fue un auténtico desastre para los portugueses, que se pasaron años después pagando rescates para recuperar a tanto conde y duque como apresaron los turcos. Sin embargo, una anécdota estúpida (unos soldados que pidieron asilo en una villa asegurando que venían con el rey), unida al deseo que los portugueses tenían de que ese rey sin descendencia siguiese vivo, garantizando así su independencia; unido todo ello a tendencias mesiánicas existentes en la religiosidad popular lusa, generaron el mito sebastianista o, como yo lo llamo aquí, mito del rey zombi. Casi todo un país creyó, lo cual quiere decir que quiso creer, que el rey Sebastián en realidad estaba vivo, y vagaba de incógnito por aquí y por allá. Como pasó con Hitler tras el final de la segunda guerra mundial, por toda la península ibérica se multiplicaron los friquis y enteradillos que debían haber visto al rey en tal o cual lugar.

Más allá de la leyenda y los relatos más o menos exagerados, se planteó la cuestión de quién heredaría el trono. Y había varios candidatos. El más popular entre los portugueses era, sin lugar a dudas, el prior de Crato, don Antonio, hijo de del infante real don Luis y de una plebeya, pero que había sido legitimado por su padre. También estaba doña Catalina, duquesa de Braganza. El duque de Saboya. El príncipe de Parma. Catalina de Médicis, reina madre de Francia. Y, por supuesto, Felipe II, quien, como sabemos, acabaría por llevarse el gato al agua.

La candidatura a la corona portuguesa, pues, parecía el metro de Sol. En junio de 1580, apoyado por las gentes, el prior de Crato se hace proclamar rey en Santarem. Sin embargo, sus amplios apoyos populares despiertan los recelos de la nobleza, que pacta rápidamente con el rey castellano. En Alcántara (25 de agosto de 1580), las tropas del de Crato son derrotadas, motivo por el cual éste huye a Francia; es posible que en esa batalla participe un hijo de pastelera madre, al que volveremos a ver algunos párrafos más abajo. 

En 1589 se producirá la intentona más seria de recuperar el país por parte de don Antonio cuando una escuadra inglesa, al mando de Francis Drake, desembarque en Peniche e intente, sin éxito, tomar Lisboa.

Conforme se desarrollaba esa competición en lo más alto, en lo más bajo, esto es entre la clase común lusa, se desarrollaba, como la peste, el mito sebastianista. Un importantísimo fondo de este mito son las cancioncillas proféticas de Bandarra, el zapatero de Troncoso. Este Bandarra, que al parecer (ojo, ojo, ojo… ¡mis fuentes NO son hebreas! :-p) era de inspiración judaica, razón por la cual andaba el Santo Oficio buscándole las vueltas. Compuso unos versos cantados en plan Nostradamus, vaticinando que en Portugal nacería un Mesías que salvaría, lo primero que todo, el país. Este tipo de ideas mesiánicas se mezcló pronto con la creencia de que el Sebas estaba vivo todavía. Y, verdaderamente, incluso nosotros, ciudadanos de la contemporaneidad, sabemos lo fácil que es conseguir que esa leyenda sea creída; no sé si alguien, alguna vez, ha hecho alguna estimación de cuántos estadounidenses creen o han creído en los últimos años que Elvis seguía vivo; pero tienen que haber sido millones. Incluso yo, en mi adolescencia coruñesa, tuve algún amiguete que creía a pies juntillas que Jim Morrison andaba por ahí vendiendo castañas.

Una cosa que no sé, y me gustaría saber, es si la expresión coloquial española que define al vago o desaliñado como “un bandarra” tiene, o no, alguna relación con este trovador mesiánico.

En el fondo, todas estas creencias seudoreligiosas no dejaban de ser machadas que la sociedad portuguesa hacía para esconder los temblores que le provocada el hecho, palmario de toda palmatoriez a finales del siglo XVI, de que el país ya no era lo que había sido, y que Os Lusiadas venía a tener con la realidad más o menos la misma relación que la España medieval con el mundo del Capitán Trueno.

Pero ya sabemos lo que pasa; cuando en pueblos y ciudades las esquinas están petadas de gente que quiere creer, surge, con facilidad, el descuidero que les ayuda amablemente a alimentar su fe.

Hasta cuatro tentativas de tangar al pueblo portugués con el cuento del sebastianismo registra la Historia. La primera surgió en 1584 en Alcobaça, y se conoce como El rey de Penamacor. Cuatro años después de que Felipe I de Portugal y II de España ocupase la corona lusa, este antiguo lego carmelita se dedicó a pasearse por la localidad contando presuntas anécdotas de la batalla de Alcazarquivir y asegurando que él era el rey Sebastián. Finalmente, alguien le denunció, y fue detenido por los alguaciles, conducido a Lisboa y, una vez allí, condenado a galeras. Condenado a galeras estaba cuando se formó en Lisboa la célebre Armada Invencible, en los sótanos remeros de alguno de sus barcos acabó el bueno de aquel Sebastián de pacotilla. Todo parece indicar que, en tocando la flota la costa francesa, se escabulló.

Al año siguiente, un tal Mateo Alvares prueba suerte en Ericeira. Cantero de profesión (o al menos eso era su padre) había nacido en las Azores. Tal vez a causa del anticiclón, no debía de estar muy bien de la cabeza porque, tras trasladarse a la península, se estableció algo así como un ermitaño eremita en Sintra y luego en la mentada playa de Ericeira. Allí empezó a comer orejas con el rollo de que si era el rey de Portugal y toda la pesca, consiguiendo reunir un selecto grupo de amiguitos, por los que se hizo declarar rey de Portugal y a los que nombró condes, duques y lo que se terció. En la iglesia de Ericeira le robó la diadema a la virgen local, con la cual “coronó” a su reina.

O Rei de Ericeira acabó por alzar sus armas contra el pérfido rey español, y con su pequeña tropa hostigó la zona. Felipe II, desde El Escorial, le mandó a los boinas verdes, los cuales no tardaron en desarmar al ejército rebelde y llevarse al pollo aquél, cargado de cadenas, a Lisboa, donde lo colgaron del cuello el 14 de junio de 1585. Como los regentes filipinos estaban un poco hasta los huevos de los bandarras, Alvares y priores de Crato, le cortaron la mano derecha al cadáver en señal de humillación, y la cabeza la dejaron meses expuesta en la calle, en el extremo de una pica.

Con todo, el tercer caso de timo del rey zombi es el más elaborado, el más rocambolesco, el más complicado y, también, el más recordado: hablamos de la conspiración de Madrigal.

El centro de este trile es un presunto rey Sebastián de Portugal que, por no ser, ni siquiera es portugués. Y, por supuesto, no era rey, sino repostero. Se trata de Gabriel Espinosa, pastelero español que, durante su etapa en el ejército, había formado parte de las tropas con las que el duque de Alba había penetrado en Portugal para combatir al prior de Crato. Pero no es él, como se dice hoy, el autor intelectual de la movida.

El autor del timo es, en realidad, un fraile: Fray Miguel dos Santos, agustino, provincial de la orden en Portugal, consejero espiritual, en su día, del muy religioso rey Sebastián, así como confesor del prior de Crato. Con estas mimbres, militó obviamente en el partido cratense de don Antonio, y por ello había sido detenido por los filipinos y encarcelado en España. Tras unos años de cautiverio, fue perdonado y enviado como vicario al convento de monjas de Santa María la Real, en Madrigal de las Altas Torres.

En Madrigal coincidió el bueno de Fray Miguel con Ana de Austria, hija de don Juan de Austria y, por lo tanto, nieta por bastardía de Carlos V y sobrina, o sobrinastra, del propio Felipe II. Con esas cosas que tenía el rey Prudente, que hacía y deshacía con las vidas de la familia real sin que le temblase la mano, había decidido, cuando Ana tenía seis años y tras quedar huérfana del bastardo, que profesaría la vida religiosa; así pues, ni corto ni perezoso, y sin consultarla obviamente, la metió en Santa María la Real (suerte tiene Urdangarín de no haber caído en sus manos).

El agustino luso oficiaba, como vicario, de confesor de la ilustre monja forzada. Poco a poco, el taimado fraile se dio cuenta de lo que tenía delante: Ana, por mucho que llevase desde los seis años enterrada en el convento, no dejaba de ser miembro importante de la casa de Austria; y, además, puesto que la su vocación nunca le había sido demandada para meterla en el convento, es más que probable que, a lo largo de las confesiones, fuese dándose cuenta el hombre de Dios de que a aquella mujer su destino, por decirlo finamente, le daba por culo.

Blanco y en botella, debió pensar el fray: cojo a esta tía, que no sabe del mundo la media porque lleva rezando rosarios desde antes de la primera regla, y la convenzo de que: a) el rey Sebastián sobrevivió a la batalla de Alcazarquivir; b) ha escogido Madrigal para esconderse; c) quiere casarse con ella.
Para que nadie lo reconociese, le contó el confesor a la monja, Sebastián utiliza como tapadera el humilde oficio de pastelero.

Parece ser que Espinosa, el pastelero, y Fray Miguel, el muñidor, se conocían de los tiempos en los que el primero era soldado del duque de Alba y había entrado en Portugal con la intención de hacer albóndigas de prior de Crato.  Como el mundo entonces era el lapo de un cuervo, ambos se encontraron en Madrigal, uno de vicario y el otro vendiendo bollitos. El fraile, entonces, convenció a Espinosa de que se trabajase a la monja con el rollo de yo soy el rey zombi, la animase a casarse con él (cabe pensar que ella no hubiese conocido mucho varón antes, así pues no sería difícil atraerla) y, una vez emparentado con la sobrina del rey de España y, por lo tanto, titular de derechos sobre la corona portuguesa, ambos se presentasen en el país, llamando al pueblo a alzarse. El final del timo consistiría en que, una vez triunfada la revolución, Espinosa declamaría su pastelera verdad, abdicando en favor del prior de Crato, que era el verdadero candidato del fraile.

Todo esto se fraguó en 1594; esto es, Felipe II era rey de Portugal desde hacía ya 14 años. Contó, desde luego, con la activa colaboración de Ana de Austria, sospecho que sin tener demasiada idea de que se iba a casar con un pastelero pero, en todo caso, loca, a sus veintiséis añitos, por salir del convento.

Había un problema, eso sí. Habiendo nacido don Sebastián en 1554, con lo que en ese momento tendría 40 años, ¿cómo tenía aquel aspecto de viejo, pues Espinosa andaba por los cincuenta? A esto, el pastelero contestaba diciendo que su vida había sido muy difícil tras escapar del campo de batalla marroquí; y, además, en un claro precedente del fenómeno just for men, comenzó a teñirse las canas para parecerse al rubio rey que supuestamente era.

El agustino trató de redondear el embuste trayendo a Portugal al médico Joao Mendes Pacheco. Mendes era famoso en todo Portugal por haber atendido una vez a un misterioso herido que tenía el rostro velado; todo el país se hacía pajas con la idea de que fuese el famoso Sebas Prestley. Fray Miguel, como digo, lo trajo a Madrigal para que “adverase” la identidad de “su” Sebastián. Pero Mendes le salió rana, porque se negó a reconocer a Espinosa; se conoce que fraile y médico no se pusieron de acuerdo en la cifra.

Siguiente problema: si Espinosa era Sebastián, entonces él y Ana de Austria eran… medio primos. El auténtico Sebastián, en efecto, era sobrino de Felipe II y, consecuentemente, sobrino-nieto de Carlos V, abuelo de Ana de Austria. Esto lo salvó Fray Miguel convenciendo a a la monja de que el pastelero era portador de una dispensa del Papa (que, obviamente, no le enseñó; siempre he pensado que Anita debía de estar tan loca por salir del convento que se había creído incluso que le hubieran dicho que la iban a rescatar el capitán Kirk y el doctor Spock) por la cual ambos, a pesar de ser parientes, podían consumar el himeneo. El presunto Sebastián, además, tenía, o decía tener, otra dispensa, por la cual Ana era liberada de sus votos monjiles.

En una más que probable estrategia de bola de nieve (para sostener una mentira cuentas otra, y para sostener la segunda una tercera, cada vez más gordas), Fray Miguel acabó refiriéndole a Ana de Austria que tenía un hermano joven, de unos veinte años, que vendría personalmente a sacarla del convento. Este papel corrió a cargo del hijo de Espìnosa el pastelero.

¿Por qué fracasó el plan? Bueno, además de porque era un poco carallada, quiero decir. Pues fracasó porque Espinosa era un bocas. El hijo del pastelero no vivía en Madrigal, así que el padre tuvo que ir a buscarlo. En una etapa de descanso de dicho desplazamiento, en una posada, Espinosa se tomó cuatro whiskies en mal momento y comenzó a hablar y a mostrar, chulesco, unas joyas de Ana de Austria que ésta le había dado. Con la tal apoyatura, comenzó a jactarse de que se tiraba a una tía de la alta nobleza. Aquello no pasó desapercibido en aquella Castilla donde todo el mundo se conocía y, finalmente, el alcalde de Valladolid, Rodrigo de Santillán, ordenó su detención. Lo trincaron cuando estaba a escasa distancia de Madrid, o sea, calculo yo, en las inmediaciones de la plaza de Cristo Rey, tal vez. Se le encontraron en su poder cartas de la propia Ana de Austria, y otras donde se le daba trato de Majestad. De hecho, la primera sospecha de la poli es que había detenido al prior de Crato.

La cosa no terminó bien para los conjurados. A doña Ana le dijo su tío el rey: si no querías caldo, toma dos tazas; porque los jueces la sentenciaron a permanecer cuatro años en una celda del convento de Nuestra Señora de la Gracia (Ávila) de la que sólo podía salir para oír misa. A Luisa Delgado y María de Nieto, las típicas amigas cómplices, monjas también, les cayeron ocho años de reclusión como la de su colega.

De hecho, Ana de Austria, despojada además de todos sus títulos, ya no saldría de la vida conventual, en la que moriría teniendo 63 años.

Espinosa, por su parte, fue condenado a la horca, sentencia que se ejecutó en la plaza mayor de Madrigal el 1 de agosto de 1595. Genio y figura hasta la sepultura, cuando tenía ya la cuerda alrededor de su cuello, dijo: “Merezco mi suerte, pero si supieran quién soy…”

Fray Miguel dos Santos fue degradado como fraile y provincial el 16 de octubre del mismo año, y ahorcado tres días después. Murió afirmando que era Espinosa quien le había engañado.

Tres años después, en 1598, aparece en Venecia un tipo que se hace llamar El Caballero de la Cruz, y que dice ser el rey Sebastián. El embajador español monta un pollo que te cagas y exige que le entreguen al impostor. Pero lo protegen los portugueses, que quieren creer; tanto, tanto quieren creer que ni el hecho de que el tal señor no se parezca en nada (pero en nada, nada, nada) al rey Sebastián; ni el hecho de que hable italiano, los frena de considerar que es el mesiánico monarca zombi. A los venecianos, que para entonces tienen preso al tipo, les quema en las manos, así que lo sueltan. En Florencia, El Caballero de la Cruz no tendrá tanta suerte. Las autoridades lo apresan y se lo entregan a los españoles, que se lo llevan a su Guantánamo particular de Nápoles. Una vez allí, lo interrogan, hay que suponer que no sin violencias, y acaban arrancándole la verdad: se trata de Marco Tulio Catizone, calabrés, timador profesional. Tras varios dimes y diretes procesales, en 1602 es condenado a galeras, con la idea española de llevarlo a Lisboa, donde quedará demostrado el embuste.

Un año después, sin embargo, un tal Fray Estebam de Sampayo, del partido sebastianista, logra contactar con Catizone, que se encuentra en los sótanos de la nave capitana de una flota napolitana surta en el Puerto de Santa María. Le envía cartas apelándolo de Majestad y el otro contesta diciendo que sí, que soy el rey y tal. Se escapan, pero son apresados ambos y Catizone es, finalmente, ejecutado, junto con algunos de sus cómplices, en Sanlúcar de Barrameda, el 23 de septiembre de 1603.

El sebastianismo ni siquiera murió entonces. Por increíble que parezca, en el siglo XIX se encuentran trazas en Portugal de la creencia en o príncipe encuberto; mito que cruzó el mar hasta Brasil, pues se detecta, a mediados de dicho siglo, en la zona de Pernambuco.




Dicho lo cual, quitémonos las caretas: póstrate, oh lector portugués de este post, ante tu Monarca. No hace falta que hagas huelga general el 26, que ya me encargo Yo. I'm Sebastian, and I'm back.

miércoles, marzo 21, 2012

Vita Mariae

Si la existencia histórica de Jesucristo es cosa dudosa, obviamente lo es también la de su madre. Especialmente si nos referimos al paquete cristiano completo, esto es asumir, no sólo que Jesucristo nació de hombre de una madre, sino que lo hizo en las condiciones que nos dice la tradición evangélica. La inmaculada concepción, mito tardío del cristianismo (no será hasta bien entrada la Edad Media que se celebre en España, por ejemplo), es uno de esos típicos hechos binarios, tan fácil de ser creído por unos como imposible por los otros.

La Virgen María ha cumplido una función fundamental dentro de la liturgia católica en los últimos mil años. El culto mariano conecta con otras muchas tradiciones del hombre precristiano y, con el desarrollo de la cristiandad, tanto en occidente como en oriente, tomó una fuerza inusitada debida a su gran capacidad de captar adeptos entre los fieles, enormemente sensibles al culto a las divinidades nutricias y vinculadas a la concepción, que han sido adoradas por el hombre desde hace miles de años.

En zonas del Tibet, de Japón e incluso de la India hay una deidad conocida como Fo, que es un salvador de los hombres que se encarna en el seno de una joven a punto de celebrar los esponsales con un rey. En China se adoraba en los años antiguos a una diosa, Shing Mou, que se quedaba embarazada con sólo tocar las flores de los ríos (por no mencionar a la madre de Confucio, que se quedó preñada de él tras contemplar una estrella en el cielo; o Lao-Tsé, a quien la tradición quiere hijo de una virgen hermosa de piel morena). El dios-rey de Siam Sommonokhodom nació de una virgen, inseminada por los rayos del sol. Virgen y madre es Isis, la diosa egipcia; como hijo de virgen es Krishna, a cuyo nacimiento acuden a adorarle ángeles y pastores. Dogdo, deidad babilónica, ve en sueños a Aura-Mazda, quien coloca a sus pies ricos vestidos, antes de que un rayo de sol le ilumine la cara y ella quede preñada de Zoroastro.

El culto de María se hunde, pues, en las profundidades del diario de la Humanidad, y es además coherente con la religiosidad humana ante la que actuó el cristianismo (y a la que se adaptó), basada en la creencia en grandes dioses, que luego, sin embargo, dejaban espacio para el culto local a otras deidades menores, que eran, realmente, aquéllas a cuya adoración se entregaban los hombres y las mujeres de tal o cual localización. Es por ello que el culto de la Madre de Dios se despliegue con tanta facilidad en centenares, si no miles, de Marías con apellido, las más de las veces concitadoras de una fe mucho más intensa de la que merece Dios mismo.

Dicho lo dicho, tal vez sería lógico callar, teniendo en cuenta que quien esto escribe cree, más bien, que la figura mariana es una transmigración de cultos ya existentes; una más de las piezas de esa estrategia exitosa llevada a cabo por los primeros padres de la Iglesia, constructores de una fe que se parecía tanto a la que ya existía, que abrazarla evitaba todo conflicto. Sin embargo, cabe la posibilidad, y yo de hecho tengo muchos amigos cuya inteligencia respeto y la creen; cabe la posibilidad, digo, de que el relato, o bien sea plenamente cierto, o lo sea parcialmente. Y haya, en tal sentido, existido una María, una Marian, o Miriam, que fuese madre de un profeta, o de un hombre con voluntad divina (digámoslo en viejos términos nestorianos), o del Hijo de Dios. Quién sabe.

Pero, si María existió, ¿cómo existió? Por empezar por el principio, que lógicamente es el nacimiento, lo que nos dice la tradición es algo muy normal, casi chabacano. Lo que sabemos de María es que es hija tardía de un matrimonio que había, cuando su madre, Ana, se embarazó de ella, perdido prácticamente toda esperanza de tener descendencia. Como digo, es lo que nos dice la tradición y no tiene nada de extraño, aunque sí lo es el siguiente paso: confiarla a la custodia del templo de Jerusalén.

Verdaderamente, es un paso que no tiene mucho sentido. Dos padres que han estado esperando años por el nacimiento de su hija, ¿de repente renuncian a ella y la entregan al templo para una enseñanza de claro corte religioso? Pudo influir en esta decisión, evidentemente, la religiosidad de ambos padres (que son santos para la Iglesia; aunque esto no es sino una condición casi obligada para prolongar la pureza de la Madre de Dios incluso más allá de su propia concepción), aunque también otras cosas más, digamos, prosaicas. La tradición nos dice que los padres de María, pequeños propietarios de unas tierras, las cultivaban lejos de Jerusalén, pero sólo durante relativamente poco tiempo, porque cuando María es apenas una niña (su padre morirá cuando ella tenga algo más de diez años y lo que ahora relatamos, por fuerza, tuvo que pasar antes), los vemos a ambos jubilados de su labor campestre y tomando una pequeña casa en la propia capital hebrea. De donde cabe colegir que el matrimonio tuvo a su hija en un momento en el que el padre estaba ya empezando a no ser capaz de llevar las labores agrícolas diarias, como de hecho dejó de hacer pocos años después; así pues, el nacimiento de una niña tan tardía, quizá, no fuese lo que esperaban. Un hijo habría sido de mayor ayuda, y tal vez por eso, porque una niña no venía a colaborar con las labores del campo ni a garantizar el futuro de la hacienda, fue por lo que su destino fue la escuela del templo.

Siendo éste el destino de la hija de Joaquín y Ana, era lógica que fuese presentada y ofrecida en el templo. Si la ceremonia no se apartó del ritual que entonces se realizaba (y no tenía por qué apartarse; o más, habría tenido que tener una muy buena razón para hacerlo), tuvo que celebrarse en presencia de toda la parentela de los padres (como en una boda de hoy en día). Todo este cortejo atravesaría el patio exterior del templo, a partir del cual los extranjeros ya no podían seguir, hasta el llamado chel; un espacio de unos diez codos que separaba el patio de los gentiles del de las mujeres. Aquéllos del cortejo que fuesen fariseos extenderían entonces sus tephilim, pedazos de pergamino que reproducían cuatro sentencias de las Escrituras, y cubrirían sus cabezas con su taled de lino blanco, adornado de púrpura y color de Jacinto, un tejido cuadrado no muy grande que los judíos llevaban para orar y con el que, en aquel entonces, se cubrían la frente o se anudaban el cuello, cual sanfermineros.

Siendo María una niña, la celebración tuvo que celebrarse en el llamado patio de las mujeres, el segundo atrio de la construcción, pues era el último punto que las féminas podían sobrepasar. La espiritualidad hebrea terminaba para las mujeres en la denominada Puerta de Nicanor.

En las últimas gradas, esperarían al padre los doctores y levitas que habrían de recibir a la niña, tocados con mitras redondeadas de lino, con túnicas también blancas y también de lino ceñidas con un cinturón dorado: el traje sacerdotal que sólo se usaba en el interior del templo. Uno de ellos se adelantaría y, tras echar por encima de su hombro izquierdo los cordones púrpura y azul pastel (Jacinto) colgantes de su cinturón, tomaría el cordero traído por el padre y, volviendo la cabeza de éste hacia el norte, le hundiría el cuchillo en la garganta.

Carnicero experto, el sacrificador extrae con habilidad las vísceras, la cola del animal y todas las partes grasas, y las coloca en un gran plato de oro, no sin que otros sacerdotes las hayan lavado concienzudamente antes; las ceremonias de este tipo demandaban la presencia de hasta 18 sacerdotes con diversos cometidos. El sacrificador, una vez lleno el plato de oro, despliega sobre los trozos incienso y sal, sube al altar del holocausto y, una vez allí, hace libaciones de vino y de sangre. Luego encendía la pira arrojando aceite sobre carbón caliente (nunca, pues, usando mechas, como hacen hoy multitud de humanos en sus barbacoas dominicales), echaba al fuego, usando una copa de oro, un poco de harina mezclada con aceite, además de leños venidos expresamente de los bosques del país de Sichem (en la actual Nablús), previamente desprovistos hasta de la última mácula de corteza por otros sacerdotes; y, finalmente, colocaba sobre las brasas los tajos corderiles.

El pecho del cordero y su espaldar derecho era el pago que se quedaban los sacerdotes sacrificadores por su curro. El resto era entregado al padre, que lo repartía entre sus parientes. Finalmente, el padre acudiría frente a los sacerdotes con la niña, y pronunciará palabras parecidas a éstas: “vengo a ofreceros el presente que Dios me ha hecho”.

En el templo, María se unió al grupo de vírgenes allí situadas. Como ya hemos comentado en otros artículos de este blog, la impureza intrínseca de la mujer, fruto más que probable de un hecho físico (la menstruación) y otro moral (la turbación que es capaz de generar en el hombre, hasta el punto de, como Eva, turbar su raciocinio), es una constante de la espiritualidad organizada humana. Ni los cristianos, ni siquiera sus predecesores los hebreos, la inventaron; mucho menos los musulmanes, que son posteriores a todos ellos y, en buena medida, producto de ellos también. La vieja religión hebrea, en todo caso, era extraordinariamente pejiguera con el asunto de la pureza, como lo son aun hoy buena parte de los judíos, especialmente los más ortodoxos.

Sin embargo, es un error considerar que la virginidad ocupase un punto especialmente importante entre los hebreos. Ciertamente, la religión hebrea conectaba la virginidad con un estado de mayor pureza por parte de la mujer (la mujer virgen sigue menstruando; pero al menos no va por ahí tratando de atraer al hombre), pero, más allá de la pubertad, consideraba el dicho estado básicamente contrario a la ley mosaica; lo cual es lógico si tenemos en cuenta que buena parte de la ley mosaica data de una época en la que si el pueblo hebreo pudo hacer su destino en Egipto, fue en primer lugar por su notable capacidad de reproducción. Para la religión hebrea, por lo tanto, la procreación era, más que una obligación, una consecuencia lógica de la pubertad; y la esterilidad aparecía como un grande castigo divino.

Los hebreos, que conquistaban otros pueblos a sangre y fuego como cualquiera en su época, respetaban sin embargo a las vírgenes. E incluso algunas de sus normas, que prohibían a ciertas personas asistir a funerales incluso de personas a las que querían mucho, permitían dicha asistencia si la fallecida lo había hecho virgen. Las mujeres jóvenes que se juntan con Marian, la hermana de Moisés, para celebrar con cantos y bailes el paso del Mar Rojo, son vírgenes; lo cual nos viene a decir que, ya en aquellos tiempos, la organización de cofradías de jóvenes con precinto era ya común entre los hebreos; es, pues, incluso anterior al desarrollo de la complicada liturgia que tuvo como centro el templo de Jerusalén. El Éxodo, además, nos pinta a un grupo de mujeres cuya función es velar y orar a la puerta del tabernáculo donde se guarda el Arca de la Alianza; escena que ha hecho pensar a muchos intérpretes bíblicos que se trata de vírgenes especialmente encomendadas al servicio religioso. Si hemos de creer a exégetas antiguos como Gregorio Niceno, las vírgenes tenían un lugar especial, destacado, dentro del peristilo en el cual las mujeres seguían las celebraciones de la sinagoga.

El voto de entrega de la virgen al templo, además, era redimible. Los padres de una hija entregada al templo la podían recuperar tras el pago de una suma (que la ley mosaica establecía en 50 siclos). Los propios hijos entregados al templo podían enervar el pago si sus padres no querían hacerlo. Como puede verse, al revés de lo que ocurrirá siglos después, con el desarrollo del catolicismo, el sacerdocio hebreo es muy puntilloso a la hora de prevenir la adhesión al mismo, por la fuerza o el interés, de elementos en realidad no muy interesados en él.

Esta relativa liberalidad, sin embargo, se fue perdiendo con los siglos, tras el regreso del pueblo judío a su tierra prometida, probablemente por influencia de otras religiones mucho más machistas que estaban en contacto con ellos (como los persas). Así, cuando Heliodoro el Sirio entró en Jerusalén a llevarse todos los euros del templo (tal y como nos cuenta Macabeos, II, capítulo 3), las tradiciones hebreas nos describen, como cosa extraña, a las vírgenes del templo corriendo acojonadas a demandar la protección del rabino Onías; signo de que, probablemente, para entonces tenían ya una existencia más claustral que en el pasado (motivo por el cual fue extraordinario verlas por la calle).

De la estancia de María en aquella escuela templaria han dicho los propagandistas cristianos muchas bobadas. En verdad, las hagiografías de María y de su hijo son muy aficionadas a describir prodigios mil realizados por ellos durante su infancia. En algunos de los evangelios apócrifos, por ejemplo, Jesús es como una especie de Harry Potter con mala leche, que convierte en animales a niños que se meten con él, para luego restituir el mal a demandas de su padre. Con las mismas, devotos cristianos como Andrés Cretense o Jorge de Nicomedia sostuvieron en su día que la santidad de María en su infancia era tal que los rabinos la dejaban entrar como Pedro por su casa por el sancta sanctorum del templo. O sea: un lugar que sólo era hollado por una persona, el Gran Rabino, una sola vez al año, después de complejísimos ayunos y preparativos; y en el que sólo permanecía unos minutos, mientras los judíos sollozaban en el patio exterior, temerosos de que muriese al contemplar el rostro de Dios (algo que, según la tradición hebrea, nadie puede hacer sin espicharla). En fin, la afirmación de que María dispusiese de una tarjeta Travel Club para entrar allí cuando quisiera no merece el más mínimo comentario por parte de cualquiera que se limite a saber que Jerusalén no es la capital de Nueva Zelanda.

En el templo, María aprendió sobre todo labores domésticas. No se olvide que para los hebreos, la virgen no lo era para toda la vida; se la preparaba para su vida futura como madre y esposa. Llevaba, nos dice la tradición, un vestido color jacinto con una túnica blanca, cinturón modesto con los inevitables cordones, más un velo. La cosa, en todo caso, podía tener sus variantes. Las monjas anunciatas de Génova vestían, en el siglo XVII, un traje blanco por debajo y azul celeste por encima, con zapatos de cuero azul; y su regla decía expresamente que el hábito quería recordar el vestido de la Virgen. Por su parte, viajeros europeos decimonónicos del Medio Oriente, como Lamartine, dejaron escrito que las mujeres de Nazareth se vestían con túnicas azul celeste con un cinturón blanco cuyos cordones llegaban al suelo, todo ello cubierto con una túnica blanca. Sea como sea, parece que el color preferido de María, o tal vez de quienes regían su vestuario, era el azul.

Obviamente, su día a día comenzaría con las abluciones, para después encaminarse a la tribuna, donde repetiría las dieciocho oraciones de Esdras.

La parte más solemne de las oraciones judías era (ignoro si todavía lo es, aunque supongo que sí) la denominada Shemoné-Eshre (o así), que creo que quiere decir 18 súplicas, pretendidamente establecidas por Esdras. Poco antes de la destrucción del templo serían 19, tras la introducción de una súplica contra los cristianos por parte del rabino Gamaliel. En tiempos de María, todos los judíos en edad de razonar estaban obligados a ofrecer estas dieciocho súplicas a Dios en la mañana, al mediodía y por la noche.

A las dieciocho súplicas seguiría el Kaddish, una oración que pedía la llegada del Mesías y probablemente desarrollada también en los tiempos de Esdras (de hecho, se rezaba en caldeo, signo de su origen babilónico, donde Esdras fue rabino), para terminar con el salmo que aquellos judíos atribuían a los profetas Ageo y Zacarías, y que es, o a mí me lo parece, un claro precedente de ese famoso El señor es mi Pastor, nada me falta que se lee hoy en las iglesias. Más allá, se leía la Schema (conjunto de citas de Deuteronomio y Números que conforman una profesión de fe), y el sacerdote bendecía. Y hasta la tarde, que la cosa volvería a empezar.

¿Cómo sería María? Si hemos de creer al santo Epifanio, citado por Nicéforas, quien se habría documentado con tradiciones existentes en el siglo IV, era de una talla algo mayor que mediana, esto es ligeramente más alta que la media de su tiempo, morena de tez y rubia de pelo, pupilas color aceituna y nariz aguileña. No podía ser muy rellenita de ser cierto lo contado por Ambrosio, según el cual ayunaba muy a menudo; y conviene que tengamos en cuenta que el ayuno de los viejos hebreos no tiene nada que ver con el de los cristianos (y sí mucho con los musulmanes), pues era sentencia habitualmente seguida por el pueblo judío que un ayuno sobre el que no se pusiese el sol no podía considerarse tal.

Como ya hemos contado, la tradición nos dice que los padres de María se trasladaron a Jerusalén más o menos cuando ella tenía siete u ocho años de residencia en el templo, que supongo serían unos diez a doce. Al cumplir los nueve de enseñanza, esto es más o menos con trece, falleció su padre. Al instante, siguiendo las costumbres de los judíos, las mujeres comenzaron a llorar en grandes aspavientos mientras se mesaban los cabellos, y los hombres se cubrieron la cabeza con ceniza y se rasgaron las vestiduras (costumbre de donde viene la expresión tan común entre nosotros que dice: “esto no es como para rasgarse las vestiduras”), además de abrir de par en par las ventanas de la casa. ¿Por qué? Pues porque la presencia de un cadáver convierte a los seres humanos vivos en impuros y para los hebreos, cuya religión estaba obsesionada con la pureza, abrir las ventanas era la única manera de impedir que las almas de los vivos en vigilia se emponzoñasen.

Al día siguiente se verificaría el entierro, con una comitiva de plañideras y flautistas y los parientes llevando el cadáver a hombros hasta alguna pequeña cueva, donde lo dejarían antes de sellarla con una buena piedra; no sin antes colocar sobre la frente del muerto un pequeño saco de tierra y clavar el ataúd. Las exequias terminarían después de que los asistentes arrancasen por tres veces un puñado de yerba del campo y, tras arrojarlo hacia su espalda, salmodiasen: “florecerán como la yerba de los campos”. Luego, por supuesto, María guardaría luto por su padre, vistiendo, según era la costumbre, un camelote (tela de pelo de cabra) basto y estrecho, que recibía el nombre de cilicio, cabeza y pies destocados, escondiendo el rostro en un pliegue del vestido, sentada, junto a su madre, durante siete días de ayuno y silencio rigurosos. Pasados esos siete días, y durante once meses, María habría de ayunar todos los días de la semana coincidentes con aquél en el que murió su padre.

El viejo luto tradicional judío era realmente muy duro, especialmente para personas de edad avanzada. Como Ana, la madre de María, seguramente anciana ya en aquel momento y que, fuese por los rigores del luto, por la tristeza, la vejez o todo ello, falleció, nos dice la tradición, casi inmediatamente después de su marido.

La orfandad de María habría de generar el problema de su tutoría, que fue automáticamente asumida por los sacerdotes del templo; y, consecuentemente, su casamiento. Con trece o catorce años, la estudiante del templo estaba ya en edad de casarse, y los sacerdotes lo sabían. Y aquí es donde las Escrituras, forzadas por el dogma de la inmaculada concepción, hacen un arabesco complejo, por el cual dichos sacerdotes aceptan la decisión de María de permanecer virgen toda la vida, incluso mediando un matrimonio; e, incluso, acaban encontrando un hombre, José, que se aviene a dicho pacto.

Ambas cosas, sobre todo la primera, son bastante difíciles de creer. Ya hemos dicho que la sociedad judía valoraba la virginidad femenina como un paso de pureza religiosa hasta la edad de casarse, pero ni un minuto más. La moral hebrea presuponía que el destino de toda mujer núbil era casarse y tener hijos; no apreciaba virtud en la conservación del himen intacto, y es por ello que el culto de la Virgen es, en la Historia del cristianismo, cosa de gentiles; pues a los judíos convertidos, llegados al cristianismo desde el mesianismo mosaico, les era un culto extraño. La moral judía se regía por la sentencia sin ambages que cita Orígenes en sus escritos: “el que no deje descendencia, en Israel será maldito”. Tampoco parece lógico esperar que los ancianos rabinos fuesen a apreciar el albedrío de una niña huérfana de trece o catorce años como algo que se tuviese que respetar; eran tiempos, y siguieron siéndolo después, en los que a la mujer, por el hecho de serlo, se le suponía la minoridad mental.

Autores de los tiempos de la patrística como Gregorio Niceno, que además se dice inspirado por fuentes aun más antiguas, refieren sin ambages las fuertes resistencias de María a la idea rabínica de su matrimonio. No es de extrañar que, como insinúa el Niceno, los rabinos se sintiesen incluso encabronados ante la propuesta de la niña. Hacer voto de castidad de por vida equivalía a extinguir el nombre del padre; y eso, en un pueblo como el hebreo, muchos de cuyos miembros aun hoy, dos mil años después, guardan con orgullo el dato de su pertenencia a alguna de las tribus de Israel, sería a sus ojos de una impiedad estratosférica.

Existía, además, otro impedimento fatal para la pretensión de la adolescente: las profecías mesiánicas. En efecto, en los tiempos contemporáneos de Cristo y de su madre, los judíos vivían en grande agitación en la espera de la llegada del Mesías, y la profecía decía que llegaría del linaje del rey David. María, si hemos de creer en la tradición, pertenecía al tronco de Jesé y, por lo tanto, era descendiente de David. A los ojos de los judíos, no se podía permitir el lujo de no procrear, no fuese que, por hacerlo, dejase de parir al Mesías.

Finalmente, y por mucho que porfió la niña, se convocó una asamblea de parientes (hombres), todos ellos del linaje de David y de la tribu de Judá. La ley judía prescribía que el matrimonio debía de producirse con personas de tal tronco, para que así la heredad que aportaba María permaneciese en poder de la tribu. Esto es: los viejos judíos eran libres de casarse con quien quisieran, siempre y cuando esa boda conservase el patrimonio en el seno del mismo tronco tribal. La tradición nos dice que, por encima de jóvenes aguerridos y fuertes, y miembros de la tribu forrados de pasta, María eligió a un humilde carpintero, José, quien, además, se avendría a realizar el voto de castidad que ella pedía.

Éste es el relato, digamos, oficial. Pero ya he dicho que dicho relato está diseñado claramente para cuadrar con los objetivos finales de sí mismo. Visto lo visto, es decir que María tendría que casarse sí o sí, a pesar del rechazo, si no repugnancia, que le provocaba el tránsito carnal con el hombre, tengo yo por posible que urdiese un sencillo Plan B: casarse con un viejo.

La edad del carpintero de Nazareth es cosa que no está demasiado clara. Algunos autores, como Epifanio, le atribuyen la increíble edad de 80 años el día de su matrimonio. Pero es ésta una suposición que se da de leches con la ley judía, que reputaba escandalosos y prohibidos los matrimonios con fuertes diferencias de edad. José tenía que ser mayor, pero no tan mayor; las apuestas de los primeros exégetas se inclinaban, sobre todo, por una edad en torno a los 50 años, que ya es talludita para el tiempo.

José era soltero, o viudo. Sinceramente, yo me inclino por lo segundo. Si una mujer que quisiese permanecer virgen aparecía como una impiedad a los ojos de los hebreos, por las mismas razones se lo parecería un hombre canoso nunca casado; menos aún voluntariamente virgen, como afirman muchos padres de la Iglesia (Pedro Damiano, sin ir más lejos). De hecho, Epifanio, de nuevo, asevera que era viudo, y que de su anterior matrimonio habría tenido cuatro varones y dos mujeres (lo que convertiría la carpintería de Nazareth en algo así como la tribu de los Brady). Hipólito de Tebas informa incluso de que su primera mujer se llamó Salomé. Orígenes, Eusebio o Ambrosio son ejemplos de otros exégetas que creyeron en la viudedad de este hombre que, por su condición de padre putativo (dos pes) hizo nacer el coloquial Pepe para referirse a los Josés. El santo Jerónimo, sin embargo, escribe, categórico: aliam uxorem eum habuisse non scribitur. Nunca se ha escrito que (José) tuviese otra mujer. Pero el obispo de Hipona, tan seguro para según qué cosas, deja la polémica en un sí es no es.

Mi idea personal es que lo más probable es que, si toda esta historia ocurrió, lo que pasó fue que la joven María maniobró para casarse con un hombre mayor, juzgando que ello le permitiría guardar los votos con los que se habría prometido, si no en un 100%, sí cerca de la totalidad. Sólo así se entiende que rechazara a pretendientes más jóvenes y prósperos, alguno de los cuales, incluso, pretende la tradición se volvieron medio tolilis con la negativa (así, el joven Agabus, quien, despechado por la joven, montaría en cólera y se retiraría a las afueras de Jerusalén, a vivir en cuevas con los discípulos del gran Elías y, con el tiempo, se haría ferviente cristiano).

Casarse con un carpintero era bajar en la escala social. Pero no tanto como hoy se pretende, ni como pretendieron los traductores de la Vulgata. El trabajo manual estaba lejos de ser un escalón bajero de la sociedad hebrea, la cual tenía en tal alta estima a los artesanos que incluso aconsejaba a los padres enseñar un arte manual a sus hijos, “a menos que queráis criar un ladrón que vague por las calles”.

La ceremonia del matrimonio recuerda lejanamente a las que hoy celebramos. José ofrecería una pequeña pieza de plata o, si tenía ahorros suficientes, un anillo de oro, mientras le decía a la novia “si consientes en ser mi esposa, acepta esta prenda”. El mero gesto de la mujer de tomar el ofrecimiento sellaba el matrimonio. Luego, los escribas redactaron el breve contrato al uso, por el cual el esposo se comprometía honrar y alimentar a su mujer; es posible que, tratándose de un carpintero más bien humilde, se limitase a consignar la dote mínima de la ley mosaica (50 escudos).

El texto del contrato sería algo como esto: En el año bla, el día bla del mes de bla, Fulano, hijo de Zutano, le ha dicho a Fulana, hija de Zutaneiro: sé mi esposa según la ley de Moisés y de Israel. Yo prometo honrarte y proveer a tu mantenimiento y a tus vestidos según la costumbre de los maridos hebreos que honran a sus mujeres y las mantienen como conviene. Yo doy, desde luego, blablábla escudos, y te prometo, además de los alimentos, los vestidos y todo lo que te será necesario, la amistad conyugal, cosa común a todos los pueblos del mundo. Fulana ha consentido en ser la esposa de Fulano, quien de su voluntad, para formar una viudedad conforme a sus propios bienes, añade a la suma anteriormente citada la de blablablá.

Tras el matrimonio propiamente dicho, se abrió un proceso de unos meses hasta la celebración de los esponsales o, si así lo preferimos, el himeneo y la convivencia; aunque, si hemos de creer a la tradición, entre José y María se pactó que sólo lo segundo se llevaría a cabo. Esta segunda celebración hubo de producirse, según la costumbre judía, en luna nueva. Una procesión de mujeres y esclavos, ricamente vestida y fácil de reconocer por la costumbre de teñir de rojo la punta de sus dedos va a la casa donde espera María, la esposa. En memoria de los viejos tiempos de la raza judía, ella lleva pendientes y brazaletes de oro, como también los llevó Rebeca. Todas las novias judías, en el momento de aquellos esponsales, aparecían rizadas en el peinado; una imposición rabínica, naciente del hecho de que, según la tradición hebrea, Dios había ordenado en bucles el pelo de Eva antes de entregársela a Adán. Tratándose de una boda sencilla y humilde, la novia llevaría una corona de mirto. Las hebreas pudientes consumaban su matrimonio tocadas con una corona almenada de oro, similar a la que puede ver cualquier madrileño que se acerque por la plaza de Cibeles. El emperador Tito, de paso se metía los bulldozer en el templo de Jesusalén, la prohibió por ostentosa.

La novia sale de la que hasta entonces ha sido su casa bajo un palio que portan cuatro hombres; los judíos ya se casaban así durante su cautiverio en Egipto. El esposo la espera con una corona que, al parecer, se hacía de sal y azufre. Al llegar a la casa, esposo y esposa se sientan en el suelo bajo el palio, y José le pone el anillo en el dedo a ella y, acto seguido, en símbolo de posesión, se quita la tela que le cubre la cabeza y cubre la envelada cabeza de quien ya es su mujer. Entonces, un amigo de la familia escancia una copa de vino, bebe y da a beber a los dos novios. Se arroja al aire puñados de trigo (no arroz), símbolo de abundancia y, como en las ceremonias judías de hoy en día, un niño rompe la copa del vino. Al final de esta ceremonia se seguían, en los tiempos antiguos, siete días de fiesta. Por eso, no hemos de extrañarse que, años después, al anfitrión del hijo de aquel matrimonio se le acabase el vino.

Luego llegó la Anunciación; esto es, el punto en el que, decididamente, el relato de la vida de María de Nazareth se convierte en un relato simbólico, cada vez menos enraizado en las tradiciones verdaderas de su siglo y de su pueblo, de la mano de los reformadores cristianos que decidieron construir una creencia para los gentiles. Pero hasta este punto, lo que nos dice la Biblia es perfectamente creíble, entre otras cosas porque no nos describe nada que se aparte demasiado de, literalmente, lo que había.

O pudo haber.


Pour en savoir plus: La principal razón de que no cite bibliografía es que mi bibliofilia hace que, habitualmente, no pocas de mis fuentes de información sean difíciles de encontrar. Los primeros padres de la Iglesia y exégetas están citados en el texto, y en las bibliotecas cristianas suelen encontrarse reediciones y traducciones de sus textos. Asimismo, yo recomendaría las obras de Juan de Módena sobre las costumbres de los judíos, si es que el lector logra encontrarlas. Extraordinariamente recomendable es la denominada Biblioteque Oriental de Barthélemy d'Herbelot, que dudo esté editada en español aunque, al parecer, se pueden encontrar tomos en francés (yo lo encontré, de hecho; y a buen precio). Obligado es citar a Flavio Josefo, profusamente editado en libros modernos

lunes, marzo 19, 2012

El verdadero mosqueperro


Corría en siglo XV en Francia. Un tal Paulon de Montesquiou se casó con una mujer llamada Jaquemette d’Artagnan, por ser de esa comarca situada en Bigorre. Jacquecita, a su muerte, legó sus tierras a su marido, quien se convirtió, por ello, en señor de Montesquiou-d’Artagnan.

La familia siguió su curso hasta 1623, fecha aproximada, en la que debió nacer, en Béarn, más concretamente en un pueblo llamado Lupiac, Charles de Batz-Castelmore. Tuvo tres hermanos y tres hermanas y, con 17 años, decidió marcharse a París, con lo que se convirtió en lo que en aquella época se conocía como les cadets de Gascogne, o los chicos gascones. Casi todos estos cadets eran hijos de buena familia que, sin embargo, por las circunstancias de los muchos hijos que entonces tenían éstas, solían ser pobres y, por eso, iban a la capital a buscar fortuna. Según el historiador francés Charles Pasteur, en aquella época nuestro Charles era como “un gallo que desplegase sus primeros espolones”.

En aquel entonces, el cuerpo de los mosqueteros del reino estaba al mando de un gascón que tenía gran aprecio por estos jóvenes sin presente: el famoso señor de Tréville. Lo llama a integrarse en el cuerpo, y pronto comienza para Charles d’Artagnan esa vida que Alexandre Dumas describirá tan bien: juegos, pendencias, asuntos de faldas. Gentilhombre del cardenal Mazarino, tendrá la oportunidad de implicarse en los grandes asuntos políticos del momento, como los conflictos de la Fronda.

Según escribió a mediados del siglo pasado un descendiente directo de D’Artagnan, el diputado de la república Pierre de Montesquiou, duque de Montesquiou-Fezensac, el expurgado de los archivos familiares denota que no fue tan rocambolesca la vida real del mosquetero. En realidad, su vida fue muy intensa, pero desde el punto de vista político. Era el hombre de enlace de Mazarino para sus relaciones con muchos políticos de la época. También trabajó de emisario de confianza para la reina madre, y no le era desconocido al joven rey.

El 5 de marzo de 1659, Charles d’Artagnan se casó con una joven viuda, la dama Charlotte-Anne de Chanlecy, quien tras la muerte de su marido había heredado un río de pasta relativamente caudaloso. Es muy probable que el joven mosquetero la hubiese enamorado bien; pero alguien tenía que haber por ahí que no se fiaba del gascón, porque el contrato de matrimonio es un meticuloso documento jurídico cuyo constante objetivo es proteger el patrimonio de la esposa de las eventuales prodigalidades del marido.

La cosa era, verdaderamente, como para no fiarse. A base de quemar París noche sí, noche también, el marido se casó, en realidad, con más deudas que patrimonio. Era persona de ingresos modestos, aún a pesar de las gabelas del cardenal y los miembros de la familia real por servicios prestados; y, aun así, tenía una pasión desmedida por los uniformes, que tenía muy lujosos y en gran número; los caballos y las armas, cosas todas que necesitaba criados para poder cuidar. Era asimismo jugador y no tenía rubor, como de hecho hacían muchos hombres en su época, en aceptar dinero de sus amantes.

De hecho, tras tener casi inmediatamente dos hijos, el matrimonio se separa de facto. La mujer abandona París para irse a vivir a sus posesiones campestres, y el marido le tiende un puente de plata. A partir de ese momento, vivirá en la capital en mancebía, cada vez más cercano a su sobrino Pierre, que también ha recalado en París y se ha unido a los mosqueteros, acumulando el favor del joven Luis XIV, quien encuentra divertido a este oficial tan expansivo y libertino. Incluso, cuando el rey destituya y meta en la cárcel a su superintendente de Finanzas, Fouquet, será a d’Artagnan a quien encargue la vigilancia del preso durante los primeros cuatro de los quince años de su cautiverio.

Al iniciarse la guerra en Flandes, d’Artagnan parte a la misma como brigadier de infantería, y tras el sitio de Lille es nombrado mariscal de campo. Finalizada la guerra, es nombrado gobernador de Lille. En el oficio de nombramiento, el rey escribe: “Nos hemos puesto nuestros ojos en usted, sabiendo que no podríamos posarlos sobre algo más digno”.

Pero el conflicto, latente, vuelve a intensificarse y, algún tiempo después, se produce el sitio de Maastricht, en el que participan tropas aliadas francesas e inglesas. En las segundas se encuentra el duque de Malborough, antecesor de un personaje muy importante para la Historia de su país que se llamó Winston Churchill. Según los recuerdos del inglés recogidos en las memorias de Churchill, el duque de Monmouth tenía que dirigir un ataque por un pasaje estrecho. Charles d’Artagnan solicitó el honor de pasar el primero, porque dijo, “un oficial francés no puede sino preceder a los oficiales ingleses, que son invitados del rey de Francia”. Tal expresión de chovinismo (que, como se ve, existía antes de que el famoso Chauvin siquiera tomase su primera leche) le costó muy cara. Fue alcanzado por una bala en la garganta. Con riesgo de sus vidas, los mosqueteros lo rescataron de la línea de fuego.

Como escribiría hace décadas el duque de Montesquiou-Fezensac, la escena inventada por Dumas en la que el exangüe d’Artagnan recibe el bastón de mariscal de Francia para morir con él en las manos, es eso: inventada. En realidad fue su sobrino, al que todos conocieron como le petit d’Artagnan, el que llegaría a ser mariscal de Francia; y por méritos propios, además.

Una prueba del enorme respeto que tenía el rey por el auténtico d’Artagnan nos la da el dato de que, aprovechando el hecho de que a su muerte sus hijos no estaban aun bautizados, el monarca quiso ser su padrino. Los hijos de D’Artagnan fueron, por lo tanto, patrocinados por el rey y la reina en persona, en una ceremonia, para más inri, oficiada por Bossuet. Yo no creo que haya ningún civil en la Historia de España que haya sido objeto de homenaje de parecido jaez (excepción hecha de Urdangarín, claro).

La señora D’Artagnan, por su parte, renunció a la herencia que le correspondía. Chica lista, porque la herencia dejaba una cola de acreedores que daba varias vueltas al Louvre.

Charles d’Artagnan fue una personalidad tan fuerte e importante que, de hecho, eclipsa a su sobrino Pierre, una figura histórica en modo alguno desdeñable. Se encontró por primera vez con su tío en San Juan de Luz, durante las celebraciones de los esponsales de Luis XIV. Entonces tenía 14 años. Quedó tan impresionado de la figura de su tío, ricamente vestido con ese uniforme tan impresionante de los mosqueteros, viéndole cómo lo aclamaba la gente cuando pasaba por la calle, que decidió seguir sus pasos. Consiguió ser mosquetero en 1669. Tanto admira a su tío y desea emularlo que se casa, como él, con una viuda. Es 1672 y la afortunada es Jeanne Peaudeloup, de familia burguesa. Estuvieron casados 27 años y, por lo que parece, felices.

Más ambicioso que su tío en realidad, Pierre d’Artagnan abandona los mosqueteros en 1670 para convertirse en lugarteniente de la guardia y participar, en primera línea, en las importantes reformas militares abordadas por Luis XIV.

Enrique IV  y Luis XIII se habían conformado con juntar armadas de entre 10.000 y 15.000 hombres para sus acciones. Luis XIV, sin embargo, ambicionaba un ejército de 300.000 hombres; y lo obtuvo. Pero esa construcción suponía cambiar radicalmente el régimen de la vida militar, a partir de ahora más disciplinada y ordenada, así como las relaciones entre soldados y mandos, por no hablar del crecimiento exponencial de los problemas logísticos. Todo esto hubo de hacerse en relativamente poco tiempo, y le petit D’Artagnan fue un elemento crucial de ello. Como ya hemos dicho, en 1710 estos esfuerzos cristalizan en el nombramiento de D’Artagnan como mariscal de Francia. Falleció en 1729 en su castillo de Plessis-Piquet.

Resulta curioso, pero, cuando lo nombraron mariscal de Francia, Pierre de Montesquiou abandonó completamente el nombre D’Artagnan; de no haber sido por Dumas, hoy no lo conocería nadie. Un abad de Montesquiou fue ministro del Interior de Luis XVIII, cargo en el cual redactó la Carta Otorgada del rey a los franceses (especie de Constitución a la remanguillé de los reyes absolutistas). Asimismo, creó el cuerpo de bomberos de París y de él se rumoreaba que era el verdadero padre de Teophile Gauthier.

Otro Montesquiou, en este caso otra, entró en la Historia por ser observadora. Madame de Montesquiou era gobernanta del rey de Roma, o sea Napoleón II. Cuando el rey de Roma nació, todos los que estaban en la habitación lo dieron por muerto y, ni cortos ni perezosos, dejaron el niño sobre la alfombra para atender a su débil madre. La Montesquiou, sin embargo, se fijó en el niño, y dudó de que hubiese nacido muerto. Así pues, lo cogió en sus brazos, le puso una gota de vino en los labios y, al instante, el niño se puso a llorar (quizá es que le gustaba más el ribera del Duero). Napoleón mismo le regaló por ello un camafeo que, al menos en vida de Pierre de Montesquiou, seguía en poder de la familia.

El libro del duque de Montesquiou-Fezensac, Le vrai D’Artagnan, es de lectura interesantísima. Editado en 1963, se puede llegar a encontrar en librerías de reventa francesas, y en la propia Amazon. También se pueden encontrar las Memoires de Monsieur d’Artagnan, escritas por Gatien Courtilz de Sandras, libro anterior al de Dumas y algo más respetuoso con la verdad.

Y la cosa sigue. Hoy es el día que en el mismo centro del hemiciclo del Senado francés, en primera fila, se sienta el senador Aymeri deMontesquiou, a quien bien podríamos llamar, si él quisiera, D’Artagnan.