miércoles, abril 18, 2012

Carlomagno


El árbol genealógico de Carlomagno no es fácil de contar. Veréis. Pipino de Lenden, que fue mayordomo (=gobernante efectivo) de Austrasia, una nación franca, casó con Iduberga, quien le dio tres hijos: Grimoaldo, quien le sucedió en el cargo y sería padre de un rey merovingio (Kildeberto); Gertrudis; y Bega. Bega, que entre los godos era nombre de pollo, no de polla, casó con Angisela, una de las dos hijas del arzobispo de Metz, Arnulfo.

El matrimonio de Bega y Angisela tuvo un solo vástago, a quien pusieron el nombre del abuelo y es por ello que se lo conoce como Pipino de Heristal. Casó Pipino dos veces: con Calpaida y con Plectruda, con las que tuvo cuatro hijos. El primero de ellos debía de ir todo el día colocado, pues se llamaba Drogón; luego estaba Grimoaldo, como su tío-abuelo; luego Childebrando; y, finalmente, Carlos Martel, que fue quien heredó el cargo de mayordomo de palacio y cuyo nombre era memorizado por los escolares de mi época por haber parado los pies a los musulmanes. Charly casó también dos veces, con Crotudis y Suanahilda, con las que tuvo seis hijos: la primera, Hiltruda, llegaría a ser casi reina, pues se casó con Odilón, que era duque de Baviera; luego están Carlomán, Jerónimo, Remigio, Bernardo, y Pipino, conocido por la Historia como el Breve, que llegaría a ser rey de los francos.

Pipino el Breve y su mujer Bertrada tuvieron, asimismo, seis hijos: Rotaida, Adelaida, Carlomán, Pipino, Gisela… y Carlos, futuro Carlomagno.

Este conjunto padres e hijos se despliega más o menos entre el 650 y el 780, que son los años en los que las dinastías merovingias acaban por irse a tomar por saco y llega la breve, pero intensísima, dominación carolingia.

Pipino de Lenden,  ya lo hemos dicho, era mayordomo, o sea gobernador, de Austrasia, y a su muerte legó el puesto a su hijo, Grimoaldo. Grimoaldo se sintió el rey más poderoso de la nación franca de la época, motivo por el cual llegó a situar a su hijo, Kildeberto, al frente de la corona merovingia. Pipino de Heristal, nieto de Pipino de Lenden y sobrino de Grimoaldo, recogió buena parte de esa hegemonía ejercida por ambos, acumulando en su sola persona tres mayordomías o gobiernos: la de Austrasia, la de Neustria, y la de Borgoña. Sin embargo, Pipino de Heristal murió en el 714 sin dejar las cosas muy claras, con lo que la vieja Galia conquistada por Julio para los romanos se hundió en algo muy parecido a una guerra civil, agravada porque los islamitas, viendo las cosas propicias, atravesaron los Pirineos y se hicieron con la Septimania (el territorio encabezado por Narbona). 

A causa de esta necesidad fue por lo que Carlos Martel, probablemente un hijo bastardo, se hizo con el control del poder y derrotó a los musulmanes en Poitiers. El prestigio conseguido con dicha victoria, unido al apoyo sin fisuras de la Iglesia, le permitió gobernar incluso sobre territorios que no eran suyos, como Aquitania, pasando del formal rey merovingio, Thierry IV, quien, de todas formas, acabó por morir.

Carlos Martel murió en el 741, dejando dos hijos ya mayores, Pipino, llamado El Breve, y Carlomán. A pesar de que ambos tenían la ambición de continuar la dinastía, la nobleza franca, celosa de sus privilegios, les obligó a restaurar a un monarca merovingio: Kilderico II. Sin embargo, ambos fueron los gobernadores efectivos de la tierra franca bajo su mando, puesto que Carlomán fue mayordomo de Austrasia y Pipino de Neustria y Borgoña; Carlomán, en cualquier caso, abandonaría pronto el cargo, con lo que su hermano se los quedó todos.

Pipino, con el poder en la mano, envió cartas a Roma, donde el Papa Zacarías le prometió su apoyo. Con estos mimbres, tomó preso a Kilderico, lo recluyó en un monasterio, y en el 751 se proclamó rey de los francos, culminando con ello el proceso de creación de la dinastía que se suele conocer como de los Pipínidos que, como acabáis de leer, no son unos peces de río, sino unos tipos. El monje Bonifacio, santo para la Iglesia católica, acabó coronando al rey en Soissons, sellando con ello una alianza de hierro entre los pipínidos y la Iglesia. No contento con dos coronaciones, en el 752 Pipino se hizo coronar de nuevo por el Papa Esteban II, junto con sus hijos Carlos (futuro Carlomagno) y Carlomán, en la abadía de Saint-Denis. Acto seguido, Pipino pagó el tributo que el Papado había exigido por su apoyo, y se desplazó con sus marines a Italia, donde guerreó contra el rey lombardo Astolfo, le conquistó una serie de tierras y, en lugar de quedárselas, se las regaló al Papa; con lo que creó una realidad que duraría más de un milenio y que conocemos como los Estados Pontificios. Asimismo, arrebató la Septimania a los musulmanes, colocándolos de nuevo al otro lado de la raya del Pirineo, y sometió a la siempre celosa de su autonomía Aquitania.

A la muerte pipinera, en el 768, los hijos del rey, Carlos I y Carlomán, se repartieron el reino, pero el reparto duró poco. En el 771 murió Carlomán, y su hermano, simplemente, pasó totalmente de los derechos dinásticos de sus sobrinos y se quedó con todos sus terrenos por el artículo 33. Necesitaba esa concentración, pero… ¿para qué?

Pues para llevar a cabo su destino. Carlomagno era un tipo extraordinariamente competitivo, ambicioso y vital. Esto se nota por lo muy follador que era, costumbre que le acabó legando a su hijo y que vendría a dar algunos problemas, como veremos. Era una persona ambiciosa e hija de su tiempo, la Alta Edad Media; un periodo más cultivado de lo que parece y en el que el sueño y la procura del regreso al Imperio Romano era algo ambicionado incluso por quienes no podían ni medianamente aspirar a ello. El modelo estaba bien cerca: no muy lejos de aquellas cortes itinerantes centroeuropeas de la época, estaba el imperio del Este, Bizancio, del cual los viajeros decían auténticas maravillas y que, a finales del siglo VII, ya había vivido algunos de sus momentos dorados; algunos, incluso, muy dorados. Bizancio, además, de la mano de la ambición de Justiniano, había sentado sus reales en Italia, en lo que claramente operaba como tampón para la creación de un imperio occidental que compitiese con él; algo que al Papado le tenía a mal traer, pues las tendencias bizantinas a apartarse de lo que hoy llamaríamos ortodoxia vaticana eran muchas y constantes: arrianismo, nestorianismo, etc. La Iglesia necesitaba un campeón, y ya en tiempos de Carlos Martel, abuelo de Carlomagno, se había decidido por los francos, porque veía en ellos la capacidad de aglutinar toda su tierra, cosa que los germanos tenían mucho más difícil (tan difícil que tardaron mil años en conseguirlo).

Carlomagno, pues, es la suma de un proyecto personal muy ambicioso y un proyecto político-estratégico del principal, en realidad único, poder multinacional de la época: el Papado.

Tan sólo un año después de unificar la corona con la muerte de su hermano, Carlomagno se lanzó contra los sajones, es decir el Este de su nación y, tras cinco años de pelas, organizó la marca (o territorio fronterizo) de Sajonia, hasta entonces renuente al catolicismo, y que Carlomagno evangelizó a cristazos (a ver si va a resultar que los misioneros españoles de Latinoamérica fueron los únicos…). Estando Carlomagno en Zaragoza (no citaré aquí las acciones hispanas del rey franco, porque creo que merecen un artículo aparte), el conde local Widukind se sublevó contra el yugo occidental, lo que provocó una campaña carolingia que resulta muy difícil encontrar argumentos que permitan no calificarla de simple y puro genocidio. Sinceramente, dudo mucho que en la Sajonia actual queden muchos sajones sin sangre franca. Después de esto, Carlomagno siguió invadiendo por Frisia, y hacia el Báltico. En el 799 estaba ya a las puertas de la nación de los daneses. Vencedor de los ávaros en Panonia, también incorporó Baviera a sus posesiones.

Del 773 es su campaña italiana, donde derrotó al rey Desiderio en Pavía, con lo que el rey franco se convirtió en rey franco-lombardo. Como después controlase totalmente Espoleto y Benevento, pudo con ello consolidar la formación de los Estados Pontificios. Dejó Italia al cargo de su hijo Pipino.
Ya lo hemos dicho: todo esto, sobre todo la invasión de Italia y la anexión del norte de la península, lo hacía Carlomagno en el marco de una guerra de bloques multinacionales con Bizancio. Es normal que Constantinopla contestase. Contestó en el 788, con un desembarco masivo de tropas en el norte que, sin embargo, fueron derrotadas por la oriflama en Istria.

En el año 800, hecha gran parte de la labor inicialmente ambicionada por el rey y la Iglesia, Carlomagno fue coronado emperador en Roma. Por fin el Papa tenía lo que quería: un contrapoder occidental plenamente obediente de la doctrina católica, totalmente alejado de las peligrosas teorías de los teólogos ortodoxos. La coronación produjo una inmediata segunda guerra con los bizantinos, esta vez en el Véneto.

Ésta es, sucintamente, la labor carolingia, que es muy fácil de escribir en unos parrafitos pero que fue, en realidad, hercúlea. Carlomagno luchaba contra dos fuerzas contrarias a sus designios: por una parte, el contrapoder bizantino; y, por otro, el nacimiento, cada vez más claro, del fenómeno de los señores feudales, por naturaleza disgregador y enemigo de un proyecto centralizador como el del emperador franco. A despecho de todos estos problemas, Carlomagno contaba, como ya hemos dicho, con él mismo, pues era una auténtica fuerza de la naturaleza; y con la suerte de haber nacido, crecido y llegado al poder en el momento en que la Iglesia católica se sintió lo suficientemente madura y fuerte como para reconstruir: formalmente, el imperio romano; en la realidad, una nueva potencia multinacional, un nuevo imperio, capaz de garantizar su poder en Europa, y que de hecho lo garantizó durante casi mil años.

El proyecto eclesial-personal, muñido entre el Papado y Carlomagno, para crear un imperio occidental unificado, era, sin embargo, un proyecto condenado a fracasar. Sólo el impulso personal de un estadista fuera de lo común y el escaso desarrollo que en su tiempo tenía aún el mecanismo feudal (fue durante la época carolingia que el esclavismo desapareció; tenían los hombres que dejar de ser esclavos para poder pasar a ser siervos) dilató el desenlace. El imperio occidental era imposible y pronto desapareció tras la muerte de su creador, en el 814. Sin embargo, lo que está claro es que la experiencia carolingia sirvió para dotar a toda Europa de un esquema cultural y religioso común, que contó además rápidamente con un mecanismo muy efectivo de difusión y armonización con las peregrinaciones jacobeas. El sueño imperial quedaría en manos de los otónidas, y pronto comenzaría a hablar alemán.

El sucesor de Carlomagno, su hijo Luis I el Piadoso, fue objeto de una evidente presión clerical para mantener la unidad del imperio; sin embargo, frente a la intención eclesial eclosionó rápidamente la nobleza, sobre todo la de origen germánica, defensora de las viejas tradiciones centroeuropeas que demandaban la repartición del reino entre los hijos varones del emperador.

La descendencia de Carlomagno no presentaba problema. Pipino, llamado El Jorobado, murió antes que su padre (811); Pipino el segundo, que fue rey de Italia, también le precedió (810).  Carlos, que fue rey de Neustria, murió en el 811. Y los otros dos hijos, Drogón y Hugo, abrazaron la vida santa, uno como obispo de Metz y el otro como abad de San Quintín. La familia venía completada con dos hijas: Berta y Rotruda.

Luis el Piadoso trató de compatibilizar los deseos de Iglesia y nobleza en las Ordinatio Imperii del 817, que establecían las previsiones sucesorias. Su primogénito, Lotario, heredaría la condición imperial, quedando por encima de sus hermanos: Pipino, que recibiría Aquitania; y Luis, que sería rey de Baviera. Bernardo, hijo de Pipino el hijo de Carlomagno y, asimismo pues, tan nieto del emperador como los hijos de Luis, y que además era rey de Italia, sublevó a la península contra estos acuerdos, pero fue rápidamente reprimido.

El problema surgió por el hecho de que, una vez alcanzado este statu quo, extraordinariamente frágil, Luis se encoñó con un amor otoñal, Judit de Baviera, y no se le ocurrió otra cosa que casarse con ella. Judit le dio otro hijo y heredero legítimo, a quien la Historia conoce como Carlos el Calvo. Automáticamente, la madre comenzó a mover sus palillos para meter a su infante en la herencia.

En la gusanera asamblea de Worms, año 829, Luis cedió a las presiones de su churri y metió a Carlos el Calvo en las previsiones sucesorias, creando casi de la nada un reino para él que abarcaba parte de Alemania, Alsacia, Retia y una parte de Borgoña. Sin embargo, los partidarios de Lotario, viendo que iba a heredar a ese paso un imperio de chichinabo, pusieron pies en pared y obligaron al emperador a volver a suscribir los acuerdos del 817. Sin embargo, en el 831, los llamados legitimistas, partidarios de Carlos el Calvo, forzaron una nueva vuelta de la tortilla: a lo que ya se le había ofrecido se unían ahora unas cuantas tierras como para cogerse un pedo mundial: Champaña, Mosela, además de Provenza y Septimania. Esto provocó una fulminante alianza entre unitarios, partidarios de Lotario; y regionalistas, que apoyaban a Pipino y Luis, llamado El Germánico para distinguirlo de su piadoso padre. Esta alianza dio un golpe de Estado en el 833, desentronó al emperador, y encerró a Carlos el Calvo en un monasterio. Sin embargo, a la hora de repartirse el poder entre los tres ganadores, dos de ellos se encontraron con que Lotario no estaba dispuesto a renunciar a la condición de emperador que le había legado su padre (curiosa postura la suya: afirmaba la legitimidad de la legación hecha por aquél a quien él mismo había derrocado); por lo que Luis y Pipino pronto (834) favorecieron el regreso de su padre.

Luis el Piadoso, de nuevo al frente del machito, exilió a Italia a su hijo Lotario, sacó a su benjamín del monasterio, y le concedió todavía más territorios. En el 838, lo coronó rey en Quierzy; el mismo año, muerto Pipino de Aquitania, lo coronó monarca también de este territorio; ello a pesar de que el rey muerto dejaba heredero, quien acabaría por ser Pipino II de Aquitania.

Las presiones de la Iglesia, que prefería al primogénito de Luis el Piadoso (designado emperador a la muerte de su padre, veían en él una garantía de estabilidad para el proyecto imperial) hizo que, de nuevo en Worms, 839, se llegase a un nuevo pacto, que repartía el imperio entre Lotario y Carlos, dejando de lado al tercer hijo superviviente, Luis el Germánico.

Un año después de Worms, Luis el Piadoso moría y, como no podía ser de otra forma con estos mimbres, inmediatamente estalló la guerra civil. Lotario, que formalmente era el emperador ahora, reclamó la totalidad del imperio para sí, reclamación que venía intensamente perfumada de incienso. Enfrente se encontró a sus dos hermas, Carlos y Luis, quienes le vencieron en Fontenoy-en-Puisaye, año 841.

Finalmente, dos años más tarde, y sobre todo porque Lotario había podido retirarse a Italia con gran parte de sus tropas y, consecuentemente, seguía siendo una gran amenaza, los hermanos llegan a un acuerdo en Verdún. El imperio occidental queda partido en tres partes: el occidental-occidental (terrenos, en el mapa, a la izquierda del Escalda, Mosa y Ródano), para Carlos; el occidental-central, con capital en Aquisgrán, para Lotario, en calidad de emperador; y el occidental-oriental, básicamente las tierras de Angela Merkel, para Luis (que es por eso, no porque tuviese un Volkswagen, que fue llamado el Germánico).

En la Francia Occidental, Carlos tuvo muy pronto problemas, sobre todo con las incursiones normandas, unos auténticos porculos de la época, y el fortísimo sentimiento autonomista de los aquitanos, que no querían estar en más reino que el suyo (además, no se olvide, tenían un candidato legítimo a reinar sobre ellos). Tras fracasar el sitio de Toulouse, Carlos tuvo que reconocer los derechos dinásticos de Pipino II. Inmediatamente después, los bretones, oliendo la debilidad, se sublevaron y le derrotaron en tres batallas seguidas; consiguieron lo mismo, porque Carlos tuvo que reconocer la condición real del caudillo bretón Nominoë y, después, de su hijo Erispoë.

El tercer elemento de puteo, las invasiones normandas, se hizo especialmente intenso en la década del 850, en la que los normandos llegaron al Mediterráneo por Septimania; esto es, bajando el cauce de los grandes ríos franceses, se cruzaron el país de parte a parte. Para colmo, Bernard de Plantavelue en Borgoña, y Unifredo en Septimania, comienzan una larga serie de rebeliones de las casas nobles, cada vez más fuertes y seguras frente a la autoridad central del rey.

En el año 855, el viejo sueño católico-carolingio se diluye todavía más con la muerte de Lotario, que supone la división de su reino central en tres: Luis II, que fue proclamado emperador, recibió Italia; Lotario II recibió la entonces llamada Lotaringia, es decir la franja norte del reino; y Carlos, por último, recibió Provenza.

Por si fuesen poco las tensiones descritas, están las guerras entre los propios parientes. Luis el Germánico intentó, en el 858, invadir el frágil reino de Carlos el Calvo. En el 863, sería éste el que movería ficha, pues falleció su sobrino Carlos de Provenza, e intentó anexionársela. Sin embargo, en el 869, a la muerte de otro sobrino, Lotario II, entró en Lorena, fue coronado rey en Metz y se repartió el reino con su hermano Luis.

La muerte del emperador y rey de Italia, Luis II, ocurrió en el 875, momento que aprovechó Carlos el Calvo, que de verdad tenía una perra de cojones con eso de quedarse la Provenza, para quedarse con ella. Para llevar a cabo este plan, le mandó un e-mail al Papa Juan VIII, ofreciéndose como Rambo Imperial a destajo, siempre y cuando se le apoyase en sus pretensiones territoriales. El Papa dijo aquello de Dios lo quiere, y el mismo día de Navidad del 875, Carlos el Calvo era coronado emperador en Roma y, un año después, rey de Italia en Pavía.

Ese mismo año de 876 murió el hermano de Carlos, Luis el Germánico, y el reino oriental fue repartido entre sus tres hijos: Carlomán, Baviera; Luis, Franconia; y Carlos, llamado El Gordo, Alsacia, Suabia y Retia. Cómo no, su tío el alopécico, ya embarcado en el rollo imperial, se lanzó sobre ellos para destronarlos; pero le dieron hasta en el cielo de la boca en la batalla de Andernach. Entonces regresó a Italia y, apenas se había encontrado en Vercelli con el Papa, cuando un mensajero le trajo la noticia de que en la Francia occidental los nobles se habían levantado contra él. Montó una expedición contra ellos, pero murió (877) en pleno traslado.

El hijo de Carlos el Calvo, Luis II El Tartamudo, heredó el reino occidental de su padre, pero apenas tenía autoridad, porque aquel territorio adelantaba a pasos agigantados la Edad Media. Allí mandaban los nobles, y los normandos incursores (de hecho, fue la circunstancia de que aquellos francos necesitasen protección contra ellos, que sólo les podían dar los condes, que aceptasen rápidamente la servidumbre). En el 879, apenas llevaba dos años reinando, El Tartamudo la palmó, y fue sustituido como hombre fuerte del imperio por Carlos El Gordo, uno de los hijos de Luis der Deutscher, a quien hemos visto salir muy bien parado en la herencia de papá. Fatty repitió la jugada de su tío el calvo: se fue a ver al Papa, le prometió la reunificación del imperio, y consiguió ser coronado rey de Italia en Pavía en el 879 y, dos años más tarde, emperador. Además, en el 880 heredó los terrenos de su hermano Carlomán a su muerte, y en el 882 los de Luis II, lo que le permitió unificar el viejo reino de su padre.

A la muerte de Luis El Tartamudo, Carlos III El Gordo se reunió con los hijos de éste, Luis III y Carlomán, en la bella villa lorenesa de Grondeville. A ambos les garantizó su neutralidad en la herencia del tartaja, eso sí, a cambio de obtener una parte de Lorena. De hecho, Carlos el Gordo se convirtió en algo así como el guardaespaldas de los dos reyes francos, pues fueron sus tropas las que fueron a Provenza a guerrear contra un noble que se había hecho coronar rey, y que debía de estar bastante acelerado, porque se llamaba Bosón.

Luis III y Carlomán morirían en el 882 y 884, respectivamente, con lo que sus reinos pasaron a las manos de Carlos el Gordo; quien, por lo tanto, más o menos reunificó una vez más el imperio carolingio. Además, en el 887, cuando Bosón de Provenza murió, su hijo, Luis II el Ciego, le rindió pleitesía.

Todo, sin embargo, era un sueño. El Papa podía hacerse todas las pajas que quisiera en Roma pensando que tenía un emperador como los de Constantinopla (con todo y que el imperio de Oriente también tenía lo suyo…), pero no era verdad.  A finales del 885, los normandos saquearon París, y el emperador, en un gesto humillante, lejos de derrotarlos, aceptó el vasallaje de pagarles tributo. Tampoco pudo con Guido de Spoleto cuando se rebeló en Italia. En sus últimos años, además, Carlos el Gordo se volvió tolili e, incluso, buscando curarlo o mitigar su locura le trepanaron el seso, aunque no sirvió para nada. En el 887, meses antes de su muerte, fue depuesto. Y ahí se acabó todo.
Arnulfo, hijo bastardo de Carlomán, uno de los hermanos de Carlos el Gordo que había muerto tan prematuramente, se sublevó en Baviera y, el mismo año de la muerte del Gordo, fue coronado rey de Germania en Francfort (nueve años después, sería coronado emperador). Murió en el 899, momento en el que la Germania fue dividida entre sus dos hijos: Zwentiboldo se quedó con Lorena y Luis IV, llamado el Niño, reinó en el resto hasta su muerte en el 911, que la dinastía germánica de origen carolingio se extinguió, dejando paso a la Casa de Sajonia.

En Italia se produjeron guerras sin cuento entre nobles que habían casado con mujeres de estirpe carolingia, con lo que la corona imperial pasó como una falsa moneda: en el 891, Guido de Spoleto (casado con Adelaida, hija de Pipino y nieta de Carlomagno); Arnulfo, ya lo hemos visto, 896; 898, Lamberto de Spoleto (hijo de Guido y, por lo tanto, bisnieto de Carlomagno); 901, Luis III el Ciego, hijo de Bosón, el último que hizo un intento unificador (su legitimidad carolingia, bastante tenue, venía de que su padre, Bosón, se había casado  con Ermengarda, hija de Luis II rey de Italia y, por ello, nieta de Lotario, el primogénito de Luis el Piadoso); y en el 915, Berenguer I, rey de Italia, hijo de Eberardo de Friul y Gisela, la única hija de Luis el Piadoso.

Por lo que se refiere a la Francia occidental, a la muerte de Carlos el Gordo los nobles decidieron elegir mejor a alguien que les protegiese de los normandos, pasando del pedigree carolingio. En consecuencia, eligieron al defensor de París, el conde Eudes, como rey. Así, Eudes inició una dinastía inicialmente llamada Robertiana pero que pronto, a causa del mote que tenía uno de los sobrinos de Eudes, se llamó de los Capetos.

Los Capetos reinarían en Francia durante siglos. Pero no fue fácil su llegada. La presión de la legitimidad hizo que, en el 898, año de la muerte de Eudes, su hermano, el duque Roberto de Neustria, entronizase a un carolingio: Carlos el Simple, hijo de Luis el Tartamudo. Este rey de Francia tuvo un largo reinado y, además, en el 911 heredó las tierras de Carlos el Niño a su muerte. Sin embargo, en realidad sus fuerzas efectivas eran tan pocas que cuando Conrado de Sajonia se hizo con la Germania, no lo pudo impedir. Además, dentro de la propia Francia las tendencias disgregadoras eran muy fuertes: Guillermo el Piadoso en Aquitania, Vilfredo el Belloso en la vieja marca hispánica (Cataluña), Ricardo el Justiciero en Borgoña, Balduino II en Flandes, y el pesadísimo Rollón, jefe de los normandos, pasaban de su rey como de deglutir deyecciones y reinaban a su gusto.

En estas circunstancias, hasta Roberto de Neustria se alzó contra el rey y se hizo coronar. Carlos le venció y mató en Soissons, pero fue inmediatamente derrotado por un ejército de borgoñones. Radulfo capturó a Carlos el Simple y lo encerró en prisión, donde moriría (929).

Una última dilatación imperial, ya inútil, se produjo a la muerte de Radulfo, cuando el hijo de Roberto de Neustria, Hugo, llamado el Grande, se trajo de Inglaterra a un hijo de Carlos el Simple, Luis IV, llamado, con alguna exageración, de Ultramar. A este Luis IV se sucedió su hijo, Lotario; y a éste, su hijo, Luis V el Holgazán. Finalmente, en el 897, a la muerte de Luis V, el hijo de Hugo el Grande, Hugo Capeto, se hizo proclamar rey, cerrando, para siempre, la puerta de la época carolingia.

Aunque no soy experto en genealogía, el otro hijo de Luis de Ultramar, Carlos; y el hijo de éste, Otón, heredaron de Luis el Niño, quien asimismo lo heredó de su hermano Zwentiboldo, el ducado de Lorena. Así pues, los carolingios entran en el siglo XI siendo ya, simplemente, duques de Lorena. Entiendo, por ello, que la casa de Lorena será la que recoge actualmente la sangre de Carlomagno.




Fue un sueño bonito. Pero mal colocado en el tiempo. Era una era centrífuga, como bien sabrán, pronto, o ya están sabiendo para entonces, los califas musulmanes que reinan en Hispania, y que se disuelven en reinos de Taifas cada día antes del Telediario. Sin embargo, por mucho que fallase, fue crucial para Europa, y para la identidad europea. De la mano de Alcuino de York (el desarrollador de la teoría de los siete cielos), y otros ideólogos religiosos, el imperio carolingio construirá una identidad capaz de ser reconocida desde los suburbios de Varsovia hasta la verja de los almonteños. Europa, después de Carlomagno, ya no volverá a ser lo mismo. Perdió la batalla con Bizancio, eso sí, por armarse como contrapoder imperial efectivo. Pero los Papas aprendieron la lección. Algunas décadas más tarde volverán con una nueva iniciativa, mucho más exitosa para el cristianismo occidental, que es lo que conocemos como Cruzadas.

Pero ésa es ya, otra historia, para otro momento. 

martes, abril 17, 2012

¡Es Chile, estúpidos!

A los economistas de la angloparla les encanta resumirlo todo con siglas. Así, los países mediterráneos de Europa somos los PIGS (Portugal, Italy, Greece and Spain), y tal. En la misma línea, cuando hablan de Centro y Suramérica, les gusta mucho hablar de ABC; porque, efectivamente, desde muchos puntos de vista, lo gordo de la economía LATAM se ventila entre Argentina, Brazil y Chile. A mí, personalmente, me parece más lógico hablar de MABC, porque la arquitectura de la zona aconseja, en mi opinión, colocar a México en el grupo.

Me sorprende bastante que, a pesar de las horas que han pasado desde la decisión de la Presidencia argentina de proceder a la recuperación de YPF, pocos de los blogs y artículos que leo enmarquen esa decisión en el entorno MABC que, sin embargo, desde mi punto de vista, es probablemente mucho más importante que algunos de los factores que se están manejando. En mi opinión, la expropiación de YPF es una medida un tanto desesperada tomada por los gobernantes argentinos, con la vista puesta en los forecasts más serios que les hayan hecho sus economistas para consumo privado, y los que se refieren a sus competidores.

En un mundo global, toda economía está indexada. Y lo está, fundamentalmente, a las economías más cercanas, porque son sus directas competidoras. El pasado mes de marzo, tres países LATAM: Brasil, Chile y Colombia, recibieron de parte de Euromoney sus mejores calificaciones de riesgo-país jamás conseguidas. Supongo que ya habéis caído en la cuenta de que Argentina no está en la lista. No sólo no está, sino que la lista, en sí misma, es jodida y peligrosa de la hostia, porque, sobre no estar Argentina, están la B y la C de la combinación mágica: sus dos competidores natos.

Lo de Brasil está siendo acojonante. Pareció ser otra cosa cuando un viejo activista de izquierdas, Luiz Inacio Lula, llegó a la presidencia del país. Sin embargo, Lula se comportó como una especie de Nelson Mandela económico y, sin importarle demasiado las putadas del pasado, se dio cuenta de que tenía que aplicarle a su país una frase de Canalejas (que probablemente él no conoce): todo lo que no es evolución, es revolución. En consecuencia, embarcó al país en una estrategia de crecimiento en el que, ésa era su marca de fábrica, porciones cada vez mayores del valor añadido tenían que terminar en manos de las clases media-baja y baja. Centenares de miles, si no millones, de brasileños saltan cada año el umbral de la pobreza y petan los centros comerciales.

La estrategia de Chile es bastante más antigua, pero se ha basado en mantener una economía muy flexible, estrategia que se ha revelado bastante acertada cuando, a la llegada de la crisis financiera, muchos de sus juncos se han doblado, pero no se han partido.

Entre estos dos jugadores, Argentina ha preferido un modelo un tanto polvoriento, en  el cual la actual presidenta anuncia medidas de la máxima importancia para el país escoltada por el retrato de una señora que el 19 de octubre de este año hará 22.000 días, con sus noches, que se murió. Esto viene a equivaler, para que nos entendamos, más o menos a que Luis de Guindos se presentase tras el consejo de ministros, a explicar sus reformas, debajo de un retrato del conde de Romanones.

La competitividad de Argentina está en seria duda. Si construimos la región MABC y tenemos en cuenta sólo sus PIB encontramos, para el primer año de la serie que he encontrado (1969), la siguiente distribución: México, el 41%. Brasil el 38%, Argentina el 16% y Chile el 5%. Cuarenta y dos años después, Argentina ha perdido cinco puntos y medio de cuota de mercado, lo cual significa que ha perdido un tercio de dicha cuota. México ha perdido 2,7 puntos, un 6,6% de dicha cuota. Chile ha ganado 1,1 puntos, mejorando su cuota un 22,3%, más de una quinta parte. Y, finalmente, Brasil ha ganado 7 puntos de cuota, casi un 19%.

Estos datos vienen a significar que, en el estricto entorno competitivo MABC, lo que podríamos llamar "lo gordo de Mercosur", Chile y Brasil han sido los grandes beneficiados, y lo han sido fundamentalmente a costa de Argentina.


Otro problema añadido para Argentina, que tiene a mi modo de ver mucho que ver con su intención un tanto desesperada de equilibrar su balanza energética, es la volatilidad de su balanza de pagos. Es éste un terreno en el que sus grandes competidores regionales han hecho los deberes en los últimos años en mayor medida que ella. El final de la llamada década perdida para Latinoamérica en los ochenta supuso una oportunidad para las economías de la zona de estabilizar sus balanzas de pagos. Dos países, México y Chile, consiguieron aproximadamente a mediados de los noventa una modesta estabilización de la balanza, consiguiendo un pequeño balance positivo sobre el valor de las exportaciones (esto es,  un sector exterior básicamente autofinanciado); mientras que Brasil decidía jugar la Champions League de las grandes potencias productoras que juegan a tener superávit bestiales. Chile, por cierto, con la estabilización de los noventa, acabó con un fuerte déficit histórico, provocado sobre todo por su excesiva dependencia de las cotizaciones internacionales del cobre.

Son tres trayectorias, como digo, que las cifras demuestran con claridad y, mientras tanto, la trayectoria argentina es tremendamente errática, volátil, reflejando los eventos extremos que se producen en su economía; eventos que llevan a los argentinos residentes en el país a pasar por etapas en las que son ricos de la hostia y etapas en las que no pueden ni pagarse un café (como el momento hiperinflacionario de finales de los ochenta, cuando por cierto se privatizaron las empresas públicas; o el famoso Corralito).


Lo más curioso es que todo este proceso, caracterizado por lo tanto por una pérdida de la competitividad bilateral respecto de los principales competidores y una senda poco clara de la capacidad de autofinanciarse de la economía, se haya producido consignos de mejora claros en la riqueza por habitante, es decir el PIB per capita. En efecto, Argentina ha experimentado a lo largo de la primera década del siglo una mejora de su riqueza por habitante que bate a las ratios alcanzadas por Brasil (que, sin embargo, es quien se suele llevar los méritos en este sentido); mejora que incluso ha continuado tras la declaración de la crisis financiera y económica mundial, en 2007-2008. Eso sí, hay otros países que lo han hecho mejor, mucho mejor, que ella...


... pues sí. Como podemos ver, históricamente hablando, al inicio de la década de los noventa, la economía chilena se marcó un sorpasso de puta madre de la argentina (y la brasileña), a las que dejó con un palmo de narices mientras que la riqueza por habitante se aceleraba, en un procesoq ue, como en Argentina, ha continuado tras la crisis, y le ha permitido alcanzar las ratios de México.

Hay, pues, en la lista, dos países exitosos: Argentina, y Chile. Pero ambos lo han hecho con estrategias, más que distintas, opuestas. Mientras Chile adoptó un stance consistente en convertirse en actor del libre comercio mundial en la medida de lo posible, Argentina optó por mejorar la riqueza de su sociedad cerrando su economía mediante un amplísimo abanico de medidas proteccionistas para las que la decisión de ayer sobre YPF no es sino la guinda del pastel.

La Historia, de España sin ir más lejos, nos demuestra que las soluciones proteccionistas salen muy caras a la larga. España se embarcó en una lucha amarguísima durante el siglo XIX y principios del XX entre proteccionistas y librecambistas, pelea que en buena parte acabaron por ganar los primeros, quienes explotaron muy bien el acojone que le entró a la economía española tras la pérdida de sus últimas colonias, léase mercados en explotación monopolística. Al final de la I guerra mundial, cuando el mundo se dibujó con otras reglas y sobre el tablero europeo se echaron varias fichas nuevas que, inmediatamente, comenzaron a pelear por su lugar bajo el sol, la economía española, obsoleta, desacostumbrada a la competencia, renuente a casi todo y tecnológicamente atrasada, se quedó para vestir santos, y a la extraordinaria opulencia de los tiempos bélicos se siguieron unos años con una crisis económica brutal (sin los cuales, por cierto, el golpe de Estado de Primo de Rivera no se explica del todo).

Lo que le está pasando a Argentina es, probablemente, que el fuelle proteccionista se le está acabando; mientras que a su vecino, el país alto y delgado como su madre, morená saladá, el suyo no se le acaba, porque en buena parte la crisis de algunos proveedores mundiales le juega a favor. En tiempos de pobreza, el peronismo (que  hoy se denomina, con total desparpajo, oficialismo) se enfrenta, que diría Marx, a sus contradicciones internas; porque el oxígeno del peronismo ha sido, es y será, decirle al descamisado que mañana vivirá mejor que hoy, y pasado mañana mejor que mañana.

Así las cosas, en mi opinión, todo lo dicho en los micrófonos; todo eso del robo perpetrado por Repsol, lo de la dependencia energética, bla, es farfolla. Aquí de lo que se trata es de sacar, de donde sea, una botella de Gatorade, para obtener energías que permitan mantener el ritmo del competidor, que sigue corriendo sin sudar como si no le costase nada, y sin cambiar la política interior, porque cambiarla significaría tomarse en serio la recuperación de la posición competitiva; y eso supondría devaluar, vía moneda, vía salarios, o como se quiera, porque el resultado siempre sería el mismo: al día siguiente, el descamisado es más pobre; y, consecuentemente, desempolva el bombo del trastero, queda con el resto de su patota por internet, y se va a la puerta de la Casa Rosada a gritar: Perón Perón, Isabelita, Perón el Pueblo ya no grita...

La gran duda histórica del peronismo es dónde habría terminado el ticket Perón/Evita si la segunda no hubiese tenido un cáncer que se la llevó cuando era más que razonablemente popular. Aquella muerte prematura fue una obvia putada para quien la sufrió, pero sin embargo es oro molido para el peronismo, que desde entonces cuenta con la referencia de alguien que no falló. Este marco de referencias, sin embargo, ha operado como tampón a la lógica evolución con los tiempos: creo que todos estamos de acuerdo en que Eva Perón o su marido habrían hecho ayer, mutatis mutandis, exactamente lo mismo que ha hecho su heredera.

En suma: estamos en el 2012; allí por el 2015, Argentina puede encontrarse bailando una danza muy, muy jodida.

lunes, abril 16, 2012

Los magos de Hitler


En algunos comentarios previos a artículos anteriores he dejado caer que algún día sería interesante hablar un poco sobre la corte de pollas mistabobos que rodeó (o pudo rodear) un día a Adolf Hitler. En realidad, se ha dicho y se ha escrito mucho sobre este tema de la afición o la fe de Hitler en los magos y los hacedores de horóscopos aunque, la verdad, se hace muchas veces con un tono como si la actitud de Hitler tuviese algo de nuevo. Lo cierto es que la creencia de los grandes hombres de Estado en ideas más o menos incomprobables sobre fuerzas extrañas que guiarían sus destinos no es cosa que convierta al Führer en un personaje novedoso en la Historia. Los generales de los ejércitos del mundo, hasta no hace demasiado tiempo, no movían un dedo si el arúspice del momento no le otorgaba al día y la hora elegida la vitola de propicios. Bien conocida es la anécdota atañente a Tiberio (recogida por Graves en su conocida novela I Claudius) quien, encontrándose fuera de Roma, semiexiliado y apartado del poder, recibió la profecía de un astrólogo en el sentido de que sería emperador. Astrólogo al que Tiberio, siempre según la probablemente dramatizada historia contada en el libro, había decidido matar el mismo día que le llegó la misiva con el nombramiento.

Incluso en la guerra civil española encontramos la figura del coronel Mangada, quien jugó un papel fundamental en los primeros estertores del conflicto (si no recuerdo  mal, fueron partidas controladas por él las que frenaron a los falangistas de Valladolid, en el enfrentamiento en el que moriría Onésimo Redondo), y que era, según testimonios diversos como el de Zugazagoitia, un tipo creyente en la parasicología y los espíritus y bla.

Esto de creer en lo inmaterial e inexplicable es algo que, por lo tanto, le da tanto a orientales como a occidentales, negros que blancos, pailanes y cultivados, truchas y boquerones. Hitler, en esto, no aporta nada nuevo. Lo realmente importante de su afición tiene que ver, lógicamente, con el enorme impacto que tuvo en la vida de tantas personas, y es esto lo que hace tan relevante hablar de esta materia.

Para hablar de este asunto, en todo caso, es importante deslindar dos planos. Un plano en el de los desarrollos más o menos intelectuales de teorías teosóficas panalemanas. Es éste un terreno propio de charlatanes, sin duda, aunque también hubo en él implicadas personas de cierta altura intelectual. El autor de este blog, por muchos esfuerzos que hiciese, no lograría llegar, en la descripción de este fenómeno, ni a la mitad de la altura alcanzada por el para mí mejor libro sobre la materia que se ha publicado: The occult roots of Nazism: secret Aryancults and their influence on nazi ideology. . Como digo, el lector no puede encontrar una aproximación más seria, exenta de polladas, y al tiempo sistemática, que este excelente libro de Nicholas Goodrick-Clarke.

No obstante, como digo, y aunque se toquen o se comuniquen, una cosa es el desarrollo de teorías, la mayoría puras mamonadas (no puede ser de otra manera, partiendo casi todas de las alucinaciones de Helena Blavatsky, la Von Daniken de su siglo), sobre la existencia de unas raíces teosóficas de la superioridad aria; y otra el tema de los horóscopos, las cábalas, y, sobre todo, el origen de la cruz esvástica. Esto lo aprendí leyendo a Goodrick-Clarke y observando el escaso papel que en sus descripciones juegan nombres como Ernst Schäffer o Louis de Wohl.

Lo primero que hay que decir, en todo caso, es que Adolf Hitler era una persona evidentemente proclive a este tipo de milongas. El movimiento völkitsch al que Hitler se unió en los años veinte para hacerlo suyo (entre otras cosas, absorbiendo las tendencias anticapitalistas del Partido de los Trabajadores Alemanes, de donde le viene esa pátina que tenía en sus primeros tiempos) ni de lejos es por completo un movimiento místico. Sin embargo, muy pronto las teorías que sustentan la idea de la superioridad aria comienzan a contar con personal que las mezcla con ideas míticas que quieren enraizar a los alemanes con todo tipo de mitos del pasado (una pulsión que, si nos ponemos, está hasta en Wagner). Es probable que la repugnancia hacia todos los pueblos europeos (pues el ultranacionalismo alemán presupone la superioridad sobre todos ellos) hacía necesario desplazar el origen mítico mucho más allá. En apoyo de esta idea acudieron, poco a poco, dos vías: una, el mito de la Atlántida, que hacía a los arios los habitantes originales de la isla perdida; otra, el Tibet y zonas de la India, conocidas cunas de la Humanidad, así como de la espiritualidad humana.

En todo este tema ocupa un lugar interesante la cruz gamada. Voy a ser un tanto epidérmico en mi descripción porque, la verdad, aquí lo confieso, a mí leer sobre estas memeces me levanta dolor de cabeza. Al parecer, tanto Hitler como los miembros de la Sociedad de Thule y otros mistabobos de parecido jaez creían a pies juntillas en una teoría numerológica que le será muy familiar a los aficionados a los sudokus. Se trata de elaboraciones de casillas, cuadros con casillas en cada una de las cuales se pone un número, de manera que todas las líneas sumen lo mismo. Se consideraba que estos cuadros establecían puntos de equilibrio y tal, siendo la más famosa de estas casillas la de nueve (tres por tres), donde por lo tanto se colocaban los enteros menores que la decena y mayores que uno, con el 5 en el centro (en los libros que he leído se explica que es que el 5 es el número del equilibrio y el poder y bla; yo creía que era el 7, pero, vaya…). Una vez hecha la combinación guay, las cifras periféricas, que no son el 5, se hacen rotar, formando cada combinación un conjunto de casillas ligado con un elemento. Entonces se toma una de esas enéadas, la, por decirlo así, positiva, se agrupan sus números adecuadamente y se busca una secuencia de suma que dé por resultado 360, que por lo visto es el número de la perfección. Y se toma otra enéada, la chunga, y usando la misma secuencia los números suman 666 que, como todo el mundo sabe, es el Número de la Bestia, el número hiperchungo, la puta mierda total. Pues bien: dibujadas las trayectorias de esta secuencia de sumas, en ambos casos se dibuja una cruz gamada.

Si no tenéis mejor plan para masturbaros hoy, id a la página 140 del libro de Robert Ambelain, Los arcanos negros de Hitler, que allí os la frotarán a gusto con esta movida.

Hitler sería, según algunas versiones, todo un señor creyente de este rollo de las cifras místicas tibetanas. Según escribe Richard de Grandmaison (autor de cuya seriedad no puedo hablar, aunque sí que sus datos fueron publicados, en septiembre de 1977, por una publicación tan seria como la francesa Historia. El mismo artículo, meramente traducido, fue portada del número 115 de Historia y vida, algo menos de un año después), Hitler creía en el poder de las cifras y los colores de los cinco dhyani-budas, que no sé muy bien lo que es pero parece ser eran como cinco divinidades, más una sexta que sería conocida como el portador de la piedra fulminante.

El primer personaje de este desfile de conseguidores, cortabolsas y charlatanes es el húngaro Trebitsch Lincoln,  quien fallecería en Shanghai en 1943 portando el nombre, entre gallego y chino, de Chao Kring.

Lincoln fue siempre un vendedor de corbatas de puta madre. En 1909 consiguió la nacionalidad británica, tras lo cual consiguió comerle la oreja a diversos capitalistas británicos hasta el punto de ser diputado en la Cámara de los Comunes; que, la verdad, tiene huevos. Los ingleses probablemente consideran que los españoles somos tontos; pero nosotros, al menos, todavía no hemos nombrado a Rappel diputado.

Siempre en conflicto con su cuenta corriente, Trebitsch Lincoln dio muchos barrigazos por Europa durante sus años de juventud, hasta que, a finales de los años veinte, se convirtió al budismo… bueno, a un budismo un tanto raro, porque se consideraba a sí mismo Buda resucitado, y tal.

Tras la I guerra mundial, Hitler podría, según algunas versiones, haber tomado contacto con este Ignatius Timothy (tal era su nombre verdadero), en Munich. Otras versiones nos dicen que el conocimiento le vino por su relación con Erich Ludendorff, con mucho el militar alemán más aficionado a las teorías teosóficas arianistas, quien le habría nombrado jefe de censura tras el golpe de estado de Kapp, tras cuyo fracaso el futuro Führer y el pollas éste se habrían conocido. En realidad, la caída en desgracia de Timothy fue rápida cuando Hitler empezó a tocar poder. En el momento en que el NSDAP empezó a ser un gran negocio, las tensiones para apartar a este estafador fueron muchas; y las posibilidades no pocas porque, siendo como había sido un truquero durante años, tenía el armario lleno de escándalos y escandalillos, que la Gestapo supo usar con mano diestra. Aun así, algunas fuentes dicen que, tras haber sido exiliado por Himmler de Alemania y de Europa, recaló en Sanghai, donde abrió su segundo templo budista (el primero fue en Berlín) y, desde allí, habría llegado a ofrecer a los nazis el levantamiento de todos los budistas del mundo en favor del Eje. Lo cual revela la catadura del muchacho, pues no hace falta ser budólogo para saber que los budistas no obedecen como un solo hombre, mucho menos en cuestiones temporales o bélicas.

No obstante, el papel de Chao Kring en la vida de Hitler podría no ser despreciable, pues quizás fue el húngaro el que reconvertió, en la cabeza del alemán, las teorías teosóficas arianistas que con seguridad ya conocía, mezclándolas con los arcanos tibetanos, algunos mitos serios o inventados de por allí, y generando el totumrevolutum que acabaría cristalizando cuando aparezcan en escena los hermanos Schäffer.

En 1919, en casa del escritor alemán Hans Heinz Ewers, le presentaron a Hitler a un astrólogo llamado Louis Christian Hausser. Este Hausser era todo un tipo. Lo habían expulsado de Inglaterra por un asunto bastante oscuro del que, desgraciadamente, poco sé. Se fue a París, donde trabajó de corredor de apuestas. Dilapidó el dinero de su mujer y para mantener su tren de vida tuvo que realizar algunos robos, por lo que hubo de huir del país, a Suiza. Luego fue a Londres y, finalmente, a su ciudad natal, la capital de Baviera.

El día que conoció a Hitler, Hausser le leyó la mano, afirmando haber leído todo tipo de poderes y bellezas futuras; y, además, le habló largo y tendido sobre su teoría de una nueva era en la que Alemania surgiría liberada de sus ponzoñas. Luego le trazó el horóscopo, el cual “decía” que Hitler sería el continuador de la obra del propio Hausser (que, se me ha olvidado mencionarlo, igual de Chao Kring se reputaba a sí mismo el Mesías).

A partir de aquel momento mágico, Hausser acompañó a Hitler en algunos de sus viajes propagandísticos. Aunque se separaron cuando Hausser decidió presentarse a las elecciones como diputado socialista. En 1939, durante una entrevista con un periodista francés, Hitler todavía recordaba a Hausser, y destacaba la importancia que había tenido para él; ello a pesar de que el mago había muerto once años atrás.

Louis Christian Hausser es considerado como uno de los iniciadores de Hitler en los misterios de la esvástica; de ser cierto esto, sería una de las principales causas de que el Führer, una vez que estuvo en el poder, se empeñase en organizar una histórica expedición alemana al Tibet; expedición que, si bien sirvió poco para los objetivos mistabobos que portaba, es hoy de gran importancia para los etnólogos, así como para muchos budistas, por la cantidad de información relevante y sistemática que aporta sobre aquel lugar, entonces tan inaccesible en más de un sentido.

Sin embargo, el realizador de aquel sueño no sería obviamente Hausser, ya muerto, sino Ernst Schäffer y su hermana Otti. Schäffer era muy aficionado a los estudios orientalistas, que le sirvieron para llegar al entorno de Hitler. Por lo que se refiere a su hermana, al parecer gozó durante algún tiempo de las preferencias de Hitler, siempre equívoco en sus relaciones con las mujeres, incluso por encima de algunas grandes musas del Führer bien conocidas de la historia, correspondientes al periodo entre Geli Raubal y Eva Braun, como la inglesa Unity Midford o la cineasta Leni Riefenstahl.

Schäffer partió hacia el Tibet antes de que estallase la guerra, esto es, en lo mejor del hitlerismo en términos de poder. Fue acompañado por cinco orientalistas y veinte miembros de la SS, al parecer escogidos por su lealtad. De mis lecturas no saco en claro si fue Hitler o Himmler quien dirigió con mayor presencia la expedición; personalmente, me decanto por el segundo, que estaba igual de obsesionado que su jefe por aquellas cosas, era igual de gilipollas pero, teniendo en cuenta el fuerte papel de las SS en el viaje, tiene lógica que fuese su muñidor. 

Algunas teorías (de las que se hace eco Grandmaison) dicen que Himmler poseía un mapa con la localización exacta de los lugares donde habrían de encontrarse, enterrados, los fragmentos de una piedra mítica que explicaría los orígenes de la cruz gamada. Sinceramente, me parece una historia bastante difícil de creer. No está claro de dónde podía haber sacado Himmler ese mapa, y, por lo que se refiere a la piedra, Grandmaison, que escribía en los años setenta del siglo pasado, aseguraba que los alemanes la encontraron y que incluso estuvo expuesta en un museo secreto de la Gestapo, pero que se la llevaron los rusos. Pero los rusos, o sea los soviéticos, se fueron a tomar por culo, las cosas han cambiado, al menos algo, y la puñetera piedra, que yo sepa, sigue sin aparecer. En todo caso, el enorme parecido de la historia con las típicas fábulas de piratas huele demasiado como para que pueda ser tomada por verdadera.

Schäffer volvió de aquella expedición, muy poco antes de empezar la guerra, con innúmeros datos etnológicos de altísimo valor pero, al menos que yo sepa, huero de las cosas que se suponía debía traer, tales como impresiones milenarias o cuadrillas de superhombres. Eso sí, Schäffer, que no debía de ser ningún atontao, resulta que regresó del Tibet siendo todo un crack en la movida ésa de las nueve casillas de las narices, y habiendo desarrollado una habilidad para hacer horóscopos como otros se tiran cuescos, lo cual le granjeó la constante confianza de Hitler (otros dicen que dependencia). Nunca sabremos, la verdad, si la acción de enviar a personas a la muerte mediante tal o cual acción guerrera pudo estar influenciada, a la postre, porque a Hitler le hubiese dicho el pollo éste que el sudoku del día lo mandaba. Según Grandmaison, Schäffer habría traído del Tibet un acuerdo entre Alemania y los tibetanos para repartir sus zonas de influencia en el porvenir místico del mundo (sic). Otra movida de esta historia que a mí, la verdad, me cuesta bastante creer; por el lado tibetano.

Al comenzar el año 1944, Ernst Schäffer introdujo en el entourage hitleriano a un discípulo suyo que sería, según al menos lo leído, el último Octavio Acebes de Hitler: un suizo llamado Krafft. Probablemente, este movimiento por parte del jefe de la expedición tibetana tuvo como motivo el hecho de que los dos hermanos estuviesen perdiendo caché ante Hitler (sobre todo porque Eva Braun le había puesto la proa a Otti), y como forma de introducir un nuevo elemento de influencia.
Y aquí, mientras Krafft traza sus muchos horóscopos, nos encontramos con el último personaje de esta extraña nómina. Pronto los alemanes, al parecer, se dieron cuenta de que los aliados, a veces, eran capaces de adelantarse a decisiones que se tomaban de acuerdo con proyecciones astrológicas. Lo cual podría no ser casualidad. El responsable podría ser Louis de Wohl, un refugiado húngaro en Inglaterra que se ganaba la vida como echador de cartas. Al parecer, tenía la costumbre de enviar al Ministerio de la Guerra predicciones astrológicas sin firma. Es posible incluso que, como destacan quienes han escrito sobre el tema, acertara con alguna (es vieja estrategia del astrólogo predecir muchas cosas, hasta que acierta).

Aquel acierto y otros que pudieron haberse producido (hay quien dice que describió con acierto el futuro de Montgomery y de Rommel… será, en todo caso, el de Rommel; porque el de Montgomery no quedo claro hasta el final de la guerra, pero, en fin…) le valieron ser reclutado por el ejército británico para “predecir” las predicciones de Krafft, esto es, adelantarse a los movimientos del ejército alemán ordenados por un Hitler fuertemente mediatizado por los movimientos astrales. A Louis de Wohl se le atribuye, por ejemplo, haber predicho, ante el escepticismo general aliado, la batalla de las Ardenas. De Wohl, en todo caso, nunca aclaró estos hechos, pues mutó tras la guerra, convirtiéndose en un novelista histórico de no escaso valor, y acercándose a la Iglesia católica, asunto sobre el que escribió varios libros, especialmente tras una entrevista con Pio XII, en 1950.




Hasta aquí lo que este bloguero sabe sobre los magos de Hitler, porque lo haya leído en libros y artículos que no fuesen, bajo su criterio, una mera sarta de imbecilidades. Debéis comprenderlo: al contrario que con otros muchos temas tratados en este blog, este de la vertiente mística y teósofa de Hitler es un tema en el que se han escrito toneladas de barbaridades, teorías sin cuento y sin base real alguna, y simples y directas estafas al lector; tantas, tantas, que ni yo mismo puedo aseguraros no haber sido estafado en algún punto de este artículo.

Lo que sí tengo por cierto es que todas las cosas que he contado en este artículo: la obsesión por la cruz gamada, por una presunta numerología india o tibetana; la convicción de que en Tibet podían ser encontrados unos superhombres descendientes, como los alemanes, de una primigenia raza aria destinada a dominar el mundo; todas estas cosas son, desde luego, coherentes con la teosofía pangermanista; un edificio teórico que existía desde antes que al padre de Hitler le saliesen pelos en los huevos, y algunos de cuyos principales arquitectos, de hecho, incluso a pesar de ser contemporáneos de Hitler, o no lo conocieron, o lo conocieron apenas.

El testimonio que nos dejó el doctor finés Félix Kersten, quien trató largamente a Heinrich Himmler y dejó escrito una especie de diario de notas de sus encuentros, dibuja a un lugarteniente de Hitler constantemente proclive a creer teorías, digamos, alternativas (en una de las jornadas, diserta interminablemente sobre la pertinencia de las teorías del famoso doctor Kneipp, que todo lo curaba con hierbajos) y de no mucha inteligencia personal. Himmler, de hecho, era lo suficientemente bobo como para pensar cosas como: que era posible una alianza entre Alemania y los EEUU; que era posible recluir a todos los judíos del mundo en la isla de Madagascar; o que, con ofrecerle al final de la guerra al conde Bernadotte (intermediario oficioso con los aliados) la vida de 40.000 judíos, le sería olvidada por sus enemigos la muerte de todos los demás. Parece el tipo de capacidad analítica capaz de creer que el mundo se rige con fuerzas inmanentes que hacen a unos hombres fuertes y a otros débiles, y que todo está escrito en un canto rodao que alguien enterró en el Tibet.

Pero hay, a mi modo de ver, datos que apuntan en la dirección contraria. Como es sabido, Hitler decidió, tras el desastre de Stalingrado, tomar notas taquigráficas de sus reuniones de Estado Mayor, ante la sospecha que tenía de que sus generales lo engañaban. Parte de estas actas sobrevivió a la guerra, y han sido publicadas ya con profusión. Me las he leído, y puedo decir que lo que se ve en esos papeles es a un jefe supremo de las Fuerzas Armadas que se rige por factores como la disponibilidad de unidades motorizadas, la orografía, etc.; el tipo de factores que todo militar tendrá en cuenta en una guerra. No hay traza de que Hitler llegase a esas reuniones habiendo consultado antes con astrólogos o similar.

Otro elemento sospechoso es que en esta historia, como en otras de los escritores misbabobos, se produce con mucha frecuencia el fenómeno de que las afirmaciones no sean comprobables. Así, muchos autores nos dicen que al círculo astrológico de Hitler se contrapondría otro formado por Himmler, su astrólogo particular (un tal Wulf), Eva Braun y Martin Bormann. Qué casualidad: al terminar la guerra, ninguno de ellos estaba en condición de prestar testimonio a favor, o en contra.
También se dice que algo hay en las actas de Nuremberg, donde algunos imputados, por ejemplo Schellenberg, habrían hablado sobre el tema, pero fueron cortados rápidamente por la Corte, por considerar que aquello era irse por las ramas. Honradamente, todavía no he podido pensar en leerme las actas de Nuremberg de cabo a rabo, así pues no puedo adverar que sea así.

En fin, todas éstas son afirmaciones incomprobables. Yo lo único que sé es que cuando le saco este tema a mis amigos budistas, les falta poco para buscar un bonito barranco por el que despeñarme.