viernes, mayo 25, 2012

Nuevo alumbramiento

Llevo unos días muy liado y con poco tiempo para sentarme al ordenador. No obstante, he ido avanzando en algún que otro futuro post y, en paralelo, también me las he arreglado para terminar de peinar La derrota de Aquiles, mi segundo libro. Esta vez, a causa de la crisis, el precio ha subido 14 céntimos, hasta el euro justo :-D

Mis lectores del blog deben saber que este ensayo es más grande, y yo diría que completo, que el conjunto de posts en los que está basado. Hay todo un capítulo, el dedicado al colapso final de la URSS, que es totalmente nuevo: nunca se ha publicado en el blog.

Como quiera que Kindle tarda horas o días en poner efectivamente en publicación el libro (por eso no puedo poner aun enlace), os dejo hoy su prólogo, para que os vayáis haciendo una idea.

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Pocos hechos históricos hay más fascinantes que la revolución rusa. Lo fue en el momento de producirse, pues vino a suponer la dramática colocación de la clase obrera en primera línea de la Historia; y lo siguió siendo durante décadas; primero, como alternativa general a todo lo que el marxismo consideraba regímenes burgueses; y, a partir de la segunda posguerra mundial, como elemento de referencia fundamental para todos aquéllos que deseaban propugnar un modelo alternativo al representado por los Estados Unidos de Norteamérica.

Verdaderamente, la URSS es un importantísimo experimento dentro de la Historia de la Humanidad. Un experimento fallido. Sus defensores, normalmente, pueden gestionar este problema, porque los fallos se pueden explicar de muchas maneras. Desde los años sesenta, de hecho, eran ya comunes las explicaciones de politólogos y estudiosos, en el sentido de que las fallas del comunismo no se debían a él, sino que eran meras consecuencias del hecho de que el sistema soviético tuviese que desarrollarse en un ambiente hostil, dominado por su enemigo estadounidense. Esta tesis no deja de ser curiosa, puesto que porta, de forma un tanto connotada, el hecho sistemáticamente negado por los sovietófilos: la pérdida, por parte de la URSS, de la Guerra Fría. Pues si Estados Unidos podía acorralar a la URSS, eso sólo podía ser porque la hubiese vencido. Los que van perdiendo, o empatando, no tienen, por lo general, capacidad de acorralar a nadie.

Con todo, el gran elemento que desorientó definitivamente a las visiones facilonas o directamente proclives a la URSS, fue la extraordinaria rapidez y ausencia de conflicto con que desapareció. En este sentido, el mutis por el foro de la Historia por parte del comunismo fue muchísimo menos traumático que su entrada. La entrada en escena de la revolución marxista, hasta entonces un hecho teórico como otros muchos, vino precedida de décadas de dramática y crudelísima inestabilidad y violencia en Rusia, y tuvo como consecuencia una muy sangrienta guerra civil. Alumbrar un régimen comunista no fue fácil y costó un genocidio; en realidad, varios.

El gran poder acumulado por la URSS, y el hecho de que su importancia pasó muy pronto a ser mundial, con un rosario de países que dependían de su modelo y otros muchos que coqueteaban con dicha dependencia en mayor o menor medida, hizo pensar a muchos, en realidad a todos, que la URSS era too big to fail. Porque nadie, jamás, que haya leído yo, siquiera avizoró que, algún día, el régimen soviético se disolvería como un azucarillo.

Y, sin embargo, así fue.

Este ensayo trata de analizar los elementos que pueden explicar por qué se produjo esto. Por qué uno de los dos ejércitos más poderosos del mundo y, probablemente, la policía con mayor capacidad de control social; por qué un país cuya élite gobernante no había sido ni medianamente molestada por oposición interna alguna durante siete décadas; por qué, al fin y a la postre, un régimen blindado para durar 107 años, simple y llanamente, desapareció.

Hay una cosa que este ensayo hace a propósito, y por eso quiero dejarla clara en este punto. Hablo en él de los condicionamientos económicos, que tuvieron gran importancia, más en los países satélites de la URSS que en la Unión misma. Sin embargo, le he puesto algo de sordina a la cuestión económica porque, en mi opinión, hablar en exceso de la economía, apoyarse en exceso en el colapso económico de la URSS como explicación de su desaparición, puede resultar equívoco.
La importancia de la economía en el colapso soviético es innegable. Pero, a mi modo de ver, en el caso de la URSS, el colapso económico es sólo un síntoma y aquí, al menos, la intención es elaborar un relato en torno a las razones profundas de la caída. La China del siglo XXI ha demostrado que es posible orillar la contradicción interna de la economía centralizada, incapaz de garantizar tasas de crecimiento sólidas y continuadas; aunque también es cierto que eso lo ha hecho negando, cada vez en mayor medida, las esencias de la propia economía centralizada. Esto es algo que también podía haber hecho la URSS, y de hecho tentó hacerlo varias veces. Así pues, puesto que la economía no lo explica todo, hay que dejar espacio para otros ejercicios.

Ejercicios que están muy relacionados con una pregunta aparentemente sencilla, pero cuya contestación no es, a mi modo de ver, nada fácil: ¿cuándo, exactamente, colapsó la URSS? ¿Cuándo alcanzó el país ese punto de no retorno en el cual el edificio ya no puede hacer otra cosa más que derrumbarse? Porque las personas que están en un edificio que se derrumba no lo abandonan un segundo antes de que caiga; lo hacen bastante antes, que es cuando alguien grita: “¡Todo el mundo fuera, va a derrumbarse!”

Esta es una cuestión que no tiene respuesta precisa en el momento presente, cuando menos en mi opinión. ¿Quién asestó la puñalada final a la URSS? Pudo ser Richard Nixon, por ejemplo; su visita a Pekín, y los cambios sistémicos que acabó provocando en el juego mundial de poderes labraron un porvenir imposible para la URSS, cuyo estatus dependía, en buena medida, de la conservación de la situación pactada en Yalta. También pudo ser Ronald Reagan, con su brusco giro estratégico en la cuestión armamentística, que dejó a los soviéticos sin espacio para revolverse. O pudo ser el propio reformismo soviético, los Andropov (quizá), Gorvachov, etc.

Yo creo que fue Leónidas Breznev.

Según esta tesis, la gran desgracia de la URSS es que Leónidas Breznev viviese los diez últimos años de su vida. La crisis económica de los setenta, en los países democráticos, acabó llevándose por delante a todos los gobiernos a los que les estalló en las manos; lo cual es lógico, porque todos eran gobiernos diseñados para gestionar una abundancia que, de repente, desapareció; y carecían de discurso para la austeridad. Este cambio abocó a muchos países occidentales a cambios muy dramáticos, de signos diversos: Francia y España, a la izquierda; Reino Unido y Estados Unidos, hacia la derecha. Pero, al fin y a la postre, esos cambios colocaron las cosas en su sitio, permitieron el refresco de las estrategias, y acabaron mutando en crecimiento y flexibilidad.

El gran defecto de la URSS, sin embargo, fue siempre su rigidez. Rigidez que, en los tiempos de Breznev, llegó a cotas siderales. Al líder soviético todo lo que importaba era no ser un nuevo Khruschev; él moriría, y murió, en la cama y ostentando la Secretaría General del PCUS. Para conseguir eso, dio tantas garantías a todas las partes interesadas en el juego de poder que, tomando una máquina que ya avanzaba a paso de tortuga, la paró por completo y la clavó al suelo.

Ciertamente, la muerte prematura de Breznev, probablemente, poco habría conseguido. Vivo Milhail Suslov, la nomenklatura soviética, con seguridad, lo habría preferido a cualquier otro. Y, si no, habría sido Kossigin; o Gromiko. Difícilmente habría quedado sitio para el reformismo. Pero, al menos, alguna posibilidad habría de que el modelo soviético jugase una carta que, sin embargo, merced a su longevidad, Breznev se llevó a la tumba, cosida a la manga.

La URSS murió, a mi modo de ver, por no haber sabido adaptarse y reaccionar a todo lo que pasó en el mundo entre 1975 y 1985. El 1 de enero de 1986, el Telón de Acero, mutatis mutandis, había caído. Para entonces Milhail Gorvachov llevaba unos meses al frente del Kremlin. Pero, la verdad sea dicha, ya daba igual.

miércoles, mayo 23, 2012

Más con menos

La mayor parte de las personas que me rodean en mi vida, digamos, "oficial", no sólo saben poco de Historia, sino que no les interesa. La Historia no es, hay que entenderlo cuando te gusta, un tema fácil de conversación, como no lo es, un suponer, la bioquímica. Si discutes de bioquímica con un bioquímico, lo normal es que te sientas frustrado y él se aburra. Ésta es, para mí, una de las razones por la cual existe el deporte colectivo. Todo el mundo tiene en la cabeza la forma ideal de distribuir los recursos con que cuenta Tito Vilanova, que no necesariamente coincide con la que él llevará a cabo. Pero no todo el mundo tiene herramientas suficientes para ofrecer alternativas al Pacto de Tordesillas.

De vez en cuando, sin embargo, como las tertulias entre amigos son ricas y viajan con rapidez de unos temas a otros y, además, tienen una gran capacidad de ilusionarse con asuntos que inicialmente son chorradas, va y salta la liebre, y aparece, como si tal cosa, un debate histórico. El otro día me pasó eso, con varios buenos amigos alrededor de un pincho de tortilla. Ponderando méritos, de momento dentro del mundo de la empresa, discutíamos sobre cuál de los nuevos tycoons, desde el fundador de Facebook hasta Amancio Ortega, tenía más mérito. Los cuatro descubrimos pronto que hay un especímen de hombre de éxito pero de no mucho mérito, que ejemplificamos en la figura de Charles Foster Kane, el ciudadano Kane que interpretara Orson Welles. Kane construía un gran imperio, sí; pero, aunque desgraciado, ya era millonario cuando llevaba pantalones cortos. No es lo mismo que encerrarte en el garage de tu casa, inventar una maquinita que juega al tres en raya y, más allá, andandirri, construir la Microsoft. O Apple. O Google. O...

Resbalando por los puntos suspensivos, llegamos, yo no sé muy bien cómo, a la Historia. Podría haber sido yo quien propusiese tal cambio; pero la verdad es que no fue así. De una forma natural y difícil de describir, nos encontramos discutiendo sobre este mismo concepto, pero en el terreno histórico. ¿Quién, de alguna manera, consiguió más con menos? Y hubo candidatos para todos los gustos.

Surgió, por ejemplo, Mahatma Ghandi. La tesis es alentadora e interesante: con muy poco, pues Ghandi vivía muy modestamente y contaba con muy pocos medios efectivos para difundir su mensaje, consiguió la independencia de la India. Esta tesis primaria, sin embargo, fue rápidamente discutida. En primer lugar, porque la frase "Ghandi consiguió la independencia de la India" es una generalización buenista excesiva. La independencia de la India tiene más que ver con la segunda guerra mundial, que obviamente dejó a Gran Bretaña hecha una braga; a la clarividencia de Clement Attle de darse cuenta de que aquel momio no se sostenía ni medio minuto más; y el sacrificio personal, probablemente muy costoso, que hizo Winston Churchill aceptando el principio de que la corona inglesa debía desprenderse de su mayor joya.

Otro argumento en contra de Ghandi es que él, personalmente, podía ser un pacifista y tal; pero lo cierto es que la independencia de la India está muy lejos de ser un lecho de rosas en el que Rita Irasema canta Lanza perfume mientras unas bailarinas de Bollywood se contorsionan en segundo plano. La independencia de la India supuso una dolorosísima particiòn, que conllevó el exilio masivo de quienes estaban mal colocados (hindús en la zona musulmana de Mohammed Ali Jinnah, musulmanes en la zona que gobernaría Pandit Nehru); exilio durante el cual un montón de gentes fueron apioladas, en ocasiones mediante prácticas tan poco edificantes como mutilarle los senos a las mujeres antes de matarlas, o arrancarles a los hombres los ojos con ganchos.

Una cosa curiosa que trajo la conversación por sí sola es que surgían, casi de forma natural, nombres de dictadores. Se recordó, en este sentido, la situación casi terminal con que se encontró Adolf Hitler en Alemania, con un desempleo millonario y una industria en constantes fibrilaciones auriculares; como se recordó la situación que tuvo que gestionar Mao Zedong, en la que no sólo se enfrentaba a una fuerza política, el Kuomingtang, extraordinariamente ambiciosa, sino insultantemente superior en medios a la suya. Y no sólo eso; en el caso de Mao, existe, además, el agravante de que recibió instrucciones del mando (Moscú) de contemporizar con su enemigo, lo cual provocó que Chang Kai Chek se dedicase a matar comunistas a pares mientras éstos sonreían como chinos que no entienden lo que se les está diciendo. Aunque no quepa hablar de dictador sensu stricto, también surgió la figura inevitable de Napoleón Bonaparte, el hombre que puso a Europa de rodillas usando para ello el ejército de un país que salía del periodo más inestable de su Historia.

En términos generales, aunque con algún que otro voto particular, estuvimos de acuerdo en que no tendría mucho sentido otorgar la medalla del Más por Menos a una persona que fuese dictadora, entiendo por esto persona que, viviendo en tiempos en los que la soberanía popular era ya un hecho conocido, no la ejerciese o permitiese. Entendimos que el hecho de ser dictador, de no tener que someterse a más auditoría que las de Dios y la Historia, es ya de por sí una ayuda suficientemente relevante como para pensar que la carrera se hace por el carril de dentro, haciendo, pues, menos metros que otros en las curvas.

A partir de ahí, comenzaron a surgir candidaturas bastante curiosas. Uno de mis contertulios defendió, con pasión encomiable, la candidatura de Enrique el Navegante (o Nave Gante, como le hice yo notar, en apostilla un tanto pollas; puesto que era nieto de Juan de Gante...). En la Edad Moderna, decía, ha habido tres breakthroughs que han cambiado las fronteras del mundo: uno es el ferrocarril, otro es internet. Pero el primero, según mi contertulio, eran los años de los navegantes y, muy especialmente, las enseñanzas surgidas de la denominada Escuela de Sagres, que sin Enrique, probablemente, jamás habría existido. Entre cerveza y cerveza, recordando la idea genial del portugués de reunir en un solo lugar, inventado para la ocasión, todo el saber disperso sobre las fronteras del mundo, alguien lo llamó "el inventor del I+D+I", que no deja de tener coña. Pero, de nuevo, surgieron las contraversiones. Otros nos preguntábamos hasta qué punto los logros de Enrique, asomando al mundo occidental al balcón del cabo Bojador y mostrando todo lo que había más allá, no se apoyaban en el poder intrínseco que en aquel momento atesoraba la economía de Portugal. O sea, nos decíamos: cuando un científico descubre una terapia genética contra la salmonelosis, ¿qué parte de mérito tiene él, y qué parte la Slacker Corporation, que financió las investigaciones?

Un poco en este terreno, surgió la candidatura colectiva de la casa real holandesa. Los Países Bajos, se decía, ni siquiera llegaron a la Edad Moderna siendo un país. Sufrieron una guerra de décadas. El país en sí, por lo demás, es bastante feraz y, además, no hay que olvidar que una parte sustancial del mismo ha tenido que ser robado al mar. Holanda nunca contó especialmente desde el punto de vista militar, teniendo que echar mano de alianzas. Y, aún así, se las arregló para construir un imperio; un imperio comercial y financiero (suya es, de hecho, la primera espiral especulativa que se conoce, la de los tulipanes) con importantísimas posesiones en ultramar.

Para los lectores de este blog, que sé que los hay (entre ellos, Tiburcio) que son duchos en asuntos bélicos, debo reconocerles que no había entre el público gentes aficionadas como ellos; así pues, a pesar de que el bélico es un terreno natural para esta discusión (qué general ganó batallas, o guerras, contando con fuerzas objetivamente inferiores), lamento decir que este tipo de temas se trataron de pasada. Me dio tiempo a mí, eso sí, de citar a Cayo Mario, quien, en mi opinión, se encontró una Roma que las estaba pasando putas en sus posesiones itálicas y galicanas y que, además, tenía una institución militar obsoleta, basada en algo parecido al concepto de hidalguía o propiedad, con la que apenas habría podido defenderse de las tendencias centrípetas que, sobre todo en las principales ciudades itálicas, eran más que evidentes. Con muy poco, es decir los habitantes del census capiti, acostumbrados a vivir y morir lejos de la realidad militar (y sus eventuales recompensas), Mario construyó una máquina militar que le dio la vuelta a la situación y empezó a poner a Roma en el puesto que finalmente hubieron de reconocerle el mundo, y la Historia.

Supongo que a mi amigo Eborense le gustará saber que los nombres y hombres del ejército español que ganó la Guerra de la Independencia también fueron defendidos con ardor. Bueno, nombres y hombres... tuve que amenazar con comerme toda la tortilla si María Pita no era incluída en el capazo.

La partida terminó en tablas, como tenía que ser. Estoy seguro que en una conversación como aquélla, surgida de forma espontánea, relativamente breve y no preparada, se dijeron cosas un tanto absurdas y, sobre todo, hubo un montón de referencias que se quedaron en el tintero. Por mi parte, desde luego, tras proponer unos nombres y otros, acabé por decir que mi candidatura está muy clara.

Y quien sea lector habitual de este blog no se extrañará de lo dicho.

En mi opinión, no hay en la Historia del mundo un solo personaje que con tan poco hiciese tanto, como Pablo de Tarso. Todo, absolutamente todo, lo tenía en contra. Desarrolló una creencia a partir de la fe propia de un pueblo menor en el orbe del mundo; una fe que se caracterizaba, como se caracteriza, por enormes elementos de rigidez, que hacían muy difícil su adaptación a otros mercados. La primera oposición que sufrió, por lo tanto, fue la de los propios creyentes de la fe de sus padres, que él quería identificar con la nueva que desarrolló.

La idea básica del paulismo es bífida. Por un lado, expandir una fe nacional, racial, a todas las razas del mundo, los gentiles, con especial atención hacia los que no importan un carajo: mujeres, humildes, enfermos... Por otro lado, perfeccionar la fe judía con un concepto, el de la resurrección del Mesías, diseñado para ser atractivo a los no judíos, y a los que sufren.

Mahoma, siglos después, se daría un hostión en todas las narices cuando intentó convertir a los muchos hebreos residentes en la península arábiga a las creencias descritas en el libro que le prestó el arcángel Gabriel. Falló donde el de Tarso salió razonablemente indemne, lo cual tiene su mérito.

A base de escribir cartas a comunidades de gentes de escasa laya, de patearse el mundo conocido, de tratar con gran paciencia y diplomacia a la constante amenaza de secesión de sus creyentes de origen hebreo, Pablo de Tarso estuvo en condiciones, en un periodo de tiempo muy pequeño considerado en términos históricos, de pensar en meter a Roma en su capazo. Muríó en el intento, eso sí; y no sólo eso, sino que esas cosas que tiene el guión del cristianismo, todo aquello de tú eres Pedro y mi piedra y lo que ates y desates y tal, resulta que la tumba alrededor de la cual la Iglesia católica se construye no es la suya, como debería ser, sino la de Pedro.

Nadie, lo repito, consiguió tanto partiendo de una situación tan abocada, objetivamente, al fracaso y el olvido.

Claro que, me dijeron mis contertulios, esta candidatura tampoco vale. Al fin y al cabo, le iluminaba el Espíritu Santo...

martes, mayo 22, 2012

Soon...





¿Mola?








Coming soon... :-DDD

lunes, mayo 21, 2012

A por el 10...


¡Décimo sexto en ranking de Kindle-Historia! ¡Wow!

La Restauración


Con el fracaso de la monarquía de Saboya y la I República española, al tiempo evidente y doloroso, los ojos de España se volvieron hacia la institución monárquica. Pero aquella apelación ya no podía ser, como lo había sido apenas unas décadas antes, sin condiciones. Entre 1820 y 1870, en apenas cincuenta años, habían pasado en el país un montón de cosas, entre ellas dos guerras civiles y una tercera que estaba en ciernes, que habían cambiado totalmente los puntos de vista.

La sociedad española no estaba dispuesta a aceptar un rey asentado sobre los principios de la tradición. Medio siglo antes había sido posible dar vivas al encadenamiento de un pueblo que obedece a un rey absolutista; pero, por medio, España había cambiado tanto, y tan rápido, que la presencia liberal en el país, que había sido aplastada por un ejército absolutista extranjero menos años antes que los que ahora hacen de la guerra civil, ya no podía ser obviada en modo alguno. El condicionamiento liberal era muy fuerte, así pues, mientras el carlismo español seguía hablando de rancias normas de abolengo, de cómo los borbones habían conculcado las sagradas normas de la sucesión agnaticia de la corona, España no estaba ya para escuchar esas milongas (aunque cabe recordar que este argumento, el de que el rey debe serlo porque le corresponde por derecho histórico, volvería a ser desapolillado por un príncipe presuntamente moderno, Juan el Veleta, cuando le dio la ciclotimia antifranquista). A los carlistas, a finales de siglo, les apoyaban, fundamentalmente, quienes siempre habían tenido algo más que ganar que el puro tradicionalismo católico monárquico, es decir los nacionalismos vasco y catalán.
Sin embargo, la restauración borbónica tampoco estaba clara. En París, en el palacio Basilewski, residía la reina Isabel II, que había sido puesta en la frontera por la revolución de 1868, llamada La Gloriosa; y, en realidad, un monárquico que se precie de serlo nunca aceptará que la monarquía regrese en otra persona que en la del rey depuesto, si sigue vivo. La candidatura de Isabel II, sin embargo, era incómoda y roñosa, un tanto chirriante, como sabían bien los monárquicos más, digamos, modernos de su momento. Isabel, igual que nunca se había librado de esa incómoda lesión herpética que siempre le dio de sufrir, tampoco se había librado nunca del hecho de que había nacido, y crecido, absolutista. Los españoles sabían que el concepto que tenía aquella reina de compartir derechos con el pueblo era la fórmula de Carta Otorgada, esto es, el rey dice: si te doy derechos y potestades, pueblo mío, es por la única razón de que me sale(en este caso) del juju.

Hay dos personas que, a pesar de tener un perfil conservador evidente, tenían muy claro que la vuelta de la monarquía no podía pasar por Isabel II y su entrepierna del Antiguo Régimen; dos personas, por ello, fundamentales para la Historia de España. Una es Antonio Cánovas del Castillo, el gran muñidor de la Constitución de 1876, un ejercicio jurídico interesante consistente en redactar un texto constitucional en el que, cuarta arriba, cuarta abajo, cabía cualquier cosa. La otra persona era José Isidro Pérez Ossorio Silva Zayas Téllez-Girón, marqués de Alcañices  y de los Balbases y duque de Sesto, a quien, para abreviar, la propia reina conocía como Pepe.
Pepe es un elemento importante en la Historia de España porque es, realmente, quien abate la intención de la reina de hacer un casus belli de su vuelta a España en loor de monarquía. El partido conservador, o sea la derecha de la derecha, y muy especialmente Juan de la Pezuela y Ceballos, primer conde de Cheste, le come la oreja a esta monarca exiliada, de toda la vida aquejada de cierto furor uterino, con que ella debe de ser la reina. Como digo Cheste, como otros correligionarios suyos, no hace sino aplicar el catón del buen monárquico absolutista, para el cual el derecho a la corona es inmanente y, en consecuencia, no se puede cambiar. Sin embargo, Cánovas no es de esa opinión. Opinaba este político, apoyándose en sus impresionantes conocimientos históricos, que existía un alma inmortal española de la que formaban parte, sobre todo, dos elementos: la institución monárquica, y la religión católica. Sin embargo, como acabo de decir, su visión era institucionalista, no personal; lo cual quiere decir que, en realidad, pensaba que era mejor, incluso lícito y lógico, sacrificar a las personas en aras de la institución. El marqués de los Balbases, o sea Pepe Alcañices, era de su misma opinión. Y lo era desde un monarquismo que no tenía nada que envidiarle al de Cheste. Sin ir más lejos, Alcañices tenía su casa, o sea su palacio, donde hoy está el Banco de España, en la calle Alcalá de Madrid; y, durante el reinado de Amadeo de Saboya, su mujer tenía aleccionado al servicio para que, al paso de la carroza del rey, se cerrasen todas las contraventanas, en signo de desprecio y oposición absoluta al nombramiento del italiano al frente de una corona que ellos consideraban borbónica.
Con esta fuerza moral, más otro factor no desdeñable y es que, en París, la reina era pobre como una perra (con perdón) y era la pasta de Alcañices la que le permitía vivir como vivía, fue como Sesto acabó por convencer a Isabel II de que no pusiera obstáculos a la candidatura de su joven hijo Alfonso a la corona de España. Famosa es la anécdota en la que un día, pasando el hijo al gabinete de la madre, que se encontraba con el marqués, ésta le dijera: “Alfonso, dale la mano a Pepe, que te ha hecho rey”. Frase pronunciada el 25 de junio de 1870; la misma en la que Isabel II firmó su abdicación en favor de su hijo.

Todo el mundo que sabe algo de la Historia de España sitúa en la madrugada del 3 de enero de 1874 el final de la I República española, con la entrada del general Pavía en el Congreso de los Diputados. Es así, pero no del todo. Manuel Pavía y Alburquerque era un militar de pura cepa, que a los 40 años ya era mariscal de campo, y estaba lejos de ser un derechista peligroso, pues en la Historia de España lo encontramos, por ejemplo, acompañando a Juan Prim huyendo a Portugal tras el fracaso de Villarejo de Salvanés. El primer presidente de la República, Estanislao Figueras (quizás el único ejemplo en nuestra Historia de un gobernante democrático que huyó de España tras dimitir de su cargo) echó mano de él cuando cesó al general Moriones, que estaba conspirando en Álava en favor de los borbónicos. Y Salmerón, durante su presidencia, también lo llamó para realizar una campaña anticantonal en Andalucía. De hecho, la I República española le concedió a Pavía la Laureada de San Fernando y el segundo entorchado.

A pesar de todo esto, Pavía siempre ha tenido fama de militar derechón, reaccionario, que entró en las Cortes para quebrar el rumbo de la República, que consideraba excesivamente radical. De Santiago Carrillo se dice que, al entrar los guardias civiles del teniente coronel Tejero en el Congreso el 23 de febrero de 1981, musitó: “Cuánto ha tardado en volver el caballo de Pavía”. Sin embargo, Pavía, como digo, estaba lejos de ser un personaje antirrepublicano, había defendido la República y sido condecorado por ello. Pero era, por encima de todo, anticarlista, es decir, antitradicionalista. Y fue por ello que hizo lo que hizo en enero de 1874. Él mismo explicaría ante las Cortes, años después, que “si yo no hubiese ejecutado el acto del 3 de enero, España entera me habría despreciado y el Ejército maldecido, porque sin aquel acto no hubiera terminado aquel mes sin que entrara en Madrid don Carlos de Borbón”.

Pavía, por lo tanto, tomó el Congreso y expulsó de él a los diputados. Acto seguido, reunió en el salón presidencial al general José Serrano, duque de la Torre; al marqués del Duero, Manuel Gutiérrez de la Concha e Irigoyen; al marqués de La Habana, José Gutiérrez de la Concha Irigoyen Mazos y Quintana; a los almirantes Pascual Cervera y Topete y José María Beránger y Ruiz de Apodaca; y a los políticos Práxedes Mateo Sagasta, Antonio Cánovas, Alonso Martínez, Nicolás María Rivero, Cristino Martos, Manuel Becerra, Eduardo Montero Ríos, y otros de menor calado. En ese punto, Pavía les comunica su intención de formar un gobierno que acabe con la insurrección cantonal de Cartagena, todavía vigente, y derrote a los carlistas.

Entre los políticos, hubo dos respuestas o, por decirlo así, tendencias. Cánovas propuso un gobierno más o menos tecnocrático, que resolviese más adelante los problemas ideológicos y constitucionales. Cristino Martos, por su parte, propuso la continuidad constitucional republicana, esto es, el nombramiento de una nueva Presidencia de la República. El marqués del Duero, personaje de gran importancia en la institución militar de la época que no por casualidad tiene una estatua en la Castellana de Madrid, requirió a Pavía su opinión; a lo que éste afirmó que no se oponía a la solución republicana, mientras que la república fuese unitaria (o sea, centralista y no federal); Cánovas respondió a eso afirmando su fe monárquica, pero aceptando otorgar su colaboración; o, más bien, su no-oposición.
Pavía estuvo torpón en el siguiente paso. En realidad, sólo impuso un nombre, el de Eugenio García Ruíz, como ministro del nuevo gobierno (Gobernación, o sea Interior). García Ruiz era un furibundo republicano, eso sí unitario, que lanzaba unas soflamas de la leche desde su periódico, que llevaba el significativo nombre de El Pueblo. Con este nombramiento, el militar que había entrado en las Cortes creía salvada la República; con lo que no vio que dejaba demasiados ámbitos de poder sueltos, todos los cuales se los aplicó el general pijo, o sea Serrano.

Bueno, en realidad, aquella tardorrepública era un duopolio: el ejercido por los generales Serrano y De la Concha. El otrora amante de la reina, conocido en los Madriles como El general bonito, contaba con el genio militar de Concha para presentar batalla a los carlistas y, merced a esa victoria, que debemos recordar fue el primer y principal motivo de que Pavía quebrase bruscamente el rumbo de la República, el régimen se prolongaría sin rey, otorgándole a él una presidencia vitalicia, que es lo más parecido a la corona que hay sin serlo. Cuando el marqués del Duero levantó el sitio carlista de Bilbao, por lo tanto, Serrano se apartó para dejarle a su compañero todos los laureles, lanzándole con ello el mensaje de que, si bien el poder político era suyo, el militar sería del marqués. Aquel esquema podría haber funcionado.
Sin embargo, no funcionó. El 27 de junio de aquel mismo año, en Monte Muro, una bala acertó a encontrar el cuerpo del marqués del Duero y acabar con su vida. La muerte de Concha dilató el momento de la victoria militar contra el carlismo y supuso para el duque de la Torre un traspiés insalvable, porque con él había perdido la capacidad de hacer viable su régimen unipersonal tan sólo formalmente democrático. A partir de ahí, Serrano peregrinó más que gobernó, con cuatro gobiernos distintos en apenas un año, deriva puteona que no hizo sino extender en los cuarteles el virus restauracionista, habilidosamente difundido por Cánovas y sus terminales, la primera de ellas el brigadier Luis Dabán.
Por cierto que, en su época, aquella España un tanto, o un mucho, machista, se hizo lenguas con la hipótesis de que las ambiciones de Serrano no se debiesen, o no se debiesen sólo, a su voluntad, sino a la de Antonia Domínguez y Borrell, condesa de San Antonio y duquesa consorte de la Torre; o sea, su churri.
Los testimonios contrarios a esta mujer son legión. Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, primer marqués de Villa Urrutia, hizo de ella un retrato cruel: “dama de peregrina hermosura pero de escaso intelecto, pues algo ha de quedar para las feas”. Otros la pintan en el curso de las recepciones oficiales peleando, incansable, por puestos preminentes, debidos a su condición de mujer de un ex regente; condición que, como digo, exigía fuese ejercida para sobreponerse en el protocolo a las mujeres de embajadores en uso de su mandato. Todas estas historias señalan su voluntad de hacer de su marido la primera figura de España, y de ella lo que hoy diríamos la Primera Dama. En condiciones tales, se ganó la enemiga de los monárquicos, y de todos ellos más que de ninguno de Cánovas. De hecho, Cánovas, habitualmente moderado y poco dado a la chanza, le soltó un corte de la hostia a la señora durante una cena en casa de los Serrano cuando, por ausencia de última hora del duque, ella le ofreciera su silla diciéndole: “Hoy tiene usted que remplazar a mi marido”; a lo que Cánovas respondió, con voz clara: “¿Hasta qué hora?”
La mujer de un político de la época, Jacinto María Ruíz, le escribió a la reina Isabel a París que “Dios, en su justicia, le ha dado al duque de la Torre, para su castigo, la mujer que merecía; esta mujer hace de él lo que quiere y lo llevará al abismo”. Entre otras cosas, esta jugosa carta revela detalles tan divertidos como que el general Serrano, incapaz de negarle a su mujer el ayuno de los viernes cuaresmales, cenaba con ella las viandas de vigilia y después, pretextando que se iba a Llardy a tomar café, daba cuenta allí de unos solomillos de puta madre.

Paradójicamente, otro que sintió mucho la muerte del general fue Cánovas, el capitán de la causa monárquica. Es por ello que muchos historiadores se han quejado de que las relaciones de Concha con Cánovas, o con la reina Isabel, no se hayan estudiado a fondo; afirmación que vendría a insinuar que el general podría estar detrás de la idea de dar un golpe de fuerza militar en favor de la monarquía; golpe que él era el único con prestigio suficiente para dar.
La muerte de Concha alejó toda posibilidad de un golpe militar monárquico, cuando menos en la mente de Cánovas. El político conservador se negaba en redondo a esta posibilidad, pues quería el regreso del rey con todas las de la ley. “Lo que hay que hacer es preparar la opinión ampliamente y luego aguardar con paciencia y previsión una sorpresa”, le escribe a la propia reina el 13 de abril de 1874. Y el 8 de mayo: “cualquier indisciplina puede perdernos”. Son formas elegantes de exigir a la reina que no sea pollas y dé pábulo a quienes, con seguridad, están viajando París a ofrecerle alzamientos, gritos y pronunciamientos que, Majestad, no pueden fallar.

El 28 de noviembre de 1874 es el cumpleaños del príncipe, que Cánovas, en Madrid, convierte en una manifestación de fe monárquica. El gobierno, nervioso, amenaza con deportar a los marqueses de Molíns y de Villar, monárquicos conspicuos. Asimismo, prohibió a la prensa felicitar al rey y, asimismo, prohibió en todas las fondas de España que se sirviesen comidas de más de seis cubiertos.
Sin embargo, el sentimiento en España es cada vez mayor. Agotados por una república vacilante y caótica, que ahora ha devenido en inoperante y tan sólo formalmente democrática, los españoles añoran a ese rey que la propaganda canovista les vende como si fuera la hostia en verso. Desesperado, el general Serrano impulsa la candidatura de la duquesa de Montpensier para ser reina de España, buscando dividir a los monárquicos, una vez que la abdicación de Isabel II los ha unido (bueno, neto de los carlistas, claro; que cada día cuentan menos). Sin embargo, el problema de Cánovas no era la oposición republicana, sino la fuerte presión militar en favor de un golpe. Uno de los grandes conspiradores monárquicos en la milicia, el brigadier Luis Dabán, le escribe en diciembre de 1874 una carta al general Martínez Campos en la que le informa de que teme ser destituido el mes siguiente, lo que debilitaría la causa alfonsina. El 21 de diciembre, Martínez Campos le escribe a Alfonso de Borbón confesándole: “me he hecho incompatible con don Antonio Cánovas, que podrá ver con más calma y lucidez el estado de los asuntos, pero que yo creo que no va por buen camino; y he creído de mi deber acudir a VA rogándole me autorice reservadamente para obrar independientemente de él”.
El día 27, Martínez Campos abandona Madrid, camino de Valencia. Según todos los indicios, lo hace sin haber recibido contestación del príncipe (entre otras cosas porque, merced al diario del coronel Juan de Velasco, que entonces era acompañante de Alfonso, sabemos que él no estaba en París, adonde fue enviado el mandado, sino en Inglaterra). La marcha a Valencia de Martínez Campos está provocada por un telegrama del almirante Aznar: “Naranjas en condiciones”. Es el santo y seña pactado con Dabán de que las cosas están bien para un movimiento. En Madrid, únicamente le comunica que va a pronunciarse a su amigo el general Valmaseda, y se lo insinúa a la condesa de Heredia Spínola, furibunda monárquica que suele comerle la oreja con que es demasiado blando con la situación. En esa misma casa deja una carta dirigida a Cánovas, con la instrucción de que no le sea entregada hasta que “se tenga noticia en Madrid de lo que voy a hacer”.
La discreción de Martínez de Campos tuvo su fruto. El gobierno poco supo de las intenciones monárquicas y el jefe del Estado estaba en el Norte, en la guerra. Cinco días antes de la movida, Castelar, prohombre republicano, le escribía una carta a un amigo en la que le aseguraba que la causa monárquica estaba en su punto más bajo.

Lejos de ello, el 29 de diciembre, a eso de las nueve de la mañana, Martínez Campos arenga a los soldados de la brigada Dabán a las afueras de Sagunto (el jefe de la guarnición de la ciudad, coronel Ripoll, se negó a que la proclama tuviese lugar en su interior), proclamando rey a Alfonso XII. El capitán general de Valencia el general Ignacio María del Castillo, no se opone y pide al gobierno su relevo. El general Joaquín Jovellar, jefe del Ejército del Centro, adhiere a éste al movimiento.

Esa misma mañana, el grito de Sagunto se conoció en Madrid, pero el gobierno apenas dio instrucciones al gobernador civil, Juan Moreno Benítez, para que detuviese a Cánovas, el duque de Sesto, y otros monárquicos. Alcañices, por cierto, se enteró con tiempo e, inmediatamente, fue a la calle de la Madera, donde vivía Cánovas, para advertirle. Pero el político conservador se negó a moverse, porque no quería ser identificado con el movimiento insurreccional. Sin embargo, dio instrucciones a Alcañices para que huyese, y le cedió los poderes de acción que a él le había dado la reina. Así pues, Alcañices volvió a su palacio, el actual Banco de España, donde se encontró con varios amigos, entre ellos el famoso y algo violento Felipe Ducazcal. Hizo salir, solo, a su mozo de cuadras, Manuel Sánchez, a quien todos en Madrid llamaban El Calandria. Éste esperó en la calle de la Greda con un coche de alquiler, en el cual fueron ambos a casa de otro importante monárquico, Alejandro Castro; y, probablemente por no sentirse seguros ahí, acabaron por irse a hacer noche a la de José Ramiro de la Puente y Apecechea y González-Nardín, marqués de Alta Villa.
Moreno Benítez se negó a alojar al detenido Cánovas en su destino, digamos, legal, que era la pútrida e insalobre cárcel de El Saladero, en la plaza que es hoy de Santa Bárbara (llamada así porque antes había sido un matadero de cerdos). Así pues, Cánovas quedó inmovilizado en un despacho del propio gobierno civil. Hasta allí tuvo que llegarse un joven de 17 años, Julio María de la Luz Claudio Francisco de Asís Elías Nicolás José Santiago Gaspar de Todos los Santos Quesada-Cañaveral y Piédrola Osorio Spínola y Blake, quien algún día sería conde de Benalúa y duque de San Pedro de Galatino pero que, entonces, no tenía más características que ser sobrino y ahijado del duque de Sesto y lo suficientemente joven como para no despertar sospechas. La propia policía le ayudó en su encomienda pues, en saliendo del palacio de Alcañices en compañía de otro tío suyo, el marqués de Castelar, la bofia detuvo a éste creyéndole el duque de Sesto, y lo llevó al gobierno civil. Allí se deshizo el error pero, mientras las aclaraciones venían, el chico tuvo tiempo de localizar a Cánovas y darle la misiva secreta que su tío le había dado para el politico conservador. De tan mala manera, pues, controló el gobierno formalmente republicano las comunicaciones entre los monárquicos.
[Aunque no tenga nada que ver con nuestra historia, Benalúa fue enterrado en Granada, a su fallecimiento, el 17 de julio de 1936; esto es, apenas horas antes de estallar la guerra civil, con lo que, probablemente, se convirtió en el último español significado cuyas exequias se produjeron antes de empezar ésta].
Al día siguiente, Sagasta y todo el gobierno estaban muy nerviosos y, en puridad, su gran esperanza era que Cánovas permanecía contrario al golpe. De hecho, al parecer Cánovas dio instrucciones al marqués de Valdeiglesias, Ignacio José Escobar y López Hermoso, propietario del diario monárquico La Época, para que éste se posicionase claramente contra el golpe. Sin embargo, si esto fue así, primero Escobar le convenció de que no podía ir contra los hechos (para entonces los conservadores, reunidos en casa del conde de Cheste, poco menos que querían descuartizarlo por no apoyar el grito de Sagunto); y, finalmente, el gobierno decidió, suspendiendo el periódico.

Durante todo el día, el gobierno sondeó los cuarteles, y lo que encontró fue tan categórico que resolvió no disparar ni un solo tiro (como de hecho ocurrió) e intentar una última medida desesperada. En la tarde, Cristino Martos visitó a Cánovas en su “cárcel” del gobierno civil.
Según el testimonio de quien luego sería marqués de Valdeiglesias, entonces un adolescente que se había colado, literalmente, en la habitación, el diálogo fue tal que así.
MARTOS: Yo respeto tu patriotismo, tus ideas y tu conducta política. Pero en este instante, cuando tenemos guerra en Cuba, guerra en el Norte y los restos de las cantonales, no creo que se deba llevar al país a otra guerra civil. El momento es inoportuno.
CÁNOVAS: Yo he deseado la restauración de otra manera, pero ante la actitud del Ejército y la opinión unánime del país, acepto y recojo el procedimiento. No puedo oponerme a él, es mi deber. Y estate tranquilo; no habrá otra guerra civil, nadie la desea; la restauración, y con ella la paz, son un hecho.
A eso de las ocho, mientras los Moreno Benítez obsequiaban con una opípara cena al detenido y sus acompañantes, el gobierno, reunido en el Ministerio de la Guerra (en Cibeles, frente al Banco de España), telegrafiaba a Serrano. Serrano les comunicó que, en el Norte, las tropas habían declarado que no lucharían contra defensores de Alfonso. En la Puerta del Sol, a esa hora, un hombre, cuya filiación ignoro, fue detenido por dar vivas a Alfonso XII. Pero, probablemente, antes de que llegase a la comisaría, el gobierno ya había cedido sus poderes en el capitán general de Madrid, quien, inmediatamente, había llamado a Cánovas a formar gobierno. El capitán general se busca un emisario de confianza para el receptor: Gonzalo de Vilches y Parga, primer conde de Vilches, apasionado hombre del aparato estatal de Isabel II que ha quedado bastante apartado de la primera línea política, y precisamente por eso de indubitables credenciales monárquicas. Pero cuando Vilches llegue al gobierno civil se encontrará con que Cánovas ya no está ahí: tras la cena, el gobernador lo ha liberado y de hecho Cánovas, con su pequeña troupe, se ha ido hacia el Ministerio de la Guerra.

Allí, una vez que llegó también el duque de Sesto, se formó el primer gobierno de regencia.  La I República había muerto. Entre todos la mataron, y ella sola se murió.
El general Serrano, por su parte, se despedía en el Norte de su sueño imposible de llegar a ser, algún día, Príncipe de Vergara como Espartero. En Tudela, donde se encuentra, resigna el mando en el siguiente del escalafón (aunque mi documentación no es completa, pudo ser en Álvaro Laserna y Martínez de la Hinojosa, segundo conde de los Andes), y atraviesa la frontera.

Adivinanzas (José María Chao)

Pues sí, las respuestas, como siempre, iban bien tiradas. Hay quien dijo Vigo porque el protagonista de la anécdota, José María Chao, era de Vigo; pero la respuesta más precisa era Santiago de Compostela, porque fue allí donde este liberal a machamartillo, químico y farmacéutico, estableció su botica.

Lo de la carta dejemos que lo cuente, mejor que yo, el poeta gallego Curros Enríquez, en el delicioso libro dedicado a glosar la vida del hijo de José María, Eduardo Chao:

Paseábase un día en su despacho el general Eguía, de infausta memoria. Aquel tigre, a quien Fernando VII había hecho capitán general de Galicia, no debía hallarse de muy buen humor.

De pronto, entró en su despacho uno de sus ayudantes.

- Mi general -hubo de decirle-; acaban de entregarme este pliego urgente para VE.

- ¡Ábrelo! -Replicó el general secamente, sin dejar su paseo ni levantar la cabeza.

El oficial abrió el sobre.

- ¡Mi general! -Volvió a decir-: El pliego trae un segundo sobre, que dice: Urgentísimo y reservado.

- ¡Ábrelo! -Volvió a decir el general; y continuó paseando.

El oficial abrió el segundo sobre.

- ¡Mi general!, hay un tercer sobre, y dice: Reservadísimo. Del Rey, para el general Eguía.

El general se detuvo.

- ¡Veamos! -Dijo, alzando la frrente y recogiendo el pliego de manos de su ayudante.

Dirigióse a su mesa, se sentó en su sillón, y apoyando el pliego en uno de los cajones que tenía abiertos, introdujo el índice por uno de los dobleces y rompió el sobre.

En el mismo instante se oyó una fuerte detonación; la mesa salió en pedazos, y el general y la silla rodaron pòr el suelo.

Cuando se levantó, tenía una de las manos destrozada.

- ¡Aun me queda la otra para ahorcar al culpable! -Dijo; y luego, reparando en los restos de la carta explosiva, cuyo fulminante había rozado el general con el dedo, añadió-: ¡Nadie más que Chao es capaz de inventar obra tan perfecta!