viernes, julio 20, 2012

Go West


Hace ahora casi tres años, escribí en este blog la historia de la tragedia (para los blancos) de Little Big Horn. En aquel post, que quería ser, sobre todo, un homenaje a los jefes Dos Lunas y Toro Blanco, verdaderos ganadores de esa batalla, quedó, de alguna forma, pendiente la labor de ingresar ese episodio, que no deja de ser eso mismo, un episodio, dentro del marco general en que se desarrolló. Eso que Hollywood llamó la conquista del Oeste.

Si queremos ser precisos, sin embargo, la conquista del Oeste deberíamos llamarla la conquista del centro. A mediados del siglo XIX, tras la unión de Texas, la colonización de Oregón y la creación del enclave mormón en los alrededores del Salt Lake, los Estados Unidos de América eran un país dual, con un Este y un Oeste que se parecían más bien poco (dualidad que se complicaba más aún con la dicotomía Norte-Sur) y, además, estaban separados por una ancha franja central medio inexplorada. Era en esa ancha franja en la que, merced a los acuerdos de 1851, habían sido situados muchos indios desplazados de las zonas ya tomadas por el hombre blanco. Es posible que alguien pensara que de esa manera se diseñaba un status quo estable; pero no es verdad. Era sólo cuestión de tiempo que las gentes del Este y del Oeste se planteasen que ambas zonas debían estar, de alguna manera, conectadas. En algún momento, Estados Unidos llegó a pensar que la mejor alternativa para los transportes de largo recorrido sería utilizar las vías fluviales y canales por construir; pero la idea se desechó muy pronto. La conexión debía de ser por tierra.

La primera conexión entre las dos mitades de EEUU lo fue por diligencia, en 1857, merced a la concesión realizada en dicho sentido a favor de la empresa John Butterfield & Associates. La diligencia Butterfield salía de Tipton, Missouri, que era el pueblacho al que llegaba la línea de ferrocarril del Este (San Luis-Kansas), y tenía paradas en Menfis, Little Rock, Preston, El Paso y, finalmente, diversas poblaciones de California. El primer viaje lo hizo el 15 de septiembre de 1858, y tardó 24 días y 18 horas. Por lo tanto, unos 180 kilómetros diarios, lo cual no es mucho si tenemos en cuenta que la diligencia rulaba incluso de noche (en algún punto de mi biblioteca tengo un librito de aquella época con el precio, y creo que la duración, de las líneas de diligencia existentes en España. A ver si un día lo encuentro y os lo comento).

De hecho, ésta de las diligencias es otra de las imágenes popularizadas por el cine que tienen poca relación con la realidad. En las pelis vemos los carromatos lanzados a toda velocidad por la pradera. La verdad es que las diligencias del siglo XIX en EEUU avanzaban poco menos que a paso de hombre, en viajes desesperantes. Ciertamente, si las diligencias hubiesen ido a uña de caballo por la pradera, en caminos por supuesto no asfaltados y llenos de piedras y obstáculos, los que iban dentro difícilmente habrían sobrevivido.

Cada, como mucho, 25 kilómetros, la diligencia cambiaba los caballos. En alguna de aquellas casas de posta había pequeños hostales para servir comida a los viajeros (hasta nueve), que casi con unanimidad éstos calificaban de bazofia. Una cosa no ha cambiado: el límite de equipaje, 11 kilos, era casi el mismo que hoy en los aviones. Los caballos, pues, cargaban con: nueve pasajeros, o sea unos 620 kilos; 5 de tripulación, 350 kilos. La diligencia, que vaya usted a saber lo que pesaba. Y hasta 100 kilos de equipaje.

La diligencia, contra lo que parece en el cine, no resolvía bien, en realidad no resolvía casi en lo absoluto, el problema del transporte entre zonas del país. Especialmente el transporte de mercancías, que era extremadamente complejo y lento. Para resolver este problema fue por lo que nació el Pony Express, y es sorprendente cómo es posible que un servicio tan efímero (apenas funcionó durante un año), fracasado (la empresa quebró) y caro (costaba el fortunón de 5 dólares por cada 30 gramos transportados) haya adquirido tanta fama con el tiempo. Pero la cosa tiene su justificación en la admiración que despertaron sus jinetes, en muchas ocasiones apenas adolescentes, por los riesgos a que se enfrentaron.

El jinete del Pony Express viajaba solo, y desarmado. Su fuerza era su capacidad de salir de najas si lo perseguían, sobre todo los indios. Por ello, la compañía reclutaba jinetes expertos y un tanto temerarios quienes, al ingresar en la empresa, tenían que jurar que durante los viajes ni beberían, ni blasfemarían, ni se pelearían, y recibían una Biblia como reconocimiento. Cubrían trayectos como los de la diligencia, más o menos, pero en menos de la mitad de tiempo: unos diez días. A menudo, los jinetes reventaban a los caballos, situación en la cual debían tomar la saca del transporte y llevarla a pie hasta la siguiente posta. Algunos, yo no diría que muchos, morían en el viaje, o bien por caídas de caballo o sucedidos parecidos, o bien asesinados por los indios.

Si en el día presente existiese el Pony Express, sus jinetes serían pandilleros de 16 años, que acabarían reventando a los caballos a base de darles la murga con el hip-hop.

En 1862, sin embargo, el panorama cambió radicalmente con la decisión del presidente Abraham Lincoln de autorizar la construcción de dos líneas férreas: la de la Union Pacific Railroad Co., que empezaría en Nebraska para llegar a California; y la de la Central Pacific Co. of California, desde San Francisco a Nevada (trayecto posteriormente ampliado).

Los constructores del ferrocarril recibían, merced a su encargo, jugosas transferencias de subvenciones desde Washington, así como la concesión de terrenos con los que se harían años después pingües beneficios; el ferrocarril traía la colonización, la colonización dinero, y la primera mano que estaba allí para recoger las plusvalías era la de los propios constructores. De este beneficio objetivo surge la obsesión de la Union Pacific  y Central Pacific por terminar sus líneas antes que el competidor; no era una cuestión de prestigio, sino de pasta.

El proyecto de la Union Pacific comenzó el 2 de diciembre de 1863, pero la línea no avanzó significativamente hasta después de la guerra civil, cuando fue nombrado director de la compañía un militar, Grenville Dodge, en cuyo honor existe hoy la ciudad de Dodge City. Por cierto, que Dodge City es también famosa por otro tema que os sonará. Era tal la población de seres prostibularios y fieles a la pendencia de la ciudad, que tenían un cementerio para ellos solos: Boot Hill, la colina de la bota, así llamada porque allí sólo se enterraban personas que no hubiesen muerto en la cama, sino con las botas puestas.

Tras la guerra, la Central Pacific, que iba un poco retrasada, decidió hacer un intento para alcanzar a su competidor. Así, contrató a 13.000 irlandeses y 16.000 chinos, casi de una tacada. En los tebeos de Lucky Luke, los constructores de las vías son chinos e italianos; lo recuerdo porque en una escena. ante la eventualidad de una explosión, los obreros gritan: ¡Campi qui pugi!, sálvese quien pueda, en italiano. Ignoro por qué esa nacionalidad, ya que la emigración italiana a América es algo posterior.

Aquellos 29.000 pares de brazos funcionaron. En seis años, terminaron la obra, que había sido agendada para diez. Fue en 1866, cuando la Central fue autorizada a construir más línea a partir del borde de Nevada para encontrarse con la vía de la Union, cuando se produjo la mítica y famosa competencia entre ambas, a ver quién construía más vía y encontraba al otro más cerca de su casa. La competencia fue tan dura que cuando ambos ferrocarriles estuvieron cercanos, hubo enfrentamientos entre cuadrillas de obreros a hostia limpia. No sólo eso sino que, cuando ambas vías llegaron para converger, las dos compañías, buscando con ello conseguir más dinero de Washington, siguieron construyendo vías paralelas, pretextando diversas razones. Finalmente, el Congreso americano dictaminó que ambos ferrocarriles debían encontrarse en el pueblo utense (de Utah) de Promontory Point. Allí, en el promontorio, se encontraron el 10 de mayo de 1869.

Y, mientras tanto, ¿cómo estaban los indios?

Pues, cabreados. Llegada la séptima década del siglo, los indios habían comenzado a experimentar la presión de los blancos en sus tierras, a pesar de que, en su mayor parte, se trataba de tierras asimismo otorgadas por los blancos. El primero en cabrearse fue Cuervo Pequeño, jefe sioux, quien, el 18 de agosto de 1862, fue responsable de una importante matanza de colonos en Minnesota.

No les faltaban razones a los sioux para cabrearse. El Senado norteamericano había modificado ya, varias veces, los límites fijados en 1851, conforme los colonos blancos habían ido mostrando interés por parte de los terrenos adjudicados a los indios. Los sioux, para entonces, estaban divididos en dos grandes bandas: los llamados campesinos eran aquéllos que estaban dispuestos a adaptarse a la situación (aquí los habrían llamado, pocos años después, cimbrios), lo cual significaba, mutatis mutandis, vivir de los subsidios gubernamentales. Los otros, los llamados salvajes o sioux de la manta (por negarse a llevar pantalones y taparse los remueldes con mantas de colores), preferían luchar.

Dado de que los sioux se habían llevado mujeres y niños blancos, la guardia de Minnesota salió en busca de ellos. En dos pequeñas batallas, ocurridas en Big Hound y Stony Lake, los indios fueron derrotados y devolvieron los rehenes.

Otro de los lugares comunes extendidos por la literatura, el cine y el buenismo antropológico es una leyenda urbana que dice que los indios trataban de puta madre a sus rehenas. Algunos textos dicen que si les hacían una herida en la planta del pie para que pasaran semanas sin poder andar; y que para cuando se curaban, las mujeres escogían quedarse con aquellos tipos tan guais. La puñetera verdad jodida es otra. En primer lugar, pocas veces una mujer blanca se acostumbró a casar con indio y vivir su vida, porque para dormir en tipis cuya construcción ha demandado el uso de ciertas cantidades de excremento, hay que valer. La comida no les molaba, las costumbres menos y, aunque la mujer blanca de entonces no es que oliese a Vittorio y Luchino precisamente, la verdad es que solía encontrar diferencias sustanciales entre su cheire, como decimos en mi tierra, y el de su marido forzado. A lo que hay que añadir que los indios no eran precisamente muy diplomáticos con ellas.

Las mujeres que sobrevivieron al secuestro del valle de Minnesota contaron verdaderas atrocidades que, una vez publicadas en la prensa local, germinaron en un ambiente generalizado en favor del exterminio de los indios. El juicio de Fort Snelling, donde fueron imputados los responsables de los hechos, fue cercado por las turbas, que querían linchar a los indios. Lincoln, aconsejado desde Washington, quería ser clemente, y lo fue. Perdonó a cientos de los encausados, pero no tuvo más remedio que ahorcar a los 38 más violentos.

Dos años más tarde, en Colorado, los indios arapahoes y cheyenes, aprovechando su derecho de salir de la reserva para cazar (en el post sobre Little Big Horn veréis que esta estrategia fue usada también por Toro Sentado), pasaron todo el verano y la primavera asaltando diligencias por la zona. En el otoño volvieron a la reserva y dijeron que eran pacíficos, pero ya era tarde. El ejército americano, al mano del coronel Chivington, entró en la reserva de Sandy Creek, donde practicó un verdadero genocidio en el que murieron hombres, mujeres y niños, hasta el último resto de ADN.

La apertura, en 1866, de la llamada Bozeman Trail, vía que unía el río Platte con Virginia City, generó un serio conflicto con los sioux. La carretera atravesaba sus lugares de caza, y por eso el jefe Nube Roja ordenó su sabotaje. El hombre blanco tuvo que construir tres fuertes en la zona para proteger las obras: Reno, Phil Kearny, y Smith. El caso es que los indios hacían la guerra gracias al hombre blanco; la Comisaría de Asuntos Indios, en efecto, repartía entre los pieles rojas fusiles de última generación, para quedar bien con ellos y facilitarles la caza. A ratos, con esas armas, ellos cazaban blancos.

La situación con los sioux, pero también con los kiowas, los cheyenes, los arapahoes y los comanches, se hizo tan insostenible que, en 1868, se convocó una especie de conferencia de paz en Fort Laramie. Aquéllos de vosotros que visitéis el post sobre Little Big Horn leeréis allí que el deficiente cumplimiento de los acuerdos de Fort Laramie, donde Nube Roja exigió la demolición de los tres fuertes, fue uno de los argumentos con que contó Sitting Bull para encabronar a los suyos contra Custer.

En 1869, los votantes americanos enviaron a la Casa Blanca al general Ulysses Simpson Grant, quien venía con ganas de fumar la pipa de la paz, motivo por el cual invitó a los jefes sioux a Washington. Pero no sirvió de nada. Grant, en su relativa ignorancia del mundo indio, creía haber parlamentado con los jefes de los indios; sin embargo, los tipos que en ese momento hostilizaban los caminos de Kansas, Colorado o Texas, jamás habrían obedecido a un jefe sioux.

Cuando Grant se dio cuenta de que no había conseguido nada fue cuando autorizó la creación del famosérrimo Séptimo de Caballería y puso al frente del mismo al teniente coronel Custer, dado que los indios lo temían (se decía que estaba tocado por una suerte sobrenatural) y había realizado ya acciones exitosas, como la del río Wachita cuando había diezmado a las huestes cheyenes del jefe Caldera Negra.

El 11 de septiembre de 1874, Barba Gris, jefe indio, interceptó en Fort Hays, Kansas, la carreta donde iba una familia de colonos blancos, los Germaine, camino de Colorado. Los indios mataron a los dos padres y a todos los hijos varones, y secuestraron a las cuatro hijas, la mayor de las cuales tenía cinco años. Tiempo después, una partida militar, comandada por un tal teniente Baldwin, se topó con el poblado de Barba Gris por casualidad. Baldwin, sin medios suficientes pues no tenía hombres a caballo sino 23 carretas, ordenó cargar con las mismas, en algo que se ha dicho muchas veces no tiene parangón en la Historia militar. Baldwin puso en huida a los indios y recuperó a dos de las cuatro niñas. Las otras dos nunca aparecieron; así de guais eran los indios con sus secuestradas.

Más al oeste, entre Texas, Arizona y Nuevo México, eran los apaches los que ponían problemas. Habían encontrado un jefe: Jerónimo, que sería finalmente capturado en 1886. En 1874, por lo demás, se produjo la tragedia de Little Big Horn; pero la resistencia india, en buena medida, se hacía ya en vano.

En mi post sobre la materia doy por hecho que Toro Sentado tenía muy claro que iba a perder la guerra con los blancos. Meses después de Little Big Horn, cuando los indios pudieron comprobar que tamaña humillación nada había cambiado, pudieron darse cuenta de hasta qué punto era verdad.

Todavía en 1877, sin embargo, hubo algún conato. Los narices perforadas, al mando de su jefe José, desenterraron el hacha de guerra, aunque su guerra fue un tanto peculiar, puesto que la practicaban mientras intentaban huir al Canadá. Durante los 75 días que duró la aventura, José pagó religiosamente todas y cada una de las viandas que se llevaba de las granjas por las que pasaba.

En 1890, cuando el presidente Benjamin Harrison resolvió quitarles a los indios el actual estado de Oklahoma y mandarlos a Dakota, los sioux se rebelaron por última vez. Toro Sentado, que para entonces era un reputado showman que realizaba espectáculos en el Canadá y colaboraba con el circo de Buffalo Bill, regresó para ponerse al frente de sus mesnadas. El 15 de diciembre, el ejército lo mató y consiguió controlar a los indios; aunque, la vuelta a Dakota, en Wounded Knee, se produjo un tumulto que acabó con la matanza de doscientos sioux más.

Tras algún tiempo en la cárcel, el apache Jerónimo salió libre y se empleó en el circo de Buffalo Bill. El circo se forró con él. En 1905, actuó en la ceremonia de juramento como presidente de Teddy Roosevelt.

Para entonces, los indios se habían convertido en el bello jarrón chino de la Historia de los Estados Unidos.

martes, julio 17, 2012

Fra Girolamo (7)


Carlos VIII tenía una ventaja sobre todos sus predecesores: reinaba sobre una nación ya construida. Todos los anteriores reyes franceses, desde Carlomagno, no fueron sino obstetras del enorme parto que fue diseñar y crear la nación francesa. Carlos heredó el resultado de aquella obra hercúlea y, consecuentemente, las ambiciones imperialistas que la caracterizarían durante los siguientes 300 años.

Carlos soñaba con emular a San Luis de Francia y dirigir una cruzada, que ya no lo sería contra los infieles, sino por la dominación de Europa. E Italia era su lógico objetivo. Contaba con muchísimos aliados dentro de la península y, muy especialmente, con el duque de Milán, Ludovico María Sforza, quien también estaba, a su manera, construyendo un proyecto centralizador del que beberían los arquitectos lombardos de la nación italiana casi 400 años después. Ludovico María había retirado del mercado a su principal rival en Milán, su fogoso sobrino Gian Galeazzo, encerrado en el castillo de Pavía. Gian Galeazzo, sin embargo, le facilitaba un elemento importante de su estrategia, puesto que se había casado con una miembra de la casa real napolitana, lo que le otorgaba, cuando menos teóricamente, derecho a reclamar esa corona.

Como suele ocurrir en muchos momentos de la Historia, el gobernante que quiere tocar las pelotas se busca justificaciones de alto standing para explicar su proceder. Carlos no fue una excepción y, no más piafó el primer caballo que desde París salía para invadir Italia, repitió a todos que aquella invasión era una Cruzada destinada a limpiar a la impía Italia. Esta teoría, que para Carlos no era sino un movimiento estratégico, encontró sin embargo oídos y voluntad animosos en la persona de Fra Girolamo Savonarola. Al buen dominico ferrarense afincado en Florencia, aquellas manifestaciones le sonaron a confirmación de sus profecías en el sentido de que el Vaticano estaba a punto de caer hundido bajo el peso de sus pecados.

Pero pasaron más cosas que abonaron las ideas de Savonarola. Desde el principio de su política imperialista respecto de Italia, París había temido que Nápoles, resistiéndose a ser invadida, buscase apoyo en el Vaticano. Una alianza con el Papa supondría para los reyes de Nápoles una importante ayuda militar. Los franceses intentaron impedir tal alianza, pero no lo consiguieron: en 1494, el papa Borgia y los napolitamos alcanzaron algo parecido a un Memorandum of Understanding. Cuando Carlos se enteró, se cogió un globo de la hostia y, consecuentemente, comenzó a bramar que la Iglesia necesitaba una reforma.

O sea, justo lo que Savonarola llevaba años gritando desde el púlpito del Duomo.

Savonarola, pues, tomó al rey Carlos VIII como la máxima expresión de sus profecías; y creyó tanto, y tan profundamente, en ello, que no fue capaz de ver que el rey francés no era sino un hábil político más, a la búsqueda de su propio interés, preparado para vender a su madre a plazos si era necesario para conseguir lo ambicionado. Lejos de ello, Savonarola comenzó a referirse en sus sermones al rey francés como “la Espada del Señor”, es decir, el elemento del mundo mortal escogido por Dios inmortal para hacer su Justicia. Y más: “¡Florencia! El tiempo de danzar y cantar ha pasado. Es la hora de llorar tus pecados con torrentes de lágrimas. Tus pecados, Florencia. Tus pecados, Roma. Tus pecados, Italia, son la causa de esta catástrofe. ¡Arrepentíos, rezad, uníos!”

Fra Girolamo, puesto que veía en Carlos VIII a un agente de Dios, pensaba que éste se pasearía por una Italia de ciudadanos que lo recibirían de rodillas en el borde de los caminos. Pero no fue así. Para su desesperación, la entrada del francés en Italia fue lentísima. En realidad, más que lenta, fue problemática. La aventura italiana del rey francés no era nada popular entre sus ciudadanos, que temían el enorme coste en impuestos que podría tener una guerra contra la potente armada papal; ningún católico podía olvidar, además, la potencia que siempre había exhibido el Vaticano a la hora de conseguir aliados. Los franceses, por lo tanto, temían llegar a encontrarse como Hitler en el siglo XX, peleándose con casi todos y disfrutando de la ayuda de aliados más bien débiles.

El aspecto financiero adquirió más y más importancia. Ludovico Sforza tuvo que engrasar las ambiciones del rey de Francia con 200.000 florines; el propio Carlos empeñó las joyas de la corona. Se endeudó hasta las cachas con los banqueros genoveses (ya para entonces conocidos por los catalanes en España con la nada elegante expresión “moros blancos”) y buscó la paz con España y Austria a base de cederles territorios, lo que encabronó todavía más a los franceses. La expedición sólo comenzó en agosto de 1494 después de que el Sforza aflojase otros 50.000 florines del ala; a su paso por Turín, el rey francés vendió las joyas de su tía, la señora de Saboya, y de la marquesa de Montferrat. Mucho tuvo que remar Ludovico para convencerle de que se llegase a Annone, en las afueras de Milán; aunque a la mayor parte de su ejército lo envió a Génova, camino por el cual los franceses se follaron hasta a las ardillas.

La expedición tenía que fracasar. Pero no lo hizo por un golpe de suerte. La flota francesa, que iba navegando entre cubata y cubata camino de Génova, avistó la flota napolitana. Finalmente, el enfrentamiento fue inevitable y, mamados y todo, los galos le dieron a los napolitanos hasta la esquina inferior derecha del yeyuno. Luego sometieron a la ciudad de Rapallo a un cañoneo brutal, desembarcaron allí, saquearon la ciudad y no dejaron ni una virgen de menos de 104 años en las calles. El anuncio del saco de Rapallo tuvo en los italianos el efecto que tendría en los holandeses el español de Malinas algún tiempo después. Italia, siempre tan proclive al heroicismo, bajó los brazos y saludó al rey francés como si lo conociese de toda la vida.

El francés lo tenía a huevo. Tenía una alianza con Milán. El segundo gran poder italiano (secular, claro está), Venecia, no se metería con él ahora que había demostrado que sabía destrozar flotas. Y el tercero, Nápoles, acababa de recibir una paliza. Sin embargo, el francés amagaba con volver grupas todos los días impares, acojonado como estaba con los informes que le llegaban sobre las cosas que se rumoreaban de él en los puentes del Sena. Sforza lo empalmaba con proyectos inconmensurables: una vez tomado Nápoles, le decía, serás fuerte para echar a los musulmanes de Constantinopla. Sabemos, sin embargo, que la noche que Carlos durmió en el castillo de Pavía, por lo tanto en el ducado de Milán, ordenó doblar la guardia. Claramente, no se fiaba de Sforza.

El otoño de 1494 pilló a los franceses sin un puto duro, en los primeros repechos de los Apeninos, y bajo una lluvia del carajo. A Carlos, toda la ilusión por aquella movida se le estaba escapando, y llegar a las puertas de Florencia no calmó su nostalgia. Los sobrinos de Piero de Medici le presionaban para que tomase la ciudad y la provincia, tras lo cual, le decían, también tendría de su lado Lucca y Pisa, felices de liberarse del mando toscano. Lo intentó, sin mucha convicción, chocando contra las murallas de la fortaleza de Sarzana. Entonces cambió de rumbo y fue a Pisa, donde entró en medio de vítores. Vítores, en buena medida, financiados por Ludovico Sforza, probablemente también responsable de que las espontáneas turbas derribasen una famosa estatua urbana, el león Marzocco, símbolo del gobierno florentino, y la sustituyesen por otra del propio Carlos.

Pisa, pues, avanzaba la bandera de la libertad respecto de Florencia. Pero, Arno arriba, en la propia Florencia, la ciudad abrazaba otra bandera: la de la libertad respecto de Piero de Medici.

Este pobre Pierino es conocido por la Historia como el Desafortunado, aunque, en realidad, debería ser conocido como El Tonto del Culo. Piero de Medici, en efecto, era uno más de esos machos alfa musculitos que creen que todo en la vida en jugar al fútbol y andar con tías. Cuando eres administrativo de una correduría de seguros, puede que la posesión de tan limitadas convicciones nunca te delate. Pero cuando eres el gobernante de una ciudad, ya la cosa cambia. Piero era un florentino gilipollas; tenía de florentino todo ese maquiavelismo de quien busca en cada momento la idea y la alianza que más le conviene. Pero tenía de gilipollas que sus cambios eran tan bruscos, y tan frecuentes, que acababa por cabrear a todo el mundo. En apenas un parpadeo, Piero de Medici pasó de apoyar a los napolitanos a enviar a Piero Capponi, su teórica mano derecha, a parlamentar con el rey francés. Y le dio unas instrucciones tan egoístas (o sea, que negociase para él, no para Florencia) que Capponi llegó a proponerle al rey galo que expulsase de Francia a los mercaderes florentinos, con tal de ganarse su apoyo personal.

A las puertas de una Florencia donde había un cabreo del setenta y dos contra su gobernante, el rey francés reclamó salvoconducto para atravesar la provincia. El gobierno de la ciudad le respondió con evasivas, y el francés se encabronó. Para cuando la Signora envió parlamentarios al campamento de Carlos para decirle que sí, que podía entrar en territorio de Florencia, éste ya lo había hecho, y no de muy buenas pulgas.

Piero de Medici voló a Pontremoli a entrevistarse con Carlos. Ante él, se bajó los pantalones y hasta se separó las nalgas. Le entregó Pisa y diversos castillos, entre ellos Sarzana, al que obligó a rendirse porque los franceses no habían podido tomarlo. Le otorgó tantas concesiones que cuando el documento llegó a Florencia, para recabar el preceptivo (y otras veces simbólico) nihil obstat del gobierno de la ciudad, los burgueses se encolerizaron y el propio Capponi llamó a la revolución.

El gobierno de la ciudad de Florencia, ya completamente euskaldunizado de su teórico gobernador, Piero de Medici, a quien incluso negaron el saludo, decidió enviar su propia embajada negociadora ante el rey francés. Hacía falta, además de políticos hábiles, alguien con adecuado don de la palabra. Y Piero Capponi pensó en una persona a la que admiraba mucho.

Girolamo Savonarola exigió hacer el camino hacia Pontremoli a pie. Sólo la agudeza y paciencia de Capponi consiguieron que aceptase ir a lomos de una mula.

Paso a paso



La vida se hace de pequeños sueños cumplidos.

La colección de La Soli, o Solidaridad Obrera, de mayo y junio del 37. El principal periódico anarquista de Barcelona, en las turbias jornadas que comenzaron con las crisis de gobierno nacional yt catalán, y terminaron con una guerra en las calles en las que los comunistas se llevaron por delante el poder de la CNT y del POUM.

Joder que me ha costado años. Pero el que la sigue, la consigue. A veces.