viernes, septiembre 14, 2012

Breve historia de la ariosofía (y 5: los wiligutis)

Parte 1: En el fondo, todo empezó con Riemann.
Parte 2: La Blavatsky
Parte 3: Guido von List
Parte 4: Jörg Lanz von Liebenfels
Parte 5: La Sociedad Thule



En la década de los veinte, la Sociedad List, encomendada a la conservación de las teorías de su fundador, se desarrolló bajo los auspicios de uno de los discípulos del maestro, Philipp Stauff; y, tras el suicidio de éste, el 17 de julio de 1923, por su mujer, Berta. Sobre la base de este movimiento nació una nueva ariosofía de posguerra, de la mano de Rudolf John Gorsleben. Los sucesos de Baviera le empujaron hacia la Sociedad Thule. En abril de 1919 fue arrestado por los comunistas junto con Dietrich Eckart, aunque la habilidad de éste último les ahorró la ejecución. En julio de 1921, Gorsleben fue designado Gauleiter de la sección de Baviera Sur de la Deutschvölkischer Schutz und Trutzbund, una organización radicalmente antisemita que en ese momento aun le disputaba el liderazgo völkisch en Baviera al NSDAP. En diciembre de 1921, sin embargo, Gorsleben rompió con esta organización y se alió con un activista que dirigía, con dinero nazi, una publicación llamada Der Stürmer, y que se haría tristemente famoso en la Historia: Julius Streicher. No obstante, su pelea con la DST provocó la retirada de Gorsleben de la primera línea del activismo político, y su conversión en un escritor fantasioso.

Gorsleben trató de continuar la obra de List. Abordó la traducción de la Edda y el rescate del lenguaje rúnico para, así, poder descifrar los mágicos conocimientos que, según él, atesoraban esos signos. Pero, vaya, para que veamos el nivel de seriedad intelectual que tenían sus elaboraciones, también desarrolló una teoría cristalógica, según la cual el carácter de cada persona podía ser identificado con un tipo distinto de cristal. En realidad, es que conceptuaba lo cristales como proyecciones sólidas de las runas.

La obra de Gorsleben está, en este sentido, repleta de interpretaciones un tanto forzadillas. El cubo, por ejemplo, tiene un significado religioso porque, una vez desplegado, tiene la forma de una cruz. O la palabra Kristall, cuya etimología, según Gorsleben, provendría de Krist All, siendo con ello una señal de la vieja religión atlante.

Gorsleben murió en 1930, pero el Gran Maestro de la sociedad de estudio de la Edda que fundara Gorsleben antes de morir, Werner von Büllow, siguió su labor. En 1933, la Sociedad Edda declaró públicamente su adhesión al NSDAP. Con su afirmación de que la revolución alemana respondía a fuerzas cósmicas a las que era obligado someterse, estaba, a su manera, sustantivando el principio fundamental del fascismo.

Como ya hemos dicho, la ariosofía, las teorías más o menos científicas sobre el origen de la civilización alemana y su pretendida superioridad racial, se tiene por fenómeno hitleriano cuando, en realidad, sería más exacto denominardo himmleriano.

La cúpula nazi está petada de personas con capacidades intelectuales bastante limitadas. Rudolf Hess, Von Ribentropp, el propio Hitler, no eran personas demasiado inteligentes, aunque ciertamente el último de ellos, y su jefe supremo, tenía una inteligencia estratégica nata y un asombroso dominio de los tiempos, además de una capacidad retórica electrizante. No obstante lo dicho, el poso del nazismo alemán está formado por personas normalmente de extracción cultural mediocre (que se aprecia en signos como el coleccionismo compulsivo de arte de Hermann Göring, bastante evidente signo de cierto complejo de inferioridad cultural). El desarrollo de la ariosofía, por otra parte, llevaba en los años treinta del siglo XX cosa de un siglo en manos de personas pretendidamente súper-expertas, pero muy poca cosa intelectualmente hablando. La mayoría de los ariósofos alemanes todo lo que hacen es beber de la fuerte corriente racista y antisemita del nacionalismo alemán de la segunda mitad del siglo XIX, y dejarse llevar por la tendencia, que es general en dicho momento, de manipulación nacionalista de la Historia. Los ariósofos alemanes no le dan muchas más patadas a la Historia real de Alemania que las que algunos escritores nacionalistas gallegos o vascos de la misma época le dan a la de España.

El ocultismo provee a todas estas personalidades intelectualmente limitaditas la herramienta ideal para esconder dicha mediocridad. Y a ninguno de ellos más que al Reichsfürer-SS, Heinrich Himmler.

No hay más que leer las memorias del médico personal de Himmler, el doctor Kesten. Aun y a pesar de que no es intención del facultativo finés escribir un texto que deje a su augusto cliente a la altura del betún, inevitablemente en los párrafos acaba surgiendo lo profundamente tonto del culo que era Don Enrique. Quizá la mayor prueba de imbecilidad se encuentre al final del libro, cuando Kesten relata las esperanzas que tiene Himmler de negociar, a través del conde sueco Bernadotte, la liberación de unos cuantos miles de judíos de los campos de concentración, a cambio de lo cual, sinceramente, el jerarca nazi parece esperar que los aliados le vayan a perdonar todo, todo y todo. Sólo alguien profundamente estúpido puede abrigar ese tipo de esperanzas, sabiendo como sabía Himmler todo lo que, inevitablemente, los aliados iban a acabar descubriendo cuando tomasen la totalidad de los territorios de dominación alemana durante la guerra. En eso Hitler, con su mano temblona, con sus locuras, con sus polladas, sabiendo como sabía que se tenía que suicidar, demostró ser bastante más inteligente.

Por todo esto y por mucho más, Himmler era un gran, grandísimo y devoto, creyente de todas las teorías que se han descrito en estas notas. Concebía el mundo, al estilo de la Blavatsky, como una especie de lucha permanente cuyos ganadores siempre desplegarían la mayor crueldad contra los vencidos; por eso le decía a Kesten que, verdaderamente, matar a lo niños judíos podía parecer jodidillo, pero que había que pensar que, si no, luego crecerían y se harían poderosos. Por eso mismo, también, amparó e impulsó los proyectos de los médicos nazis, que, radiando los ovarios (hasta la muerte) de centenares de mujeres judías, buscaban una técnica para reducir los nueve meses de gestación humana, y así acelerar la producción de arios.

No es extraño, por lo tanto, que Himmler acabase fascinado por la persona de Karl Maria Willigut, quizá el último ariósofo anterior al nazismo en sí mismo, a quien la Historia conoce como El Rasputín de Himmler.

El Totenkopfring o anillo de la muerte que llevaban en la mano los miembros de la SS fue diseñado por Willigut, como lo fueron otros signos y ritos de este cuerpo. Nació en Viena en 1866, y a los 14 años empezó la carrera militar; en 1903 era capitán. En 1889, ingresó en una organización seudomasónica; empezó pronto a escribir libros sobre etimología alemana, muy alineados con las teorías de List.

La Gran Guerra le sirvió para ascender a coronel y ser condecorado. Se licenció del ejército el 1 de enero de 1919, retirándose a Salzburgo.

Durante toda esta vida militar, Willigut había cultivado sus fantasías ariosóficas, pero con su retiro activo esta tensión se hizo más fuerte. Decía de sí mismo que era el último descendiente de una linea de sabios o chamanes alemanes que se perdía en la Prehistoria, los Wiliguotis o Uliligotis (suena como Los Diminutos, ¿a que sí?) de la Asa-Uana-Sippe. Decía ser una especie de medium respecto del pasado remoto del hombre, que era capaz de recordar. Fruto de estos recuerdos, afirmaba que la Biblia había sido escrita en Alemania. Hacía comenzar la historia del pueblo germano en el año 280.000 antes de Cristo, en un momento en que la Tierra tenía tres soles y estaba poblada por gigantes y enanos. En ese momento, surgieron los Adler-Wiligoten, que impusieron una era de paz que implantó la Segunda Cultura Boso y fundó la ciudad de Goslar, inicialmente llamada Arual-Jöruvallas, en el año 78.000 AC. En el año 12.500 AC, se desarrolló la llamada religión irminista germana, que sufrió el cisma de los wotanistas.

En el año 9.600 AC, Baldur-Chrestos, profeta irminista, fue crucificado por los wotanistas en Goslar. De alguna manera, sin embargo, el hábil Baldur consiguió desclavarse del madero y huyó a Oriente. A partir de ahí, se inició una ofensiva wotanista contra los irministas, que culminó con la destrucción de su último centro por Carlomagno.

Los Wiligotis, o sea los ancestros de Willigut, habían sido reyes sabios (Ueiskuinigs). Estaban en la Sajonia y actual Alemania cuando llegó Carlomagno con lo marines wotanistas para apiolárselos, pero ellos lograron escapar a las Islas Feroe, y después a Rusia Central. Fundaron la ciudad de Vilnius y, en 1242, emigraron a Hungría.

Con toda esta historia, es claro que Willigut se concebía a sí mismo como un sacerdote irminista eternamente perseguido por los wotanistas; persecución que, a principios del siglo XX, se centraba en las acciones de la Iglesia católica, los judíos y los masones. Es por esta razón que, a su retiro, Willigut formó una sociedad antisemita en Salzburgo.

La vida de Willigut, sin embargo, se complicó. La relación con su mujer, Malwine Leuts von Treuenringen, se jodió cuando se malogró su primer hijo varón, lo que para Willigut fue una tragedia de primer nivel, porque su tradición irminista establecía la herencia agnaticia. Es de suponer que la señora Willigut lo tuvo claro cuando su marido se puso tan de canto (aparte de que, probablemente, la sacudía), porque en 1924, y durante tres años, Willigut fue internado en un manicomio, contra su voluntad, donde los doctores dictaminaron que estaba como un congreso de cabras. Fue calificado de esquizofrénico con alucinaciones paranoides. Un juez de Salzburgo lo declaró incompetente.

Gracias a sus muchos contactos con las sociedades Edda, templarias, o la ONT, Willigut consiguió salir del sanatorio mental, y en 1932 emigró, sin familia, a Alemania, como huesped de Käthe Schaefer-Gerdau, mujer del tesorero de la Sociedad Edda.

En 1933 un amigo y co-creyente de Willigut, Richard Anders, que había ingresado en las SS como oficial, le presentó a Willigut, quien ya era un admirada autoridad entre los aficionados a las runas y tal, a Heinrich Himmler. Puestos frente a frente el esquizofrénico y el imbécil, el segundo, como no podía ser de otra manera, se creyó a pies juntillas que su interlocutor tenía memorias precisas y ciertas del pasado alemán, y decidió incorporarlo a su círculo. En septiembre de 1933, haciéndose llamar Karl María Weisthor, Willigut entró en las SS, y fue nombrado jefe de un Departamento de Prehistoria e Historia Antigua, integrada dentro de la Rasse und Siedlungshauptamt, la Oficina Racial y de Asentamiento.

En abril de 1934, Weisthor fue nombrado SS-Standartenführer, o sea coronel, y en octubre jefe de los archivos de su sección. Al mes siguiente, fue nombrado SS-Oberführer, teniente brigadier. Con todo ese poder, no tuvo problema en integrar en la SS a su principal alumno, Günther Kirchhoff.

Ya hemos dicho que Himmler era lo suficientemente naïf como para creerse cualquier cosa. Pero no la SS. En la SS, contra lo que se pueda pensar, había gente seria. Los miembros académicos de la SS tragaron saliva cuando Weisthor afirmó que el área del denominado palacio Eberstein había sido un importantísimo centro religioso irminista. Pero, en abril de 1937, estallaron; encargados de revisar un trabajo realizado por Kirchhoff sobre una piedra ritual encontrada en Baden-Baden, los académicos dictaminaron, básicamente, que Kirchhoff no tenía ni puta idea. En  1938 se rechazó otro trabajo de Kirchhoff, algo que él, inmediatamente, atribuyó a una conspiración católica.

En septiembre de 1936, Weisthor fue promovido a brigadier (SS-Brigadeführer) y adscrito al gabinete personal de Himmler. Pero el 28 de agosto de 1939 causó baja, en condiciones que no están muy claras, aunque podrían tener que ver con el fuerte deterioro físico que pudo surgir por la fuerte medicación que tomaba, así como el progresivo hundimiento que sufrió en el alcoholismo y el tabaquismo.

La SS no le olvidó. Le designó una acompañante, Elsa Baltrusch, con la que vivió en Berlín, en Goslar, en varios puntos, hasta terminar en Austria, donde le pilló la derrota alemana. Los británicos lo llevaron a un campo de prisioneros, donde sufrió un ictus que le paralizó medio cuerpo y le impidió el habla. Por ello, tanto él como su acompañante fueron autorizados a volver al domicilio familiar, en Salzburgo. No obstante, el viejo loco quería volver a Alemania, así que decidieron irse a casa de la familia Baltrusch. Pero no superó el viaje, y murió el 3 de enero de 1946.



Y hasta aquí, la historia de la ariosofía alemana. Yo supongo, amigo lector, que a poco inteligente que seas, y por muy mal escritas que estén estas crónicas, no pocas veces durante estos seis viajes a esta realidad, te habrás divertido. La ariosofía, en efecto, tiene unos matices chuscos que lo flipas; eso es innegable. Sin embargo, permiteme que, en los últimos estertores de esta crónica, me ponga un poco serio.

La historia de la ariosofía es una cosa muy seria porque demuestra cosas muy inquietantes. Las teorías justificativas del éxito del fascismo alemán son muchas, y algunas de ellas conducen casi a la conclusión de que era poco menos que inevitable que un movimiento como el NSDAP de Hitler triunfase en aquella sociedad. La verdad es que yo estoy bastante de acuerdo con esa visión. Alemania ha sido, y en parte sigue siendo (no olvidemos que la Anchluss no está completa), el gran problema inacabado de Europa. 

El hecho de que nuestro continente se dotase (cosa que no ha hecho ningún otro) de un poder residente de características extrañas, mitad temporal, mitad espiritual, causó históricamente dos víctimas, que son Alemania e Italia; casualmente, las dos espadañas del fascismo en los inicios del siglo XX. La existencia del Papado, más concretamente de los Estados Pontificios, bloqueó el destino de Italia durante 500 años, como bloqueó el de Alemania, convertida en el tablero fundamental del choque entre reformadores y contrarreformadores. Lo de Italia tiene menos importancia porque, tras la caída del Imperio Romano, nadie en sus cabales, de Lombardía para abajo, ha albergado la idea de que esa enorme península pueda volver a ser potencia mundial. Pero Alemania es otra cosa. Alemania es el centro de Europa; una de las regiones más ricas, más dinámicas, más bien dotadas, del mundo. Alemania está llamada desde la noche de los tiempos a ser una gran potencia mundial; aún mutilada y resumida en eso que llamamos Prusia, llegó a serlo.

El fascismo alemán es el resultado de esa tensión sexual no resuelta entre Alemania y el mundo que le rodea. Una tensión que esperó demasiado tiempo para ser resuelta; y el tiempo, en estos casos, es un caldo en el que se cuecen las gilipolleces, las interpretaciones cómicas, las idioteces, y los idiotas. 

Esta vertiente gilipollesca, sin embargo, habría encontrado más dificultades de haber sido la sociedad alemana una sociedad más consciente. Como ya he dicho, la clase media alemana estaba en disposición de creer la oferta de alguien que les prometiese ser por fin lo que merecían; pero que aceptase teorías tan peripatéticas como las que aquí se han descrito, ya es otra historia.

La historia de la ariosofía, por ello, es, para mí, una llamada de atención. Una llamada de atención sobre el género de estupideces que pueden llegar a aceptarse acríticamente cuando se desea que los datos confirmen una idea. El alemán de los años veinte, desesperado por el derrumbe de un imperio apenas recién reconstruido, imperio que había nacido para dominar Europa, se lanzó, a tumba abierta, a la caza de explicaciones sencillitas de la realidad, explicaciones incontrovertibles de puro absurdas, y las encontró en el entorno völkisch, que es la médula espinal del hitlerismo. 

No caigas, amigo lector, en el error, tan común, de concebir al alemán de principios del siglo XX como un ciudadano en minoridad social, que cayó en las garras de un listillo. El alemán de 1920 eres tú. O, si lo prefieres, para no ofenderte, soy yo. Porque a ti, como a mí, te asombraría hacer una lista de la cantidad de cosas que das por ciertas sin saber, en realidad, nada de ellas. Las das, las damos, por ciertas, por dos razones únicas: una, que queremos que lo sean; dos, porque cuadran con el resto de nuestro pensamiento. 

Que miles, decenas de miles y, al final del proceso, centenares de miles, si no millones, de ciudadanos razonablemente bien alimentados y educados, llegasen a creer que hubo una civilizarión aria original en los tiempos en que el mundo era cascada de colores, no te debe llevar a mascullar: "qué capullos, los europeos de principios del XX". Te debe llevar a preguntarte cuántas veces, hoy, aquí, ahora, ocurre lo mismo. 

Los fascistas siempre han vivido, y siempre vivirán, de quien no se hace esa pregunta. De quien ve una zanahoria ideo-filosófica, y la persigue eternamente, diciéndose a cada paso que eso es ejercitar su librepensamiento. Los alemanes de creyeron en Hitler creían estar ejerciendo su albedrío personal. Y es que lo estaban ejerciendo. Porque la triste realidad del ser humano es que, cuando se le da la libertad de elegir entre un diamante y un cajón de mierda, no sólo a veces, muchas veces, escoje la mierda; y hasta se siente con fuerzas de capitidisminuir, prohibir, encarcelar o ahorcar al que osa preferir la joya.

Los ariósofos estaban locos, y muchos de ellos eran puros y simples gilipollas. Mi consejo es: mira bien, no lo que opinas, sino por qué lo opinas. No sea que acabes convertido en uno de ellos.


... bueno, y si todo va bien, cuando ejecutemos a Savonarola, comenzaremos a contar, pasito a pasito, la historia de esa cosa que llamamos Mayo del 68.

jueves, septiembre 13, 2012

Fra Girolamo (9)

No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo y octavo capítulo.




La crisis abierta por las pretensiones del rey de Francia sobre la Toscana colocó a Girolamo Savonarola en el limbo de los grandes personajes políticos. Nadie dudó, cuando Carlos VIII se hubo marchado y Florencia quedó en sus propias manos, en llamarlo para que participase en el rediseño del gobierno de la ciudad. En realidad, aquella era una labor que ya no se concebía sin su concurso.

En tal circunstancia, Fra Girolamo no se traicionó a sí mismo. Subió al púlpito para decir bien alto que Dios quería que Cristo Jesús fuese el nuevo gobernador de Florencia. Aunque ésa era una declaración muy metafísica. En lo terrenal, Savonarola, de siempre simpatizante de los humildes, estaba con lo que allí se llamaba Partido Popular (sic). Plenamente integrado en dicha militancia, saludó la salida del rey francés de Florencia comenzando a organizar cuestaciones y otras movidas en favor de los humildes. Propuso, por ejemplo, que la subvención que se entregaba a la universidad de Pisa fuese gastada aquel año en los pobres, así como la venta de las riquezas de las iglesias por el mismo motivo. Pero, sobre todo, bramaba por la apertura de las tiendas y los negocios “a todas las personas que permanecen inactivas en las calles”. Convenció al gobierno de la ciudad para que formase una comisión especializada en el perdón de las deudas.

Este gobierno de la ciudad estaba formado por veinte electores, escogidos por aclamación popular. En aquel ambiente eufórico, los veinte recibieron el encargo de estudiar una reforma a fondo de la Constitución florentina. En realidad, no había mucho que reformar. La Constitución de Florencia molaba; era una ley básica republicana y bastante democrática; sólo que, bajo los Medici, las votaciones habían sido masivamente compradas y manipuladas, y los puestos clave ocupados por hombres de paja.

Aun así, la reforma se comenzó a diseñar, muy a la griega, pues todo lo sostendría una asamblea popular, con el poder inapelable de elegir a los magistrados locales. El Partido Popular y su principal jefe, Pietro Sorderini, quería aplicar en Florencia la Constitución veneciana, que entonces gozaba de enorme prestigio entre los, por así decirlo, progresistas italianos, por el largo periodo de normalidad y paz que había garantizado en el Véneto. Sin embargo, la adaptación no era fácil. El status quo constitucional veneciano, en el fondo, era oligárquico; se ejercía el poder democrático, pero por una minoría. En Florencia había fuertes tendencias puramente democráticas, que querían romper esa limitación. Uno de los grandes defensores de esta particularidad toscana era, precisamente, Savonarola.

La entrada de lleno de Savonarola en el mundo político le obligó a adaptarse a exigencias del guion social, cosa que no había hecho hasta el momento. Le obligó, por ejemplo, a hacer algo sorprendente: abandonar a las mujeres. Los florentinos del Renacimiento, que como acabamos de leer tenían problemas para entender que burgueses y obreros pudieran ser iguales, no estaban en disposición de aceptar la igualdad entre hombres y mujeres. Debió de ser triste y jodido para Fra Girolamo prohibir la asistencia de las féminas a sus sermones políticos, pero el caso es que lo hizo. Incluso les prohibió participar en las procesiones cuestatorias, a pesar de que contribuían con sus monedas; eso sí, consiguió arrancarle al machismo florentino el derecho a permanecer en el umbral de sus casas, con la puerta abierta. La cuestión era que, ahora que hablaba de temas de gobierno, se veía obligado a usar la razón; y el raciocinio no era algo que se supusiese las mujeres tuvieran.

En sus sermones, Savonarola explicaba que el régimen monárquico absoluto es, en teoría, el mejor de todos; pero era manejado por hombres y, tarde o temprano, el poder en manos de uno solo se desviaba lejos del interés común. La oligarquía, al establecer diferencias, era el germen de un enfrentamiento. Sólo consiguiendo que el mayor número posible de ciudadanos se sintiese cómodo se lograba la paz y la unión.

Así pues, propuso la creación de un Gran Consejo, al estilo veneciano, de elección popular, aunque restringida: sólo podían votar en el mismo los ciudadanos que tuviesen 29 años o más y pagasen impuestos, y sólo podían ser votados quienes, cumpliendo con estas dos reglas, además tuviesen antecesores que hubiesen ocupado algún tipo de responsabilidad. Así pues, la revolución savonaroliana tampoco era para tirar cohetes: de 90.000 habitantes que tenía Florencia, apenas 3.200 estaban representados en el sistema.

El Gran Consejo tenía tres partes, que se renovaban cada tres meses, y, la verdad, era un órgano bastante pesado a la hora de tomar decisiones. Por eso, del mismo salía un órgano de 80 miembros, que hacía las veces de Comisión Ejecutiva y, además, servía de enlace entre la asamblea y la Signoria, es decir el gobierno burocrático de la ciudad.

Hecha la reforma constitucional Savonarola abordó la del sistema fiscal, creando la Décima, un impuesto del 10% sobre la propiedad de exacción anual. La idea fue recibida con alegría en la ciudad, como siempre que un revolucionario cumple lo prometido; pero pronto Florencia se encontraría frente a frente con la jodida verdad. El hecho de que Pisa estuviese bajo el poder francés pronto generó una guerra entre ambas ciudades; y, además, había que pagar a Carlos la fuerte indemnización cuya admisión había sido el pivote fundamental de su marcha. En otras palabras, y supongo que al lector le sonará: cuando la Signoria miró las cuentas, se dio cuenta de que su déficit era mucho más grande de lo que había imaginado; demasiado grande para poder soportarse con impuestos democráticos de poder recaudatorio ignoto. Así las cosas, la ciudad tuvo que pedir a sus ciudadanos un préstamo, una derrama diríamos en una comunidad de vecinos, para poder atender los pagos de su deuda con el francés, y los florentinos fueron a la huelga general. En todo Florencia se generó una sicosis colectiva contra los acaparadores de oro; el pueblo se volvió incluso contra Savonarola, sabedor de que el cardenal Piero de Medici, la noche que huyó de Florencia, había dejado en San Marcos sus riquezas.

Ante la situación desesperada creada por el ejército de desempleados y endeudados, Savonarola impulsó la creación de un Monte di Pietá, una oficina pública de préstamos, lo cual le generó dificultades con los judíos, que vieron violado su monopolio como prestamistas. Hicieron valer su influencia ante el gobierno de la ciudad, que verdaderamente los necesitaba para ser rescatado de cuando en cuando. La respuesta de Savonarola fue subirse al púlpito y denunciar “el daño pestífero de la usura, practicado por la pérfida secta hebrea, odiada por Dios”. En las profundidades del ADN de algún pastor alpino austriaco, un futuro espermatozoide se corrió de gusto.

La inquina judía tenía su sentido. Los hebreos estaban, en ese momento, prestando al 32%, y el Monte de Piedad salió al mercado con préstamos al 6%, y la única condición que ponía era que el prestatario jurase que no se lo iba a gastar en juego (no estoy seguro, pero puede que esta expresión incluya también el alcohol y, sobre todo, las putas). No podía gastar en su funcionamiento más de 600 florines al año, cantidad magra, razón por la cual las personas que trabajaban en el Monte lo hacían gratis. Como no podía ser de otra manera, el sistema tuvo un éxito inmediato, así pues Florencia, poco tiempo después, procedió a prohibir las casas de usura de los judíos.

El siguiente paso de las reformas revolucionarias de Florencia fue la poli y los jueces. La justicia en la ciudad era administrada por un órgano, llamado algo así como Los Ocho de la Vigilancia y la Guardia, renovados cada dos meses. Tradicionalmente, los miembros de los Ocho pasaban esas ocho semanas corrompiéndose a toda hostia, o favoreciendo a sus iguales políticos, para así sacarle partido a su responsabilidad. La reforma defendida por Savonarola, conocida como la Reforma de las Seis Urnas, se basaba, fundamentalmente, en conceder a los ciudadanos el derecho de apelación al Gran Consejo. Pero, claro, el buen fraile se podía haber ahorrado ese paso si hubiese leído a los historiadores griegos o romanos; en sus páginas habría aprendido que no hay nada más fácil de manipular que una asamblea popular, porque las asambleas populares siempre están dispuestas a dejarse llevar por argumentos sencillitos y que les hablen a las tripas, la rapiña de los mercados y todo eso. Entonces, Savonarola pensó en restringir el derecho de apelación a Los Ochenta, pero el partido aristocrático (o sea, la derecha) puso pies en pared. Fue una jugada de maestro. El partido aristócrata no creía en la reforma, y vio pronto que si las apelaciones se dejaban en manos de un cotolengo de miles de pollos vociferantes, medio borrachos, cabreados, envidiosos y con ganas de dar por culo, las apelaciones, pronto, se convertirían en actos de injusticia tan evidentes y dolorosos, o más, que los que hasta entonces habían cometido Los Ocho. Y no solo no se equivocaron, sino que su postura aparecía como “democrática”, voz para el pueblo y bla, con lo que Savonarola, aun por encima, tenía que sonreír mientras le cortaban una pierna.

Tres meses después de comenzada la revolución, Savonarola podía decir que había hecho un huevo de cosas; pero también había conseguido en amalgamamiento de todo un partido político reaccionario en su contra. Fueron tantos, y tan hábiles, que en fecha tan temprana consiguieron contaminar incluso el propio Partido Popular, donde comenzaron a surgir, como corriente interna, los denominados Bianchi, Blancos, progresistas carentes de la significación religiosa del savonarolismo. Otra medida estrella de Savonarola, la amnistía general, había provocado que muchos de los partidarios mediceos liberados se hubiesen apuntado al Partido Popular para no despertar sospechas, donde formaron el grupo de los Bigi. Con todo, la peor oposición, ya lo hemos dicho, eran los aristócratas, que no habían podido parar muchas de las reformas revolucionarias, y que se hacían llamar Arrabbiati.

En todo este proceso de lucha política, se mezcló la pequeña lucha, no pocas veces de una condición mezquina y miserable como pocas, existente entre las diferentes órdenes religiosas, que con el éxito de Savonarola veían brillar la estrella dominica. Los franciscanos se aliaron rápidamente con los arrabbiati, e incluso algunos monasterios dominicos, celosos de la fuerza de San Marcos, se apuntaron. De hecho, los dominicos de Santo Spirito trataron de juzgar a Savonarola dentro de la orden por mezclarse en política.

Con todo, los asuntos internos no le iban del todo mal a Savonarola. Era en su política exterior donde estaba llamado a encontrar su némesis.

lunes, septiembre 10, 2012

Breve historia de la ariosofía (5: la Sociedad Thule)

Parte 1: En el fondo, todo empezó con Riemann.
Parte 2: La Blavatsky
Parte 3: Guido von List
Parte 4: Jörg Lanz von Liebenfels



Dado que Guido von List nunca tuvo vocación de líder, sino sólo de ermitaño mistabobo, debieron ser otros los que se ocupasen de hacer proselitismo de sus ideas. Y esos otros actuaron, fundamentalmente, a través de dos organizaciones: la Reichshammerbund, fundada en 1912, y su organización clandestina, la Germanenorden.

Al frente de la primera se encontraron el coronel Karl August Hellwig y Georg Hauerstein, mientras que en la orden germánica operaron personas como Hermann Pohl, Bernhard Koerner, Philipp Stauff o Eberhard von Brockhusen. Pero, sobre todos ellos, descolla Theodor Fritsch, probablemente el principal activista antisemita de antes de la guerra (o de después de la guerra, según se quiera mirar).

El antisemitismo de Fritsch no tiene una fuente ariosófica o teórica, sino bien palpable. Como acertadamente señala Karl Dietrich Bracher en su imprescindible La dictadura alemana, el antisemitismo alemán de los siglos XIX y XX tiene fuentes económicas muy precisas, relacionadas con la grave crisis que la evolución económica, la creación de grandes corporaciones, etc., genera al modelo de botiguers germánicos, artesanos, agricultores, etc. El final de la primera guerra mundial, y más concretamente, la disolución del imperio austro-húngaro, supuso echar gasolina a esta hoguera, pues creó, en la trastienda de los negocios alemanes, naciones nuevas que, para hacerse un sitio bajo el sol económico de Europa, hubieron de competir ofreciendo salarios muy bajos a cambio de productividades muy elevadas y niveles de formación equiparables.

Fritsch es el primer teórico que responsabiliza de forma directa al capital judío de la crisis del modelo económico tradicional alemán. En los primeros años del siglo, su movimiento, que había sido ya fundado en 1884, jugó a las alianzas políticas, pero fue rápidamente fagocitado por los partidos conservadores. Por eso, en 1912, Fritsch clamó por la creación de un movimiento más allá de los partidos políticos. Aunque, en realidad, el motivo fue otro: el estallido de la denominada en Alemania segunda crisis marroquí (julio 1911), que evidenció las grandes dificultades para el país a la hora de construir su propio imperio colonial, supuso una debacle en las elecciones de 1912 para los partidos conservadores (los social democráticos casi triplicaron su representación). En este ambiente, Heinrich Class, dirigente de otra organización antisemita, la Alldeutscher Verband (Liga Panalemana), publicó su manifiesto “Si yo fuera Kaiser” (Wenn ich der Kaiser wär!), en el que cargaba violentamente contra los judíos y llamaba a la imposición de una dictadura. Fritsch recomendó este folleto en sus publicaciones y, en una reunión celebrada en su casa en mayo de aquel año, decidió junto con otros correligionarios la fundación de las dos organizaciones antes citadas.

La Germanenorden creció muy rápidamente, aunque dicho crecimiento no estuvo exento de problemas. En una asamblea celebrada el 8 de octubre de 1916 en Gotha, Turingia, diversos miembros de la organización votaron en contra de la cancillería de la organización por parte de Hermann Pohl, movimiento al que respondió éste escindiéndose como canciller de la Germanenorden Walvater von der heiligen Graal. El general Erwin von Heimendinger le sustituyó al frente de la organización.

La cosa estaba ya madura para ver el nacimiento de organizaciones más elaboradas. Tales como la Sociedad Thule, y la figura de Rudolf von Sebottendorff.

Quien luego se conoció, gracias al mito de sí mismo que construyó, como barón Rudolf von Sebottendorff, había nacido el 9 de noviembre de 1875 en la pequeña ciudad sajona de Hoyerswerda. Era hijo de Ernst Rudolf Glauer, un maquinista de tren, y de Christianne Henriette Müller. Fue bautizado Adam Alfred Rudolf Glauer.

Con los años, el futuro barón desarrollaría una vida de aventurero que incluiría la prosprección de oro en Australia, entre otros episodios. A finales del XIX trabajó para los turcos. En Alejandría, en el 1900, tomó contacto con derviches y visitó las pirámides de Giza; lo cual, inmediatamente, disparó su interés por el ocultismo. Rápidamente, desarrolló la teoría (que, cabe suponer, provocaría arcadas en Hitler) de que la cultura germánica de las runas estaba emparentada con el misticismo musulmán.

El 25 de marzo de 1905, Glauer se casó en Dresde con Klara Voss, aunque se divorciaron apenas dos años después. En 1908, volvió a Turquía, alentado por las oportunidades económicas de la revolución de los Jóvenes Turcos.

En el nuevo nacionalismo turco, Glauer encontró las semillas de la que sería su ideología; sobre todo, el panotomanismo que preconizaba la dominación turca de todos los Balcanes. Su afición la alquimia y los rosacruces, y la reacción antibolchevique hizo lo demás para construir el teórico antidemocrático, antirracionalista y antisemita que luego fue.

Glauer afirmó que había sido naturalizado turco en 1911 y que en dicho año, también bajo la ley turca, había sido adoptado por el barón Henrich von Sebottendorff. Puesto que dicho acto no era legal en Alemania, el acto se repitió en 1914 en Wiesbaden, esta vez realizado por Siegmund von Sebottendorff von der Rose y, aún, más tarde por la viuda de éste, en Baden-Baden. El 15 de julio de 1915, se casó con una divorciada, Berta Anna Iffland. En 1916, en la localidad termal de Bad Aibling, Sebottendorff le echó un ojo a un periodico de la Germanenorden donde aparecían unas runas, y decidió apuntarse. En septiembre de 1916, mantuvo un encuentro en Berlín con Hermann Pohl, tras lo cual se convirtió en un activo acólito del mismo en Baviera. En diciembre de 1917, fue nombrado Maestro de la provincia. En 1918 conoció al que se convertiría en su mano derecha, un estudiante de arte y herido de guerra llamado Walter Nauhaus.

A partir de ahí, la actividad de la orden en Munich creció exponencialmente. Las reuniones se celebraban en el domicilio de Sebottendorff (en la Zeigstrasse de la ciudad); pero en julio de aquel año la organización era lo suficiente solvente como para alquilar salones para 300 personas en el Hotel Vierjahreszeiten (las cuatro estaciones, si no está muy apolillado mi alemán).

Puesto que las reuniones tenían contenido ariosófico, pero también político, y para desviar la atención de los grupos y fuerzas de izquierdas, a la orden en Baviera la comenzaron a llamar sus miembros Sociedad Thule, considerando que eso despertaba menos reticencias. Thule deriva de la tierra descubierta al norte del norte por Pitias allá por el año 300 AC. Sebottendorff identificaba Thule con Islandia, país de gran importancia para los ariocéntricos, pues para muchos de ellos era la tierra remota que habían encontrado los arios puros para refugiarse cuando fueron empujados por las razas menores. Para los españoles de mi generación, Thule es esa tierra norteña cuya reina, Sigrid, era el pibón aquél que sostenía un eterno y casto noviazgo con el Capitán Trueno.

La tarde del sábado 9 de noviembre de 1918, apenas unas horas después de eclosionar la llamada revolución bávara, la Sociedad Thule celebró una velada musical. Los Wittelsbach, o sea los borbones cerveceros (bávaros) habían huido como valientes, el gobierno legal había dimitido, y la ciudad estaba en el poder teórico de los soviets. Para los thules, estos hechos eran algo inconcebible y estaban, por supuesto, dirigidos por judíos (la revolución bávara, de hecho, estaba dirigida por el judío Kurt Eisner). En la oración dedicada por Sebottendorff a los hechos aquella tarde puede observarse la importante imbricación que existe entre la reacción nazi como anticomunismo y la reacción nazi desde raíces más ariosóficas, relacionadas con la permanencia de un orden en peligro: Wir enlebten gestern den Zusammenbruch alles dessen, was uns vertraut, was uns lieb und wert war. An Stelle unserer blutsverwandten Fürsten herrscht unser Todfeind: Juda. Ayer, hemos experimentado el colapso de todo lo que nos era familiar, querido y valioso. En el lugar de nuestros príncipes de sangre germánica se encuentra ahora nuestro enemigo: Judas.

Estas palabras convirtieron a Sebottendorff en algo más que un parlanchín seudofilosófico; lo convirtieron en un líder contrarrevolucionario.

El barón prestado había, para entonces, medrado ya como dirigente, también de forma financiera. Es por esto que, en 1918, a la muerte de un financiero muniqués llamado Franz Eher, adquirió un pequeño semanario que, desde 1868, llevaba una vida modesta. Por 5.000 marcos, Sebottendorff se hizo con la propiedad del Beobachter, que él rebautizó como Münchener Beobachter und Sportblatt. Cuando, en 1919, coincidiendo con la revolución en Munich, H. G. Grassinger, jefe de producción del periódico, fundó el Deutsch-Sozialistiche Partei (DSP), Sebottendorff trasladó la sede de la publicación a la del partido, y convirtió la hoja en su boletín oficial.

En el verano de 1919, el periódico se convirtió en una sociedad limitada de 120.000 marcos de capital cuyos accionistas eran Käthe Bierbaumer, la mujer de Sebottendorff, con 110.000 marcos; y Dura Kunze, hermana del barón, con 10.000. Pero apenas un año después, la Franz Eher Verlag tenía una distribución bien distinta. Su mayor accionista minoritario seguía siendo Käthe, pero sólo con 46.500 marcos; Dora Kunze conservaba sus 10.000. En el resto, Franz von Fleilitszch tenía 20.000 marcos. 10.000 marcos, cada uno, tenían: Gottfried Feder, Franz Xaver Eder, Wilhelm Gutberlet, y Theodor Heuss. Y completaba el accionariado Karl Alfred Braun, con 3.500 marcos.

En esta lista encontramos a uno de los seguidores de Hitler de primerísima hora (Feder), a miembros de Thule como Fleilitizsch o Heuss... Todos ellos, probablemente, formaron parte de una movida para arrebatar a la familia Sebottendorff el control del Beobachter. De hecho, en diciembre de aquel mismo año de 1920 ya sólo había un accionista: Anton Drexler, quien el 5 de enero de 1919, en la Fürstenfelder Hof Tavern, había fundado el Deutsche Arbeiterpartei (DAP); que, en febrero de 1920 se había convertido en el NSDAP. En noviembre de 1921, las acciones fueron nominalmente transferidas a la persona de Adolf Hitler, quien en septiembre de 1919 había asistido, por primera vez, a un mitin del DAP, y que rápidamente había ido ascendiendo al liderato de la formación.

Pero ya hemos dicho que Sebottendorff se convirtió, tras el golpe de Einer, en algo más que un teórico. No sólo aportó al movimiento nazi el que sería su órgano de expresión, sino que, a lo largo del periodo posrevolucionario, coordinó el acopio clandestino de armas para un movimiento contrasoviético. También diseñó un plan, fallido, para secuestrar, y probablemente asesinar, a  Eisner en Bad Aibling. En todo caso, durante el periodo de dominación comunista en la patria de la cerveza alemana creó grupos armados, la conocida como la Kampfbund Thule. Pero no fue éste un movimiento alocado de un pasado de vueltas: Sebottendorf fue autorizado por el gobierno refugiado en Bamberg para reclutar gente.

En febrero de 1919, Eisner fue asesinado por el conde Arco auf Valley, un judío resentido porque no le habían dejado entrar en Thule; se formó un gobierno de inspiración cristianodemócrata bajo la dirección de Johannes Hoffmann, que no logró devolver la normalidad a la ciudad; en esas circunstancias, hubo de refugiarse en Bamberg. El 6 de abril, un grupo anarquista había proclamado la República Soviética Bávara, y el 13, los comunistas tomaron el poder. La ciudad entró en una fase de violencia gratuita y, en términos generales, puta mierda.

Hoffmann, en Bamberg, fue incapaz de organizar una resistencia por sí sola, así pues se vio obligado a aliarse con las fuerzas más radicalmente conservadoras. Llamó entonces a las Frei Korps, a Von Epp, a Sebottendorff, a todo dios. El 26 de abril, los comunistas entraron en la sede Thule y detuvieron a su secretaria, la condesa Heila von Westarp, y seis personas más, a las que fusilaron el día 30. Uno de estos fusilados era el príncipe Gustav von Thurn und Taxis, miembro de una de las más rancias familias aristocráticas alemanas (que da nombre a un montón de vehículos coloreados en las ciudades del mundo entero), lo que fue un gravísimo golpe de imagen para el régimen sovietobávaro.

Cuando el llamado Ejército blanco contrarrevolucionario entró en Munich, el 1 de mayo, se encontró la ciudad en medio de una rebelión interna, que había sido organizada, instigada y ejecutada por los Thule. Cuando se logró restablecer la normalidad, regresó el gobierno Hoffmann de Bamberg; pero para todo el mundo era evidente que aquel Ejecutivo era rehén de las fuerzas radicales que le habían pavimentado el camino de regreso al poder.

El último servicio que rindió la Sociedad Thule al radicalismo conservador ultranacionalista alemán durante los difíciles meses de la revolución bávara fue acoger en sus salones del hotel Vierjahreszeiten a algunos de los líderes y formaciones de su cuerda que habían sido hostilizados, cerrados o perseguidos por el régimen. En la lista de acogidos hay nombres como los de Alfred Rosenberg, Dietrich Eckart, o Rudolf Hess.

¿Qué pasó con Sebottendorff tras las jornadas de Munich? Pues fue acusado de negligente por otros miembros de la sociedad por haber dejado en la sede los archivos de sus miembros, lo que permitió a los comunistas, cuando la tomaron, tener información preciosa de a quién y dónde encontrar. Por esta razón, el barón no volvió a asistir a reuniones de la sociedad. Abandonó la actividad política y se conformó con dirigir un pequeño periódico sobre astrología. En 1923 se fue a Suiza pero regresó en 1933, tras la victoria de Hitler, para refundar la Thule. Sin embargo, sus constantes apelaciones públicas en el sentido de que él había inventado el nacionalsocialismo (lo cual, desde un punto de vista teleolo-ideológico, no era ninguna imbecilidad) le granjearon las iras del gobierno, para el cual obviamente, todo había empezado en Mein Kampf. Así pues, fue arrestado en 1934 y, cabe suponer, acojonado en proporción suficiente como para que se marchara del país, de nuevo a Turquía. Parece ser que en Estambul trabajó para la inteligencia alemana hasta que el ejército germano abandonó la ciudad, en septiembre de 1944. Las informaciones más probables apuntan a que medio año después se suicidó tirándose al Bósforo.