viernes, octubre 05, 2012

Republicanos vietnamitas

[¡Chúpate ésta, Tiburcio!]


Aquellos de vosotros que dominéis mínimamente el francés (el idioma, quiero decir) y seais ratas (de librería, quiero decir) quizá podáis encontrar, algún día, un libro editado en 1973 en París, reeditado al menos una vez en 1990, llamado Les soldats blancs de Ho Chi Minh. Su autor fue Jacques Doyon y con ello escribió quizá la mejor investigación sobre aquellos hombres, muchos, europeos y blancos que lucharon al lado de Ho por la liberación del Vietnam del yugo francés (esto es, en la guerra anterior a ésa que todos conocemos como guerra de Vietnam).

La lectura del libro os va a sorprender. Doyon, obviamente, buscaba, al escribirlo, rastrear los signos de franceses que un día decidieron, normalmente por razones ideológicas, pasarse al otro lado y luchar, de alguna manera, contra sí mismos. Pero el trabajo de hacer la nómina de gabachos, Doyon encontró muchos españoles. De ellos va este post porque, además, que yo sepa estos hispanos no han sido demasiado investigados.

Los republicanos de Vietnam.

España y Vietnam tienen una historia más estrecha de lo que parece. En el Saigon francés existió una calle Tay Ban-Nha (pronúnciase algo así como teebaña), que es como se dice España en vietnamita. Esto es así porque Francia tiene mucho que agradecerle a España en lo que se refiere a su aventura colonial asiática.

En 1825, el emperador Minh Mang proveyó a los europeos de una primera razón para invadir Vietnam, tras su decisión de emitir una ley de persecución de los cristianos. En 1840, tres misioneros españoles fueron asesinados en el país, acción que dispara los planes franceses para desembarcar en Conchinchina. Estados Unidos, preocupado, advierte en 1845 que no está dispuesto a tolerar aventuras colonialistas en la trastienda de China. Sin embargo, los acontecimientos de ponen a favor de los franceses. En Tonkin, un cura asturiano, apellidado Díaz Sanjurjo, es detenido (y, como se sabrá después, decapitado). En 1857, España, a través de su cónsul en París, pide formalmente a Francia que envíe un barco a la zona para liberar al sacerdote. Pero para cuando el conde Kleczkowski llega a Tonkin desde Macao, monseñor Díaz ya tiene separada la cabeza del cuerpo.

España, en noviembre de ese mismo año, promete el envío a la zona de 12.000 hombres y dos barcos, salvedad hecha de que la situación en Filipinas, con sus rebeldes, se emputezca. En enero de 1858, otro sacerdote español, monseñor Melchor, es detenido. Por todo ello, franceses y españoles acaban desembarcando en Danang, aunque el jefe de la expedición hispana, coronel Palanca, probablemente con el rabillo del ojo mirando a Washington, rehúsa la oferta francesa de continuar la invasión hasta la raya de China y, una vez asegurados sus misioneros, se vuelve a Filipinas.

España, pues, está en el origen del Vietnam francés. Pero, convertidos como estábamos en una potencia de segundo orden, con mucha honra y pocos barcos, y de retirada en Asia, la verdad no estábamos llamados a tocar más pito en aquella historia.

Sin embargo, llegó la guerra civil del 36, la derrota republicana, y el exilio de combatientes y civiles a Francia, bastante exagerado muchas veces en sus dimensiones, pero en cualquier caso bastante masivo. La mayoría de los combatientes que cruzaron la raya de Francia fueron concentrados en campos, bajo la atenta vigilancia de soldados senegaleses; no pocas veces en muy malas condiciones. Además, hay que tener en cuenta que la guerra civil fue muy larga; lo suficiente como para que algunos de sus protagonistas hubiesen alcanzado una situación personal en la que añoraban la guerra o, si se prefiere, ya no sabían hacer otra cosa. En el bando franquista ocurría lo mismo, y ésta fue una de las razones de que Franco abriese esa válvula que llamamos División Azul.

Para muchos republicanos, la División Azul fue Vietnam. En el remoto país asiático, el Vietminh luchaba por la independencia; lucha que se complicó con la presencia de dos Francias (la oficial, y la resistente) después de ser el país derrotado por Hitler. A no pocos españoles que estaban en los campos franceses y a los que la Francia de Vichy no podía dejar así como así por estar significados de alguna manera, se les acabó ofreciendo una alternativa: o ser entregados a la España franquista, o alistarse en la Legión Extranjera, con billete para Saigón. La mayor parte de los que recibieron esa oferta eligieron continuar su vida guerrera; y a ellos se les unieron otros que, simplemente, querían pegar más tiros.

La historiografía francesa ha especulado con la posibilidad de que unos 1.000 españoles llegasen a Saigon entre las filas de la Legión para defender la francofonía del Vietnam, pero acabaron pasándose a las líneas de Ho Chi Minh y del general Vo Nugyen Giap. Algunos lo pudieron hacer por ideología, pero otros muchos no tanto, teniendo en cuenta que no eran pocos entre aquellos los que habían combatido en España en unidades anarquistas.

Las paellas de los domingos de aquellas unidades de la Legión francesa debían terminar bien a hostias, porque, la verdad, se nutrían de una mezcla muy curiosa. En no pocas unidades extranjeras se juntaban los españoles que huían de Franco y los alemanes que huían de los procesos contra los crímenes nazis, que ahora peleaban juntos.

La presencia española en las unidades de la Legión francesa era tan numerosa que incluso, en octubre de 1942, Ho Chi Minh dirigió una proclama al ejército enemigo invitándole a desertar… en español.

La mayor parte de los republicanos españoles, al parecer, permanecieron, por así decirlo, del lado francés durante los años que duró la segunda guerra mundial, en los cuales se produjo una cierta confluencia entre los intereses de Ho y de los partidarios resistentes de De Gaulle. Sin embargo, terminada la guerra, en 1945, Francia rompió con el líder local, momento en el cual comenzó la guerra propiamente dicha entre Francia y los vietnamitas. Fue entonces cuando muchos españoles republicanos desertaron.

Manu Leguineche, en un reportaje sobre la materia escrito en 1976 para la revista Historia Internacional, se refiere al caso de un tal Fernández como especialmente destacado. Este Fernández habría desertado del ejército francés en compañía de seis alemanes y un suizo, y prestaría un servicio muy interesante al Vietminh por su condición de blanquito. Junto con sus compañeros, se viste con uniformes de mandos de la Legión, hace formar a una compañía de profranceses, y los detiene.
También se refiere el malogrado periodista al caso de un tal Diego, andaluz y albañil, que fue uno de los primeros desertores, y que falleció en un combate en el delta del río Rojo. Justo antes de recibir la bala mortal, creyendo ganado el combate, gritó, según el relato: Ho Chi Minh muon nam!; que viene a ser algo así como un viva al líder. Es más que posible que sea el único combatiente español jamás muerto gritando en vietnamita. El reportaje de Leguineche, por cierto, aporta incluso una foto del tal Diego, formando con un pelotón del Vienminh; lo digo por si alguien tiene interés en ella.

En un artículo de internet se hace referencia a un tal Robert Pujol, que habría pasado a Indochina. 

De nuevo según Leguineche, en la definitiva batalla de Dien Bien-Phu, el general Giap tuvo al menos dos asistentes españoles: un comunista llamado Ribera, que se había pasado a la Resistencia en Francia en 1944 y que fue enviado por el PCF a Indochina, donde se pasó a las filas de Ho. Y un mítico coronel Pérez, del que, que yo sepa, poco o nada se sabe. En Dien, en todo caso, combatieron centenares de españoles republicanos del lado francés y, consecuentemente, fueron detenidos y llevados a campos de reeducación. Muchos de ellos se casaron con vietnamitas y, que yo sepa, comenzaron a volver a España de una forma escalonada, de forma que en 1967 todavía había antiguos republicanos volviendo a nuestro país, gracias a la vitola de haber sido reprimidos por los comunistas vietnamitas. He tratado de buscar trazas pensando que no sería difícil conocer relatos de españoles casados con mujeres vietnamitas en la España del 600, pero mi búsqueda ha sido, de momento, bastante infructuosa. No debieron, en todo caso, de ser muchos. El anteriormente mentado artículo en internet se refiere al libro de Joaquín Mañés, Españoles en la Legión Extranjera francesa, que afirma que fueron 16. Otros, probablemente bastantes más, nunca regresaron: un ex legionario canario, según informó en su día la revista Interviu, estuvo en Dien y luego se quedó en la zona, estableciéndose en Tailandia. La referencia de internet se refiere, también, a un médico catalán, apellidado Ripoll Fonte, alistado en la Legión Extranjera, y que acabó establecido en Camboya.

Pero no hay que olvidar que en el otro lado de la lucha también quedaron españoles, o de origen español. Como Vanderberghe, un holandés asesinado en 1952, hijo de española, que de niño había sido pastor en el País Vasco.

Leguineche, de hecho, dejó escrito que, a su llegada a Saigón en 1966, en plena guerra de Vietnam, oyó hablar allí de las unidades clandestinas estadounidenses que operaban en la oscuridad, y de que en las mismas estaba integrado un legionario español, llamado Carlos Molina, admirado por sus compañeros por su audacia y frialdad. Las otras referencias que he encontrado hablan de un legionario llamado José Cortés, prisionero en la batalla de Dien; y de un natural de Valverde del Camino llamado Antonio Palanco Pérez, quien al parecer habría andado a caballo entre Argelia y Vietnam unos años (¿podría ser el misterioso coronel Pérez?)

martes, octubre 02, 2012

Yo, y la Historia.

Hoy es 2 de octubre. El día que he cumplido 50 años. Mi padre solía contar la anécdota de un gallego más o menos ilustre que un día fue llamado a Meirás, a una audiencia veraniega del Caudillo. El general le preguntó la edad, y el tipo le contestó: 45 años. "Mire usted", dijo él, "media vida..." Así las cosas, cuando el jefe del Estado comenzó a estar mal de salud, solía decir: que no, que no, que aguanta hasta los noventa. La cosa es que mi padre se equivocó; pero el general apuntaba maneras.

Si para Franco 45 era media vida, justo es pensar que 50 es mi mitad. No sentí en su día la crisis de los 40 y parece que tampoco me va a afectar la de los 50. No sé muy bien por qué, pero estos aniversarios no me saben mucho. Pero es verdad que miro atrás. Y algunas cosas que veo son, creo yo, relativamente interesantes para este blog.

En el catalejo del recuerdo veo la imagen de un adolescente de 16 años, que no había leído en su puta vida. Es primavera, ya casi verano en La Coruña, y el adolescente está en la cama, enfermo de algo. No muy jodido, pero sí lo suficiente para tenerlo en el dique seco. Ese tipo en la distancia que soy yo se aburre soberanamente, hasta que su hermano mayor llega de la calle diciendo: hay una feria del libro en Méndez Núñez, y he comprado este libro.

Era un libro de Labor sobre la aventura arqueológica del Valle de los Reyes. Mi hermano y yo lo leímos al alimón, aunque yo lo terminé antes porque tenía más tiempo. Aquel libro me cambió para siempre. Sé que es tremendamente del montón contar "me enganché a la Historia por el Antiguo Egipto". Sé que le ha pasado a mucha gente. Pero es un hecho que así fue en mi caso. Aquel verano, ya respuesto, leí El tambor de hojalata; luego La Regenta. En los tres libros de aquel verano, percibí el intenso dolor de llegar a la última página; ese abismo en el que, repentinamente, pierdes pie, y se te anida en el pecho del deseo de encontrar otro libro que te permita continuar ese recorrido de placer. Con la Historia es más fácil que con la Literatura. Ese mismo otoño me regalaron El rodaballo, pero ya no me pareció ni medio bueno comparado con el Tambor. En la no ficción, como digo, es relativamente más fácil encontrar obras que prolonguen tu bienestar. Cumplí 15 años sin haber leído una página. Pero no cumplí los 17 sin haberme leído el monumental manual de Historia de Egipto de Etienne Drioton y Jacques Vandier, además de otras muchas obras menores sobre Ajenaton, Keops, y Nefertiti.

Después fue la India. Más concretamente, Esta noche, la libertad; el excelente libro-reportaje de Dominique Lapierre y Larry Collins sobre la independencia de la India y la partición del país en dos. Es la primera vez en mi vida que al llegar a la última página, simplemente he cerrado el libro, lo he vuelto a abrir, y he vuelto a empezar por la 1; como en los viejos cines de sesión continua donde los niños pasábamos la tarde entera viendo la misma película dos, tres, o cuatro veces.

Leyendo aquel libro, que hablaba de cosas lejanas en el tiempo pero a la vez cercanas en la realidad, pues el mundo de mi adolescencia todavía era el mundo de la descolonización, fue cuando me dí cuenta de que el presente es un anciano y los libros de Historia son como álbumes de fotos antiguos donde ese anciano posa con muchos años menos. Cuando nos plantamos delante de alquien que ya tiene una edad provecta, pero a quien hemos conocido joven o niño, apenas nos cuesta espiar en su rostro actual, en sus gestos presentes, las trazas de la persona que fue un día. El niño que fue ese hombre maduro parece vivir encerrado dentro de esa faz arrugada, y aparece, pícaro, de cuando en cuando, cuando el dueño de ese rostro se enfada, se sorprende o, simplemente sonríe. La Historia también es un poco eso; así es, al menos, como yo he entendido siempre la famosa frase de Santayana de que todo aquél que desconoce la Historia está condenado a repetirla.

Leo Historia desde hace 34 años porque quiero abrir un candado que ni siquiera sé dónde está. El hombre, como cuerpo y organismo, difícilmente se comprenderá a sí mismo si no acierta a entender cuáles son los sucesos que le han llevado a no tener cola, a disponer de cinco dedos en cada mano, o a ser omnívoro. Es verdad que se puede vivir muchos años y morir feliz sin haberse preguntado jamás eso. Pero, exactamente igual que el conocimiento de la evolución plantea preguntas que nunca te abandonan, cada historia de la Historia que aprendes es una caja dentro de la cual encuentras otra caja que es una pregunta que no sabes responderte, y ya no puedes dejar de jugar al juego de buscar en qué página de qué tomo escondido está la puta llave.

He pasado por muchas etapas. Empecé, ya lo he dicho, por la etapa "me lo leeré todo sobre". Leí todo sobre Egipto, luego sobre la independencia de la India. Leí todo lo que logré encontrar sobre el origen del cristianismo; supongo que era cierto sentido de culpa por haber descreído. Entonces llegué a la Historia de España. Para entonces tenía veintitantos y quedé atrapado por la guerra civil española. Los falangistas años sesenta, utilizando para ello la colocación en Madrid de la Secretaría General del Movimiento, solían hacer la chanza de que la Falange era un partido en el que se entraba por José Antonio (hoy Gran Vía) y se salía por Desengaño. A mí me pasó un poco eso. Entré a hacer un puzzle de ésos de los bebés, de dos o tres piezas, y me encontré con un misterio encerrado dentro de un enigma situado dentro de una adivinanza que reposa dentro de una duda encerrada en una pregunta. Pero fue algo fascinante. La sensación de que la siguiente página, cualquier siguiente página, tenía el poder de poner en duda todo, o casi todo, era casi erótica. Creo que comprender la guerra civil española es el proceso más ilusionante, por imposible, que puede abordar un intelecto.

Desde que empecé el blog colecciono polladas. Y es curioso, porque la mayoría ni siquiera las escribo. Pero en las ferias de libros usados, en Ebay, en las escasas subastas de libros que hay, siempre estoy buscando libros que me sorprendan; libros en los que alguien se haya dedicado a contestar preguntas un poco pollas, del tipo de: ¿han sufrido los reyes de España de hemorroides? ; o: ¿a cuántos padres de la bomba atómica se les plantearon problemas morales? Ahora mismo, mi compra ideal es ésa: un librito pequeño, sincrético, dedicado a algún aspecto concreto de algún pasado concreto, cuanto más inesperado en el enfoque, mejor. Me da la impresión de que lo que estoy haciendo es eso que los taurinos llaman adornarse. Mola.

Supongo que debería preocuparme por mí mismo. Tengo 50 años, y la dicotomía que tengo esta noche, cuando esté en casa tranquilamente, será: o leer la historia de Alarico, el saqueador de Roma; o tratar de avanzar en mi cursus honorum como piloto en el Need for speed, haciendo uso de mi volante Xbox inalámbrico. De verdad que muchas veces he pensado: macho, en una de las dos cosas, o en las dos, está aflorando tu futilidad, o tu locura. Pero tener 50 es, también, ganar la capacidad de dejar estas preguntas atrás y decirte: qué coño...

Hay miles de mundos esperándome en las páginas con olor a tostado que embarazan los libros que ya he comprado y que algún día compraré. Pero lo realmente grande de la Historia es que en todos esos mundos hay algún cuanto de información que eres tú mismo. Esos mundos te han hecho a ti. Tú eres el resultado de lo que ha quedado detrás de los terremotos que se describen en esas obras. Y, además, cada dato nuevo, cada enfoque nuevo, es una llave pequeñita que, quizás, abre alguna de las muchas cajitas cerradas que atesoras en tu memoria; o abrirá alguna que tal vez encuentres mañana en otro libro.

No entiendo, la verdad, a las personas que se aburren con la Historia. Porque se aburren consigo mismos. O, tal vez, es que no entienden que con la Historia empiezas porque alguien te dice que bajo la tierra hay un tesoro, y cavas, cavas y cavas para encontrarlo. Hasta que un día, como si tal cosa, descubres que lo verdaderamente importante es que el tesoro no aparezca jamás.

Porque a ti, gustarte, gustarte, lo que se dice gustarte, lo que te gusta no es encontrar tesoros. Lo que te gusta, es cavar.

lunes, octubre 01, 2012

Fra Girolamo (13)

No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primer y décimo segundo capítulo.



Los revolucionarios se caracterizan, todos, por un detalle que proviene de su tendencia a concederle a sus revoluciones inmanentes poderes traumatúrgicos, es decir, la capacidad de poder con todo y todos: siempre, cuando inician sus revoluciones, no piensan en las consecuencias.

La revolución, las más de las veces en la Historia, es el producto de la  fatiga de material de la evolución. En términos sociales, el hombre no suele ser proclive a cambios radicales hasta que el no-cambio se convierte, en sí, en una propuesta radical. Las revoluciones, muy a menudo, son poca cosa sin el concurso del contrarrevolucionario que, antes, cierra puertas y ventanas en su estatus, permite que dentro el ambiente se cargue y se vicie, y genere, con ello, que cada vez sean menos los que quieran vivir dentro de su edificio conceptual. La revolución florentina, en este sentido, es hija directa de la falta de escrúpulos y de capacidad de planificación política de la familia Medici, que no entendió que la condición feudal, en Italia, era cosa matizada, y que una suma de errores, puestos todos en fila, podía convertirse en un aliciente objetivo para el cambio.

La naturaleza de las revoluciones, en todo caso, hace que suelan ser dirigidas por los más echados p'alante (verbigracia, Girolamo Savonarola), que son seres que se suelen caracterizar porque conocen la puerta de entrada de los procesos que inician, pero desconocen totalmente la de salida. Es más: es que muchos revolucionarios, de hecho, tienen a gala ese desconocimiento, y abrazan la teoría de que ya nos llevará la revolución donde nos quiera llevar, que se parece al tradicional Dios proveerá como un muón a otro muón. Una de las características propias de una asamblea revolucionaria radicalizada es que ha renunciado a todo sentido crítico y, consecuentemente, será capaz de seguir la más retrasada mental de las consignas. Muchos revolucionarios españoles decimonónicos monopolizaban las tertulias de sus cafetines carbonarios llamando a la supresión del impuesto de consumos, el IVA de la época, y lo hacían como si España pudiese vivir sin recaudar impuestos (el impuesto de consumos era el único con capacidad recaudatoria realmente efectiva); y la gente que les quería creer, les creía. La II República española, ejemplo de revolución pacífica donde las haya, llegó en medio de (en realidad, llegó, en bastante medida, a causa de) una crisis económica pavorosa de mangitudes mundiales; y, aún así, muchos de sus impulsores creyeron sinceramente que podían multiplicar los salarios, darle la vuelta al 60% del PIB patrio (la agricultura), y que no pasaría nada.

La revolución tiene, siempre, algo de pasión religiosa, algo de Inch'Allah, algo de creencia sin fisuras en  cosas que van a pasar porque hay gente que dice que van a pasar, algo de talibanismo conceptual. Por eso, a mi modo de ver, la historia de Girolamo Savonarola es tan interesante y tan, por así decirlo, canónica. Su vida no va de la florencia finisecular del décimo quinto siglo de nuestra era. Va, en gran medida, de cómo se activan, en una revolución, los mecanismos de la creencia mesiánica; los argumentos propiamente religiosos no hacen sino de caja de resonancia de ese proceso, que se produce, a mi modo de ver, siempre.

Como digo, fruto habitual de este sentimiento de fe ciega es el hecho de que los revolucionarios no se preocupen de las consecuencias de sus acciones. Les basta con percibir que son justas. Pero luego, al correr del tiempo, la realidad se obstina en seguir ahí, como el dinosaurio de Monterroso.

Esto suele pasar en las revoluciones, y Girolamo Savonarola y sus amigos del Partido Popular no fueron una excepción. A base de tensionar Florencia, y todo ello sin dejar de cumplir con las gravosísimas condiciones impuestas por el rey francés, acabaron sumidos en una crisis de grandes proporciones. La ciudad había emitido empréstitos titulizados, pero en el resto de Italia los banqueros no los compraban si no era con una prima de riesgo de 9.000 puntos básicos (cabe recordar que, al llegar a los 10.000, el título, simplemente, ya no vale nada). El gobierno local trató de mejorar la recaudación subiendo impuestos e inventando unos nuevos, pero sólo recibió a cambio huelgas y conflictos. En la Toscana, plantar las tierras dejó de ser negocio, y se produjo una hambruna de grandes dimensiones. A todo esto hay que añadir el surgimiento de un foco pestífero, más las consecuencias de las enfermedades venéreas que el paso de los soldados franceses había provocado.

En estas condiciones, en el verano de 1496 la campaña para recuperar Pisa se hizo imposible. Soldados y mandos desertaban en masa, hartos de no recibir paga, ni comida, ni nada. De hecho, los pisanos contraatacaron con tanta dureza y éxito, que estaban ya a punto de hacerse con los puntos de embarque del grano toscano hacia el exterior; en otras palabras, de encerrar a la débil economía florentina dentro de sí misma. El éxito de los de Pisa no era casualidad, pues el apoyo de la Liga era descarado; el Papa, sin ir más lejos, envió a su sobrino, el duque de Gandía, en compañía de Piero de Medici.

Florencia apeló a su aliado; ése fue el momento que tuvo para descubrir, por si ya no lo sabía, que la palabra de Carlos tenía bien poco valor. No obstante, en un momento el rey francés volvió a hablar de la posibilidad de volver a invadir Italia, movimiento que fue respondido por la Liga fichando para su coalición a Maximiliano de Austria que, como buen austríaco, se pirraba por entrar en Italia y hacerla suya. Finalmente, lo que pasó es que Carlos el francés amagó sin dar, pero Maximiliano, en septiembre, invadió la península.

Su principal misión confesada era apisonar al principal aliado de Francia en la península, que no era otro que Florencia.

En octubre, Maximiliano estaba ya en Pisa. Con 4.000 soldados de diversas procedencias y la flota veneciana en las aguas, puso cerco a los puertos toscanos. En Florencia se fueron por la braga a la velocidad del bosón de Higgs. Fue, lógicamente, el momento elegido por los arrabiatti para denunciar la torpeza del gobierno frateschi. La imagen de la Madonna dell’Impruneta, una especie de Pilarica toscana, fue traída a la ciudad para ser sacada en procesión a todas horas.

Fra Girolamo Savonarola llevaba entonces cuatro meses de retiro, pero la Signoria le hizo salir de su celda. Se marcó el buen fraile una procesión monstruo y un sermón en el que exigió de los ciudadanos que le diesen a la Signoria todo el dinero que tuviesen. En medio de la procesión, alguien llegó corriendo con la noticia de que cinco barcos con grano y soldados franceses habían conseguido romper el bloqueo veneciano y desembarcar allí cerca. Fue la leche, obviamente; las iglesias comenzaron a tañir sus campanas a lo bestia, y cada vez que sonaba una, bajaban más los precios.

La solución, siquiera provisional, de la crisis, en términos tan milagrosos, colocó de nuevo a los florentinos en favor de Savonarola. Pero éste no por ello cambió su discurso. En su siguiente sermón, volvió a repetir sus conocidas llamadas al arrepentimiento y, en lo político, exigió a la Signoria una radicalización de su política ultraconservadora en lo religioso. Dicho y hecho: en Florencia, las tabernas fueron cerradas. Las carreras, a las que todos los italianos de la zona han sido siempre muy aficionados, prohibidas. Los jugadores fueron molidos a palos, las prostitutas detenidas, acopiadas en el palacio del gobierno de la ciudad y, después, expulsadas. Se decretó que la mujer que se mostrase en la calle vestida de forma inusual o provocativa sería fustigada y, en la segunda falta, encarcelada. Se limitaron las dotes matrimoniales a la modesta cifra de 500 ducados.

Se prohibió el baile.

La revolución radical de Savonarola incluyó también otra medida que, cosas de la vida, 500 años después ha terminado por considerarse progresista: la prohibición de abrir los comercios en domingo.

Los enemigos de Savonarola, en todo caso, no paraban. En noviembre de aquel año, el fraile recibió una carta del Papa en la que éste se desdecía de su pasada decisión de otorgarle autonomía predicadora. Se creaba una nueva congregación tusco-romana, y San Marcos era colocada bajo la autoridad de un Prior nombrado por el cardenal de Nápoles. Fue una jugada maestra de Alejandro, porque no hizo lo que el fraile habría esperado (y que sabía le habría generado muchas resistencias) que es obligarle a reintegrarse a la disciplina de la congregación lombarda.

Savonarola no contestó al Papa sino, en señal de que estaba inquieto y algo desorientado con el movimiento, lo hizo frente a sus fieles, en un sermón que en todo caso sabía que llegaría al Vaticano, en el que sostuvo que la unión tusco-romana era imposible.

Parecía que estaba contra la espada y la pared; pero Girolamo Savonarola era uno de esos tipos que a veces parecen haber nacido con una flor en el culo. Ese mismo mes de noviembre, la flota veneciana sufrió un naufragio frente a las costas, accidente en el que estuvo a punto de ahogarse el mismo Maximiliano. El austriaco decidió levantar el sitio y, consecuentemente, Florencia pudo volver a abastecerse, y abastecer, por mar.

Sin embargo, en parte para la ciudad ya era tarde. Florencia había multiplicado su población por efecto de los habitantes del campo que habían emigrado a la misma huyendo del hambre. Durante aquel invierno, las colas en las panaderías fueron soviéticas, y el mercado de grano fue varias veces asaltado por las turbas. El gobierno, ante la presión de los florentinos de que las cargas no recayesen siempre sobre los mismos, se rebajó el sueldo a la mitad e impuso un nuevo préstamo, pero no a los comunes sino a la Iglesia. Asimismo, se reformó la décima para convertirlo en un impuesto progresivo.

Las presiones de la gente obligaron también a los revolucionarios a ampliar el número de miembros del Gran Consejo, y a rebajar la edad mínima de sus miembros de 39 a 34 años. Ellos hicieron aquello obligados, porque temían que pasara lo que pasó: dar entrada a los jóvenes supuso que el Consejo se petó de arrabbiati.

Savonarola protestó contra la medida, pero no pudo hacer nada. Más aún: en el carnaval de 1497, los arrabbiati le jugaron un órdago al fraile, anunciando la celebración de muchas de las diversiones paganas propias de esa celebración. Savonarola contestó sacando a la calle a su ejército de adolescentes, que recorrió la ciudad, casa por casa, recogiendo máscaras, pelucas, libros, estatuas de desnudos, todo; todo lo que se llevaron lo “pagaron” con oraciones. Todos estos objetos se colocaron en una pirámide en la misma Piazza, y los quemaron.

Aquella ceremonia, que los savonarolianos llamaron La Hoguera de la Vanidad, terminó por apuntalar la imagen de intransigente fraile ultramontano con que Savonarola ha pasado a la Historia.