miércoles, octubre 10, 2012

Fra Girolamo (15)

No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primero, décimo segundo , décimo tercer  y décimo cuarto capítulo.



Habíamos dejado a Fra Girolamo Savonarola contra las cuerdas. Y os prometí que la cosa iba a cambiar. Y cambió. El 19 de junio de 1497, cinco días después de producido el evento, llegó a Florencia la noticia de que Giovanni Borgia, segundo duque de Gandía e hijo del Papa Alejandro, había sido asesinado. Y no de cualquier manera, pues su cuerpo había sido arrastrado y arrojado al Tíber por sus asesinos, después de haberlo mutilado y desfigurado.

La muerte de Juanito cambió a Alejandro. Después de tres días en los que no salió de su habitación, no comió, no se movió, acabó por levantarse para una reunión que se había puesto para el 19, el mismo día que Florencia era informada de las noticias. Alejandro Borgia, un hombre follador, putero, bebedor y mejor comedor; el mismo hombre que había estallado en carcajadas la primera vez que había leído las acusaciones de Savonarola hacia la indignidad papal, realizó una confesión en regla ante los cardenales. Afirmó que estaba arrepentido. Afirmó que había visto cosas durante sus 72 horas de retiro. Afirmó que ya no le movía la pasión por nada. Y nombró una comisión de seis cardenales para estudiar la reforma de la Iglesia.

Así pues, una vez más, las profecías del buen fraile de San Marcos habían acertado.

Con la misma tranquilidad con que los florentinos habían votado, en mayo, un gobierno de opositores a Savonarola, en julio votaron uno que le era totalmente fiel; y siguieron haciéndolo durante medio año, impulsados por el prestigio inesperadamente recuperado por el prior. Una vez sólidamente cubierto en casa, el fraile reclamó, a través del cardenal de Perugia, uno de sus corresponsales vaticanos, la anulación de la excomunión. La cosa estaba cerca, porque el Papa había comentado en privado que la decisión se había publicado en un mal momento e, incluso, contra su criterio personal. Sin embargo, en este punto Savonarola tuvo mala suerte. Cuando el Papa estaba ya blandito y dispuesto a darle la razón, llegó a sus manos el folleto escrito por él tras la excomunión, y las críticas exageradas del mismo le cabrearon. Aun así, y a pesar de una primera tentación de mandar todo el asunto a tomar por culo, aceptó las sugerencias de quienes le decían que lo traspasase a la comisión por la reforma.

La Comisión estaba presidida por un viejo amigo y partidario de Savonarola: el cardenal Caraffa, de Nápoles. Sin embargo, eso no era demasiado buena noticia. Caraffa llevaba ya tiempo encabronado con el fraile, porque la idea de formar la congregación tusco-romana había sido suya, y le jodía mucho la oposición cerril que había hecho Savonarola a la idea.

Lo que siguieron fueron semanas muy al tipo del Renacimiento italiano, todo cabildeo, conversaciones a media voz y movidas varias. El gobierno de Florencia, para no hacer difícil a Savonarola el no poder predicar, cerró todas las iglesias de la ciudad, bajo la excusa de que podía producirse un brote de peste. Los frailes de San Marcos enviaron un breve al Papa diciendo maravillas de Savonarola, “a pesar de que no es de aquí” (el localismo italiano, siempre tan presente). Se recogieron en la ciudad hasta 300 firmas de personajes influyentes en defensa del dominico. Inmediatamente, la oposición de la ciudad criticó la iniciativa, que consideraba inconstitucional (y lo era; aquella recogida de firmas para un particular, aprovechando la estructura de un gobierno público, era puro chavismo savonaroliano).

La cuestión de los firmantes, a los que los arrabbiati intentaron, sin éxito, aplicar penas propias de criminales del Estado, le demostró a Girolamo Savonarola que, tal vez, los tiempos de su vida política habían terminado. Existen muchos indicios de que se lo planteó; aunque uno, cuando estudia a Savonarola, siempre tiene la sensación de que la suya es una sique bastante difícil de abarcar, así pues lo que parece voluntad sincera por volver a ser un humilde fraile también parece a veces simple y pura ambición calculada.

En todo caso, la retirada era realmente difícil. Girolamo Savonarola se había convertido, en muchas partes de Italia, en campeón de aquellos que, por razones normalmente muy mundanas, tenían cuentas pendientes con el Papa, que no se olvide en aquel entonces era un poder temporal como lo pueda ser ahora la Merkel. Su celda monacal, de tiempo atrás, recibía un montón de discretas visitas de personas que llegaban a la ciudad embozadas, y embozadas se marchaban, sin desvelar sus muy nobles identidades. Además, Savonarola había creado un partido político; un partido cuyo líder era él. Ni Francesco Valori, ni Pagolantonio Soderini, Rudolfo Rudolfi, Giovanni Cambi, todos ellos devotos frateschi, podían siquiera soñar con emularlo. Pero todos ellos vivían, de una forma u otra, de la política. Y si Savonarola se retiraba, se quedaban sin momio.

Girolamo, sin embargo, quería una salida. Y, obstinado como era, la buscó. Lo primero que hizo fue decidirse por Valori, que le parecía el más valioso de sus acólitos (en este punto, en mi humilde opinión, la cagó; Valori le enamoró por sus habilidades retóricas, pero era un tipo demasiado amoral). Y, una vez que había tomado esa decisión, comenzó a decir, en reuniones y conciliábulos, que lo que Florencia necesitaba era la figura de un gonfaloniero; un caudillo militar nombrado para largos periodos de gobierno, al estilo del Dux de Venecia.

Aquel mes de julio de 1497, la peste rebrotó en la Toscana. Como siempre en esos casos, la ciudad pronto se quedó como la Castellana una tarde de agosto. Algunos frailes enfermaron en San Marcos, por lo que Savonarola ordenó la salida hacia el campo de 70 de ellos. En medio de la desgracia, Girolamo Savonarola fue feliz de nuevo. De nuevo, su convento era un convento y su día a día, hacer la caridad con los necesitados.

Sin embargo, ya lo hemos dicho, si soñaba con volver a la humilde existencia frailuna durante aquél que fue el último verano de su vida, Savonarola se equivocaba. Su partido político monopolizaba el gobierno de la ciudad, y las gestiones para anular la excomunión iban bien. De hecho, el Vaticano pedía bien poca cosa: un acto de contricción y de obediencia, por ejemplo aceptar la disciplina tusco-romana. Pero el fraile, obstinado, no estaba dispuesto a aceptar nada más que la restitución pura y dura de su estatus.

En agosto, se abrió en Florencia el juicio contra cinco ciudadanos ricos, acusados de favorecer a Piero de Medici. Durante el mismo, los frateschi, tal es al menos mi opinión, cometieron un gravísimo error de cálculo político, impulsados por Valori y sus carencias de cintura. Como ya hemos contado, en ese momento el partido de Savonarola estaba incubando la idea de hacer de Valori el futuro gonfaloniero de la ciudad. Por esa razón, lo colocaron en primera fila como acusador. Paquito, que no estaba exento de dotes oratorias, no sólo bloqueó el derecho que asistía a los acusados de apelar al Gran Consejo, sino que consiguió para ellos la condena a muerte.

Lo que los frateschi pensaron que sería una demostración de valor y dureza bien acogida por el personal, se les volvió en contra. Florencia, lejos de disfrutar como los pollas-coulottes de la Revolución Francesa viendo morir a sus vecinos, se horrorizó. Se horrorizó tanto, que Valori perdió un apoyo que le era fundamental para garantizar las mayorías del Partido Popular: el apoyo de los no significados.

No fue el del juicio el único error cometido por el partido. Totalmente mesmerizado por las creencias de Savonarola, y de una forma harto inexplicable, el partido frateschi mantuvo también, contra viento y marea, el apoyo a Francia. Carlos, el rey francés, preparaba una nueva invasión de la península en otoño, y había prometido a los florentinos que empezaría por Pisa, para devolvérsela a la ciudad. Lo increíble no es que Carlos dijese esas cosas; la Historia demuestra que un rey francés juraría ser hijo de Winnie de Pooh si eso le supusiera alguna ventaja; lo increíble es que los toscanos le creyesen.

Como no podía ser de otra manera, la galofilia del partido popular florentino afectó seriamente en el Vaticano la causa de Savonarola y su excomunión. Alejandro, cada vez más, era partidario de “cobrarle” al fraile el derecho a dar sus jodidos sermones a cambio de su implicación con la Liga. Savonarola, lejos de ello, cuanto más intensos se hacían los rumores de que los franceses venían en septiembre, más intransigente se mostraba.

La cosa tenía sus motivos. Carlos VIII también había cambiado, como el Papa. A él también se le había muerto un hijo, el Delfín de Francia, y eso le había hecho mirar las cosas de otra manera. Ahora era menos putero, más austero, y comandaba un movimiento de reforma de la iglesia en Francia, tendente a eliminar sus gastos y privilegios excesivos. Era, pues, el hombre ideal para acunar la idea que cada vez tomaba más cuerpo en la mente de Savonarola: convocar un Concilio General para discutir su caso. Era el hombre del momento, se decía en Europa: el barrendero que puede limpiar Roma.

Y ya sabemos todos que cuando a un francés le musitas al oído que puede pasar a la Historia, orgasma hasta por las pestañas.

lunes, octubre 08, 2012

Fra Girolamo (14)

No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primero, décimo segundo  y décimo tercer capítulo.



La inquina de Savonarola contra los objetos que consideraba prueba de vanidad ha sido exagerada muy a menudo, en lo que supone de destrucción de cosas que hoy consideraríamos de gran valor artístico. Lo que ardió, por varias veces, en la Piazza della Signoria, fue un conjunto de cosas caras; tanto, que en la segunda hoguera de las vanidades incluso hubo un judío veneciano que ofreció 120.000 escudos por llevárselas. Sin embargo, el escándalo contemporáneo por aquellos hechos fue prácticamente inexistente, y ello porque, a pesar como digo de lo que sostienen los mitos, en aquellas piras ardieron obras de arte de escaso valor. Únicamente se suelen citar entre las víctimas del fuego con algo de valor algunas copias de obras de Bocaccio, y algunos dibujos de Fra Bartolommeo.

Savonarola, de hecho, tenía una gran sensibilidad personal hacia los objetos culturalmente valiosos. Cuando el gobierno de Florencia puso a la venta una serie de manuscritos y códices de la biblioteca Medici, hizo que San Marcos los adquiriese, aunque para ello tuviese que vender algunas tierras del monasterio. Aquellos códices pueden hoy visitarse en la Biblioteca Mediceo Laurenciana gracias a que el fraile evitó su dispersión, cuando no pérdida, mediante la venta a compradores diversos.

Las mayores críticas a las hogueras de las vanidades las recibiría Savonarola desde su propio partido. Muchos frateschi, en efecto, no entendían por qué aquellos bienes tan caros habían sido quemados, en lugar de vendidos. Esto, en parte, era también un síntoma de la marea baja que empezaba a experimentar el radicalismo savonaroliano, una vez que las condiciones de la ciudad se estabilizaban e incluso mejoraban un poco. El prior de San Marcos presionaba casi cada día a los magistrados de la ciudad para que hiciesen cumplir sus estrictas normas contra el vicio, pero éstos eran cada vez más reluctantes a hacerlo.

Mientras esto ocurría, la recién creada congregación tusco-romana presionaba en el Vaticano al Papa Alejandro para que excomulgase al fraile, convencidos como estaban de que era la única forma de pararlo. Sin embargo, Alejandro no estaba por la labor de fomentar el enfrentamiento. En marzo de 1497, envió a un emisario secreto a la ciudad para ofrecerle al gobierno la devolución de Pisa, a cambio de que Florencia se uniese a la Liga. El emisario que asimismo envió Florencia a Roma se encontró a un Papa de tonos muy nacionalistas (lo cual tiene su coña, teniendo en cuenta sus leves orígenes italianos) que decía ver en la tentativa de la Liga una posibilidad de unificar Italia (cabe entender que bajo su mandato o tutela), e instando a los florentinos a portarse como italianos y “dejar a los franceses donde deben quedarse”; o sea, en Francia. Florencia, sin embargo, rechazó la oferta, y lo hizo, fundamentalmente, porque sabía que el Papa prometía cosas que no podía cumplir, porque los venecianos no estaban por la labor de permitir que Pisa retornase a sus antiguos señores.

En esas estaba la política internacional, cuando, el 27 de abril, Piero de Medici se presentó en las afueras de Florencia. En los meses anteriores, la verdad, el otrora gobernante de Florencia no había pasado un tiempo muy agradable. Se había convertido en una especie de palestino de las cortes italianas: todos sus colegas de las grandes familias peninsulares reconocían la injusticia y desgracia que había caído sobre él, pero no lo querían en su mesa ni media hora. Por ello, Piero el medio idiota languidecía en Roma, en casa de su hermano el cardenal, donde llevó una existencia aislada, controlada por sus más cercanos, quienes le comieron la oreja con la milonga de que no tenía nada más que presentarse a las puertas de la ciudad para que ésta cayese, feliz y contenta, a sus pies.

Cuando se presentó en las puertas de la ciudad, sin embargo, estaban cerradas. Llovía a mares y esperó en vano, varias horas, hasta que se convenció de que no se las abrirían.

La visita de Piero de Medici fue una mera anécdota para él, pero importantísima para Florencia. Dentro de la ciudad, el hecho de que el Medici hubiera tenido la valentía de presentarse allí hizo sospechar que tal vez contaba con una quinta columna interior, lo que inmediatamente provocó una lucha interna de grandes proporciones. Los arrabbiati se lanzaron , en primer lugar, contra los bigi, principales sospechosos, que fueron golpeados y linchados con violencia. Cuando esto se acabó, la violencia indignada era ya tanta, y estaba tan disparada, que no supo parar, así que tomó a los frateschi como objetivos. Sólidamente asentados en los cargos de gobierno elegidos para mayo y junio, los arrabbiati decidieron realizar una campaña contra los hombres de Savonarola, iniciada con una manifestación monstruo para la que eligieron el día de la Ascensión, o sea el 4 de mayo.

Quizá pensaron que eso obligaría a Savonarola a huir, como de hecho le recomendó su gente. Pero, si lo pensaron, es que no lo conocían. El fraile anunció que, lejos de huir, protagonizaría las fiestas con un sermón. La noche antes de dicho sermón, un grupo de arrabbiati entró en la iglesia y, entre otras cosas, se cagó [sic] en el altar. Cuando Savonarola llegó al templo, la mierda había sido retirada por sus frailes, pero a las puertas había una multitud rabiosa reclamando venganza.

El sermón de Savonarola, probablemente, era en su inicio un sermón relativamente conciliador. Pero, ante la presión de la gente, adoptó un tono bien distinto. Como Savonarola no era ningún imbécil, se guardó mucho de utilizar el tono del enfrentamiento y el de la guerra civil, sino en el del martirio personal. Aseguró a sus fieles que “el tiempo del juicio ha llegado” y que él había visto claro que la primera víctima del mismo sería él. Que había visto que sería traicionado y vendido como José a los egipcios; y vaticinó que “una vez que los bárbaros hayan encontrado la paz entre ellos, devastarán Italia”. Acto seguido, dedicó a sus enemigos las palabras de Jesús en la cruz: “perdonadlos, porque no saben lo que hacen”.

Si buscaba el fraile tranquilizar los ánimos, no lo consiguió. En ese momento de su sermón, algunas cosas no muy claras ocurrieron. Hay quien dice que fue una especie de pánico colectivo por un ruido inesperado (al parecer, a alguien se le cayó una caja de limosnas al suelo), hay quien dice que fue un ataque en toda regla. Lo que es un hecho es que dentro de la iglesia se produjo un caos increíble, en medio de los gritos de Saronarola para no responder a las agresiones, mientras trataba de salir del templo protegido con una gran cruz.

El gobierno de Florencia respondió a los hechos cerrando todas iglesias. Una comisión fue creada para devolver la paz en la ciudad. El ambiente estaba súper enfrentado y en las esquinas de la ciudad había más nervios que en un filete del Lidl. Incluso Savonarola hizo pública una carta en la que renunciaba provisionalmente a predicar, por un siaca. A pesar de ello, los arrabbiati exigieron, en la Signoria, su prohibición total, que no prosperó.

Seriamente preocupado por las gestiones crecientes de sus enemigos ante el Papa, Savonarola le escribió una carta extraordinariamente conciliadora en la que le invitaba a no hacer caso de nadie y leer directamente sus sermones. En un ejercicio de cinismo bastante acusado, argumentó que sus ataques habían sido siempre de carácter general, y que nunca se había dirigido contra Papa alguno de forma individual.

A Alejandro aquella carta le gustó. Pero le dio igual, porque le llegó días después de que hubiese despachado la prohibición total de predicar para el fraile. Gracias, sin embargo, a que el portador de la orden, un tal Camerino, estaba acojonado por su seguridad personal una vez entregada la misiva, y no se atrevía a entrar en Florencia, pudo recuperarla

… o no.

Camerino, que era enemigo declarado de Savonarola, nunca entró en Florencia, así pues pudo devolver el breve a su autor. Sin embargo, el hecho de que el Papa hubiese utilizado una forma un tanto extraña para expresar su voluntad jugó en contra del secreto que quiso darle a la comunicación al final. En lugar de una comunicación de carácter universal, Alejandro había redactado la carta en forma de instrucciones específicas para las parroquias florentinas. Camerino, estando en Siena, decidió renunciar a comunicar la carta en la ciudad… pero no a las iglesias, y por eso le dio una copia a un fraile, que la llevó a algunas de ellas. Finalmente, pues, seis iglesias de Florencia, que habían recibido la comunicación, la publicaron.

Los arrabbiati, para los cuales esta prohibición de predicar (unida de la advertencia a quien escuchase a Savonarola de caer en excomunión y herejía) era oro molido, colocaron la ciudad de Florencia en momento fiesta. Y qué momento. Las campanas tañeron al vuelo. Se abrieron las tabernas. Algunos palios de las iglesias terminaron arrastrados por las calles. Los burdeles regresaron a la velocidad de crucero; al mismo tiempo se montó un follón y se folló un montón. A una procesión del pequeño ejército de adolescentes de Savonarola le dieron una mano de hostias. Muchos florentinos iban en la noche a las calles adyacentes a San Marcos, donde le cantaban serenatas pornográficas al fraile.

Dos días después, un folleto editado por Savonarola declaraba la excomunión inválida, por estar basada en acusaciones falsas. Siguió celebrando misa en San Marcos y, en un segundo folleto, insinuaba la posibilidad de solicitar la convocatoria de un Concilio General.

Las cosas no le pintaban bien.

Pero él tenía una flor en el culo.

Las cosas, de hecho, estaban a punto de cambiar.