miércoles, octubre 31, 2012

Fra Girolamo (19)



No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primero, décimo segundo,  décimo tercerdécimo cuarto, décimo quinto, décimo sexto, décimo séptimo y décimo octavo capítulo.

 

Aproximadamente un año antes del momento en que Savonarola escribió su carta a los jefes de Estado europeos, su lugarteniente Fra Domenico da Pescia había ido a predicar a Prato, donde se le había enfrentado un franciscano, Fra Francesco da Puglia, quien le había retado a demostrar la veracidad de las teorías de su maestro mediante una ordalía de fuego. Fra Domenico, que era sin duda uno de esos especímenes de creyente enloquecido y desconectado de la realidad, aceptó sin dudarlo; aunque nunca hubo ordalía porque el franciscano se evaporó.

Sin embargo, pasado el año, estando en Florencia, el fraile de Puglia comenzó a sentir el aguijonazo de los cachondeítos de todos aquéllos que conocían la historia, y decidió renovar el reto, aunque esta vez lo dirigió directamente a Savonarola. Es probable que lo hiciese porque pensara que el líder frateschi, o no aceptaría nunca, o su gente no le dejaría. Sin embargo, para su sorpresa, Fra Domenico, que debía de tener unas ganas de la hostia de andar por brasas ardiendo, se ofreció voluntario para aceptar, él, el reto. Publicó un folleto en el que resumía las principales conclusiones del savonarialismo, y se declaró dispuesto a defenderlas con su vida. El franciscano contestó, torpemente, que su problema era con Savonarola, no con un puto segundo de la fila.

Para su desgracia, sin embargo, su paso amenazador adquirió pronto una importante dimensión política, cuando los arrabbiati se dieron cuenta de que la ocasión la pintaban calva para hacer churrasco con su rival. Alimentaron la polémica, insinuando que Savonarola, quien no se había molestado ni en contestar la amenaza, era un cobarde. Como la Signoria estaba en manos de la oposición, el siguiente paso fue que el gobierno de Florencia publicase las conclusiones de Fra Domenico e invitase a quien lo desease a apuntarse a la ordalía.

Durante semanas, Savonarola, en realidad, ni se dio cuenta de lo que pasaba. Estaba ya más que acostumbrado a ignorar a cohortes de friquis que le escribían, le hacían ofertas, le amenazaban, le proponían proyectos. Además, estaba con lo de las cartas. Para cuando sacó la cabeza de sus asuntos de alta política y se dio cuenta de lo que pasaba, abroncó a su discípulo, pero también tuvo que darse cuenta de que ya era tarde para echarse atrás. Trató de reconducir la situación afirmando que estaba dispuesto a debatir las famosas conclusiones, pero no a participar en una ordalía. Un mensaje que los florentinos no entendieron, teniendo en cuenta el tono milenarista y milagroso que siempre habían tenido los speeches del propio Savonarola (algo que trató de cauterizar explicando que el tiempo de los milagros aun no había llegado). Como vio que no le servía, probó con el argumento, también bastante habitual, de “yo soy demasiado importante para meterme en estas polladas”.

Poco a poco, la cosa pareció normalizarse. Se llegó al acuerdo de que el contendiente de Fra Domenico fuese sustituido por otro franciscano voluntario, Fra Giuliano Rondinelli, aunque se sobreentendía que la ordalía nunca tendría lugar. Pero, muy a pesar de los movimientos tranquilizadores, el asunto, lejos de bajar el tono, lo subió, convirtiéndose en un problema relacionado con la envidia entre órdenes religiosas. Los dominicos hicieron piña a favor de Savonarola, y los franciscanos contra él. En pocos días, hubo cientos de monjes de ambos lados voluntarios para participar en la ordalía. Incluso seglares, en las iglesias, presentaban sus candidaturas.

La enorme repercusión social de aquel conflicto provocó que la Signoria debatiese si debía volver grupas en su decisión primaria de permitir el acto. Sin embargo, ni dentro del Ejecutivo había consenso, ni el poco acuerdo existente era capaz de contrarrestar la presión de la calle. Savonarola entendió esto mismo (especialmente en el momento en que del Vaticano llegó una carta comunicando que el Papa abominaba de la propuesta, pero no ordenaba su paralización, lo cual fue más que posiblemente una jugada de sus enemigos en Roma) y, por ello, decidió, muy a su pesar, colocarse al frente de la manifestación.

El 7 de abril de 1498, las puertas de Florencia aparecieron cerradas para impedir la llegada masiva de curiosos. La Piazza della Signoria se encontraba tomada por el ejército, que controlaba todas entradas para prohibir la entrada de las mujeres y cachear a los hombres por si llevaban armas, que les eran confiscadas. Aun y a pesar de ello, la plaza se petó de hombres, lo que permite adivinar que la práctica totalidad de la población masculina de la ciudad se encontraba allí.

Una vez más, ya lo he hecho otra vez en este texto, debo recordarle al lector de estas notas que los tiempos actuales no son los pasados. Hoy, cualquier acto masivo en la misma plaza de Florencia podría contar con ayudas notables para su seguimiento; me refiero, muy especialmente, a los altavoces y las pantallas de plasma. Pero por si no lo sabes, lector, el hombre renacentista no tenía nada de esto. No disponía de modo alguno de saber lo que pasaba a 30 metros de él y, por lo tanto, dependía totalmente en lo que otros les contaran. Y eso es algo que aquel día de abril de 1498 sólo entendieron los arrabbiati.

Por muy bien preparada que quisiera estar la pira de la ordalía, cualquier persona que haya visitado la Piazza della Signoria se dará cuenta de que quienes estaban en condiciones de ver lo que pasaba en ella no eran ni el 5% de todos los presentes en el área. La plaza estaba llena de gente, y entre esa gente, cada quince o veinte metros, había un agitador arrabbiati. Los antisavonarolianos sabían que la mayoría de la gente de la plaza no podría saber por sí misma lo que iba a pasar en la Loggia dei Lanzi, donde estaba el altar, y querían contárselo ellos.

Franciscanos y dominicos aparecieron en la plaza en sendas procesiones de centenares de frailes. Fra Domenico, que vestía una túnica escarlata, fue visto subiendo al altar. Pero nadie parecía reconocer a su rival. Heraldos y emisarios comenzaron a ir y venir entre la Loggia y el Palacio. Los agentes agitadores comenzaron a decir que los franciscanos habían objetado los vestidos de Fra Domenico, porque, decían que decían, podían estar encantados. Después de muchas idas y venidas, se volvió a ver a Fra Domenico en el altar, esta vez sin sus aparatosos vestidos.

Sucintamente, lo que pasó fue esto: los franciscanos pusieron, durante larguísimo tiempo, un montón de problemas a la ceremonia. Pero eso sólo los poquísimos que eran capaces de escuchar los diálogos en la Loggia lo sabían. Al resto les fue referido que eran los dominicos los que estaban colocándose de canto.

En ese momento, uno de los líderes de los más radicales antisavonarolianos, los compagnacci, se irguió sobre una estatua y comenzó a excitar a la multitud. Pronto, una multitud presionó hacia la Loggia, donde los soldados del gobierno de la ciudad tuvieron que proteger a Savonarola. Se restableció la calma, y vuelta a esperar, esta vez bajo la lluvia que comenzó a caer.

Las negociaciones eran interminables. Fra Domenico, que se había quitado sus vestidos, aceptó también no llevar la cruz que portaba al cuello. Sin embargo, Savonarola insistía en que debía llevar la sagrada forma a través del fuego. Los franciscanos protestaron argumentando que la divinidad de la hostia podría arder si lo hacía el recipiente que la llevaba, y los frailes se enfrascaron allí mismo, en medio de la plaza, en medio de una multitud que llevaba ya horas esperando, en una honda discusión teológica sobre la naturaleza física del ser divino.

A punto de irse el sol, el gobierno de la Signoria, literalmente hasta los huevos de los frailes de ambos bandos, desconvocó la ordalía. El día se había consumido para nada, y la inmensísima mayoría de los testigos del acto culpaban de ello, convenientemente manipulados, a los dominicos. En realidad, lo que es más que probable es que fuese exactamente al revés: que fuesen los franciscanos los que, solos o en compañía de otros (porque la asombrosa coordinación con que los agitadores arrabbiati y compagnacci reaccionaron a los hechos sugiere algún tipo de convergencia), se cargaron el acto, pues no tenían intención alguna de hacer que uno de los suyos caminase sobre brasas; y todo lo montaron para hacer de ello culpables a sus enemigos.

Los franciscanos se marcharon en silencio, sin ser molestados. Los dominicos, ya fue otra cosa. Cruzaron la plaza como un árbitro que acabara de pitar un penalti injusto contra el equipo local en el minuto noventa. Florencia estaba cabreada, y tenía un culpable para todo ello: Fra Girolamo Savonarola.

El buen fraile estaba ya maduro para la horca.

lunes, octubre 29, 2012

Fra Girolamo (18)



No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primero, décimo segundo,  décimo tercerdécimo cuarto, décimo quinto, décimo sexto, y décimo séptimo capítulo.




El último sermón de Savonarola fue un farewell en toda regla. Pero, como suele ocurrir con estas ceremonias en las que grupos de rock o y toreros se cortan la coleta, en realidad pretendía ser sólo un hasta luego.

El prior de San Marcos alimentó su imagen de martirio. Dejaría de predicar, dijo, pero eso era no tanto porque los jerifaltes de Roma de lo ordenasen, sino porque era la voluntad de Dios. Se identificó, en ese punto, con Jeremías, a quien Dios usó mientras lo necesitaba, y luego dejó que fuese lapidado. Sin embargo, la cosa no estaba tan clara: “lo que no pueda hacer predicando”, dijo, “lo haré rezando”. Y, por si alguien le quedaban dudas, añadió: “yo no puedo abandonar mi misión”. Ítem más: “Roma, escúchame: serás purgada”.

Girolamo Savonarola alcanzó con su sermón de 18 de marzo el siguiente escalón de todo proceso revolucionario canónico: el momento en el que el líder acepta inmolarse por la causa, pero advierte que la causa está ahí, y seguirá viva.

Por cierto, con gran probabilidad uno de los muchos testigos de aquel último sermón, como de otros anteriores, fue un joven llamado Nicolò Maquiavelo; quien, por cierto, nunca tuvo muy buena opinión, ni de la oratoria, ni de las intenciones, ni de la estrategia del fraile de San Marcos. Le llamaba “un cínico astuto”. Lo cual no deja de ser una humorada, viniendo el juicio de quien viene.

Girolamo Savonarola dejó de predicar. Pero muy pronto, el papa Borgia, que tenía una finísima sensibilidad para la política, se dio cuenta de que le habían tangado, pero bien. Y no le faltaba razón: había conseguido acallar a Savonarola, pero no su causa. Había comprometido una especie de tregua con la revolución florentina de la que se quejaban amargamente quienes en Roma (y en Florencia) estaban en contra de ella, argumentando que se había dado demasiado a cambio de poco. Y no tenía nada claro que fuese a ganar la batalla, porque en la ciudad toscana, las fuerzas sociales que reclamaban que el Vaticano fuese centrifugado en la lavadora de la humildad eran todavía poderosísimas; habían perdido recientemente, pero podían, perfectamente, ganar de nuevo.

Además, estaba el tecnicismo de que el breve papal, por definición, sólo podía afectar a Savonarola. Y sellar los labios de Fra Girolamo, por lo tanto, no podía suponer sellar los de, por ejemplo, Fra Domenico da Pescia, su fiel lugarteniente. Así pues, las mismas burradas contra La Puta Vaticana seguían escuchándose en Florencia.

Hay gentes que quieren ver en Girolamo Savonarola una especie de talibán católico arrastrado por su radicalismo. En mi opinión, negarle una agudísima inteligencia estratégica es negar lo evidente.

Las cosas estaban de una manera que el partido anti-Savonarola tenía que dar un paso más, y lograr que el fraile fuese a Roma, para ser allí laminado y, quizás, enterrado en cualquier convento en el ombligo de Italia. El cardenal Sforza, por una parte, y el dimisionario Bonsi, por otra, se enzarzaron en una lucha sin cuartel, uno a favor y otro en contra de que el Papa llamase al fraile al Vaticano.

El Papa dudaba. Pero, en ese momento, recibió una carta de Savonarola. Una carta incendiaria en la que protestaba por todo lo que le estaba pasando, e incluso invitaba al Padre Santo a cuidarse de su salud. “Ya no puedo confiar más en Su Divinidad”, le decía el fraile en la carta; frase que, si se piensa un poco, es profundamente herética (si alguien cree que un hombre es la expresión humana de la divinidad, ¿cómo podrá negarle su confianza ciega?)

Savonarola no era tonto y sabía perfectamente cuáles iban a ser las consecuencias de sus cartas. Por eso, la hizo seguir por otras tantas a los reyes de Francia, España, Inglaterra, Austria y Hungría (o sea, podemos decir, más o menos el G20), invitándoles a impulsar la convocatoria de un Concilio General, amparándose en los cánones del nada fácil Concilio de Constanza, según los cuales un desorden flagrante en la Iglesia, o una conducta a todas luces reprobable en su cabeza, se podría convocar un Concilio sin aquiescencia del Papa.

Cabe hacer notar, en todo caso, que los cánones de Constanza no dicen nada sobre los resultados de ese concilio; esto es, cuando menos en teoría, la jurisprudencia vaticana generada en dicho concilio no ampara una actuación en la cual otros que no son el Papa destituyen al Papa; un Papa, en buena teoría, sólo puede irse cuando quiera él o, en términos teológicos, cuando el Espíritu Santo lo ilumine para que se vaya.

El párrafo que acabo de escribir es de gran, extrema importancia. Las instituciones basadas en un respeto que está, por decirlo así, por encima de la lógica, como el Papado o la Monarquía, siempre tienen problemas cuando tratan de adornarse con algo de esa lógica mundana que les falta. Si nos preguntamos: ¿por qué no van a poder reinar las mujeres además de los hombres?, la lógica dicta que nos preguntemos de seguido: y, ¿por qué deberán reinar los primogénitos, y no los medianos, o los benjamines (en la realidad, la lógica dicta que, cuando menos en los tiempos modernos, reinen los benjamines: así la monarquía se dota de reyes más jóvenes y es más estable)? Pero, si nos hacemos esa pregunta, ¿qué nos impedirá preguntarnos: por qué los Borbones, y no los López Anchústegui?

En tal sentido, predicar el principio de que otros, el resto de la Iglesia incluso, podría estar en posesión de la verdad, mientras que el Papa podría estar equivocado (y, por lo tanto, merecer la destitución por un concilio) se convierte, rápidamente, en un principio herético. Lo que nos dice la teología católica es que los caminos de Dios son inexcrutables; así pues, si Dios ha puesto en el solio pontificio a un tipo putero y bebedor que se pasa el día jugando a la Playstation y dibujando manga, él sabrá por qué lo hace. En el fondo, defender que un concilio general puede echar al pontífice Xbox es defender que Dios puede equivocarse. Y defender que Dios puede equivocarse es defender que no existe.

Girolamo Savonarola, en su misiva a los poderosos de Europa, jugó sus cartas a fondo; él, mejor que nadie, podía pensar aquello de para dos días que me quedan en el convento, me cago dentro. Les aseguraba a los reyes poderosos que poseía “pruebas hasta ahora desconocidas de abominaciones cuyo conocimiento provocaría el horror y la estupefacción de la humanidad”. Y es probable que no mintiera, porque ni Alejandro Borgia, ni su séquito de asesores, ni la amplísima cohorte de comepollas que generó a su alrededor, eran ningunos virtuosos abstemios en procura del nirvana de Dios. “Testifico in verbis Dominis”, aseguraba, “que Alejandro Borgia no es un Papa”.Una afirmación en la que hoy creen no pocos prelados, aunque la necesidad de sostenella y no enmendalla les lleve a negarlo.

Los dos elementos más importantes del grupo de receptores escogido por Savonarola, es decir el emperador Maximiliano y los reyes católicos, Lisbeth y Nando, se fueron por sus sendas calzas cuando leyeron la carta. Entendieron a la perfección que el fraile florentino les estaba colocando ante el riesgo de provocar un cisma. Ambos, además, valoraron pronto, en cuanto les llegaron los oportunos informes de sus diplomáticos, en el sentido de que, en realidad, la gran apuesta de Savonarola había sido, cómo no, Carlos de Francia.

Parece increíble pensar que, una vez más, Girolamo confió en aquel soberano que tantas patadas en el culo le había dado ya. Pero es así. Savonarola sabía que Francia era, con mucho, la potencia europea más proclive a inmiscuirse en los asuntos de Italia, y por eso cargó las tintas en su carta al rey, afirmando que “llevas el nombre del Rey Más Cristiano, y es a ti a quien ha elegido Dios para blandir su espada de venganza”. Esta carta, además, había sido interceptada por los hombres de Sforza a su paso por el Milanesado. Ludovico la envió a Roma, donde al Borgia el yeyuno se le subió a la oreja izquierda.

La pretensión de Girolamo Savonarola era revolucionaria. Pretendía darle una vuelta completa al concepto y la misión de la Cristiandad. En su carta a los reyes católicos, por ejemplo, los exhortaba a no perder el tiempo (sic) luchando contra los moros, y centrarse en los problemas del Papado. Esto era como decir que el problema de la cristiandad no estaba en la infidelidad, sino en la propia cristiandad. Que no había que luchar contra las hordas magrebíes, sino contra quienes estaban prostituyendo las instituciones eclesiales. El mensaje era demasiado elevado para hombres de Estado, pero susceptible de ser utilizado en un enfrentamiento de enormes proporciones. Si alguien se movía rápido y con pericia, podía hacerse con la perla italiana, o mejor, podía hacerse con la institución papal, con lo que adquiriría una ventaja crítica sobre el resto de las potencias de la zona. No era, a mi modo de ver, nada descabellado pensar que hubiera quien atendiese la misiva, generando un conflicto más que probablemente armado de enormes proporciones.

Si era escuchado, Girolamo Savonarola era susceptible de generar una guerra mundial, pues no otra cosa habría sido una Europa dividida en partidarios y detractores del Papado.

El prior de San Marcos, sin embargo, no podía esperar que, en medio de todo ese juego de altísima política, un factor inesperado entrase en juego: la pura y simple envidia entre frailes.

Porque los frailes pueden llegar a ser muy, pero muy rencorosos.