lunes, marzo 18, 2013

Soixante huit (15: El gambito De Gaulle, algunas consideraciones sobre el marxismo,


De esta serie se ha publicado ya un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sextoséptimo, octavo, noveno , décimo, décimo primerdécimo segundo, décimo tercer y décimo cuarto capítulo.

Resumen de lo publicado: Una vez iniciada la revolución a gran escala en la Tierra Media con la implicación de los enanos mineros, los hobbits se las prometen muy felices pensando que van a ser amigos para siempre means you'll always be my friend, no naino naino naino naino naino na; pero lo cierto es que los enanos, que van a lo suyo y lo que quieren es más paga y menos horas y a ellos el derrocamiento de Sauron y un nuevo orden élfico para la Tierra Media se la viene sudando, pasan de ellos. Por lo demás, la decisión de Sauron de eliminar las restricciones a los hobbits en Hobbiton provoca que éstos invadan su tierra, momento a partir de cual se atomizan en una miríada de pequeñas organizaciones o Comités de Acción. que se llevan entre ellos así, así. En ésas estamos, con los hobbits sintiendo cada vez más la presión de las contradicciones entre ellos y el desprecio de los enanos, cuando Sauron, en un ejercicio hiperbólico de miopía, coloca de nuevo las cosas en su contra al anunciar que ha decretado la expulsión del mago Gandalf-Bendit de la Tierra Media.

Suenan, de nuevo, los cuernos de guerra en los valles.

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La primera manifestación que transcurre por París aquel 24 de mayo es la de la CGT. En la misma se cantan eslóganes sobre la libertad sindical y la jornada de 40 horas. Llegados a la estación de Austerlitz, está prevista la disolución de la marcha, pero dentro de la masa hay grupos de jóvenes obreros que apoyan a gritos la idea de ir a unirse con los estudiantes, que han comenzado a las cinco de la tarde su serie de marchas con final en la estación de Lyon. A las siete y media, la explanada frente a la entrada de la estación está llena de gente; unas 30.000 personas, en un cálculo optimista. Hacia la Bastilla, les observa un fuerte contingente policial.

Los estudiantes son mantenidos a raya por el servicio de orden de la JCR; los chicos de Alain Krivine demostrarán, durante todo aquel mes de mayo, estar entre los más disciplinados y organizados. A la tierra de nadie entre policía y manifestantes se adelanta un uniformado y un adulto civil, a todas luces el comisario del arrondisement. Son negociaciones bastante comunes a las que todos están acostumbrados; pero esa vez, la impaciencia, o tal vez el hastío, del comisario Grimaud se deja sentir, porque los representantes policiales no se avienen a prácticamente nada. Los manifestantes quieren que se les abra la calle para poder ganar por ella los bulevares y, sobre todo, la Bolsa, que como edificio totémico del capitalismo es uno de sus objetivos fundamentales. La policía, usando megáfonos, les contesta que y un pene como una pieza de menaje para cocer.

Termina la tarde, y el presidente De Gaulle se está dirigiendo a la nación. En aquel ambiente tan tenso, todo el mundo acerca una oreja a los múltiples transistores que aparecen por todas partes. En un momento dado, De Gaulle, en un efecto que le era muy querido, y le declama a los franceses: “En el momento en que vuestra respuesta fuese no, no me mantendría en mi puesto más tiempo”. La masa estalla en un grito de triunfo y comienza a cantar: Adieu, De Gaulle, adieu”.

El día 24 de mayo, en efecto, es la fecha en la que el poder constituido en Francia juega su última, y más importante, baza: el presidente De Gaulle. Los despachos ministeriales son un hervidero de rumores por la mañana. Todo el mundo dice saber algo sobre lo que va a pasar, pero los mejor informados reconocen que es poco lo que se conoce. A mediodía se filtra que podría anunciarse un referendo y que el discurso va a ser breve, de siete minutos. Un point, c’est tout. Todo aquél que no sea el mismo general que diga que sabe algo más a esa hora, miente y se lo inventa.

El día pasa en medio de manifestaciones por todas partes y una huelga pavorosa. A las ocho de la tarde, todas las cadenas de radio pinchan la señal del discurso presidencial.

De Gaulle empieza por decir cosas que caen de cajón. El país está para eso, la verdad, porque hasta las verdades de cajón han pasado a ser materia especulativa. El deber del Estado, dice (l’Etat; nada le gustó más al viejo chacal de la Resistencia que situarse au dessus du Gouvernement), c’est d’assurer l’existence du pays et l’ordre public. Es un discurso muy medido, en modo alguno dirigido a los estudiantes. Está dirigido a los sindicatos, que son los que, en realidad, han hecho al oso salir de la cueva, y lo han complicado todo. Son los sindicatos, y su órdago a grande huelguístico, los que han colocado, por delante del orden público, otro problema mayor: la existencia en sí de la República, como es concebida en ese momento.

Luego llega la de arena. Hay que garantizar el orden, pero las reformas, los cambios de estructuras, son necesarios. Y llega al clímax: il y a besoin que le peuple français dise ce qu’il veut, par la voie la plus démocrátique posible: celle du reférendum.

… así que es verdad. El as en la manga del general es convocar un referendo. Se someterá al sufragio de la nación un proyecto de ley por el cual, dice, demandaré que se le dé al Estado, y consecuentemente a su jefe, un mandato por la reforma (ya veis; sigue citando al Estado, nunca al Gobierno. Yo, Tarzán; tú, Jane).

¿Qué reformas? Monsieur le Président ha llegado al momento dulce de todo homo politicus; el momento "Pascual, apoyaré el Estatuto que decida el Parlamento catalán"; el momento puedo prometer y prometo. El momento de las promesas avec la poudre du Roi: reforma de la universidad, adaptaciones en la economía, impulso a la formación de los jóvenes, aseguramiento de su empleo, impulso de la actividad industrial y agrícola… A punto estuvo de sonar la bocina de Harpo Marx, y la voz de su hermano Groucho gritando: “¡Y dos huevos duros!”

Y, finalmente, el stacatto final, que arrancará los aplausos de alegría entre los estudiantes: Tel est le but que la Nation tout entière doit se fixer a elle-même. Françaises, Français, au moins de juin vous vous prononcerez par un vote. Au cas où votre réponse serait “non”, il va de soi que je n’assumerais pas plus longtemps ma fonction.

¿No sabes francés? Quiá, colega, yo te traduzco: vosotros, francesitos y francesitas de los cojones, seguid jugando a la revolución si queréis; pero que sepáis que, a la siguiente bromita, yo me abro.

El anuncio, ya lo hemos escrito, arrancó euforia entre los estudiantes. Lo cual demuestra lo mal, rematadamente mal, que casi desde el primer día leyeron Mayo del 68 sus protagonistas; muchos de los cuales, por cierto, lo siguieron haciendo en sus libros recapitulatorios incluso décadas después, hasta el punto que a Mayo del 68 le pasa un poco lo que a la Guerra Civil Española: que algunos, muchos, de sus protagonistas, se han convertido en las personas menos indicadas para juzgarlo como proceso histórico.

Todo el mundo estudiantil interpretó el anuncio de De Gaulle como un signo de debilidad, cuando fue exactamente lo contrario. Fue el primero de los signos de fortaleza que mostraría el viejo general, que estaba convencido, y no erraba, de que Francia, en aquel punto, no podía vivir sin él. O, más bien, que si él se marchaba, se levantaría un velo tras del cual aparecería un acojonante abismo. Aprés moi, le deluge, dijo Luis XV; todo, en el fondo, está siempre ya inventado.

Con aquel anuncio, Charles de Gaulle puso en marcha el efecto más notable y novedoso, histórico, de Mayo del 68: hacer hablar, significarse, manifestarse, a los que nunca hablan, se significan, ni se manifiestan: la mayoría silenciosa. Pero eso, claro, los amiguetes de Cohn-Bendit no estaban en condiciones de entenderlo.

A los jóvenes estudiantes de Mayo del 68, y sus jóvenes profesores, lo que les molaba era el marxismo; más en concreto, determinadas interpretaciones del marxismo, como son el trotskismo y el maoísmo, que son bolchevismos exacerbados, en el sentido de creer a pies juntillas en el papel protagonista de las vanguardias sociales y políticas. A mi modo de ver, ésta es la gran aportación que hace el leninismo al marxismo. Marx, siempre según mi opinión, pensaba en las élites revolucionarias como unos mecanismos necesarios en un mundo en el que la masa proletaria carecía de formación ideológica suficiente como para tomar por ella misma las riendas del cambio revolucionario. Pero estas élites, para Marx, y sobre todo para Engels, eran elementos necesarios, pero en modo alguno suficientes (en esta línea léase, para más referencias, a Rosa Luxemburgo). Con Lenin, estas élites se convierten en pilotos de la revolución. Bajo Trotsky y Mao, dan un paso más para convertirse, en realidad, en lo único que importa; los únicos que piensan, los únicos que deciden, los únicos que dirigen, siempre a las órdenes de un Gran Timonel, símil del líder que le va a este enhanced marxism como un guante.

Mayo del 68 es un proceso acojonantemente interesante desde el punto de vista de las ideologías porque es un proceso que junta en la calle, pasándose cascotes, a marxistas evolucionados siglo XX que creen en la existencia de élites o vanguardias que son las únicas que importan en el proceso revolucionario (son los años en los que un montón de cosas en ese mundo se llaman Vanguardia Roja), y a anarquistas que lo rechazan absolutamente todo que pueda significar conculcar la menor libertad del individuo; como ese ignoto anarquista madrileño que, en una de las primeras asambleas del 15-M en Sol, tomó la palabra para decir que, a él, el solo gesto de defender el concepto de colaboración ya le constreñía.

El problema para la importantísima orilla marxista del río revolucionario de Mayo es que, como ya he dicho, no estaba en condiciones de comprender el gambito que le planteó Pompidou by the way su Presidente. La jugada consistió en movilizar a ese magma que la praxis marxista conoce como burguesía o pequeñoburguesía contra el empuje de quienes querían cambiar las cosas. Pero los marxistas despreciaban a aquella gente. Exhibir o dejarse llevar por pruritos pequeñoburgueses era el peor insulto que podía recibir entonces un militante de ultraizquierda (un proceso admirablemente descrito por Alfredo Bryce en La vida exagerada de Martín Romaña). El papel histórico de la burguesía era ser derribada por la élite, y su capacidad de reacción no se tenía en cuenta. La historia de la revolución, en la lectura ultramarxista del momento, era la lucha de la vanguardia contra estructuras de poder (gobierno, policía, ejército...); los votantes, por así decirlo, no contaban (esto es lógico, puesto que el marxismo, históricamente, no ha respetado lo que se dice mucho al votante en cuanto tal). Los estudiantes que estaban en los aledaños de la Gare de Lyon aquella tarde, cuando escucharon a De Gaulle decir lo que dijo, entendieron: me rindo. En realidad, lo que estaba haciendo el jefe del Estado era un viaje parecido al que hace Aragorn para reclutar al ejército de fantasmas verdes que luchará contra los orcos; un ejército perdido, con el que nadie cuenta, por lo tanto con capacidad de atacar inesperadamente.

Para muestra de lo que dicho, compruébese la reacción al discurso del más astuto zorro de la política gala en aquel momento, François Mitterrand. Declara: non au plebiscite, non à De Gaulle. Quiere que el presidente se vaya, nos ha jodido; pero no quiere que lo echen los franceses, porque sabe que los franceses, simplemente, no van a hacer eso.

El discurso ha pasado. Las primeras barricadas se arman a las ocho y media. Un cuarto de hora después, la policía lanza dos bengalas rojas en la calle. Es la señal. El Armaggedon lacrimógeno habitual comienza a caer sobre los estudiantes.

A las diez de la noche, unos pocos centenares de manifestantes son los dueños del Faovourg Saint-Antoine, y han encendido diversas hogueras en las calles. Los policías llevan dos horas tirando de granadas y sin usar la porra; es bastante evidente que se les ha ordenado evitar el enfrentamiento físico.

A las 9,30 de la noche, algunos manifestantes, entre ellos Alain Geismar, han llegado a la Bolsa. Allí mismo se celebra una especie de asamblea urgente sobre qué hacer. Geismar, oliéndose la tostada, y nunca mejor dicho, se apresura a decir a los policías que lo que está pasando no ha sido ni pedido ni impulsado por el SNE Sup, sino por los Comités de Acción (es característica habitual de estas movidas de ultraizquierda que, cuando empiece la violencia, sus organizaciones portavoz se hagan los orejas; para muestra, las memorias de izquierdas de la II República española y la guerra civil, según las cuales todos los desafueros cometidos por el bando republicano fueron obra de unos ignotos incontrolados).

En unos minutos, comienzan a verse incendios en la Bolsa, El servicio de orden de la manifestación no ha podido hacer nada, o eso dice.

A medianoche, policías y manifestantes se encuentran en el bulevar Saint Michel: la policía ha cortado el puente de dicho nombre. La policía realiza una maniobra envolvente para aislar a los estudiantes en el bulevar. Es en ese momento cuando los estudiantes descubrirán que la policía suele aprender de su experiencia, cosa que ellos no han hecho. En los grandes enfrentamientos pasados, los estudiantes han basado su estrategia en levantar barricadas en avenidas muy anchas, para así tener un frente de lucha más difícil de abarcar. Eso ha sido un infierno para la policía pero, como digo, los uniformados han aprendido. Esa noche se presentan con un bulldozer que se apiola las barricadas como si fueran de mantequilla y, con ese gesto, deja a los manifestantes poco menos que indefensos en campo abierto.

A las tres de la mañana, el  ministro del Interior hace una declaración. Les recuerda a los estudiantes que la reforma de la universidad que pedían va a comenzar. Se refiere a la chusma [sic] que se ha juntado con los estudiantes, “procedente de los más bajos fondos de París”, y anuncia la disposición del gobierno de sacarla de las calles. Y llama a los parisinos a manifestarse contra la acción de dicha chusma.

A las 4, Alain Geismar habla en la radio de “caza al hombre” en las calles de París. Es lo que se suele hacer, efectivamente, con la gente que quema edificios.

Cuando sale el sol, cae una lluvia fina sobre París. Por el Quartier Latin parece que acabaran de pasar los carros de combate de Heinz Guderian. El primer ministro asevera esa mañana en la radio que ha dado instrucciones a la policía para que reprima todo tipo de violencia. Mientras dice esto, en Lyon, muere un comisario de policía, literalmente atropellado por un camión que ha sido empujado por los manifestantes contra los uniformados.

El 24 de mayo, pues, ha sido una nueva jornada de batalla campal en el París de mayo del 68. Ha sido un día tan aciago para el Gobierno, que hasta se le ha abierto un nuevo frente: los agricultores, que dicho día comienzan sus propias movilizaciones; y creo que los camioneros españoles han sido durante años testigos de cómo se las gastan los paysans galos cuando están de mala hostia. Protestan por lo de siempre: las negociaciones de la política agraria comunitaria en Bruselas. Pero, en medio de ese magma, todo parece lo mismo.

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