viernes, julio 05, 2013

Doping (2: el caso DeMont)

De esta serie se ha publicado ya un primer capítulo.


La llegada, en los años setenta, del enfrentamiento deportivo entre los dos grandes bloques, provocó la inmediata marcha atrás del COI en su decisión primera de aceptar su responsabilidad en las pruebas antidoping. Todos los intentos del príncipe De Merode se encontraron con la actitud de Brundage, de modo y forma que el COI acabó convirtiéndose, a través de su comité médico, del supervisor de un proceso que, en realidad, era  controlado por las delegaciones nacionales. Tanto era así que la mentada comisión médica podía proponer que un determinado deportista fuese expulsado de los Juegos; pero dicha expulsión sólo podía ser ejecutiva tras la decisión en tal sentido de la federación correspondiente. Además, permanecía el problema de que los esteroides anabolizantes eran indetectables si el atleta había dejado de consumirlos algunas semanas antes de la realización de la prueba.

Incluso la propuesta del Comité belga, en el sentido de diseñar cuando menos unas reglas simples que fuesen de obligado cumplimiento para todo deporte y todos los países, fue rechazada en el seno de ese movimiento que se las da de altius, citius, fortius, y bla.

La situación era tan descarada que, incluso, un año antes de los Juegos de Munich, un atleta halterófilo estadounidense, Ken Patera, afirmó en una rueda de prensa que se veía capaz de ganar en los juegos a su gran rival soviético, Vasili Alexeiev, «ahora que puedo administrarme las drogas adecuadas». «Ya veremos», concluyó tan pancho, «si sus esteroides son mejores que los míos».

En 1972 se celebraron en Sapporo, Japón, los Juegos Olímpicos de invierno, famosos para los españoles porque en ellos el esquiador nacional Francisco Fernández Ochoa ganaría una medalla de oro. Se hicieron test de doping a 211 atletas, con un solo positivo: el jugador de hockey hielo de la República Democrática Alemana Alois Schloder. Pero hemos de recordar que los esteroides no fueron trazados.

El caso Schloder, además, mostró bien a las claras la debilidad del COI en estos temas. Sus propias normas establecían que si por cualquier razón un miembro de un equipo era encontrado culpable de alguna falta, el equipo completo debería ser descalificado. Cosa que no pasó con el equipo alemán democrático de hockey hielo.

Para colmo, durante esos juegos una delegación, la danesa, puso en duda los sistemas de chequeo del sexo utilizados, basados en la localización de un cromosoma. Un doctor alemán del equipo femenino de la RFA, Ingborg Bausenwein, llegó a declarar que, antes de 1968, casi la mitad de los récords de atletismo femenino habían sido conseguidos por hermafroditas. En realidad, los tests de sexo no cambiarían hasta los juegos de Albertville, en 1992.

Los Juegos Olímpicos de Munich de 1972 acabaron con toda posibilidad, si es que alguna vez hubo alguna, de que el Comité Olímpico de Estados Unidos abanderase una lucha seria contra el doping. Un joven nadador estadounidense, Rick DeMont, ganó una medalla de oro en la prueba de 400 metros libres, de la que fue posteriormente desposeído por haber dado positivo en una sustancia prohibida. Según el propio nadador, la mañana del 1 de septiembre se había levantado algo resfriado, por lo que se había tomado tres tabletas de Marax, su medicamento habitual antiasmático; un producto que contenía efedrina. Los médicos de su delegación conocían ese uso, pero nunca le había sido consultado a la comisión olímpica.

A pesar de que inicialmente le dejó mantener la medalla, De Merode, en un rápido cambio de parecer que no termina de estar claro, no sólo defendió la idea de que debía arrebatársele la medalla, sino que abogó por la idea de que no le fuese permitido saltar a la pileta en la final de los 1.500 metros libres, prueba en la que en ese momento era recordman mundial. Como puede verse, el movimiento olímpico era, realmente, un movimiento browniano: las mismas personas que meses antes habían dejado permanecer y competir al equipo de la RDA de hockey hielo, a pesar de que el positivo de uno de sus jugadores no sólo despertaba sospechas racionales sino que estaba contra las propias normas del movimiento; esas mismas personas, digo, meses después aplicaban toda su rudeza con un atleta que tenía una razón objetiva para haber tomado efedrina.

Quienes sean aficionados al baloncesto recordarán aquellos juegos de Munich por la discutibilísima decisión en la final de este deporte, EEUU contra la URSS; en la cual los jueces afirmaron, al final del partido, que habían quedado unas decimillas de segundo por ahí perdidas que permitieron al equipo soviético meter una canasta más que probablemente fuera de tiempo, que les dio el oro olímpico. El affaire De Mont y la cuestión de la final de baloncesto crearon con rapidez en el Comité Olímpico USA una sensación sólida en el sentido de que el COI tenía veleidades a favor del Telón de Acero (de hecho, cuando la decisión de los árbitros fue apelada, la votación se ganó por la URSS gracias a los votos de tres países de su órbita contra el parecer de Italia y Puerto Rico; el equipo estadounidense, en una decisión casi sin precedentes, rechazó la medalla y, consecuentemente, ni siquiera participó en la ceremonia en la que se escuchó el himno soviético). Para colmo, el COI responsabilizó al comité olímpico de EEUU por el gesto de dos atletas negros, quienes, en México, tras haber quedado primero y segundo en los 400 metros, escucharon el himno, en el podio, levantando sendos puños enguantados de pitch black.

Como digo, eso acabó con toda posibilidad de que EEUU, una de las dos potencias atléticas del momento, hubiese liderado un movimiento en favor de la limpieza en el deporte.

Munich dio para más. Una serie de delegaciones olímpicas propusieron a la federación internacional de Pentathon moderno que una serie de tranquilizantes fuesen incluidos en la lista de sustancias prohibidas. Resultado: los controles entre los pentatletas, hasta entonces virginales deportistas que contaban sólo con sus fuerzas para ganar, arrojaron 16 positivos. Automáticamente, la Federación Internacional bramó que no había sido consultada para incluir los tranquilizantes, y el COI, faltaría más, dio marcha atrás, pidió disculpas, y los muy tranquilos pentatletas siguieron compitiendo.

No creo que haya que extenderse mucho para explicar que este rapto de comprensión del COI hacia la federación internacional de Pentathlon sentó a cuerno quemado en el CO estadounidense. El presidente del Comité, Clifford Buck, le escribió una amarga carta al presidente entrante del COI, Lord Killanin, pidiéndole explicaciones de por qué la comprensión mostrada con 16 pentatletas no había sido utilizada con Rick DeMont. De una forma para mí demoledora, Buck aseveraba en su carta que «DeMont es un chico de 16 años que estaba tomando la medicación normal que se le ha prescrito para una dolencia crónica y no para mejorar su rendimiento, mientras que los pentatletas son adultos que han tomado deliberadamente y con conocimiento de causa una droga prohibida para mejorar su rendimiento, violando con ello unas normas que conocen bien».

Para continuar con el caos olímpico, un jugador de baloncesto de la selección de Puerto Rico dio positivo en doping; pero los análisis y contraanálisis necesarios fueron tan lentos que al equipo se le permitió seguir compitiendo. Finalmente, los análisis dieron positivo, pero para entonces el baloncestista fue sancionado y, sin embargo, las victorias de Puerto Rico se conservaron (y siguen ahí, en el historial olímpico; como tantas otras victorias, segundos y terceros puestos, y marcas, que deberían ser borradas). Y eso se hacía mientras que el equipo danés de ciclismo era desprovisto de una medalla de bronce porque uno de sus miembros dio positivo por coramina.


Lo que se dice una coherencia de la hostia.

miércoles, julio 03, 2013

Doping (1)



Desde el día que recomendé la lectura de este libro prometí realizar algún post, o grupos de posts, sobre este tema. Porque es un asunto que a muchos preocupa y ocupa y sobre el que, sin embargo, faltan las obras de referencia que, como la de Thomas M. Hunt, aborden la descripción somera del proceso.

Spyridion Louis, en una historia que es bien conocida, fue el primer ganador de la maratón de la era moderna. La prueba se celebró ya en los primeros Juegos Olímpicos de dicha era, celebrados en Atenas. Spyridion Louis se convirtió en un héroe nacional para sus connaturales, hasta el punto de que, durante la vuelta al estadio tras la victoria, muchos de los griegos en las gradas le tiraban sus monederos con todo lo que llevaban dentro.

Spyridion Louis pasó la noche anterior a la carrera rezando y comiendo higos. Y, durante la carrera, se paró en un momento para beberse un vaso de vino que le ofrecían. Ganó, pues, en buena lid; simplemente, corriendo mejor que sus contrincantes.


Pero eso no habría de durar mucho.


Conforme avanzaba el siglo XX, médicos, químicos, preparadores y atletas se fueron dando cuenta de que la farmacopea ofrecía soluciones para conseguir un mejor rendimiento atlético. Tal vez la primera forma de doping en el deporte no fue, sin embargo, el uso de sustancias químicas, sino la estrategia de hacer competir a mujeres que estaban muy cerca de ser hombres, o tal vez lo eran. En fecha tan temprana como 1936, durante los famosos juegos olímpicos en el Berlín nazi, las protestas de la delegación polaca obligaron a los organizadores a hacerle unas pruebas de sexo a la velocista estadounidense Helen Stevens. Años después, en una confesión que de todas formas es puesta en duda por muchas fuentes, el atleta alemán Hermann Ratjen aseguró que, en las mismas olimpiadas, el comité germano le obligó a competir en salto de altura como si fuese una mujer. Sea como sea, el tema del doping tomó rápidamente fuerza y se hizo cotidiano en una competición, como los Juegos, donde era el orgullo nacional el que se ponía en juego.

Hunt «sitúa» el comienzo de su historia del dopaje olímpico el 26 de agosto de 1960, día en el que, en medio de los juegos de Roma, un ciclista danés que competía en la prueba de 100 kilómetros, Knud Jensen, se caía de la bicicleta, se fracturaba el cráneo y moría pocas horas después como consecuencia de una hemorragia cerebral causada por un ataque al corazón. Dos días después, y ante el hecho de que los ciclistas daneses parecían ser los únicos que parecían mostrar problemas con el calor (a pesar de que aquel agosto no fue especialmente tórrido), el vicefiscal general italiano, Ferdinando Cocucci, anunció una investigación. La autopsia de Jensen encontró en su cuerpo trazas de Roniacol, un compuesto destinado a mejorar la circulación periférica.

Aquella noticia no dio ni frío ni calor a los responsables olímpicos. En realidad, no iba con ellos. Las autoridades olímpicas, en aquel entonces, no tenían responsabilidades en materia de doping; eran las federaciones nacionales las que debían proveer de controles, y no lo hacían con demasiada pasión, conscientes de que ponerse estupendos con el tema de la química les supondría caerse del medallero.

En realidad, la tragedia de Jensen no hacía sino introducir un elemento luctuoso en una serie de cosas que ya estaban pasando de tiempo atrás. En los juegos olímpicos de invierno de 1952, los patinadores de velocidad iban tan petados de anfetaminas que muchos se pusieron enfermos. Y en los juegos de Helsinki, Bob Hoffman, entrenador del equipo de halterofilia los Estados Unidos, afirmó en una rueda de prensa pública que le constaba que el equipo soviético estaba tomando hormonas. Sin embargo, hasta entonces no había muerto nadie. El cadáver de Jensen cambió las cosas.

En una reunión celebrada en Atenas en 1961, el conde Jean de Beaumont, miembro del COI por Francia, intervino para decir que algo debía hacerse en materia de control del dopaje para evitar más tragedias como la ocurrida con el ciclista danés. El presidente del COI, Avery Brundage, apoyó la moción indicando que algo debía de hacerse y que se deberían imponer sanciones. Aunque, en realidad, conocedor como era de que el uso de drogas estaba tan extendido entre los países de la elite deportiva que una prohibición explícita y controlada podría dar al traste con los propios juegos, buscó inmediatamente una vía de escape: primero, habría que definir qué es y qué no es doping. Para lo cual se nombraría un comité. Este subcomité de doping fue creado en marzo de 1962, bajo la presidencia del presidente del colegio británico de cirujanos, doctor Arthur Porrit. Porrit era un decidido enemigo de la actuación del Comité Olímpico en estos temas; ya lo había demostrado en pasadas reuniones. Y no defraudó, por así decirlo, porque se llegó a los juegos de Tokio en 1964 sin que se hubiese hecho gran cosa en este terreno. En una reunión previa en Innsbruck, Bo Elklund, también miembro del Comité, quizás el más preocupado entonces por las consecuencias que el tema podía tener en términos de opinión pública, propuso que se realizasen análisis de sangre en los casos más sospechosos. En realidad, en Tokio apenas se hicieron análisis de algún tipo. Sin embargo, tal y como Elklund había temido, el tema alcanzó una dimensión cada vez peor para el COI; motivo por el cual, en 1965 fue el propio Porrit el que propuso una nueva política, basada en el rechazo público al doping, la obligación a los atletas de declarar formalmente que no lo practicaban, y el proyecto de destinar un equipo de médicos en futuros juegos olímpicos.

El interregno olímpico hasta los juegos de México puso las cosas todavía más calientes. A la discusión puramente médico-química se unió otra, muy ácida, sobre el tema del entrenamiento en altura. Teóricamente, se impuso una regla de que los atletas sólo podrían entrenar un mes en condiciones similares a las de México DF; pero pronto el Comité Olímpico estadounidense acusó a la URSS de estar entrenando secretamente a sus atletas en altura, concretamente en las montañas Tien Shan, en el actual Kirguizistán. En abril de 1966, el doctor Porrit presentó al COI una primera lista de sustancias dopantes que serían prohibidas en México. Sin embargo, este proyecto sufrió el obstáculo derivado de la decisión del propio Porrit de dimitir al frente del subcomité, interesado como estaba en ser gobernador general de Nueva Zelanda. Su salida forzó una reordenación de la estructura anti-doping del COI que acabaría por poner al frente de la misma al príncipe Alexandre de Merode.

En el encuentro del COI de 1967, De Merode fue finalmente colocado al frente del comité médico; comité que, sin embargo, bajo la presión de Brundage, que seguía creyendo que el tema de las drogas en el deporte debía seguir siendo tema de las organizaciones atléticas nacionales, tenía una función más de llamar la atención sobre los riesgos del uso de sustancias en el deporte que de implantación de controles sistemáticos y sanciones efectivas. No obstante lo dicho, en la reunión de Teherán se acordó la realización de pruebas sistemáticas para la localización de: alcohol, cocaína, vasodilatadores, opiáceos, anfetaminas, efedrina y cannabis. Para entonces, el COI sabía bien que los anabólicos esteroides eran sustancias potencialmente dañinas y usadas por muchos deportistas. Pero no los incluyó en la lista porque todavía no existía un test capaz de detectarlos.

El príncipe De Merode esperaba que esta nueva estrategia estuviese completamente desplegada con ocasión de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1968, que se iban a celebrar en Grenoble. Sin embargo, pronto surgieron problemas importantes en la interpretación del fenómeno del doping. La delegación británica, por ejemplo, argumentó, y no le faltaba razón, que al incluirse el alcohol entre las sustancias dopantes, hacer que los atletas firmasen una declaración en la que aseveraban que nunca lo habían bebido parecía como de chiste. Además, el propio COI seguía coqueteando con la idea de que fuesen las federaciones nacionales las que se comiesen el marrón. De todas formas, al no incluirse los anabolizantes esteroides en la lista, las pruebas practicadas durante los juegos no localizaron ni un solo caso de doping; a pesar de que, para entonces, la mayoría de los atletas de elite competían hasta las trancas de droga.

Durante aquel año de 1967, además, se reavivó la vieja polémica sobre el tema de la competencia ilegal entre las atletas femeninas. El COI afirmó que tenía la sospecha de que algunas delegaciones nacionales jugaban sucio con sus atletas, haciéndoles tomar productos químicos que les retrasaban la primera menstruación (esta acusación permanecería en el tiempo: en la Olimpiada de Montreal, el equipo rumano de gimnasia deportiva, que se lo llevó todo gracias al concurso de la estratosférica Nadia Comaneci y su compañera Teodora Ungureanu, fue repetidamente acusado de haber retrasado la pubertad de ambas hasta después de los Juegos).

Dado que el asunto éste de dictaminar si una atleta es buitre o palomi es una cosa jodida, el COI adoptó en Grenoble una especie de solución ecléctica, basada en que se realizarían pruebas de cromosomas a través de muestras de saliva; pruebas que, de todas formas, serían realizadas después de que los Juegos hubiesen terminado, y de forma secreta y confidencial. Dichos análisis, según reportó el COI, no encontraron nada anormal.

El COI llegó a México (1968) profundamente dividido, con Brundage, y una gran mayoría de miembros, defendiendo que debían ser las federaciones nacionales las que controlasen el doping; y una irreducible aldea gala donde el príncipe De Merode sostenía que el comité médico del COI debía de llevar la voz cantante de aquella movida. Después de largas discusiones en las que Brundage cambió de opinión varias veces, finalmente se autorizó a la Comisión Médica del COI, a través del doctor Eduardo Hay, a conducir los test de sexo y doping en México. Las federaciones nacionales se mostraron cooperativas con Hay, de forma que 803 mujeres atletas fueron objeto de análisis de cromosomas; sólo dos pasaron a una prueba de confirmación que, en cualquier caso, dictaminó su pertenencia al sexo femenino. En el otro terreno, se realizaron 670 análisis de orina. Se encontraron trazos de anfetaminas en dos de ellos, aunque el propio Hay, en su informe, escribió que se habían detectado indicios de otras sustancias químicas extrañas. Hablando en plata: las sustancias prohibidas no se habían encontrado, pero había indicios de otras, primas hermanas de ellas.

Las cosas iban razonablemente bien. Pero eso fue, claro, hasta que llegaron los años setenta. En los años setenta, algo iba a pasar que iba a hacer que la política olímpica antidoping diese serios pasos hacia atrás.


Ese algo fue que los dos grandes contendientes en la Guerra Fría descubrieron la Guerra Fría Olímpica.

domingo, junio 30, 2013

Seis y medio

No es éste el momento de señalar las grandes deficiencias de nuestra enseñanza universitaria. Pero sí puedo lamentarme del estado de confusión o de atraso en que nuestros institutos y nuestros colegios dejan a la juventud española, que entra en la vida científica y literaria, o simplemente en el trato social que implica cierta cultura, desprovista de aquellos supuestos necesarios para el desarrollo de sus facultades y la apropiación de sus aptitudes. Así se observa el deplorable desconocimiento en que vive una parte de nuestro público de datos, conceptos, teorías y antecedentes a que se hace referencia incluso en la conversación diaria, y no digo ya en los centros de superior ilustración, en los círculos políticos, en la polémica periodística y en las altas esferas del Gobierno, la legislación y la cultura.
Rafael María de Labra. Conferencias de El Fomento de las Artes. Madrid, J. Góngora y Álvarez, editor. 1889.



Por lo que he podido leer, uno de los temas que anda por ahí rulando por el mundo mundial (español, claro está) es la opinión del denostado ministro de Educación, José Ignacio Wert, en el sentido de que habría que sacarse un seis y medio de nota para poder optar a becas en la universidad. Las redes han reaccionado inmediatamente difundiendo, que yo haya visto, sendas fotocopias de los libros de notas de José María Aznar y Mariano Rajoy (aunque, en el caso de Aznar, la fotocopia que se adjunta se refiere únicamente a su nota de francés), con calificaciones que claramente no pasarían ese corte.

Esto último debo confesar que no lo entiendo. Tanto Rajoy como, sobre todo, Aznar, fueron niños wealthy, inscritos por lo tanto en familias que tenían recursos económicos no digamos que sobrados, pero sí, cuando menos, holgados. ¿Quiere decir, entonces, la fotocopia: que deberían haber recibido una beca para entrar en la universidad? Tal y como yo lo entiendo, en familias como la de Aznar o Rajoy, la decisión de entrar en la universidad o dedicarse a otra cosa debería competir únicamente al educando y a sus padres, que lo van a pagar.

El fondo de la cuestión, sin embargo, es otro. El fondo de la cuestión es ver una tentativa de numerus clausus como una forma de discriminación. Entre los muchos amigos que tengo y que están en contra de la idea expresada por Wert, cuando menos de momento el argumento que me exhiben viene a ser siempre el mismo: la educación es un derecho, y colocar un listón por encima del aprobado puro y duro (cinco sobre diez) es coartar ese derecho.

La primera pregunta es: ¿por qué por encima del aprobado? Mis interlocutores tienen muy interiorizado, como yo, el hecho de que para aprobar hay que sacar un cinco sobre diez. Es, además, una frontera intuitiva (la mitad). Pero no por eso deja de ser un límite totalmente arbitrario. Se aprueba cuando se demuestra un conocimiento de la mitad de la materia, pero, ¿por qué no se podría aprobar demostrando, digamos, un tercio? O un 10%. Aquí, de lo que se trata, es de fijar un límite que, de alguna manera, nos diga que el alumno se ha convertido en una persona suficientemente experta en una materia como para que el Estado le pueda extender un papelito que diga que todo aquél que necesite un experto en dicha materia, por la razón que sea, puede confiar en él, o ella. Y una beca no es sino una ayuda pública que se le concede a alguien para que pueda obtener esa certificación. Ayuda que se le puede conceder porque se tienen indicios racionales de que va a ser capaz de obtenerla con aprovechamiento; o, simplemente, se le puede conceder porque sí.

En todo caso, al fin y a la postre, ¿por qué saberse la mitad de la materia concede esa vitola de expertise? ¿Por qué no, repito, un tercio, o la cuarta parte, o la quinta? ¿Nos sentiríamos seguros en las manos de un médico que ha demostrado conocer un tercio de las cosas que nos pueden estar pasando? Parece que la respuesta más lógica es: no. Pero, una vez contestada esta pregunta, surge otra: ¿y si lo que sabe es la mitad de las cosas que nos pueden estar pasando?

Esta pregunta nos lleva, a mi modo de ver, a un desarrollo: la educación puede ser concebida como un derecho; pero, aunque así sea pensada, es mucho más. La educación es el cimiento sobre el cual se asienta la competitividad de una sociedad y de una economía. Es el elemento que garantiza que el médico va a dar con la verdadera dolencia que se esconde tras nuestros extraños síntomas; o el piloto que de repente va y se posa sobre un río; o el policía científico que encuentra la abstrusa prueba definitiva que mete al asesino en la cárcel. La educación es un proceso cuyo objetivo (otra cosa es que lo consiga) es garantizarnos que cuando haga falta que alguien haga lo que tiene que hacer, sepa que lo tiene que hacer, y sepa hacerlo.

Digo esto porque el debate sobre la discriminación en la educación tiende, a mi modo de ver, a confundirse muy a menudo con el egalitarismo. De hecho, en mi opinión, esto es exactamente lo que ha pasado en España durante el último cuarto de siglo. La educación no debe, o no debería ser, discriminatoria, en el sentido de que quien quiera y pueda utilizarla no sea apartado de la carrera por un quítame allá esa tuition. El egalitarismo es lo mismo, sólo que elimina las palabras «y pueda».

El egalitarismo entiende que todo aquél que desee la educación (me refiero, obviamente a la voluntaria; la obligatoria, por definición, no hay posibilidad de no desearla) debe tener acceso a la misma. Y, consecuentemente, bloquearle dicho acceso es coartarle un derecho. Se lo discrimina, decimos; aunque, en realidad, ya digo que lo que estamos diciendo es que se rompe el egalitarismo de la educación española y, en general, de muchos países occidentales desde Mayo del 68, que es el padre esencial de todas estas teorías.

La primera consecuencia de este orden de cosas, a mi modo de ver, es que impide la planificación seria de la educación. Realizar planes a largo plazo para una facultad se convierte en una labor imposible. Porque planificar a largo plazo supone estudiar la calidad y cantidad del pastel educativo que se va a entregar a los alumnos; pero como se desconoce el número de alumnos que se va a tener (este guarismo depende de ellos; depende de cuántos de ellos deseen entrar en esa facultad), nunca podremos estimar el dato que es realmente relevante, esto es el tamaño global de pastel que vamos a tener que conseguir... Sí, ya sé que las facultades tienen numerus clausus. Hasta el día que la sociedad, o más bien parte de sus representantes, decidan, en aras del egalitarismo, que dicho numerus clausus deja fuera a demasiada gente. Ese día, el nivel de poder o autonomía de la universidad para poner pies en pared, y colocarse como Gandalf a la puerta de la facultad gritando «¡No puedes pasaaaar!», es nulo. Cero. Patatero.

El primer juego de ordenador que me fascinó se llamaba Dictator. Se jugaba en aquel Sinclair perralleiro y era una especie de sencillo juego de rol en el que tú eras el dictador de una república bananera y tenías que tomar decisiones para mantenerte en el poder. Era un juego genial porque, a pesar de su sencillez, te enseñaba muy rápidamente un principio que hoy está ausente del sentir de las sociedades modernas: casi todas las decisiones que puede tomar una sociedad (porque, teóricamente, las decisiones de los gobiernos las toman las sociedades), si no todas, tienen pros, pero también tienen contras. Son mantas pequeñas. Taparse los pies, casi siempre, supone dejarse la cabeza fría, y viceversa.

La marea verde de la calle opera como si este principio no existiese; en términos generales, todo aquel que reivindica lo hace tiñendo su reivindicación de un tinte de perfección absoluta: lo que él pide es posible conseguirlo sin, por decirlo mal y pronto, joder a nadie. La marea verde reclama más gasto en educación, sin añadir a su discurso dos elementos: el primero, la justificación de que mayor gasto vaya a suponer mejor educación (cosa que yo no tengo tan clara: un ordenador por alumno ni de coña quiere decir un alumnado ducho en informática); el segundo, que ese mayor gasto tendrá que salir de algún sitio y, como la educación es una cosa muy seria, cuando se echan cuentas se ve que con quitarle la subvención a la Iglesia, poner un impuesto a las grandes fortunas y vender los coches oficiales (los tres grandes mantras presupuestarios de la modernidad) tal vez no llegue. Especialmente si, acto seguido de ponerse uno la camiseta verde, va y se pone la bata blanca (más gasto sanitario), coge la pancarta de la I+D (más gasto para la investigación), aplaude a rabiar a los manifestantes que llegan del norte (más dinero para subvencionar el carbón), se indigna porque España va a convertirse en un páramo cultural (más dinero para el cine), y...

Lo mismo que pasa con el principio atractor de la educación moderna, que es el gasto presupuestario (todo debate sobre la educación tiende a este argumento; y los debates, los haga quien los haga, acaban pareciéndose enormemente unos a otros, convirtiéndose en debates fractales), pasa con el temita éste de las becas, los méritos, y el reparto de las ayudas. El problema no es que la sociedad española esté tomando una opción, porque ésa es su obligación. El problema es que, tal vez, no lo sabe.

La opción es clara: utilizar el sistema educativo como elemento redistributivo que haga que la sociedad tienda a la igualdad. El ejemplo a seguir son los sistemas educativos escandinavos, que son tremendamente igualitarios, nos dicen los pedagogos. Pedagogos que, como no suelen saber demasiado  de otros temas, olvidan que la igualdad social de los países escandinavos se apoya y nace de otras cosas, notablemente de su concepción del gasto social, que es bastante distinta a la nuestra (por decirlo mal y pronto: en Suecia jamás se aprobaría un programa del estilo del Plan de Empleo Rural); y que, asimismo, es hija de un espíritu colectivo de sostenimiento del Estado que está bastante lejos de las prácticas del español medio (ojo: he escrito medio, no rico), que está buscando constantemente la forma de hacer la pirula y pagar sin IVA. O no pagar en lo absoluto (gentes que ganan 2.000 euros al mes y se bajan de internet toda la música que escuchan y todas las series y películas que ven). Para alcanzar la perfección finlandesa hace falta más que estrategas en la calle de Alcalá diseñando una ley orgánica de educación. Mucho, mucho más.

Con este concepto redistributivo, la educación tiene que fabricar cohortes de españoles que tengan las mismas oportunidades. Lo cual supone tratar de forma igual a los desiguales, porque no todo el mundo se busca las mismas oportunidades; los que estudian más, se buscan más; pero, dentro de este sistema, tienen sustancialmente las mismas. El sistema de becas tiene que garantizar que todo el mundo que quiera estudiar, se esfuerce lo que se esfuerce, lo pueda hacer. Porque si el concepto que tiene el becario de estudiar es sacar cincos, esto es algo que el sistema de becas, por así decirlo, tiene que respetar.

Como opción, ya digo, es completamente factible y respetable. Lo que a mí me inquieta son dos cosas.

La primera es que este tema no se explique en toda su extensión. En España, de tres décadas para acá, no hay un debate educativo. Hay un sistema educativo egalitario encastillado que resiste numantinamente los ataques de cualquier otro modelo que se proponga; modelo que, además, y ésta es la segunda cosa que me inquieta, es tratado de modelo alienígena, exterior, extraño al sistema y a sus objetivos, pecaminoso.

Los pensamientos únicos no son nunca buenos. Y surgen siempre de la misma realidad: la ausencia de debate. El debate educativo español se basa en convencer a la gente de que no hay debate. De que aprés l'egalitarisme, le Deluge. Se basa en convencer a la gente de que pedir un seis y medio para conseguir una ayuda de los impuestos de todos para poder acceder a la enseñanza universitaria es colocarse extramuros del sistema educativo, hacer algo raro, al servicio de intereses espurios; algo que sólo va a servir para intensificar la desigualdad social española. Y, sin embargo, con el sistema actual de becas, que si Wert habla del seis y medio será, digo yo, porque las concede con cincos, hay 30.000  pollos que tienen que dejar la universidad porque no pueden pagar las matrículas. Con sólo suponer que el 5% de ellos sean buenos estudiantes, ya tenemos 1.500 españolitos que estudian, que se esfuerzan, que vienen de casas de pela corta; pero que, como el sistema de becas tiene que llegar también para sus compañeros de pupitre que se tocan los huevos en cuanto pasan del cinco, se tienen que ir a la puta calle, a hacer el curso CEAC de auxiliar de enfermería. Toma ya igualdad de oportunidades.

Yo pienso que es exactamente al revés; que el egalitarismo a quien beneficia es a quien puede pagarse una educación elitista, y jode al que podría haberse convertido en un ingeniero de puta madre estudiando en una universidad pública. Pero ése no es el tema. El tema es: ¿verdaderamente se fomenta una discusión de este asunto? ¿Verdaderamente hemos sopesado los pros y los contras? ¿Hay un plan sobre qué tipo de español formado necesitaremos en el año 2050? ¿Se ha ajustado la planificación de becas a dicho plan?

Y lo realmente importante, ya lo he dicho, es que aquí se ha producido una opción de la que yo creo que la mayoría de la sociedad no es consciente; no digo que no fuese la decisión de esa misma sociedad si fuese informada; digo que no se le ha informado.

La actual política educativa en España lleva ya décadas practicándose, por mucho que se haya ido cambiando o matizando mediante leyes. Esto quiere decir que ya está en condiciones de empezar a mostrar sus resultados. Hay uno que me parece especialmente importante, y que se puede leer en el reciente informe de la OCDE sobre la educación en España que ha sido presentado en nuestros lares.

La OCDE realiza un cálculo interesante del nivel de retorno que tienen los sistemas educativos: esto es: en qué medida el estudiante (dividido en dos: hasta la universidad, y universitario o FP Superior) realiza un retorno a la sociedad, entiendo que mediante el dinero que gana y que se convierte en declaraciones de impuestos, consumo, etc. El informe, así, calcula el valor actual neto de ese retorno, utilizando tres países (Estados Unidos, Alemania y Finlandia) como benchmark. He recolocado (que no reelaborado) los datos en el siguiente gráfico (el valor de los retornos está calculado en dólares USA), añadiendo (línea verde) la diferencia porcentual existente entre el retorno de los estudiantes hasta bachillerato, y de universidad (para los que se lean el informe: gráfico 2.12, página 28).







El gráfico demuestra, creo yo, que el sistema educativo español ya ha conseguido su objetivo fundamental: la igualdad social. Los retornos de los estudiantes hasta la universidad son básicamente los mismos que los retornos de los estudiantes universitarios; algo que no pasa en ninguno de los otros tres países, donde al universitario le cabe esperar, por así decirlo, una vida mucho más rentable que al no universitario. Incluso en la muy egalitaria Finlandia, de cuyo sistema educativo todos nos hacemos lenguas, pasar a la universidad supone generar un retorno (que yo entiendo como expectativa de beneficio personal) que dobla el esperado en el caso de no entrar en ella.

Citemos el propio informe: «En España, las ganancias absolutas, tanto públicas como privadas, de un hombre con estudios terciarios alcanzan 145.762$. Un titulado en segunda etapa de Educación
Secundaria o postsecundaria no Terciaria obtiene 124.251$». El incentivo económico de ir a la universidad, pues, son unos 20.000 dólares en términos de VAN. Incentivos que son mucho mayores en los países que se comparan.

España, por lo tanto, ya ha tomado una decisión. Su decisión ha sido construirse como un país donde las personas con educación secundaria son relativamente más prósperas que en otros países de su entorno, a costa de que las personas con educación universitaria sean relativamente más pobres que dicho entorno, conformando de esta forma una sociedad en la que la diferencia entre ir o no ir a la universidad es, realmente, muy pequeña (respecto, obviamente, de quedarse a las puertas, no de ser un analfabeto).

Es a la luz de estas cifras que cuando menos yo empiezo a comprender el debate del cinco raspado. No se trata tanto, a mi modo de ver, de que la persona que saca un cinco se merezca, per se, ser becada. Se trata de que esa oferta de becas es coherente con una estrategia que se basa en una universidad capaz de absorber en su seno a todo aquel que desee estar en ella, aunque llevando a cabo dicho deseo la universidad se masifique y genere este efecto que denuncia el gráfico, y es que licenciarse en una facultad española no supone tener expectativas de acceder a puestos súper-remunerados. Resulta paradójico comprobar que en España haya tanta titulitis, cuando resulta que el título apenas te mejora el nivel de vida un mísero 17%. Y, además, no se comprende que, por una parte, se defienda el actual modelo universitario y, acto seguido, se elaboren discursos críticos sobre la larga travesía en el desierto becario que han de pasar los licenciados, cobrando sueldos de hambre por hacer su trabajo y, en general, el bajo nivel salarial español. Una cosa está ligada a la otra; si se compra una, se compran las dos.

Y, como digo, como estrategia no es deleznable. Es una más. Pero yo me sigo preguntando si, verdaderamente, los ciudadanos españoles, y muy especialmente los que son padres, saben que esto es lo que están apoyando.