viernes, julio 12, 2013

Es lo que hay

Las primeras noticias que leo hoy apuntan a que, a mediodía, el Consejo de Ministros anunciará una nueva reforma del sector eléctrico. Periodistas generalmente bien informados sobre esta cosa aseguran que esta reforma mantendrá el déficit tarifario, una vez que en el seno del gobierno el ministerio gastador (Industria) ha perdido la batalla con el ministerio pagador (Hacienda) a la hora de que el presupuesto público se comiese su parte del dicho déficit.

¿Por qué hablar de este tema en un blog de Historia? Pues porque es Historia. Tengo por casa un librito que recoge las actas de un Congreso Nacional del Carbón celebrado en 1925. Las conclusiones del dicho congreso son notablemente enternecedoras. La que más me gusta es aquélla que habla de que, a partir de ese momento, los vehículos militares españoles a carbón (o sea, los barcos) deberán moverse quemando carbón nacional. Dicho de otra forma: se le carga al presupuesto público (porque los barcos de nuestra Armada no se financian con donaciones de Militaristas Sin Fronteras, sino con los impuestos de todos) la merdé de que el carbón español no es suficientemente competitivo respecto de sus competidores extranjeros. Repetimos: estamos hablando de hace 90 años.

A los defensores de lo público les encanta hablar de los fallos del mercado. De que lo privado no es que no sea perfecto, es que es notablemente imperfecto. Si dejamos que sea el mercado el que rija las cosas, nos dicen, los enfermos pobres serán echados con cajas destempladas de los hospitales, sólo los ricos serán abastecidos de alimentos en sus mercados, etc. La verdad, que el mercado tiene fallos es algo que los economistas, sin necesidad de ser antiliberales, saben ya hace mucho tiempo; porque la economía, señores, o el mercado si lo prefieren, no deja de ser algo que diseñan y manejan seres humanos, así pues hereda toda la patulea de sentimientos encontrados y estulticia rampante de la que hacemos gala los humanos average.

Lo que me sorprende es que a esas mismas voces no les gusta nada hablar de los fallos de lo público. De hecho, es la suya una geometría publicocéntrica que tiene muchos teoremas y un axioma, o sea, un concepto que no se demuestra por su obviedad: lo público siempre gestiona en bien de la colectividad. Si, por poner un ejemplo tonto, el sistema de educación es público, trabajará por una sociedad alfabeta, cultivada y con sentido crítico; no como la educación privada, que como todo lo que le interesa es el beneficio, dejará a sus alumnos más secos que la mojama con tal de ganar dinero (es lo que hacen, todo el mundo lo sabe, en Harvard, la mayor fábrica mundial de estúpidos que no sirven ni para pegar mangas).

Tengo por mí que es por eso que cuando menos entre mis conocidos más publicófilos no gusta mucho hablar del sistema energético español; esto es, quiero yo pensar, porque el sistema energético español es la mejor de las demostraciones posible que tenemos en nuestra Historia reciente de que el ámbito público no sólo puede fallar, sino que falla. Y falla mucho. No es que sea capaz de gestionar aparte del interés público; es capaz de gestionar contra dicho interés.

A principios del siglo XX, según cuenta Juan Verlarde en su libro sobre la Historia contemporánea de la economía española, la pérdida de Cuba, y consecuentemente de su zafra azucarera, impulsó en España la molturación de la remolacha que permitiese sustituir aquella fuente de azúcar que ahora se había, repito, perdido. Pocos años después, la reacción había sido tan fuerte que el sector azucarero estaba saturado y, por eso, se redactó y aprobó una Ley Azucarera en virtud de la cual, en España, para poder poner una industria de azúcar, era necesario que el Gobierno te diese autorización. Ahí sitúa el profesor Velarde el nacimiento del intervencionismo estatal en la economía hispana.

Desde aquel lejano día, hace ahora cien años, hasta el presente, ha sido en el fondo el mismo principio el que ha regido la actuación de los gobiernos: la licitud y necesidad de que el Estado sea quien diseñe el crecimiento y evolución de las actividades económicas, para garantizar que éste se produce sin fallos de mercado. Y el sector energético ha sido, tal vez, el teatro principal de esta filosofía. En los últimos noventa años, de hecho, el Estado no ha hecho sino intervenir en el sector energético: conservando el empleo y la actividad en las cuencas carboníferas, levantando pantanos a tutiplén y, ya en los últimos tiempos, concibiendo la provisión de electricidad a empresas y familias como una actividad consistente en que una serie de empresas privadas y públicas (Endesa lo ha sido durante décadas) no hacían sino actuar en un tablero predefinido por las normas.

El entorno habitual de la normativa económica es como las reglas del ajedrez: los operadores privados, que son los que van a jugar la partida, deciden el tablero y las piezas. Y el actor público se coloca en medio para impedir que a uno o dos de los jugadores se les ocurra acordar que, de repente, el alfil sólo va a poder mover una casilla cada vez, o que el rey se va a poder enrocar con los caballos. A partir de ahí, la cosa se queda en que seas tan malo al ajedrez como yo, o seas un Kasparov de la vida.

El sector eléctrico es diferente. En el caso del sector eléctrico, el operador público se ha arrogado competencias mucho más amplias. Por ejemplo: a mitad de la partida, darle un manotazo a las fichas, coger el tablero, poner otro encima de la mesa y declarar: «ahora jugáis a la Oca». Sus razones para ello son dos: una, que el sector energético es estratégico para cualquier economía, cosa que me parece innegable. Otra, que el Estado, consecuentemente, es responsable de definir de qué manera se produce y distribuye la energía, para así garantizar un suministro suficiente y coherente con otras cosas; notablemente, la defensa del medio ambiente y de las producciones nacionales. Este segundo concepto me parece ya mucho más discutible.

El actor más adecuado para garantizar un suministro suficiente es el Estado, desde luego. Pero sus capacidades a la hora de garantizar que sea competitivo son muy limitadas, cuando no nulas. Por definición, todo aquél que maneja recursos propios propende más a ser competitivo que aquél que tira con pólvora del rey y/o lo que hace es regular el uso de recursos que no son suyos. La mejor forma de garantizarse que un sector, sea éste el energético o la fabricación de púas de bandurria, genera su producción en las menores condiciones de coste posibles, es dejar que en ese sector entren cuantos más competidores privados, mejor. Y que nadie se engañe pensando que eso nos lleva a la pura selva del capitalismo rabioso, contaminante y socialmente inequitativo; porque aun dejando en manos de los operadores privados la propensión a la competitividad, el actor público retiene notables cotas de poder.

La industria china contamina. Contamina un huevo. Pero eso es porque, desde luego, hay unos industriales a los que las emisiones de CO2 se la fuman; pero, sobre todo, porque hay un poder público al que se la fuma el doble. Cuando tú quieres que tu sector no contamine, le dictas normas técnicas que le obligan a tener en sus fábricas un esmorciador trifásico tragahumos marca ACME, o le pones un impuesto sobre las emisiones, o directamente le prohíbes trabajar en determinadas circunstancias que te parecen excesivamente contaminantes. Una vez que has hecho eso, el sector privado coge los decretos, se los lee, y busca un nuevo punto de maximización del beneficio con las nuevas circunstancias. Entonces el Estado observa cuál es el resultado del nuevo statu quo, y pueden pasar dos cosas. Una es aquello que dice el Génesis: «Y vio que era bueno». Otra, que haya cosas que aun no le gusten. Entonces, de nuevo, decreto al canto. Y nuevo punto de maximización del beneficio calculado por los operadores privados.

La regulación eléctrica española, tal y como yo la veo, ha ido, va y me temo que seguirá yendo, más allá. Es una regulación en la que el punto de maximización del beneficio no es calculado por los operadores privados, sino por el operador público. El Estado, o más bien los gobiernos, actúa de tal manera que la conclusión tenga que ser una. El caso más claro de esto es la moratoria nuclear, una decisión por la cual un gobierno quiebra la lógica inversora de un sector energético que ha concluido que la energía nuclear es la que tiene mayor capacidad de garantizar un suministro constante a costes razonables (hoy es el día, de hecho, que es la fuente de electricidad en España que más horas curra). Como al Estado esa decisión no le gusta y además asume el principio de los grupos ecologistas de que la defensa del medio ambiente justifica esos niveles de intervención; apoyado en esas dos cosas, digo, el Estado decide una moratoria que convierte en inservibles una serie de inversiones ya realizadas o comprometidas. Hay una diferencia entre regular cómo se produce y regular si se produce o no. Esa diferencia prácticamente no existe en la regulación energética; como no existió en la Ley Azucarera, como no existe en el entramado de ayudas al carbón.

La moratoria nuclear, que no sé si lo sabes lector pero es una cosa de hace un cuarto de siglo que sigues pagando a día de hoy; la moratoria nuclear, es decir la decisión de que no se va a producir energía nuclear aunque los productores quieran producirla, ha venido a juntarse con otra decisión, que es que se van a producir energías renovables aunque los productores no quieran producirlas. Por considerar a una viciosa y a las otras virtuosas, se han tomado dos decisiones contrarias que tienen la misma naturaleza: aquí se produce, no como (condiciones de seguridad, límites de contaminación, etc.) digo yo, sino lo que digo yo.

Como las energías renovables tienen problemas para competir con las otras, el principio general de que los productores no quieren producirlas se ha de equilibrar con una de dos medidas. Una sería crear una Empresa Nacional de Energías Renovables y, desde el capital público, asumir esa parte del mercado de producción que la empresa privada no considera rentable. Ojo, que esta jugada no siempre ha salido mal; ahí están Endesa y la vieja Inespal (a Telefónica no la considero, que ésta tuvo la insignificante ayudita de operar en monopolio) como demostración de que, a veces, apostar por algo por lo que los listillos del sector privado no apuestan, es buena cosa; basta con ver en el largo plazo. La otra solución es hacer rentable a los ojos del inversor lo que no lo es. En otras palabras: una subvención o, como se denomina mayormente en este mundillo eléctrico, una prima.

Un gobierno español tomó, hace no mucho tiempo, una decisión. No es ningún secreto porque la predicó a los cuatro vientos y hasta hizo una ley completa que se suponía que regulaba el proceso (porque, sí, en España ha habido, probablemente hay, y seguro que seguirá habiendo, gobiernos que creen que la evolución del modelo económico es algo que se puede decidir en el artículo ocho de una Ley Orgánica, que se puede votar en el Parlamento; que es, pues, objeto del pacto político). Esa decisión fue que el modelo productivo y económico español, una vez perdido el sustento del sector de la construcción, se asentaría sobre el sector de las energías renovables. Cualquier persona que se vaya a la página del INE, se coja la Contabilidad Nacional por sectores y la EPA y eche cuatro sumas, descubrirá, a mi entender, lo difícil de ese reto; porque para crear un puesto de trabajo en la construcción hace falta generar como la tercera parte de valor añadido del que hace falta en el sector energético; por lo que un modelo económico basado en la energía, ya no digo en las renovables sino en la energía como un todo, tiene que poner el PIB el triple de cachondo que la construcción para poder absorber todo el desempleo que ha salido de los tajos (esto sin mencionar el pequeño detalle de que, como tenemos un sistema educativo que es un creador non-stop de la generación mejor preparada de la Historia y tal, dicha absorción tampoco está tan clara...) Con todo, el  problema fundamental era otro; era que las energías renovables no eran capaces de ser tan rentables como sus competidoras. Para evitar eso, ese minus de competitividad se compensa, como se compensa el minus de competitividad del carbón nacional, mediante una subvención.

Esta filosofía general, que como digo no viene de las renovables sino que viene de más atrás: de la moratoria nuclear, de las corbetas quemando carbón nacional, del azúcar... Esta filosofía general, digo, ha generado un déficit tarifario porque, literalmente, lo que esos mismos gobiernos diseñan no se puede pagar con lo que se le puede cobrar a los consumidores sin que se considere que van a poner pies en pared. El déficit tarifario del sistema energético español no es otra cosa que la expresión de la conciencia por parte de alguien que ha montado algo de que ese algo no se sostiene. Y, consecuentemente, apuesta por la generación de un agujero, esperando que en el futuro llegue un mirlo blanco que lo tape de alguna manera.

Sólo hay, sin embargo, dos maneras de tapar ese agujero: que lo pague el Tesoro público, o que lo pague el bolsillo de los consumidores. Dos alternativas que, en realidad, son sólo una, porque no sé si te das cuenta, querido y paciente lector, de que el Tesoro no obtiene sus recursos concursando en Pasapalabra. Y lo que parece que ha pasado ahora es que el Tesoro ha dicho que él no paga una mierda. Así que, amigo, ya sabes lo que te toca: tarde o temprano llamarán a tu puerta y será el tío Paco el de la Luz, con las rebajas.

Se oyen voces, o más bien se leen dedos, por ahí, diciendo que el caos eléctrico lo deben asumir quienes lo han generado. Yo no sé si son conscientes de lo que dicen. Mal que nos pese, quienes nos han metido en ésta no nos pueden sacar de ella; negro sobre blanco, no tienen los recursos para hacerlo, porque lo que hay aquí es un agujero, un agujero de pasta. Y, en una economía, tener, tener, lo que se dice tener pasta, sólo la tenemos quienes la tenemos. Vendiendo los coches oficiales y poniéndole un impuesto a los propietarios de las fincas que ocupa Diego Cañamero no haríamos más que tirar un merengue contra el casco del Titanic.

A mi modo de ver, la evolución, que no la solución porque solución no existe, está en lo de siempre: en la transparencia. Hoy en día que las ciencias avanzan que es una barbaridá, y los ordenadores no te digo, no creo que le sea muy difícil al entramado energético ofrecerle al cliente un buen estadillo cada mes, siquiera construido con las medidas de todo el sistema, indicándole de dónde ha venido cada electrón que ha visitado sus cables, y qué costes ha traído aparejados. Las personas que pagamos todo esto deberíamos tener la posibilidad de saber en qué medida estamos pagando unas cosas y las otras, porque sin esa información la decisión sobre si queremos que nuestro sistema energético sea un sistema de galgos o de podencos se convierte en una decisión puramente ideológica. Peor: se convierte en lo que es, es decir, una decisión oscura, opaca y hurtada a la visión pública, tomada por unos pocos.

Y ya, puestos a pedir, no sería mala cierta reversión de la Historia, y que en este país nuestro comenzase a haber líderes sociales y políticos que concibiesen su papel en la economía como el de alguien que marca los límites de la adecuada política medioambiental, del mercado laboral adecuado y un par de cosillas más y, después, deja hacer. Pero, claro, tratándose de España, esto es un país en el que políticos que se dicen liberales han gobernado años regulando que en sus territorios las tiendas abrían cuando a ellos les saliese de debajo del ombligo; un país cuya opinión pública, ante el espectáculo de un subsector financiero entero gobernado por las instituciones públicas que se va al carajo va y le llaman a eso las consecuencias del neocapitalismo rabioso; de un país así, digo, más bien poco se puede esperar en este flanco.

Volveremos a tener Ley Azucarera. En cuanto se les ocurra.

miércoles, julio 10, 2013

De la discusión como arte perdido

Solicito el permiso de mis lectores (un permiso retórico; primero, porque no lo necesito; segundo, porque nadie tiene por qué aguantarme), hoy voy a escribir uno de esos posts que etiqueto como «Miscelánea», que es una palabrita que me sirve para decir, de otra manera, que el artículo va de «no Historia». A veces, en verdad, uno necesita contar, o contarse, otras cosas, aunque al final tengan que ver con lo mismo.

Y a mí me gustaría escribir hoy unas líneas que tienen que ver con nuestra contemporaneidad, con nuestros tiempos, con internet, y con alguna de las cosas que nos han pasado y nos están pasando.

Julio Cortázar grabó un disco hace muchos años en el que leía algunos de los textos de sus novelas, entre ellos la muy recomendable carta de La Maga a su bebé Rocamadour en Rayuela. En la introducción precisamente a esta lectura, el escritor argentino se quejaba de que el hombre moderno (moderno de su tiempo) ya no escribía cartas y que, de forma indefectible, con el tiempo perdería la capacidad epistolar. A la postre, Cortázar se equivocó un poco, porque el ser humano, cuarenta años después de que él grabase aquellos textos desde su casa de París, escribe muchas más cartas que entonces; eso, claro, si entendemos que un correo electrónico es una carta. No erró, sin embargo, en lo esencial. Porque la carta tradicional; ese texto de varias páginas en el que el corresponsal refiere a su receptor todo lo ocurrido entre el momento de la última carta y el momento en que escribe, aderezando los hechos con la descripción puntillosa de sus sentimientos y los de otros; ese tipo de carta que ya Cortázar añoraba, un pequeño relato en sí mismo, estaba condenado a morir desmadejado entre los engranajes de una civilización que todo lo hace con prisas y que, por lo tanto, no tiene tiempo ni para escribir, ni para leer.

La queja de Cortázar, tal y como yo lo veo, forma parte de una corriente magmática más anchurosa, que es un viaje hacia la simpleza. La Humanidad había comenzado en la segunda mitad un viaje hacia la simplicidad de las cosas, de la mano, sobre todo, de dos elementos: la publicidad, y la televisión. Ambas herramientas de comunicación se basan en el concepto de fogonazo. Un eslógan es un fogonazo, como lo es el corte de 25 segundos en un telediario. Nuestro mundo, pues, era ya una hoguera de simpleza a mediados de los noventa, cuando llegó internet, que se ha convertido en la gasolina del proceso. Su caja de resonancia. Su quintaesencia, quintaesenciada, asimismo, en el concepto básico de uno de los grandes ganadores del entorno, Twitter; la barra de un bar donde a ningún parroquiano le es permitido pronunciar más de 30 palabras seguidas. Son muchos los que me dicen, o dicen de mí por lo que leo en la red, que un defecto de este blog es que «sus posts son un poco largos». Están, me dicen los amigos que saben de esto, inadaptados a una cosa que se llama «lectura electrónica». Que no sé muy bien lo que es, pero sé que exige se escriba no más de cuatro párrafos.

Y esto ha afectado, ya llego al centro del asunto del que quiero hablar, a otro elemento: la capacidad de argumentar, de discutir. De percutir conceptualmente.

Soy lector compulsivo de literatura parlamentaria. De hecho, creo que si alguien, algún día, me regalase los centenares de tomos que ocupará ya, supongo, el acta continuada de los plenos de las Cortes Españolas, dejaría de salir de casa y pronto moriría de inanición, dejando caer el rostro sobre el tomo abierto de alguna de las sesiones decimonónicas. Tal vez porque leo tantas intervenciones parlamentarias es por lo que no soy muy aficionado a alimentar esa idea que dice: «parlamentarios, los de antes». Ciertamente, nuestros patres y nuestros conscripti (que el latinajo se cita todo junto, a mi modo de ver, erróneamente, pues una cosa es una cosa y dos, dos) solían hablar mejor que los parlamentarios actuales. Pero, de Cádiz para acá, ha habido siempre en eso que hoy se llama sede parlamentaria miembros y miembras de verbo zafio, ideas dotadas de discutibles armazones reflexivos, y mucha, mucha, pero mucha, farfolla. Especialmente injusta es la fama de Cortes de altos vuelos dialécticos que tiene en la mente de muchos nuestra II República; siendo como son aquellas Cortes capaz de lo mejor, del verbo cansino pero al fin y al cabo luminoso de Azaña, de la claridad profesoral de un Besteiro o de la erudición accesible de un Sánchez Albornoz; pero también de lo peor, de la mano del verbo blenorrágico de Pérez Madrigal, los periodos superferolíticos salidos de la boca de José Calvo-Sotelo, la burrez rampante y ostentórea de gentes tan incapaces como Margarita Nelken, o las directas incitaciones a la violencia, tan deleznables como rechazables en la casa de la Democracia, de esa Dolores Ibárruri a la que hoy se tiene por «revolucionaria olvidada»; siendo lo cierto que olvidándola, la verdad, le hacemos tremendo favor.

Con todo y ser verdad, cuando menos mi verdad, esto que digo, también es cierto que en la mayoría de los discursos que se leen en las actas de cualquier sesión congresual del pasado remoto se reconocen estructuras. Normalmente, ésta:

1) Antecedentes.
2) Situación actual del problema.
3) Diagnóstico y solución propuesta por mi adversario.
4) Análisis de los puntos flacos de la tal propuesta.
5) Propuesta propia.
6) Análisis o mera descripción de sus fortalezas.

Puestos a hacer recomendaciones, yo haría dos: Antonio Maura, e Indalecio Prieto. Antonio Maura era un señorito con mucha pasta que gobernó la mitad de la mitad de la mitad del tiempo que debería haber gobernado. Llevó como un baldón toda su vida la Semana Trágica de Barcelona y la ejecución de Ferrer Guardia y, para cuando comenzó a sacudirse aquel problema, en su partido ya estaban los Datos de turno buscando un lugar propio bajo el sol, y le hicieron la cama. Como consecuencia don Antonio, puesto que no tenía oportunidad de gobernar, se dedicó a analizar, y es por ello que sus discursos son de lo más analítico que se puede leer.

Por su parte, Indalecio Prieto era un pígnico hijo de la clase baja, sin un mango y emigrante al País Vasco desde su Asturias original, que aprendió el oficio de taquígrafo para hacerse chupatintas, lo que le hizo pasarse tardes y tardes de su adolescencia y primera infancia tomando notas de discursos que su profesor leía en voz alta. Tomó su maestro la costumbre de leerle para los ejercicios el texto completo de muchos discursos de uno de los más grandes parlamentarios españoles, Emilio Castelar, y fue así, casi sin querer, como Prieto aprendió retórica, aprendió a polemizar, y aprendió cómo se explica, ante un público de diputados, un plan hidrológico o un plan de cercanías ferroviarias, cosas ambas que la marcha del rey le darían la oportunidad de hacer; cosas que lo hacen digno merecedor de la estatua que tiene en Nuevos Ministerios, mucho más merecedor que Francisco Largo Caballero, que como ministro de Trabajo no hizo otra cosa que desempolvar los jurados de empresa que había inventado antes que él un general golpista. Era tan demoledora la capacidad de Prieto de acumular ordenadamente argumentos en favor de sus tesis que, en el momento en que se convenció de que la República tenía perdida la guerra contra Franco, tuvieron que cesarlo como ministro de Guerra, pues no paraba de dar por culo al Gobierno de la Victoria (sic) cada vez que abría la boca en los consejos de ministros.

En Maura y en Prieto, como en otros muchos, encontrará el lector este esquema de seis puntos que antes he descrito. No le costará reconocerlo y lo paladeará con gusto. Y luego de haber realizado esa abstracta colación, puede sumergirse en la lectura o audición del discurso de alguno de nuestros oradores presentes. Notará, inmediatamente, que el esquema ha mutado, y se ha simplificado.

1) Ataque al contrario.
2) Juicio de intenciones sobre el contrario.
3) Regreso al punto 1, en bucle, hasta que se encienda la luz roja.

No obstante lo escrito, lo mejor es que el lector, si la siente, trate de no ceder a la tentación de concluir, a partir de estas afirmaciones, que los políticos han perdido la capacidad de ser buenos parlamentarios. Con ser esa afirmación cierta, no es más que el síntoma de un proceso mucho más general en el que han sido las sociedades modernas al completo las que han perdido la capacidad de argumentar. Discutir, hoy, y no digamos ya discutir en internet, se ha convertido en una labor tediosa en la que, en realidad, para hacer las cosas medio bien, habría que consumir la mayor parte del tiempo de la discusión discutiendo sobre la discusión misma; ya que, puesto que el mal es que el mundo está hoy petado de gentes que no entienden qué es, y qué no es, una argumentación, en realidad nunca se llega al fondo de las cuestiones, porque el modo en que las cuestiones son discutidas se convierte en el verdadero tema del coloquio.

Son varias las cosas que se han perdido por el camino, afectadas por el conocimiento simplificado con el que todos nosotros salimos ya, cada mañana, a enfrentarnos con el mundo, con nosotros mismos, y con los demás.

La primera es el vicio de modificar constantemente el tema de la discusión. No creo que haya que desplegar muchos argumentos para convencer a alguien de que, si dos personas creen discutir sobre el mismo tema pero, en realidad, lo hacen sobre temas distintos, el acuerdo es imposible. Un ejemplo muy claro de lo que digo son las discusiones entre rivales políticos; el famoso y tú más. Cuando un político es apelado por otro político sobre el asunto de la corrupción en Palencia, está sentando un diálogo sobre si lo ocurrido en Palencia es corrupción; sobre si es, o no, ilícito; y sobre las consecuencias que debería tener la ilicitud, de haberse producido. Sin embargo, el político apelado, en lugar de contestar a cualquiera de las tres cosas (no ha habido corrupción; las acciones han sido todas legales; consecuentemente, nadie debe dimitir) contesta: pues anda que vosotros, en Valladolid... Si es hábil, conseguirá lo que busca: que se empiece a hablar de Valladolid, asunto que se tratará con el mismo nivel de superficialidad con el que se ha tratado el asunto de Palencia.

¿Es un vicio de los políticos? Pues la verdad es que no. Piense en lector cuántas veces se ha visto a sí mismo, o ha visto a otros, cuando en su lugar de trabajo han sido apelados por haber hecho algo mal, o deficientemente. Cuántas veces han visto cómo la persona criticada contesta inmediatamente desarrollando un plañidero discurso sobre cierto agravio que sufrió el año que se convirtió Recaredo, o la escandalosa falta de bolígrafos azules que se aprecia en la oficina desde hace meses, o el hecho de que los de la competencia tienen una impresora láser a colores, y ellos no. La persona apelada no está haciendo otra cosa que intentar simplificar el debate; llevarlo a terrenos en los que, además de no poder ser acusado de nada, puede aspirar a concitar la solidaridad de otros. Aunque ni los bolígrafos ni la impresora maldita falta que le hubieran hecho para hacer bien su trabajo, que es de lo que, in illo tempore, se estaba hablando.

Muy vinculado con este retruécano está la segunda característica del debate moderno, auténtico tótem de la simplificada discusión de nuestros tiempos: el juicio de intenciones. Consiste esta técnica en trocar el tema de la discusión, al estilo de lo que ya se ha descrito, llevándolo, muy específicamente, al terreno, no del qué está diciendo el contrincante, sino del por qué lo dice. Este mecanismo es un clásico de los debates sobre Historia, y muy especialmente los que afectan a la guerra civil. En la mayoría de los foros abiertos por ahí, cualquier crítica hacia el bando republicano hace a su portador o emisor objeto de una acusación: esa persona es, se dice, un negacionista. Alguien que todo lo que busca es negar los males y sevicias del bando y del régimen franquista, y es por eso, y sólo por eso, que dice lo que dice, que escribe lo que escribe.

Así pues: alguien va y escribe que la Ley de Términos Municipales de Largo Caballero fue el mayor avance para la democracia y la igualdad social de la República. Otro alguien contesta a ese alguien que, según no pocos criterios, esa ley, aparte de construir un monopolio sindical que acabó siéndole notablemente incómodo a los partidos políticos, agostó la economía rural española en algunas zonas, por incapacidad de conseguir mano de obra a coste razonable, fomentándose con ello el absentismo o, si se prefiere, el lock-out terrateniente. Entonces el primero de los posteadores contesta: eres un negacionista... ¡que defiende a Franco! (que era todavía, escribo de memoria pero creo que no me traiciona, director de la Academia de Zaragoza cuando se empezó a diseñar y aplicar la LTM). A partir de ahí, el debate comienza a tender a su elemento atractor, que es claramente el negacionismo: un tema mucho más sencillo de dominar a la hora de emitir una opinión (la LTM es notablemente molesta como tema; como poco, hay que leérsela antes) y donde, además, es más fácil encontrar ñetas que opinen como tú y hagan patota. La discusión, pase lo que pase con ella, ya ha sido ganada por el segundo de los interlocutores; porque ese interlocutor no buscaba convencer a nadie. Buscaba, simplemente, que los carriles del debate no fuesen los que eran en su inicio. Buscaba simplificarlo, y lo ha conseguido.

El tercer gran elemento de la discusión moderna es la exhibición impudenda de la ignorancia. Ay de ti si convocas en apoyo de tus argumentos la palabra de otros, o unos mínimos conocimientos matemáticos, o un mínimo dominio de los datos de la Historia. Eso, en el entorno de una discusión simplificada, se considera soberbio a la par que prepotente. Vivimos en un mundo en el que recordarle a alguien en público que Manuel Azaña nunca fue un político comunista es desempeñarse con prepotencia ante esa persona. No digamos ya citar tres o cuatro publicaciones distintas en apoyo de una tesis. La discusión simplificada es, también, una discusión igualitaria en la que todo el mundo debe poder entrar si quiere; y eso pasa por bajar la mano, que se dice en tauromaquia, hasta que el más pastueño de los toros pueda pasar por la muleta. Especialmente estomagante en este terreno, quizás precisamente porque soy de Letras, es la actitud que los de mi barrio tienen hacia las personas versadas en Ciencias. Cuando, en el marco de una discusión cualquiera, alguien se atreva a apuntar que, para entender adecuadamente los términos de un problema, hace falta saber primero qué distingue una media aritmética de una geométrica, y a éstas de una mediana o de una moda, ello no le servirá para otra cosa que para ser apelado de elitista, soberbio y despreciativo para con sus congéneres humanos; los ataques que recibirá se convertirán, muy fácilmente, en una especie de reivindicación apasionada de la estulticia; una, como dijo Cayo Lara, exaltación del cinquillo.

Esto es la sociedad moderna. Cójase un cuadernito y un bolígrafo y márchese a cualquier lugar concurrido. Una vez ahí, sáquese uno de esos temas bien enlodados: orígenes de la actual crisis económica y estrategias de salida; el problema catalán; el conflicto palestino; Cuba. Una vez lanzada la discusión, limítese el experimentador a tomar notas de la discusión; pero notas sólo cada vez que en la misma se aporte un dato, o un argumento, realmente nuevo. Pasada una hora o dos, váyase el amanuense a casa y trate de escribir más de dos o tres folios con las notas que ha sacado. No lo conseguirá. Normalmente, no pasará del medio folio.

Un viejo aforismo periodístico dice que a un buen periodista toda la vida le cabe en medio folio. De forma mucho más mordaz se expresó Joseph Conrad cuando dijo que el cerebro de un marinero cabe en media cáscara de nuez. Hubo una vez, sobre todo al final del siglo XX, en la que los reformistas burgueses, secretamente aliados con los primeros dirigentes obreros, soñaron con acabar con este tipo de personas. Soñaron con formar al iletrado para convertirlo en un rico argumentador. En algún momento tal vez difícil de dilucidar (y escribo «tal vez» porque quien me conozca bien sabrá que yo, cuando menos, opino que ese momento es dilucidable; es, en realidad, Mayo del 68) el objetivo cambió radicalmente. Ya no se trató de elevar al ignorante; se trató de simplificar al sabio.

Y allí que estamos, como escribió Santos Discépolo, todos manoseaos...

lunes, julio 08, 2013

Doping (3: el surgimiento de la RDA)

De esta serie se ha publicado ya un primer y segundo capítulo.

Los Juegos de Munich de 1972 marcaron un punto de inflexión importantísimo para el movimiento olímpico. En primer lugar, por el cese de Avery Brundage y su sustitución por lord Kilanin. Pero, sobre todo, por el atentado palestino que se llevó por delante a trece miembros de la delegación israelí, y que de hecho, para algunos, supuso la prueba definitiva de que el movimiento olímpico era ya un monstruo económico de grandes dimensiones: cualquier otra celebración menos comprometida financieramente habría quedado automáticamente suspendida después de una acción tan brutal. En realidad, todas las polladas que se dijeron entonces de que había que seguir compitiendo para dar una lección a los terroristas con la normalidad, eran eso mismo: polladas. Los juegos de Munich tenían que haberse terminado en el mismo momento en  que se disparó la última bala por parte de los terroristas de Septiembre Negro. Pero ya aquellos juegos de Munich no podían hacer eso, porque ya aquellos juegos de Munich, hace cuatro décadas, tenían intereses económicos sobrados y le hubieran supuesto al COI la devolución de un montón de pasta que no tenía. Show must go on...

Por éstas y otras muchas razones, el movimiento olímpico fundado por el barón Pierre de Coubertin se encontró, en aquella primera Olimpiada de la década de los setenta, en un punto especialmente bajo. Brundage, de hecho, estaba convencido de que Michael Morris Kilanin sería el último presidente del COI, porque el movimiento olímpico no sería capaz de sobrevivirle a él. En realidad, se equivocó porque, como acabamos de decir, el movimiento olímpico tenía para entonces una fuerte inercia económica, en forma sobre todo de derechos de retransmisión, sobre la que el irlandés se subió y que su sucesor, el español Juan Antonio Samaranch, multiplicaría (entre otras cosas, porque era lo único que le importaba).

En algo tenía razón Brundage: el lord irlandés no era la persona más adecuada para asumir una recia política anti-doping. En febrero de 1973, una vez que los resultados de Munich estuvieron claros, Alexander de Merode solicitó un giro copernicano en la política antidoping del COI; un giro que supusiera, entre otras cosas, la elevación a los altares de las normas de hierro que siempre se cumplen de la promesa de que encontrar drogas en el miembro de un equipo supondría la descalificación inmediata de todo el mismo. Estos debates eran simultáneos a otros, producidos dentro de los comités olímpicos nacionales, sobre la escasa utilidad del sistema actual, por el cual cada federación asumía controles y gestión del doping de forma descentralizada. Sin embargo, como ya hemos señalado, estos esfuerzos se produjeron presionando sobre un máximo mandatario, Kilainin, que no quería problemas; y en un mundo en el que la política hacía, ya, totalmente imposible el juego limpio en el deporte.

Fue, en efecto, a principios de los setenta, cuando la República Democrática Alemana decidió iniciar una estrategia de desarrollo deportivo basado, fundamentalmente, en el entrenamiento casi militar y en la ingesta de cualquier tipo de drogas o sustancias que pudiesen mejorar el rendimiento de los atletas. Ya en Munich, el ratio de medallas de oro por cada 100.000 habitantes fue para la RDA quince veces, quince, más grande que el de EEUU. Un entrenador de la RDA, Henrich Misersky, declaró, tras la caída del Muro, que todos aquellos preparadores que se negaban a darle drogas a sus pupilos eran tratados como traidores, puesto que ganar en los Juegos Olímpicos se concebía como un proyecto militar; y finalmente apartados de la profesión.

Verdaderamente, en aquellos tiempos no faltaron medios de comunicación y comentaristas en Occidente que señalasen la sospechosísima capacidad de los, y sobre todo de las, atletas de la RDA. Pero, en general, en el marco de una Guerra Fría que provocaba (y provoca) no pocos sentimientos antiamericanos de este lado del Telón, el típico espíritu de quien está defendiendo a David contra Goliat hacía que las victorias de la RDA, un pequeño país de 17 millones de habitantes que, para muchos, comprometía el capitalismo con su misma existencia (años después se sabría que dicha existencia se basaba en una Stasi que vigilaba hasta los más furtivos pedos en los excusados); aquellos éxitos, digo, fuesen abrazados como la prueba de que «había otra forma de hacer las cosas que la de Estados Unidos». Eran tiempos en los que, de cuando en cuando, se publicaban noticias por aquí y por allá que le ponían fecha, y muy cercana, al día en que las mujeres tendrían las mismas marcas atléticas que los hombres. Quienes decían tales cosas no parecían darse cuenta de que los tiparracos que parecían amenazar las marcas masculinas, campeonato tras campeonato, más que bujarrones, parecían yetis.

Claro que esto acabó provocando la inquietud de un actor inesperado. La URSS.

El sistema soviético se basaba en la prevalencia de la URSS. Los países satélites de Moscú vivían del petróleo siberiano, del gas, de los cereales ucranianos, que la generosa Unión Soviética vendía a sus naciones camaradas a precio de amigo; de hecho, como ya hemos contado en este blog, el principio del fin del Telón de Acero se produjo cuando se acabó este momio y los países satélites comenzaron a pedirle préstamos a sus enemigos de enfrente.

Mucho antes de eso, sin embargo, los diferentes programas deportivos en el bloque soviético comenzaron a dar frutos. Hablamos, por supuesto, de la RDA, y de sus inalcanzables Marita Koch, o Kornelia Ender, o… Pero también de las invencibles competidoras rumanas de gimnasia deportiva, de las cuales la más brillante fue Nadia Comaneci, que se comió el mundo en Montreal. Y no hay que olvidar a otras delegaciones, notablemente Bulgaria, otro país pequeñito que sin embargo alumbraba atletas de elite con facilidad pasmosa.

Según documentos dados a la luz pública tras la caída del Muro, a principios de los setenta la RDA comenzó a usar un compuesto llamado Oral-Turinabol; un tipo de anabólico esteroide que fue administrado a la friolera de 10.000 jóvenes alemanes que ofrecían características positivas para la alta competición deportiva. Fue usado ya en México 68 con la lanzadora Margitta Gummel (la RDA todavía no era un equipo propio; lo fue desde Munich), quien estableció un nuevo récord del mundo lanzando el peso a 19 metros y 61 centímetros. Una de sus competidoras en aquella ocasión, Brigitte Berendonk, la describió de forma muy concreta: «She was clearly a she-man».

El Oral-Turinabol fue administrado incluso a niños, y sobre todo niñas, a partir de once años de edad. Incrementaba el desarrollo del músculo y reducía el periodo de recuperación, lo que permitía a quienes consumían la entonces famosa «pastilla azul» entrenar más tiempo, y más duro. La razón de que fuese principalmente administrado a mujeres es que, dado que las féminas producen naturalmente menos testosterona, los efectos del esteroide en su rendimiento eran mucho más diferenciales que en los hombres.

Lo más triste de la movida es que, según la documentación finalmente conocida, los atletas de menos de 18 años eran engañados: se les daban píldoras asegurándoles que eran vitaminas. Carola Beraktschan, que fue una más que aseada nadadora de estilo braza de aquellos equipos de natación de la RDA que eran conocidos como las Wonder girls, no supo hasta su edad adulta el tipo de cosas que estaba tomando. «Nos eligieron», dijo, «para demostrar que el socialismo estaba por encima del capitalismo».

Asimismo, esta documentación asevera que los atletas eran también engañados. El coordinador de la política de doping masivo de atletas, Manfred Höppner, decía a quien quería escucharle, de viva voz y por escrito, que las drogas eran usadas por todos los países (cierto: pero no en la medida que la RDA); además, le aseguraba a los entrenadores que el crecimiento incontrolado de tanto vello que ni 200 días al año de depilación colocarían las cosas en su sitio, la adopción de tonos más graves en la voz, y otros muchos síntomas de que las atletas se convertían en bujarras, revertirían en cuanto dejasen de tomar las drogas. Muchas de ellas siguen hoy vivas, y saben bien que no era verdad. Las consecuencias a largo plazo de aquel programa han sido cosas como: tumores hepáticos, fallos renales, problemas cardíacos, cánceres testiculares o de mama, trastornos depresivos, trastornos de la alimentación, o crecimiento acromegálico de las glándulas mamarias. La peor parte, con todo, se la llevaron aquellas mujeres que fueron drogadas desde muy niñas y que adquirieron aquellas condiciones semimasculinas. Algunas de ellas han parido niños con malformaciones. Quizás el caso más dramático sea el de la ex lanzadora de peso Heidi Krieger, que ha sufrido graves consecuencias físicas y sicológicas de su ingesta de esteroides. Para que nos hagamos una idea: su ración habitual era 2,6 veces la ración extraordinaria que Ben Johnson tomó para ganar la final de los 100 metros lisis en Seúl. Finalmente, Krieger, que hoy es oficialmente Andreas Krieger, tuvo que realizarse una operación de cambio de sexo. 

De hecho, la llegada del siglo XXI ha supuesto una cascada de demandas en los juzgados alemanes, fundamentalmente puestas por mujeres ex-atletas que reclaman compensación por un programa que ha jodido sus vidas. En un gesto muy honrado, incluso una de ellas, la nadadora Ines Geipel, llegó a reclamar que el récord del equipo de 4x100, realizado en 1984, sea retirado de los registros.

La actitud del olimpismo internacional ante estas prácticas fue, como poco, comprensiva. En fecha tan tardía como 1985, incluso, Samaranch impulsó la condecoración de uno de los grandes jefes del programa de drogas de la RDA, Manfred Ewald (un ex miembro de las juventudes hitlerianas que había cambiado de bando tras el final de la segunda guerra mundial) otorgándole la Orden Olímpica.

En 1975, después de mucho trabajo y dimes y diretes, el COI dio finalmente el paso de colocar los esteroides anabolizantes entre las sustancias prohibidas por los atletas; pero siguió sin hacerlo con la testosterona. La medida, sin embargo, fue tan leve que, en realidad, los atletas podían pasarse cuatro años tomando esteroides con embudo y luego dejarlo algunas semanas antes de competir, sin temer que los test impuestos fuesen a pillarles.

El cuerpo de pruebas preparado para Montreal se usó en plan ensayo en los juegos de la Commonwealth en Auckland, y también en los campeonatos de Europa de atletismo. En Nueva Zelanda, nueve atletas dieron positivo por esteroides anabolizantes, pero ni sus nombres fueron hechos públicos ni se les sancionó. En los campeonatos europeos, los organizadores declararon públicamente antes de empezar que los test eran sólo en plan investigación y tal, y que nadie sería sancionado.


En este estado de cosas se llegó a Montreal.