lunes, marzo 10, 2014

Libia (8)

Hay una pregunta relevante: ¿por qué Gadafi y su régimen libio consiguieron concitar tantas ilusiones en occidente? ¿Por qué algunos intelectuales, periodistas y ciudadanos en general, gustaron de llevar de vez en cuando vestimentas a la libia, amén de predicar a los cuatro vientos que Gadafi era un genio que había conseguido introducir el socialismo en el mundo árabe y enseñaba una nueva vía al mundo?

A mi juicio, la principal respuesta a esta pregunta es doble, o, mejor, se compone de dos ingredientes. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la intelectualidad o eso que podríamos denominar la progresía de la Europa de segunda mitad del siglo XX, puesto que llevaba ya mucho tiempo apoyando a la URSS y otros regímenes afectos, estaba acostumbrada a preterir el temita de la democracia activa. Esto es: en realidad, para los primeros activistas antinorteamericanos de los cincuenta, y por supuesto para los estudiantes de los diferentes mayos del 68, el detalle de la inexistencia de partidos políticos y la imposibilidad que tenían aquellos pueblos felices de votar y tal, les parecía poca cosa.

El segundo elemento es que Gadafi representó en su momento la expresión de aquella política propugnada por una persona de izquierdas que no se aviniese a comprar las teorías de las izquierdas oficiales, esto es socialismo y comunismo. De hecho, como ya he afirmado varias veces en estas notas, las políticas del Libro Verde son bastante parecidas a las que propugnan (cuando propugnan algo, claro) precisamente las fuerzas que hoy están surgiendo a la izquierda de la izquierda.

El elemento nuclear de la nueva sociedad libia, regulada por el Libro Verde, era que nadie podía ser trabajador por cuenta ajena. En una interpretación un tanto sui generis del marxismo, pero en lo general bastante acertada, Gadafi consideraba que el hecho de que un trabajador tenga un salario por el que tiene que luchar lo alienaba. Incluso se negó la bondad de la empresa pública, por considerar que no por serlo dejaba de crear la figura del trabajador por cuenta ajena. El trabajador por cuenta ajena, por lo tanto, se venía a convertir en «socio de la producción». Ninguna empresa, ni pública ni privada, podía tener trabajadores por cuenta ajena. Los trabajadores, tomando el control directo de la economía, lograban darle la vuelta a la explotación de las empresas privadas, y a la burocracia del sector público. Hay que reconocer, en este punto, que la nueva izquierda de la izquierda ha perdido este sentido crítico hacia el sector público, al que ha pasado a considerar, como diría el padre Ripalda en su catecismo, el compendio de todo Bien sin mezcla de Mal alguno.

El Libro Verde, puesto que consideraba a todos los trabajadores socios en la producción, establecía como norma el egalitarismo de la riqueza, y prohibía a las familias poseer cualquier patrimonio que pudiese ser usado para explotar a otras personas. El líder libio pretendía, por ejemplo, ilegalizar de facto la posesión de más viviendas que la propia, a través de un eslógan muy repetido y con fuertes resonancias revolucionarias: «la casa para el que la ocupa» Esta negación absoluta de la dependencia económica de nadie respecto de nadie llevó al Estado libio a conclusiones tales como prohibir el servicio doméstico, o los servicios de taxi.

En 1976, usando los comités revolucionarios como terminales, comenzó el embargo masivo de todas las viviendas que no estuviesen ocupadas. Al año siguiente, el precio de las casas fue reducido por decreto un 30%. En 1978, finalmente, se aprobó una ley inmobiliaria que distribuyó todos los pisos vacíos entre familias de ingresos bajos.

En 1978, coincidiendo con el aniversario de la revolución, comenzó a aplicarse la nueva política de «socios de la producción». De un día para otro, todos los comerciantes y propietarios de pequeños negocios pasaron a ser meros gerentes. En 1980, todas las grandes industrias fueron puestas en manos de comités de trabajadores, con la única excepción (nos ha jodido) de los bancos y el petróleo.

En su discurso de 1 de septiembre de 1980, Muamar el-Gadafi certificó definitivamente su divorcio respecto de la sociedad de pequeños negociantes libios que, en realidad, había sido su principal apoyo en la revolución. Los calificó de parásitos y, tras sus palabras, el cierre de estos negocios comenzó bajo la presión de los comités revolucionarios. Este movimiento acabó creando una situación que en parte puede verse es parecida a la de determinadas zonas del bando republicano en nuestra guerra civil, por ejemplo Cataluña. Al desaparecer la actividad privada, las agencias públicas se convirtieron en las provisoras de casi todo lo que necesitaban (e importaban en su mayor parte) los libios.

El Congreso Popular, en un siguiente movimiento, absorbió las organizaciones de profesionales, que se convirtieron en subsecciones del propio órgano, y se prohibió la práctica privada de dichas profesiones. Finalmente, ya en 1981, el Estado se hizo con el control de todas las redes de comercialización, importación y exportación.

Las veleidades egalitarias del Libro Verde llevaron al gobierno libio a decretar en 1980 un cambio de moneda que, en realidad, fue algo muy parecido a un atraco a mano armada. Todos los ciudadanos del país fueron obligados a declarar sus riquezas y a cambiar, en apenas unos días, toda su moneda por nuevos dinares, pero con menor valor. En un país que no usaba tarjetas de crédito ni cheques, esto fue la hecatombe, y provocó, de hecho, una cascada de compras en el mercado negro, sobre todo de oro; y, lo que es más importante, trabajó con denuedo, como suele ocurrir siempre, para construir la desconfianza de la gente hacia la nueva política económica revolucionaria.

Como hemos dicho, de todos estos movimientos tan valientes se mantuvo alejado el único sector que realmente funcionaba en la economía libia, esto es el petróleo. Lejos de colocar a la gallina de los huevos de oro en manos de ese pueblo al que tanto amaba y al que tan sabio consideraba, Gadafi promulgó medidas buscando un mayor control del sector petrolífero por parte de la elite gobernadora, sobre todo mediante la generación de los llamados Acuerdos de Explotación y Producción Conjuntos, que primero establecieron la propiedad exclusiva del Estado libio en todos los terrenos que habían sido objeto de concesión, y luego rebajó a los concesionarios a un estatus de meros promotores.

Aquél no fue un movimiento ni sabio ni tonto; era el único posible. Gadafi tuvo que ver con claridad la poca capacidad que tenia de jugar con el petróleo cuando sufrió una breve pero grave crisis en 1975, causada por el hecho de que su ideología le había llevado a mantener el boicot internacional de su petróleo más allá de lo que lo hicieron los demás, lo cual deprimió sus ventas en 1974.

Gadafi, pues, estaba un poco entre la espada y la pared. La espada de dejarse llevar por su arabismo radical y su antiamericanismo creciente, y la pared de no permitir que su sector petrolero dejase de exportar y de dar dinero.

El plan quinquenal de desarrollo 1976-1980 fue una apuesta por canalizar el dinero del petróleo hacia los sectores no petrolíferos, notablemente la agricultura, con un objetivo nuclear de conseguir la autosuficiencia alimentaria en ocho a diez años. El plan también reconocía que había que hacer grandes inversiones en educación; pero, de hecho, la Libia de Gadafi es un buen ejemplo de que quienes establecen una correlación estricta entre dinero gastado en educación y resultados, se equivocan de medio a medio. Porque el problema de las universidades libias no era que no hubiese dinero para construir laboratorios, sino el constante y profundo control que ejercían sobre ellas el gobierno y los comités revolucionarios. El gran problema de la Libia de Gadafi era ya a finales de los setenta, y siguió siéndolo siempre, el elevadísimo número de libios que aprovechaban la bonanza económica para pagarse unos estudios en el extranjero, pero ya nunca volvían.

Además, estaba el pequeño problema, que por supuesto no está muy de moda recordar hoy, de que la promoción, financiación y gestión públicas tienen el defectillo de que, al no existir ánimo de lucro (ambición de forrarse, vaya) tampoco hay eficiencia, y las cosas que se hacen no consiguen ser competitivas. Ahí está, como ejemplo, el proyecto agrícola de Kufra, uno de los grandes símbolos de la nueva Libia, donde el Estado enterró (literalmente) toneladas de pasta para generar una supuesta explotación ultramoderna que, a finales de los setenta, tenía un coste por tonelada de producción de multiplicaba por diez (sic) los precios internacionales.

Aun así, Libia siguió viendo el mundo de colores cuando estalló la guerra entre Irán e Irak, y que multiplicó el precio internacional del petróleo libio. Sin embargo, esto no era más que un espejismo, pero los dirigentes de la LNOC no supieron verlo. A pesar de esta tensión coyuntural, en realidad el mundo desarrollado había salido de unos años setenta muy duros escaldado con el temita del petróleo y lo muy caprichosos que solían ser muchos de sus productores, así pues había comenzado a dar la batalla de la eficiencia energética y, en realidad, cada vez compraba menos crudo. Como tibia reacción a esto, Libia puso en marcha una segunda generación de acuerdos conjuntos de producción mediante los cuales tomaba aun un mayor control sobre su sector petrolífero. Pero se encontró con otro problema.


Estados Unidos se había cabreado.

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