miércoles, mayo 28, 2014

El hombre que sabía hacer las cosas bien (11)

La pregunta de si el Plan de las Tierras Vírgenes fue una gran idea o una cagada permanecerá siempre en la agenda de debate de los fiquis sovietólogos. Mi friquiopinión es que Breznev, en parte por suerte y tal vez en parte por su bien entrenado ojo agrícola, saltó de Kazajstán en el momento adecuado. Yo no sé gran cosa de agricultura; de hecho, si por mi fuera no habría por mi casa ni una sola de las plantas de interior que riega mi costilla. Pero, aun así, tengo leído que plantar, plantar y plantar todo el suelo disponible, todos los años, es muy mala estrategia a la larga, porque el suelo se erosiona, se agosta y produce menos. A partir de 1958, la cosecha kazaja comenzó a decaer, sobre todo en términos medios de producción por hectárea. Pero eso ya no era responsabilidad de Leo.


En la mañana del martes, 14 de febrero de 1956, Leónidas Illich Breznev cruzaba en su inmenso coche oficial, uno de esos tanques rusos dentro del cual se podría celebrar una asamblea de Podemos, la puerta Borovitsky del Kremlin. Más o menos un año antes de que el chófer presentase las oportunas credenciales ante la guardia de la puerta, Nikita Kruschev parecía (sólo parecía) haber conseguido su objetivo con la renuncia (estratégica) de Malenkov a permanecer en la cúspide del poder soviético. Aquella mañana, y ésta es la razón de que Breznev estuviese allí, se abría el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, que estaba llamado a certificar la dominación del nuevo premier de la URSS. En realidad, al ucraniano todavía le costaría más de un año culminar sus objetivos, pero ese XX Congreso, de todas formas, pasaría a la Historia del siglo XX por su decisión, en el último día de la reunión, de elaborar su famoso «informe secreto» sobre las tropelías del estalinismo, y su llamada contra el culto a la personalidad que había supuesto el periodo de mando de su antecesor (más falsa en sí misma que un duro de madera).

Aparte de esta cuestión, menos importante en la dinámica del Congreso de lo que ahora parece, en realidad la principal llave con la que Kruschev esperaba poder abrir la caja del Poder era el éxito del programa de las tierras vírgenes; y era por eso que Leónidas Breznev tenía que estar muy cerca de él esos días, como un verdadero burocrato-pretoriano. Sin embargo, para sorpresa de todos, especialmente los analistas occidentales, cuando Breznev hizo uso de la palabra, como líder del partido en Kazajstán, se arrancó con un discurso monocorde de 45 minutos en el que apenas citó la agricultura, y se centró en los proyectos de industria pesada y la en su opinión gran proyección de los recursos minerales de la república. Por supuesto, dijo, había habido errores; todos ellos eran responsabilidad de las agencias de planificación centralizada de Moscú que, oh casualidad, habían sido el terreno fundamental del poder de Malenkov. 

Tengo por mí que la aparente tibieza de Breznev tiene mucho que ver con lo que pasó después. Mi creencia es que el ruso hizo aquello siguiendo instrucciones de su patrón ucraniano (en aquel entonces, de hecho, Breznev no se hacía ni un tacto prostático sin que lo supiese y hubiese aprobado Kruschev), que algo se debió oler de lo que acabaría pasando meses después, esto es, que en realidad el banco malenkovita no estaba tan muerto como inicialmente se pudiera pensar. Así las cosas, decidió levantar el pie del acelerador, y renunciar a salir del XX Congreso convertido en el Gran Manitú del Progresismo Mundial.

Una semana después de su discurso, el Congreso procedió a elegir el Comité Central, y Breznev fue votado de nuevo como miembro. Esto, sin embargo, no le garantizaba en absoluto que fuese a abandonar Alma Ata. Fue al día siguiente cuando lo supo: en el momento el que le fue comunicado que había sido elegido secretario del Comité y, sobre todo, miembro del nuevo Presidium o Politburó.

Habían pasado apenas tres años desde que, en marzo de 1953, las últimas maniobras de Stalin le hubiesen descabalgado del poder kremlinero. Pero había vuelto. Tenía casi 50 años, una edad nada provecta en el cursus honorum de los miembros de la elite soviética. La vida le sonreía (aunque volvería a meterle un pepino por el orto apenas cuatro años después).

En 1956, en España, se estaba produciendo el último intento serio de Falange por hacerle sombra al general Franco en el poder. Esa última media década que acabó muriendo en los feroces sesenta difícilmente podría estar más repleta de asuntos de importancia para el mundo, y muy específicamente para la URSS. En 1956 se produjo la revolución húngara, aplastada bajo la coordinación de un embajador de Moscú, Yuri Andropov, que sería muy amigo de Breznev, vecino suyo en los años de poder y, de hecho, su breve sucesor (hay gente que dice que si Andropov se cargó a Breznev. Yo no lo creo. A Leónidas lo mataron el vodka y la buena vida). En 1956 también fueron las revueltas de Poznan en Polonia. Fue el año, por otra parte, en el que Kruschev terminaría, no sin esfuerzo, por aplastar a la troika Malenkov/Molotov/Kaganovitch. En aquellos años comenzaron los lanzamientos de sputnik y los problemas internacionales con la cultura soviética (prohibición del Doctor Zhivago, de Boris Pasternak). También se produjo la crisis del canal de Suez y un poco más tarde, en 1958, el bloqueo de Berlín. En 1959, Richard Nixon visitó la URSS y Kruschev, los EEUU. Las relaciones sinosoviéticas comenzaron a ir como el culo y, finalmente, se produjo el incidente del U2, que marcó el fin de esta época para Kruschev y Breznev.

Como secretario del CC, Breznev, ya establecido de nuevo en la Kutuzovski Prospekt de Moscú, se encargó de las relaciones con otros partidos comunistas. Pero lo más importante que haría Leónidas en Moscú con el tiempo, fue forjar dos amistades muy importantes de cara al futuro. En primer lugar, ya lo hemos dicho, Yuri Vladimirovitch Andropov, que acabaría siendo jefe del KGB; y Boris Nikolayevitch Ponomarev. Andropov era un subordinado de Breznev, pues tenía encomendado las relaciones con partidos comunistas gobernantes; mientras que Ponomarev dirigía el departamento de relaciones con los partidos comunistas no gobernantes (por lo que era, entre otras cosas, el interlocutor de Pasionaria y Santiago Carrillo).

Aunque pueda parecer que el cargo es poca cosa, para Breznev fue de enorme valor. Hasta entonces, tenía experiencia como burócrata económico, en áreas como la agricultura o la industria; y contactos en el ejército. Lo único que le faltaba era mundo y, precisamente, si algo le permitía aquel secretariado, era viajar. El primero de sus viajes fue al Congreso del Partido Comunista de Corea del Norte, en Pyonyang. Pero en poco tiempo llegaron el líder indonesio Sukarno, el príncipe camboyano Norodon Sihanouk, el Sha iraní Reza Palhevi, o el francés Guy Mollet. 

En septiembre de 1956, su ascenso a la elite krusckevista quedó claro cuando el secretario general del PCUS organizó una kermesse vacacional para el presidente yugoslavo Josif Broz Tito y su mujer Jovanka, así como el líder húngaro Erno Gerö. Se hizo rodear de sus más íntimos: el primer ministro Bulganin, el ya mariscal Grechko, el director general del KGB, Serov, el secretario general del partido en Ucrania, Aleksei Kirichenko, y su primer ministro Demian Korotchenko. Todos acudieron con sus señoras, como también acudieron Leónidas Breznev y Viktoria.

Aquel encuentro vacacional tuvo de eso más bien poco. Mientras las señoras se paseaban por Yalta contándose sus cosas (que para eso se habían quedado las mujeres en aquel régimen iniciado con una revolución en la que la mujer había tenido mucho que decir), los gobernantes estaban intentando evitar nuevos cismas en Yugoslavia. Kruschev quería que Tito apoyase explícitamente a Gerö como líder comunista en Hungría, porque pensaba que si el comunismo más disidente no le ponía la proa, los ruidos de rebelión que ya se oían se pacificarían. Tito, sin embargo, demoró su decisión dos semanas; para cuando pudo llegar a estar en condiciones de hacer lo que los moscovitas le pedían, el merdé húngaro ya estaba en Defcon 1.

La intervención de Leónidas en el asunto húngaro apenas podemos entreverla. Su relación con Andropov se estrechó después del regreso de éste desde Budapest, y no existen muchas trazas, aparte esta reunión que fue pública, de su intervención en estos asuntos. Sin embargo, no pocos sovietólogos recuerdan que, como secretario encargado de la relación con otros partidos comunistas, no pudo estar muy lejos de los centros de decisiones donde se acordó arreglar lo de Hungría por el artículo 33.

Leónidas Breznev cumplió 50 años el 19 de diciembre de aquel convulso 1956. Ese mismo día, recibió la Orden de Lenin. Buena noticia para él, aunque no tanto. Cumplió años, y fue condecorado, en medio de una reunión del Comité Central en la que se produjo un inesperado, y eficaz, contraataque los malenkovistas. Parecían ya vencidos, pero sólo estaban reagrupándose. La posición de Malenkov en aquel CC fue notablemente consolidada y, sobre todo, logró colocar en un puesto parecido al de superministro económico a uno de los suyos: Mikhail Pervukin.

En el pleno de febrero de 1957, Kruschev contraatacó. Anunció la creación de sovnarjozes o consejos económicos regionales, en un intento de descentralizar el proceso de toma de decisiones económicas que debilitase a Pervukin, otorgando más poder a las estructuras de partido sobre las de gobierno.

En el cabildeo propio de un Pleno de un Comité Central en el que distintas facciones se están disputando el poder, Kruschev hubo de admitir la promoción de un personaje del que ya prometimos volver a  hablar, y que habría de provocarle muchos dolores de cabeza al protagonista de nuestra historia: Frol Romanovitch Kolzov, líder del Partido en Leningrado, ahora elegido miembro candidato del Presidium.

Frol Kozlov había sido uno de los arquitectos en la sombra del proyecto estaliniano de realizar una nueva purga en 1953 y, consecuentemente, también fue uno de los principales mamporreros del falso escándalo de las batas blancas. Como Breznev, a la muerte de Stalin había caído en la casilla de la muerte y casi no había vuelto a caer en la oca otra vez. Por esta razón, en febrero de 1957 estaba lo suficientemente arrimado a Kruschev como para que éste se plantease nombrarle. Sin embargo, también tenía contactos con los malenkovistas, que lo querían cerca del poder para poder luchar contra la evidente tendencia de Kruschev de tratar de consolidar un sistema con un solo hombre en el poder. No son pocos los historiadores que consideran que, de no haber sufrido Kozlov un ictus en 1963, tal vez hoy no estaríamos hablando de Leónidas Breznev como líder soviético.

Las cosas fueron mal para Kruschev. Lentamente pero sin pausa, Malenkov consiguió crear una mayoría de seis miembros en el Presidium contraria a Kruschev. El 19 de junio, dieron el golpe. El golpe de Estado, quiero decir.

La oposición anti-kruschevista había convocado una reunión aparentemente inocente del Presidium, para decidir los fastos que se habrían de celebrar con ocasión del sesquibicentenario de la ciudad de Leningrado. Una vez estuvieron todos los miembros en el edificio de la Plaza Vieja del Kremlin o Staraya Ploshad, sacaron los cuchillos de capar gorrinos. De forma repentina, acusaron a Kruschev de oportunista… ¡y de trotskista!, demandando un cambio total en partido y gobierno. Habían preparado una lista de nuevos líderes, en la que obviamente no estaba el ucraniano. Propusieron una votación inmediata y la inmediata publicación de su resultado en la prensa.

Así se hacían los golpes de Estado en la URSS: sin armas y con decretos.

Kruschev resistió como gato panza arriba. Argumentó que lo había nombrado el Comité Central, y el Comité Central debía cesarlo. La discusión duró tres días, durante los cuales los miembros suplentes del Presidium, entre ellos Breznev, se pasearon interminablemente por los pasillos del edificio, encontrándose cada vez con más miembros del Comité Central, que habían acudido ante los rumores de que estaba pasando algo gordo.

El salvador de Kruschev no fue Breznev, sino su ministro de defensa, mariscal Gregory Zhukov. Zhukov, haciendo uso de su mando sobre la fuerza aérea, movilizó cuantos aviones fueron necesarios y, poco a poco, mientras seguían las discusiones, se las arregló para traer a Moscú a la mayoría de los miembros del Comité Central. Para cuando los malenkovitas aceptaron poner el asunto en manos del Comité, 309 miembros del mismo estaban en Moscú, y eso era algo que probablemente ellos no sabían.

El pleno del CC se abrió el domingo 22 de junio y duró ocho días. Aquella sesión fue lo más parecido a un parlamento democrático que se registró en toda la Historia de la URSS: hasta 60 miembros del Comité solicitaron hablar en la tribuna. En el último día, un sonriente Nikita Kruschev pudo contemplar cómo el Comité votaba la exclusión del mismo de Malenkov, Molotov y Kaganovitch.

De aquella movida salieron ganando, sobre todo, Breznev y Kolzov. Aunque también hubo hueso para colaboradores del primero, como su viejo amigo Andrei Kirilenko, o el entonces líder del partido en Bielorrusia, Kiril Mazurov, o Alexei Kosigyn.

En marzo de 1958, Nikita Kruschev consiguió lo que había deseado en los seis años anteriores: ser Stalin. En un acto final de su escalada hacia el poder, sustituyó a Bulganin como jefe de gobierno, acumulando, pues, este cargo con el de secretario general del Partido.


Era hora de recompensar a los amigos. 

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