lunes, septiembre 29, 2014

El hombre que sabía hacer las cosas bien (18)

El reformismo económico de Kosygin estaba basado en las obras y teorías de un economista polaco que, por entonces, era lo más de lo más entre los responsables económicos soviéticos, amén de mesmerizar a mucho economista occidental alternativo. Se trataba de Oskar Lange. Yevsei Liberman, un economista de la universidad de Kharkov en la URSS, puso de moda a Lange en un artículo publicado en el Pravda en 1962; publicación que contó con la expresa aprobación de Nikita Kruschev, que para entonces andaba más que preocupado por la tendencia irresistible que mostraba la economía soviética hacia eso que llamamos griparse. Desde entonces, el reformismo económico propugnado inicialmente por Lange pasó a llamarse libermanismo.

El libermanismo acertaba al adjudicar los males de la economía soviética a dos elementos fundamentales de la misma; lo cual tampoco es un mérito de la hostia, porque sólo los burócratas soviéticos y la intelectualidad occidental eran incapaces de ver lo que, por otra parte, era más que evidente.

El primero era la consideración de la bondad de una producción de acuerdo con su volumen; lo cual quiere decir que la calidad o el coste no tenían una incidencia reseñable. El segundo de los principios era el fundamental de la economía centralizada, esto es, la existencia de una planificación en la cúspide de la pirámide, cuyas ordenanzas serían respetadas por todos los escalones inferiores.

Consecuentemente con esta situación, la nueva teoría proponía que las empresas fuesen dejadas en libertad casi total respecto de la planificación central. Dicha planificación sólo impondría a los centros de producción dos magnitudes: la producción total, y las fechas de entrega. Los bonuses de los gestores y los complementos salariales de los trabajadores se basarían, únicamente, en la eficiencia. Los beneficios tendrían como principal destino la reinversión, y no la alimentación de presupuestos públicos en ocasiones muy distantes al sector, actividad o lugar donde se había producido el excedente. Y, en general, debería prevalecer la ley de la oferta y de la demanda. Proveedores, fabricantes y comercializadores deberían negociar entre ellos la forma de sacar adelante sus proyectos y obligaciones, todo ello bajo el paraguas de un comunismo centralizado que marcaría la dirección hacia donde ir. En otras palabras, Liberman venía a salvar, o eso creía, al bolchevismo es su esencia leninista, esto es como elite de gobierno experto que sabe hacia dónde hay que ir; sólo que soltándole las tripas a todo el sistema por debajo de esa Gran Ordenación Estratégica. Esperaba, con ello, que el sistema se beneficiase de la planificación central (la felicidad común) mientras también se beneficiaba de las formas de trabajo capitalistas, sin ser capitalista.

El libermanismo era, en parte, también una operación de propaganda. A los ojos de buena parte de la intelectualidad occidental de izquierdas, algo así era la prueba de la flexibilidad del sistema soviético o, si se prefiere, el desmentido flagrante del gran reproche que, desde la otra trinchera de la Guerra Fría, se le hacía al comunismo de la segunda mitad de siglo: su rigidez formalista, su incapacidad de evolucionar, quintaesenciada en las colas de visitantes que, cada día, iban a ver la momia de un líder político muerto, para entonces, hacía más de tres décadas (entendámonos: esto es como si, en la España del año 2000, todavía se exhibiese en algún lugar de España el cuerpo embalsamado del general Franco, y la gente lo visitase). En buena parte, la URSS quería hacer esto para demostrar la rigidez del «otro comunismo» que, curiosamente, ha terminado siendo el que al fin y a la postre ha conseguido el más estable maridaje con el capitalismo: el chino. Nos encontramos, pues, ante una operación de doble propaganda: frente a occidente, demostrando la capacidad de la evolución de la economía soviética (del sistema en sí, pues) sin necesidad de renunciar a sus esencias; el concepto de que Lenin tejió una malla capaz de aguantar cualquier peso. Y, por otra parte, la diferenciación del rigorismo marxista chino, a las puertas de la revolución cultural entonces, en plan yo soy el comunismo guay. La siguiente intentona en este sentido la dará, al final de la década y en Chile, Salvador Allende Gossens.

Semanas antes de su caída, en agosto de 1964, Kruschev había aprobado una experiencia piloto de aplicación del libermanismo en dos plantas textiles, llamadas Bolshevika y Mayak. Tan sólo dos días después de la caída del premier soviético, Kosygin ordenó la ampliación de esta experiencia piloto a otras fábricas, y comenzó a trabajar en un plan para toda la Unión.

Aquella reforma habría podido tener éxito si el ejército de ciudadanos que estaba llamado a ponerla en práctica y beneficiarse de ella, los gerentes de fábrica, fueran lo que se suponía que eran, esto es empresarios. Sin embargo, no era así. Desde hacía ya mucho tiempo, esto es desde los lejanos días en los que Iosif Stalin enterró la NEP, las personas que estaban al frente de las fábricas eran burócratas que cumplían con el objetivo de producir tractores como habrían cumplido, en otros puestos, el objetivo de pegar sellos. A ellos, que los tractores funcionasen bien o estuviesen adaptados a la labor que estaban llamados a realizar, se la pelaba. Más aún: puesto que la economía soviética se medía en toneladas, normalmente un gerente de una fábrica de tractores vivía presionado por el hecho de ser capaz de producir un determinado número de toneladas; y eso quiere decir que, aunque los campos para los que producía, por ejemplo de montaña, necesitaran tractores ágiles, esto es pequeños y ligeros, él los construía enormes y lo más pesados que podía. Y, como hemos dicho, que luego los agricultores se despeñasen por la ladera tratando de subir con aquellos mamotretos, se la traía ondulante penduleante. Más aún se la traería la ley de la oferta, la demanda y las mandangas.

A Alexsei, además, acabaría aflorándole otro problema, inevitable problema: las perspectivas de que su reforma pudiese salir bien despertaron enseguida el recelo de que ello sería una victoria para el Gobierno; y como el poder no se crea ni se destruye sino que cambia de manos, eso suponía que el Partido perdía perfil. Así que al propio Breznev comenzó a no gustarle demasiado la reforma. De hecho, no son pocos los indicios de que la secretario general comenzó a preocuparle seriamente el hecho de que la aplicación del libermanismo acabaría generando, por así decirlo, una nueva clase social con poder en la URSS, aquélla de los gestores exitosos; clase que tendría mucho más que agradecerle a Kosygin que a él. Porque, claro, ése era otro de los errores del libermanismo; si verdaderamente se creaba una estructura de incentivos para fabricar los mejores tractores del mundo mundial, eso tendría que suponer incentivos económicos. Lo cual quiere decir que el provecto ingeniero bielorruso que acabase inventando y produciendo el sovietractor Iván Deere, de elevada calidad y productividad, se forraría con ello. Lo cual nos llevaría al contrasentido de que se podría comprar una dacha en su pueblo en Bielorrusia, mientras que el burócrata local del Partido en dicha villa apenas se podría pagar un apartamento donde las cucarachas podrían pasar el draft de la NBA. Lo cual, todo hay que decirlo, no parece muy leninista, que digamos.

Realmente, no era difícil, desde el marxismo-leninismo de libro que practicaban los marxistas ortodoxos que rodeaban a Breznev, criticar la nueva política. En realidad, las ideas de Liberman eran una manera de intentar maridar dos mundos, la economía centralizada y los métodos de producción de mercado, que no se llevan demasiado bien. Por lo demás, como digo, encontrar citas de Lenin y de Stalin que se daban de leches con estos planteamientos era muy fácil, y así lo hicieron muchos teóricos de la nomenklatura.

De hecho, y para terminar de liar las cosas, el propio Kosygin no tenía nada clara la movida. A pesar de que algunos escritores y analistas han querido ver en él a una especie de Gorvachov adelantado, un sincero reformista consciente del callejón sin salida del marxismo y, por ello, dispuesto a la reforma (esto también se ha dicho de Yuri Andropov, teoría que se salpimenta con su sospechosa muerte), la verdad es que Kosygin, y ésta era una grave debilidad para él, era un soviético de libro. Él, como Kruschev, no quería la reforma porque creyese en ella como, probablemente, creía Lange. Él quería la reforma porque la veía como una vía para crear una poderosísima superestructura burocrática a su alrededor, con la que pensaba conseguir el poder de facto, como ya había pensado Malenkov antes que él, como sabrán los que sigan estas notas.

En consecuencia, el 29 de septiembre de 1965, el Comité Central del Partido aprobó, sobre el papel, la reforma. Pero, al mismo tiempo, aceptó que, para llevarla a cabo, siendo como era una reforma antiburocrática, se resucitase toda la acromegálica burocracia que había sido creada años antes, esto es todos los ministerios económicos que habían sido cerrados en 1957. Lo que es más: la mayoría de los puestos de responsabilidad en esos departamentos fueron ocupados por las mismas personas que ya lo habían hecho ocho años antes; la mayoría, estalinistas de libro.

La reforma, en estas circunstancias, fracasó estrepitosamente, puesto que los reformadores eran aquéllos que se suponía iban a ser reformados.

La condición grisácea, realmente poco creativa, de Leónidas Breznev; en realidad, su poca voluntad de pasar a la Historia y hacer algo diferente, todo ello a cambio de morir en la cama y disfrutar de los enormes privilegios de ser el Camarada Secretario General, se aprecia muy bien en el resultado que, apenas unos meses después de la caída de Kruschev, había tenido el gobierno después de éste: unos tipos que habían prometido superar el kruschevismo y construir algo nuevo se encontraban, como digo apenas unos meses después, construyendo el mismo enfrentamiento entre conservadores y liberales, entre partido y gobierno, que existía en tiempos del ucraniano.

A decir verdad, el único elemento en el que Leónidas Breznev quebró claramente la línea marcada por su antiguo mentor y antecesor en el poder, fue su política de desestalinización. El hecho de que con Breznev no se produjesen las purgas estalinistas (aunque sobre esto habría mucho, muchísimo, que decir; tal vez algún día hablemos del uso político que hizo Breznev de los hospitales siquiátricos) no quiere decir, sin embargo, que durante su época no se produjese un evidente proceso de re-estalinización de la Unión.

En primer lugar, Breznev re-inauguró un Kremlin cerrado y opaco para el mundo. Durante su mandato, altos funcionarios fueron promovidos y enterrados en la mierda sin una explicación, como en tiempos de Stalin. Los cambios actuales en Rusia de seguro podrán permitir que los pacientes frikis de la Historia de la URSS que lean libros dentro de décadas tengan acceso a publicaciones que les aclararán sobre la Unión cosas que hoy pertenecen totalmente al terreno de la conjetura; pero es casi seguro, por no decir seguro del todo, que habrá notables elementos, y muy en particular centenares, si no miles, de destinos personales, de los que nunca sabremos nada. Nunca podremos saber por qué aquellos hombres fueron nombrados, ascendidos, degradados, cesados, purgados. Son muchos y es fácil adivinar que quienes realizaron todas esas acciones sobre ellos no dejaron rastro alguno, porque no tenían que dejarlo. Era la forma de hacer de Stalin, y también lo fue de Breznev.

En 1965, se permitió la salida a las librerías de tres o cuatro libros de memorias escritos por viejos líderes militares de la época estaliniana; libros en los que su líder partidario era tratado de semidiós. La propaganda que hizo de Stalin un gran genio militar se restauró, en unas llamas cuyos rescoldos todavía queman hoy más de un pie. El prototipo el general, fiel a la idea y la figura de Stalin, general Sergei Shtemenko, fue sacado del formol, engrasado, recauchutado y tuneado, para ser después promovido a un puesto muy importante en el Ministerio de Defensa que lo rehabilitó. El discurso (cuatro horas) pronunciado por Breznev en el vigésimo aniversario de la victoria en la segunda guerra mundial no dejó lugar a dudas sobre los méritos potísimos que el secretario general del PCUS consideraba tenía Stalin en dicha victoria. Al citar su nombre, la audiencia estalló en aplausos. Algo que no pasaba desde 1957.

Ese mismo año, Sergei Trapeznikov, un profesor que había sido amigo de Stalin (en la medida en que eso fuese posible) fue promovido a un cargo en el Comité Central de gran importancia para el desarrollo científico y la educación. Pocas semanas después, escribió un artículo elogioso de Stalin; si bien se guardo de insinuar que podía existir, en la Historia de la URSS, otros líderes que acabasen por superarlo en importancia. Supongo que no hay que dar más explicaciones.

El breznevismo impuso una marcha atrás, brusca y en ocasiones muy cruel, en el mundo de las artes y la cultura. Regresaron los tiempos del cerrado realismo socialista. Escritores como Yuri Daniel, Andrei Sinyavsky o Alexander Solzhenitsyn, fueron arrestados, silenciados, y sus casas registradas.

En el XXIII Congreso del Partido, marzo y abril de 1966, el estilo neoestalinista se impuso definitivamente. De nuevo, el Presidium pasó a llamarse Politburó, como lo llamó Stalin. Los discursos del Secretario General volvieron a verse interrumpidos por interminables aplausos y valoraciones absolutamente acríticas.


Leónidas fue definitivamente nombrado Secretario General. Ahora ya estaba donde había estado Stalin. Porque si Kruschev había sido su mentor, Stalin era su modelo. 

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