jueves, octubre 16, 2014

El hombre que sabía hacer las cosas bien (19)

Teóricamente, esto es algo que los portavoces y diversos lenguaraces del Kremlin le repetían entonces a los corresponsales extranjeros en Moscú, el nombramiento de Leónidas Breznev como secretario general del PCUS había abierto una nueva época. Tras la errónea y narcisista era de Kruschev (en los nuevos tiempos, obviamente, les estaba vedado a estos transmisores de mensajes recordar que Stalin había sido aun peor en lo que se refiere al culto personal), se había llegado a una etapa de verdadero socialismo en el que quien mandaba era la colectividad; esto es, el viejo sueño de Lenin de una elite consciente dirigiendo el país.

Ésta era, como digo, la tesis oficial. La verdad, sin embargo, tiene más que ver con el que siempre fue el problema sempiterno del sistema soviético, problema que permaneció hasta que ya no hubo sistema soviético, y aun más allá: la tendencia constante hacia la lucha interna.

Al centro de las intrigas lo podían llamar Presidium o, como ahora, rellamar Politburó ; pero, aunque lo hubiesen llamado La Bola de Cristal, habría seguido siendo el oscuro teatro de los movimientos orquestales en la oscuridad de la Luz Mundial del Progresismo. Breznev, que no creía íntimamente en las bondades del poder colegiado más de lo que pudiese creer Stalin, trató inmediatamente de petar el Politburó con su gente. Y es algo que consiguió en buena medida. Sin embargo, debilitada como había quedado la cúpula del poder soviético tras la convulsa etapa Kruschev, y sobre todo ante la realidad de que la URSS cada vez estaba para menos mariconadas (muy pronto empezaría a perder la carrera espacial con los Estados Unidos; y su competencia con China no es que fuese de cojones precisamente), Leónidas Breznev no pudo plantearse hacer cosas que otros que habían venido antes que él si hicieron. O sea: pudo, en parte, meter en los órganos de gobierno a su gente. Pero lo que no pudo fue sacar a los que no lo eran. La era de las purgas había pasado.

Hombre, se pasó por la piedra a Frol Kozlov (que, la verdad, en occidente se habría ido cinco minutos antes de que lo echaran, porque su tema estaba más visto que la nariz operada de Belén Esteban); así como al hombre de Kruschev en la cultura, Leónicas Ilichev. También se llevó, esto probablemente por querencia (deberíamos decir odio) personal, al ministro de Agricultura in pectore de la era anterior, Vasili Poliakov. Pero, por ejemplo, dos provectos kruschevitas como Nikolai Shvernik o Anastas Mikoyan se retiraron de la política sin ser purgados en 1966, en el XXIII congreso del Partido.

El único hombre importante del círculo de Nikolai Podgorny que Breznev osó llevarse por delante fue Vasili Titov, que no creo se pueda calificar de caza mayor. De hecho, no fue hasta 1972 y 1973, con el cese de Vasili Mzavanadze (por corrupción) y de Gennady Voronov y Piotr Shelest (porque yo lo valgo), que Breznev dio muestras de sentirse lo suficientemente fuerte como para cesar a quienes no le gustaban. Tardó, pues, casi diez años en consolidarse.

Breznev era suficientemente joven como para aspirar a un mandato largo como el que tuvo. Y porque era así, además, dejó bien claras sus intenciones de mando dejando vacante el puesto de vicesecretario general; esto es, negándose a designar un heredero. Hay gente que dice que Podgorny jugó ese papel. También hay gente que dice que las pirámides las construyeron los marcianos.

La principal acción estratégico-política de Breznev fue restituir al poder a muchos de los altos funcionarios del partido a los que Kruschev se había llevado por delante. Dinmohamed Kunayev, por ejemplo, fue elevado de nuevo a los altares del Partido en Kazajstán. Asimismo, tras llevarse por delante a Poliakov, Leónidas sacó del formol del olvido a Vladimir Matskevitch para ocupar la cartera de Agricultura. Y a Vladimir Schertsvinsky, que llevaba años en un proceso de lenta simbiosis con la cómoda de su salón, a falta de otras cosas mejores que hacer, lo reinstaló al frente del partido en Ucrania.

Los días 14 a 16 de noviembre de aquel 1964, en el Plenario del Comité Central, Alexsei Adzhubey, yerno del malhadado Kruschev, que para entonces ya había perdido la jefatura de edición de Izvestia, fue votado y botado del Comité. Kolzov fue relevado de sus responsabilidades en el Politburó, y Poliakov relevado de sus responsabilidades en el secretariado del Comité.

A cambio, Breznev promovió a Piotr Shelest, a pesar de sus importantes vinculaciones con Podgorny (de hecho, le había sucedido en Ucrania). También entró el experto miembro del KGB Alexander Shelepin. El nombramiento de Shelepin tiene una importancia fundamental, porque viene a significar el pacto de Breznev con la policía secreta. Dicho pacto se hace bien evidente si vemos que Shelepin, lejos de ser un nombramiento más, pronto acumuló tres poderes distintos: en el Politburó; en el gobierno, donde era primer viceministro; y el secretariado del Partido, donde fue situado en el muy influyente Comité para el Control del Partido y el Estado. A eso hay que unir, por supuesto, un cuarto poder: un miembro del KGB que sobrevive a dicha membresía no es cualquiera, ni está falto de contactos que, en un momento dado, le obedecen. El poder de Shelepin queda claro en el gesto de que fuese capaz de colocar a su segundo, Vladimir Semichatsky, como miembro de pleno derecho del Comité Central. Para Breznev, tener a Shelepin de su parte resultaba fundamental. Sin embargo, de seguro tenía claro que las personas bregadas en la policía secreta (Beria, Andropov, Putin...) nunca son fieles salvo a sí mismos. Y, si no lo tuvo claro, debió tenerlo.

En marzo de 1965, en el siguiente Comité, siguieron los nombramientos: Kiril Mazurov y Dimitri Ustinov (un militar bien conocido de Stalin). Estos dos nombramientos tienen una importancia muy grande por lo que suponen de pacto en la cúpula del poder soviético. Ustinov, un hombre de Kosigyn, que controlaba el gobierno, adquirió un puesto en el Secretariado, con lo que su protector ponía una pica en el partido. Asimismo Maturov, breznevita, era nombrado viceministro, con lo que Leónidas ponía su pica en el gobierno. Por si le fallaba la jugada, pues Maturov era un poco cuestionable, Breznev se había ocupado de colocar en la estructura del gobierno a dos miembros de la mafia del Dnieper (Ignati Novikov y Lev Smirnov).

A pesar de esta estrategia, claramente diseñada para dominar el complejo aparato del poder soviético; y a pesar también de que dicha estrategia no excluía elementos de equilibrio y componenda con diferentes sensibilidades en la cúpula del poder, los enfrentamientos comenzaron pronto. El principal demiurgo de las disidencias fue Alexsei Kosigyn, que no es que quisiera quitar de enmedio a Breznev (ésa era una labor que le venía grande, y, más que probablemente, él lo sabía), sino que quería construir una parcela para él y para su gente en la gestión diaria de la economía soviética. Kosigyn era un tipo hábil que sabía moverse; sólo así había conseguido llegar al Politburó con 42 años, un logro que muchos tenían que esperar 20 o 30 años más para conseguir, si lo conseguían.

Como ya hemos contado, Aleskei llevaba apenas unos días en sus responsabilidades como primer ministro, cuando ordenó la extensión del experimento de la factoría Bolshevika-Mayak a otras factorías textiles; y dio esa orden, según todos los indicios, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, esto es sin contrastarlo con sus compañeros en el poder, y muy especialmente Breznev. El nuevo líder soviético respondió redoblando inmediatamente en sus discursos públicos sus referencias a la necesidad de incrementar el papel del Partido en la dirección de la sociedad y la economía soviéticas. El Día de la Revolución de aquel año, pronunció un discurso en el que llamó a los cuadros del partido a «continuar controlando la actividad del gobierno y las organizaciones económicas y sociales». El discurso fue levemente manipulado por la agencia Tass para aparecer con palabras menos desabridas.

De hecho, fue en la prensa donde la lucha Breznev-Kosygin se desarrolló. Vladimir Stepakov, nuevo editor de Izvestia y kosiguinófilo convencido, tomó la línea del gobierno, mientras que la del Partido se refugiaba en la revista Kommunist, cuyo editor, Vladimir Stepanov, era breznevita de los breznevitas de toda la vida. Entre ambos contendientes de apellidos tan parecidos, Stepakov versus Stepanov (que parecen Rasca y Pica, la verdad) estaba Aleksei Rumyatsev, el sufrido editor de Pravda. En la agencia Tass, se avivaba la llama de la polémica, animada por su director general Dimitri Goriunov, un hombre de Shelepin (cosa que viene a demostrar que éste no se casaba ni con su testículo derecho). Se da la circunstancia, por cierto, que a todos los mandos de periódicos y medios de comunicación que hemos citado, la participación en la polémica acabaría, a la larga, por costarles el puesto.

Breznev, tal es mi idea, trató de parar la hemorragia en marzo de 1965, con lo que hemos descrito como el pacto Maruzov-Ustinov. Sin embargo, la cosa no paró, y por eso decidió pasar al ataque. El 17 de mayo, Stepanov publicó en Pravda un arcano artículo en el que ponía de gilipollas a Kosigyn y sus gentes, cuyas reformas económicas, dijo, iban a acabar con el leninismo. Como se puede ver, en la Historia de URSS, el argumento que siempre funcionó a la hora de poner contra las cuerdas a cualquier enemigo era el típico Fulano ens roba, sólo que en este caso lo robado no era dinero, sino las esencias del leninismo. A pesar de ser ello tan repetido y tan evidente, cabe recordar que en aquel momento, años sesenta del siglo pasado, las universidades y los simposios occidentales estaban petados de sedicentes expertos, estudiosos e intelectuales de variada laya, normalmente vestidos con jerseys de cuello alto y barbas hipster, que repetían en conferencias y libros que las capacidades evolutivas de la URSS estaban fuera de toda discusión; a pesar, como digo, de que la URSS era un país donde todo lo que oliese lejanamente a cambio o reforma era pasado por el tamiz de los escritos e ideas de un tipo que llevaba cuarenta años muerto (pensemos, nosotros, en Francisco Franco; es lo que tenemos a una distancia similar). 

Al día siguiente, ni Kosigyn ni Breznev se mostraron en público. El primero tenía hora marcada para una recepción con el jefe de Estado búlgaro; pero no se presentó. Al segundo, una delegación del FLN argelino le había montado un acto de homenaje personal. Pero no se presentó tampoco.

El 21 de mayo, Stepakov publicaba en Izvestia una ácida crítica contra Breznev, acusándolo directamente de no tener habilidad política y de no saber manejar a la gente (cosa que yo reputo cierta en un porcentaje en modo alguno negligible). Cosas empezaron a cambiar. Allí donde iba Kosigin, aunque en lugar de soltar el discurso previsto se tirase un cuesco, cosechaba aplausos interminables de multitudes de burócratas obedientes (o tal vez acojonados). Sin embargo, en movimientos que no conocemos ni creo que conozcamos nunca, entre ese mes de mayo y el de septiembre en que se celebró el Comité Central, Breznev fue capaz de maniobrar suficientes veces, y con suficiente eficiencia, como para hacer naufragar la reforma económica de Kosigyn. Para cuando llegó el CC de final del verano, el primer ministro recibió muy buenas palabras, pero la centralización se reimplantó y, de hecho, quien salió reforzado fue Breznev. En materia económica, el Partido se reservaba la «supervisión general», y en otras materias de gobierno adquiría un control férreo. Para colmo, en el gobierno, el terreno de Kosigyn, entraban tres nuevos viceministros amigos de Leónidas: Benjamín Dymshits, Nikolai Tikonov y Mikhail Yefremov.

Había podido con Kosigyn. Pero esto del poder soviético, amigo lector, es un no parar.


Ahora, el problema era Podgorny. Y Shelepin.

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