viernes, octubre 09, 2015

Estados Unidos (6)

Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.

Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra.


Los comisionados para negociar la independencia por parte americana fueron Benjamin Franklin, John Jay y John Adams. Los tres fueron enviados por el Congreso a París en 1782. Su misión no era fácil. El Congreso quería que toda negociación estuviese adecuadamente sintonizada con Francia, pero el problema no era Francia, sino España. Madrid, en efecto, nunca había estado claramente a favor de la independencia de los Estados Unidos y, sobre todo, se negaba a aceptar el principio que los enviados americanos consideraban (nunca mejor dicho) una línea roja, esto es la extensión de la frontera del nuevo Estado hasta el Mississippi.
A pesar de que las instrucciones, como se ha dicho, era concordar cada paso con Francia, los tres enviados hicieron de su capa un sayo y llegaron a un acuerdo bilateral con Londres que extendía los EEUU hasta el caudaloso río. A cambio, los americanos ofrecieron renunciar a toda demanda sobre Canadá.

Una vez que Franklin logró apaciguar los ánimos franceses (nuestros ánimos, la verdad, importaban una mierda), el tratado entre Inglaterra y su ya ex colonia se firmó en París el 3 de septiembre de 1783, y ratificado en Filadelfia el 14 de enero del año siguiente. Gran Bretaña reconocía la independencia americana, y el nuevo Estado obtenía todo el territorio delimitado al oeste por el río Mississippi, el paralelo 31 al sur (por debajo, la Florida, que fue cedida por Londres a Madrid) y los grandes lagos al norte. Inglaterra reconocía el derecho americano a pescar en Newfoundland, pero retenía el privilegio de navegación por el Mississippi, obviamente compartido con los americanos. Los Estados Unidos se comprometían a no aprobar ninguna ley que impidiese la recuperación por parte de ciudadanos ingleses de las deudas que otros habían adquirido con ellos durante la guerra.

Con la independencia, sin embargo, se hizo patente un problema, los optimistas querrán decir un reto, que permanecerá, como el bajo continuo de una orquesta barroca, en toda la vida de los Estados Unidos, hasta hoy. Ese algo es la relación de los Estados con el Estado o, como se llamaba en ese momento, el Segundo Congreso Continental.

Incluso antes de ganar la guerra, el SCC había recomendado a cuatro de sus provincias que codificasen de alguna manera su acervo jurídico mediante las oportunas constituciones, ya que se encontraban administradas por gobiernos revolucionarios de escasa solidez. Cuando el Congreso, en julio de 1776, adopta la Declaración de Independencia, las estructuras de gobierno de las colonias (los royal chapters) se convierten, por definición, en órganos írritos (la aliteración esdrújula mola, si no abusas). En algún caso, la solución buscada parece sacada del Rincón del Vago. Es el caso de Rhode Island y Connecticut, que tomaron sus charters, borraron de los mismos la palabra king, y a otra cosa.

La mayor parte de los Estados, por otra parte, sacaron adelante sus constituciones sin consultar al personal. El sistema más exitoso (por lo copiado en el futuro) fue el de Massachussets, que encargó la redacción de la constitución a una convención especial, elegida para ese solo propósito. Fueron los bostonianos, por lo tanto, los que sentaron por primera vez el principio de que una constitución no es cualquier ley y, consecuentemente, tanto su redacción como su reforma debe realizarse mediante procedimientos especiales y reforzados.

La mayoría de los Estados diseñaron sistemas bicamerales, con la excepción de Pensilvania, que decidió tener sólo una cámara. Otra característica fue la reducción drástica del poder el gobernador, palabra que, la verdad, nosotros, para entendernos, haríamos mejor por traducir como virrey. El viejo gobernador de Su Majestad se convirtió ahora en una figura que perdía su derecho de veto. Inicialmente, además, su mandato se redujo a un año, reelegible. La mayoría de estas constituciones establecían libertades individuales como la reunión, expresión, creencia...

Cinco Estados: Pensilvania, Carolina del Norte, Delaware, New Hampshire y Georgia, establecieron el sufragio universal masculino de facto, eso sí con la condición de ser contribuyente. Virginia limitó el voto a la posesión mínima de 25 acres de tierra. En algunos casos, como Carolina del Sur, Nueva Jersey o Maryland, las exigencias de propiedad eran tan altas que, en realidad, sólo los terratenientes eran elegibles.

Algunas de estas constituciones estatales denotaban sus propias declaraciones de independencia; independencia, decían, no sólo de Inglaterra, sino de cualquier otro. Un poco mosqueados por estas voluntades individualistas, algunos de los miembros del Congreso trataron de acelerar los trabajos para la elaboración de una Constitución federal. En junio de 1776 se nombró una ponencia para ello, que presentó sus resultados en noviembre.

Aquella primera constitución, denominada Articles of Confederation, establecía que cada Estado elegiría (y pagaría los salarios) de sus representantes, además de retener el derecho a llamarlos de vuelta. El voto era por Estado, teniendo cada uno un voto, independientemente de los representantes que enviase. Las leyes importantes (orgánicas, en nuestro lenguaje) requerían la mayoría reforzada de dos tercios de los Estados. El voto de un Estado cuyos representantes no se pusiesen de acuerdo entre ellos era anulado. Por último, el único poder ejecutivo previsto era un comité formado un delegado de cada Estado. Esta constitución, una vez aprobada, sólo podría ser modificada por unanimidad del Estados.

Eso sí, la confederación daba poderes importantes al gobierno nacional: declarar la guerra y la paz, fijar cuotas para las levas, perfeccionar tratados y alianzas, decidir disputas entre Estados, admitir nuevos Estados a la Unión, endeudarse, regular los estándares de moneda así como los pesos y medidas (como estamos leyendo en el hilo paralelo, esto cayó en la mesa de Thomas Jefferson), así como establecer estafetas de correos. Sin embargo, cositas como fijar los impuestos o legislar el comercio quedaban fuera de su ámbito.

Los redactores de esta Constitución la hicieron para que fuese aprobada sin problema por los Estados, por cuanto les hacía fuertes concesiones. Sin embargo, al conocerse el borrador, Maryland planteó un problema grave. Este Estado, cuyo territorio estaba ya fijado, afirmó que se negaría a entrar en la Unión mientras que otros siete Estados que disponían de eventuales derechos sobre tierras colonizadas entre el Mississippi y el Pacífico no cediesen dichas tierras futuras al gobierno federal para que las repartiese. Esta reclamación fue animosamente apoyada por todas las personas, que eran muchas, que habían comprado derechos sobre tierras sin colonizar, sobre todo al Este del Mississippi, y ahora se encontraban con que esos Estados no les reconocían la transacción. La negativa duró hasta marzo de 1781, cuando, ante la renuncia de Virginia y Nueva York a sus derechos, Maryland aceptó firmar, y esta primera constitución confederal entró en vigor.

Para el gobierno nacional, la cesión por parte de las colonias de sus derechos sobre los terrenos al Oeste fue una oportunidad grande. De esta manera, un gobierno confederal que teóricamente iba a tener un peso más bien pequeño pasó a ser el gestor directo de tierras. La frontera era suya, y suyos fueron muchos procesos de construcción de nuevos Estados. Así ocurrió, por ejemplo, en el territorio entonces conocido como Territorio del Noroeste, de donde salieron cinco Estados de lo que hoy se conoce como Mid West.

En otro punto del continente, en 1791, los hermanos Ethan, Ira y Levy Allen establecieron el Estado de Vermont en territorios reclamados por Nueva York y New Hampshire. Bueno, en realidad los Allen lo que quisieron fue montar allí una república propia y, ante la presión del Congreso, llegaron incluso a solicitar (sin éxito) el amparo del Canadá. Algo parecido ocurrió en el suroeste con el Estado de Kentucky, admitido en la Unión en 1792.

Volviendo a las tierras del noroeste, el territorio al norte del río Ohio entre los Apalaches y el Mississippi fue uno de los primeros donde se dejó sentir la administración directa del Congreso. En 1785 fueron incorporados a una regulación denominada Land Ordinance, establecida por un comité del Congreso presidido por Thomas Jefferson. Según estas estipulaciones, salvo un pequeño territorio retenido por Connecticut como su reserva del oeste, el resto de la región se dividiría en poblaciones formadas por 36 secciones de 640 acres cada una, esto es una milla cuadrada de superficie. Cuatro secciones quedaban reservadas para el gobierno de los Estados Unidos, mientras que otra debía ser utilizada para infraestructuras de educación. Todas las demás secciones serían subastadas en oficinas montadas con tal efecto en diversas poblaciones. El mínimo a comprar era una sección, y el precio mínimo un dólar por acre, pagadero en metálico. El gobierno esperaba que los buenos terrenos se vendiesen más caros, pero la verdad es que el sistema fracasó, porque sus condiciones se habían colocado in between: demasiado caro para que el tipo normal pudiese comprar, y demasiado barato como para interesar a los especuladores.

En 1786, con el negocio a la baja y el Congreso un tanto nerviosillo, el inevitable grupo de especuladores a la búsqueda de administraciones públicas desesperadas (hoy les llamaríamos fondos buitre) juntó pasta, realizó una serie de ofertas al gobierno y acabó quedándose un millón y medio de acres a unos 9 céntimos el acre. Este grupo, que se hizo llamar The Ohio Company, se dirigió al gobierno para reclamarle poder efectivo sobre el nuevo territorio para poder organizar la colonización. El resultado fue la Northwest Ordinance, de 1787; con mucho, la ley más importante aprobada por los EEUU confederales.

Esta ley establecía que el territorio del noroeste sería considerado una unidad, bajo la administración de un gobernador nombrado por el Congreso. En el momento en el que 5.000 hombres (no mujeres) se hubiesen establecido, aquéllos que poseyesen más de 50 acres elegirían una asamblea, cuya legislación estaría sometida a veto del gobernador (pero sólo de él). La asamblea podría enviar un representante sin voto al Congreso. No menos de tres, y no más de cinco Estados, deberían organizarse en ese territorio. La ley establecía, o mejor cabe decir que bosquejaba, las fronteras de esos Estados, y regulaba que, una vez que esos territorios virtuales alcanzasen los 60.000 habitantes, sería admitido en la Unión en condiciones de igualdad con los Estados fundadores. La esclavitud quedaba prohibida en estos territorios.

En diciembre de 1787 la Ohio Co. envió a los primeros colonos, que construyeron el pueblo de Marietta en el cruce de los ríos Ohio y Muskingum. El empresario de Nueva Jersey John Cleves Symmes envió otro grupo a unas tierras que había comprado; grupo que en 1788 plantó los primeros cimientos de las primeras casas de Cincinnati. Ocho años después, el terreno colonizado fue la reserva del Oeste de Connecticut, con un grupo de colonos financiados por Moses Cleveland; colonos que, a la hora de fundar su capital, junto al lago Erie, no se comieron la cabeza: le pusieron el nombre del jefe (no, coño, la ciudad no se llama Moses; se llama Cleveland).

Mientras esta primera expansión hacia el Oeste comenzaba, el Congreso confederal trataba de colocar a los Estados Unidos en un buen lugar en eso que llamamos el concierto internacional. Y había problemas. Por ejemplo, los ingleses, que por el Tratado de París habían adquirido un difuso compromiso de abandonar sus posiciones en el Noroeste, no lo hicieron, porque esperaban el colapso de la nueva nación, y querían proteger el comercio de pieles del Canadá. Además, hicieron más cosas, como prohibir a los americanos el acceso a los grandes lagos, o excitar a los indios contra los colonos.

Tampoco funcionó el tratado en lo que se refiere al compromiso de honrar las deudas de guerra. Por parte americana, esto pasaba por reconocer en todas las colonias las posesiones y deudas de quienes se habían decantado por el bando regalista. Y aquí, como ocurrirá muchas veces en la Historia de los EEUU y sigue ocurriendo, nos encontramos con un ejemplo más de una regulación que el gobierno de la nación quiere cumplir, pero los Estados no. A finales del siglo XVIII, los derechos de los regalistas fueron respetados de la misma forma que los de los negros en las primeras medidas contra su segregación: aquellos Estados que quisieron pasar de hacerlo, pasaron, y el Congreso poco pudo hacer. Así las cosas, Londres se apresuró a declararse relevado de la obligación de cumplir sus propios compromisos.

Luego estaba el tema de España. Receptora de la Florida por el tratado separado de 1783, comenzó muy pronto a establecer fuertes en la zona, y luego a establecer acuerdos con los indios. La inacción del Congreso, que no podía hacer nada, le granjeó las primeras desconfianzas de los Estados sureños.

En 1795 John Jay, secretario de Asuntos Exteriores, trató de alcanzar un acuerdo comercial con Madrid. En ese momento, nosotros estábamos jugando una carta muy sucia, tratando de convencer a los nuevos colonos del Oeste de que se escindiesen de los EEUU, ofreciéndoles a cambio el uso del Mississippi y de Nueva Orleans. Jay, de hecho, no le hacía ascos a la idea: él era un yuppi de Nueva York, y a él los sucios y medio salvajes colonos occidentales no le parecían de su misma ralea. Animado con estas ideas, Jay aceptó pactar con los españoles condiciones comerciales privilegiadas para los barcos americanos en todos los puertos españoles, a cambio de renunciar a toda reclamación sobre el Mississippi en 25 años. Los Estados del noreste, o sea Nueva York y satélites, contemplaron dicho acuerdo con delicia: excelentes perspectivas para sus intereses comerciales a cambio de ceder sobre la navegabilidad de un puto río que estaba donde Cristo perdió la tarjeta del Carrefour de Pablo Iglesias. Pero el Congreso, consciente de que el acuerdo era en beneficio de unos pocos, se negó a ratificarlo; con lo que se ganó la enemiga de los territorios posh.

El gobierno confederal, en todo caso, también tuvo que enfrentarse al peor enemigo de todo gobierno, que es siempre la crisis económica. Pero eso lo contaremos a la vuelta del puente.

3 comentarios:

  1. Cito: La aliteraciónesdrújula mola, si no te pasas". Comoe te lo pasas, JuandeJuan...

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  2. HOy, en una cafeteria-libreria, he encontrado 1776, de DAvid McCullough, y lo he comprado con motivo de leer esta serie. Alguien lo ha leido? Vale la pena?

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    1. Vale la pena. Y, para más adelante: la última viuda de la Confederación lo cuenta todo (Allan Gurganus)

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