lunes, diciembre 14, 2015

El acorazado Potemkin (2)

Recuerda que ya te hemos contado cómo se montó la movida.

Una vez muerto el segundo oficial del Potemkin, la cosa ya no podía parar. El siguiente en caer fue el guardiamarina Liventrov, quien, a pesar de intentar hacerse con el arma de un miembro del pelotón de fusilamiento, fue abatido antes de conseguirlo. Inmediatamente después cayó el teniente de navío, oficial de cañones, Neupokoev. Lo tiraron al mar cuando todavía estaba vivo.

Había en aquel momento 18 oficiales a bordo, además de Golikov. La totalidad de los marineros, pues en ese momento ya no quedaban escépticos, fue a por ellos. La mayoría de los oficiales salieron de sus camarotes, incluso medio desnudos, para tirarse al mar. En el agua servían de diana para los marineros que se habían colocado en las posiciones más elevadas del puente de cubierta, desde donde les disparaban. Hubo algunos, como el comisario de primera clase Makarov o los ingenieros Natzarov y Zausvevitch, que consiguieron salir ilesos de aquel tiro al plato humano. Los marineros incluso se aplicaron con denuedo con oficiales contra los que no tenían nada: así, el teniente de navío Grigoriev, que desapareció en el agua en medio de una nube de balas, que estaba en el Potemkin destinado como castigo, y que no había tenido tiempo de tener un mal comportamiento con los marineros.

Un solo oficial trató de resistirse al motín. Fue el oficial de torpedo, teniente de navío, Wilhelm Tonn. Apareció en cubierta en el momento más intenso del motín, con su revólver en la mano. Le dispararon, pero no le dieron, hasta que Matushenko ordenó una especie de alto el fuego y se acercó a él. No obstante, era un espejismo. El líder de la revuelta siguió al oficial hasta el interior de la torreta 305, pretendiendo parlamentar, pero una vez allí disparó sobre el escolta del oficial y sobre el propio Tonn; aunque esto último no está muy claro, bien puede ser que el marino respondiese a una intención del oficial de dispararle.

El tiempo de la matanza terminó cuando los marineros llegaron a la sospecha de que dentro del barco se estaba preparando una explosión de minas para hacerlo zozobrar. De hecho, encontraron a uno de los pocos oficiales que quedaban vivos, Alexeyev, al parecer accionando los explosivos (aunque esto puede también ser una invención). El oficial, que verdaderamente era el menos odiado de todos los mandos, podría haberles dicho a los marineros que, en efecto, Golikov le había ordenado hundir el barco, pero que él no quería hacerlo porque estaba con el motín. Matushenko decidió dejar el tema de la fidelidad de Alexeyev para más adelante, y le intimó para que le dijera dónde estaba el comandante. El oficial le dijo que la última vez que lo había visto estaba en su gabinete. La historia, sin embargo, no tenía pase, porque los marineros podían ser tontos, pero no gilipollas: evidentemente, las estancias del comandante eran las primeras que habían visitado cuando lo habían buscado, y allí no estaba. No tardaron en descubrir que, al principio del motín, tanto Golikov como Alexeyev se habían refugiado en un camarote desocupado, y habían pasado más tarde a las estancias del comandante de la nave.

Golikov apareció finalmente en la cubierta, apenas vestido con una camisa y su ropa interior; claramente, su intención era tirarse al agua y huir. Dicha aparición, sin embargo, movió a los marineros más al cachondeo que a la venganza. En realidad, con la muerte de Giliarovsky, los marineros consideraban que habían acabado con el verdadero tirano del Potemkin, esto es el tipo que más los puteaba y los despreciaba. Probablemente percibiendo ese sutil cambio de actitud, Golikov pidió clemencia a Matushenko, a lo que éste respondió, en una actitud muy soviética, que eso dependía de la asamblea de marineros. Sin embargo, un marinero llamado Sirov, quien al parecer había sido recientemente castigado en uso del código disciplinario de la Marina, surgió para recordar que apenas unos minutos antes Golikov había amenazado con colgar a todos los marineros de la verga, y sugiriendo que tal vez merecía dicho castigo él mismo. Sirov y un grupo de amigos se hicieron con el comandante, ante la indiferencia del resto de la tripulación. Pero no lo colgaron; simplemente, lo mataron de un tiro.

Mientras ocurría todo esto en el Potemkin, ¿qué ocurría en el N267, el torpedero que escoltaba al acorazado? Los oficiales de este barco tardaron en darse cuenta de lo que estaba pasando. Pasaron sus buenos minutos antes de que el barón Klodt von Jugensburg se diese cuenta de que había algunas personas que nadaban hacia su barco. Aun conociendo las noticias por boca de los oficiales supervivientes, el comandante del torpedero decidió no actuar; fue la suya una decisión muy racional, pues su torpedero poco tenía que hacer frente a la potencia de fuego del Potemkin, que podía ejercerse además a mayor distancia, por lo que cualquier acción contra los amotinados se parecería bastante a un suicidio. Así pues, en cuanto consideró que tenía en cubierta a todos los posibles supervivientes de la masacre, ordenó levar anclas y poner la nave a toda máquina.

Describió un semicírculo, buscando pasar por la popa del Potemkin, camino de Sebastopol. Siendo como era un barco de segunda importancia, en aquel momento el N267 no tenía instalado ningún equipamiento de telegrafía sin hilos, por lo que su única opción era llegarse físicamente a dicho puerto, para poder informar a Krieg de lo que había pasado. A toda máquina, con buena mar y con mucha suerte, eso eran ocho horas.

Pasaron por el culo del Potemkin aparentemente sin novedad, pero cuando estaban a casi un kilómetro de distancia del barco escucharon el primer cañonazo. Matushenko, en el Potemkin, había tomado el mando efectivo de la nave, y había ordenado disparar un cañonazo para acojonar al torpedero. En efecto, aquel primer proyectil impactó en la mar bastante por delante de donde se encontraba el torpedero; pero el segundo ya apuntó a su proa, generando varios desperfectos. El N267, sin embargo, seguía a toda máquina, mar adentro. En una sola cosa el torpedero sobrepujaba al acorazado: era más rápido. Los marineros, que sabían esto, no hicieron gesto alguno de perseguirlo, sino que lo fiaron todo a la potencia de las cañoneras. Cuando tuvieron cargada una de 76 milímetros, dispararon un primer obús que se quedó corto, y luego un segundo que impactó en la chimenea del torpedero. Klodt ya no quiso esperar más: el N267 viró para regresar al lado del Potemkin.

El barón Klodt calculó que los marineros del acorazado no tenían, en realidad, nada en contra de él ni de sus dos oficiales. Acertó a medias. Cuando fueron subidos a la cubierta del Potemkin, ya detenidos, se encontraron con que la marinería, en su mayoría, se los quería apiolar. No eran tontos: sabían por qué y, sobre todo, para qué habían intentado huir. Sin embargo, no hay que olvidar que aquel suceso era como una especie de primera hormiga aislada de la marabunta que venía detrás, y que llamamos Revolución Rusa. En 1905 como en 1917, la temeridad del grupo se hizo seguir de la convicción de que hacía falta una dirección efectiva (una vanguardia revolucionaria, en terminología leninista). Cuando Matushenko decretó que el tiempo de la sangre había pasado, nadie osó contradecirlo. Los oficiales fueron detenidos, y el N267 quedó ampulosamente integrado en la Flota Rusa Libre.

Era más o menos las tres de la tarde cuando el motín del Potemkin pudo darse por terminado. Había llegado el momento de considerar las opciones, que eran complicadas. El acorazado estaba adscrito a la flota imperial del Mar Negro, pero lo más importante es que tampoco podía pensar en llegarse a algún otro punto. La hostilidad turca, adecuadamente quintaesenciada en las baterías artilleras que tenía instaladas en el estrecho del Bósforo, dejaba bien claro que el barco amotinado no podía soñar sino con tocar puertos rusos; estaba, por así decirlo, preso en un gran estanque. Grande, sí; pero estanque. Pero eso no le importaba demasiado a Matushenko. Cuando menos en ese momento, el marinero revolucionario consideraba que su labor, su obligación incluso, no era huir, sino extender la revolución. Y tenía un objetivo: Odessa. Tenía sus razones para pensar en esta ciudad.

A algo más de mil kilómetros al suroeste de Moscú, en una bahía del Mar Negro, se sitúa la ciudad de Odessa, que en el momento que relatamos tendría aproximadamente medio millón de habitantes, lo que la convertía en la cuarta ciudad del Imperio ruso. Su puerto era un gran punto de comercio de los muchos productos salidos de la Besarabia, de Ucrania y del valle del Dnieper. Era una de las ciudades más embellecidas del Imperio, a tal punto de parecer en muchos puntos una ciudad francesa de mucho nivel. Con la guerra ruso-japonesa, la ciudad había salido ganando, cuando menos en un principio, puesto que el Transiberiano se había llevado a buena parte de su juventud, generando una situación de pleno empleo. En una situación muy parecida a la que tuvo España durante la primera guerra mundial, la verdad es que Odessa parecía, en 1905, el último rincón de Rusia donde podía prender una revolución comunista.

Siendo esto cierto, no lo es menos que los vientos revolucionarios, como es bien sabido, recorrían las calles del Imperio desde hacía como cinco décadas. El retraso secular de una nación que apenas había ilegalizado la servidumbre hacía dos tardes, en la que las desigualdades eran patentes y que, además, le había, por así decirlo, fallado a sus ciudadanos con esas dos grandes demostraciones de incompetencia que conocemos como guerra de Crimea y guerra con los turcos. Nicolás II había sucedido en 1894 a su temible padre, Alejandro III, uno de esos reyes que de vez en cuando se dan en toda dinastía y que restan más que suman. De temperamento fuertemente mesocrático, Alejandro había llevado acciones expansionistas que le habían llevado a anexarse territorios asiáticos y a colocar bajo su tutela otros en el Cáucaso, en Finlandia y en los países bálticos; muchos de estos territorios estaban en una situación más proclive a la movilización social de lo que estaban acostumbrados los zares.

A pesar del ambiente en ocasiones casi irrespirable que se había producido en el siglo XIX ruso, magnicidios incluidos, Nicolás II hizo gala de una notable miopía política y social. Rodeado de una camarilla de hombres que podríamos denominar como del Antiguo Régimen, tales como Viacheslav Plehve o Konstantin Pobedonotsev, el zar estaba convencido de la minoridad de la masa de su pueblo, que por lo tanto debía ser gobernado por una estricta minoría (teoría ésta que, curiosidades de la vida, le costaría a los Romanov su existencia a manos de unos tipos que aplicaron una teoría llamada bolchevismo, que con sus apelaciones a la vanguardia dirigente viene a ser más o menos lo mismo).

De todo el mundo es conocido que el año 1905, en el que se sitúan nuestros hechos, fue, o así lo consideraron los revolucionarios del 17, una especie de ensayo de lo que vendría. A principios de año, diversas manifestaciones obreristas surgieron en Vladivostok, en Varsovia, en Crimea y en San Petesburgo. En enero, se produjo la famosa marcha del padre Gapon sobre el Palacio de Invierno, duramente reprimida por el ejército. Conforme avanzó el año, en Extremo Oriente la guerra generó unas pérdidas brutales, que seguían a la gran catástrofe del día de Inocentes de 1904, cuando los rusos perdieron Port Arthur a manos de los japos.

A pesar de todo lo que contamos, cuando se produjo la masacre del Palacio de Invierno se registró en buena parte de Rusia una marejada de protestas; pero no en Odessa. No obstante, ya en febrero de 1905 la situación comenzó a cambiar con cierta rapidez. Tal y como contó un estudiante de la Universidad local, Constantin Feldmann (en un testimonio que es fundamental para ésta y otras muchas esquinas de esta tragedia), la relativa prosperidad provocada por la lejana guerra había comenzado a toser, se cerraban fábricas, y el descontento crecía. El 21 de abril se declaró la primera huelga seria en el puerto, en la que participaron tanto organizaciones socialdemócratas (ojo: tal era el calificativo que entonces se daban los bolcheviques) como bundistas (esto es: organizaciones afiliadas a la Unión de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, una organización hebrea de tendencias socialistas). Lograron parar la Compañía Rusa de Navegación a Vapor, una de las principales de la ciudad; y pronto arrastraron a otro de los gigantes del puerto, la Compañía del Danubio. La Marina, que fue enviada para hacer de esquirol, apenas pudo asumir los transportes más urgentes. Poco a poco, otros oficios fueron apuntándose a la movida, hasta llegar a los impresores, que desde luego no eran trabajadores portuarios que se diga. El 12 de junio, tras el arresto de los dirigentes de los obreros del yute, éstos se manifiestan y recurren por primera vez a la violencia.

Bandas de obreros se situaron en las afueras de la ciudad. Paraban los trenes que llegaban del norte y los saqueaban a fondo. Luego se concentraron frente a la comisaría de policía, reclamando la libertad de los sindicalistas del yute, cantando la Vashavianka, una canción revolucionaria al estilo de la Internacional que a los ácratas de verdad (no a los que levantan el puño en las asambleas de la CUP o de Podemos, que si os ven vuestros tatarabuelos de la bandera negra os dan una colleja que os sacan los dientes) os sonará.

El 25 de junio, esto es el mismo día en que hemos comenzado el relato del Potemkin, se unen a la huelga los trabajadores del metal y del acero, así como los ferrocarriles. Se decidió realizar la huelga general el 27. El gobernador militar de la ciudad, general Kokhanov, disponía de bastantes tropas: un regimiento de cosacos, unidades policiales, y refuerzos militares en Tiraspol, Belets, Vender y Ekaterinoslav.


Tanto unos como otros, pues, tenían medios suficientes para liarla parda.

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