miércoles, mayo 25, 2016

La caída del Imperio (6: La ingente labor de Flavio Constancio)

Recuerda que esta serie se compone de:

En el verano del 410, Roma más bien parecía el calcetín sucio de un carbonero. El ejército del Imperio occidental, localizado en la península italiana, no podía marchar sobre Alarico porque sabía que, haciéndolo, dejaba abierta la puerta del garaje, por la que con seguridad se colarían los romanos de Constantino III, tal vez implantando una nueva dinastía. Los vándalos, suevos y alanos ya habían descubierto para entonces las delicias de hacer turismo en España, y se habían enseñoreado de la península. En resumen: el otrora orgulloso Imperio de los tiempos de Augusto y Tiberio se debatía entre el control de dos grupos de godos, y dos de romanos.


Pero todo eso había cambiado en apenas siete años, gracias a la labor de un personaje que, de haber nacido en los tiempos gloriosos del Imperio, de seguro hoy sería famoso en los libros de Historia: Flavio Constancio.

Constancio era balcánico; ilirio, para más datos. Siendo de allí, por lógica, cuando abrazó la carrera militar, lo hizo en los ejércitos del Imperio oriental, luchando para Teodosio I. Probablemente, la rebelión de Eugenio le obligó a desplazarse hacia el oeste y, una vez en Italia, se quedó (de lo cual, verdaderamente, no podemos culparle). Se tiene por probable que fuera o fuese partidario de Stilicho (la verdad, en el ejército itálico, todo el mundo lo fue, en uno u otro momento); pero cuando llegó el momento de las represalias, o bien fue hábil, o bien tenía demasiados espadones a su mando, porque el caso es que lo dejaron en paz. En el malhadado año 410 heredó de Stilicho, de hecho, la condición de magister militum del ejército occidental fiel a Honorio.

Constancio decidió que había que hacerle caso a Diego Simeone; que los problemas se resuelven partido a partido o, si se prefiere, enfrentando sus distintos componentes uno a uno. Estratégicamente hablando, la decisión más racional era empezar por Constantino.

¿Por qué? Pues por la simple razón de que Constantino ofrecía un bloque opuesto mucho menos cohesionado que Alarico y sus godos. No olvidemos que el reyezuelo, o emperadorzuelo, lo era de un ejército, el británico, acostumbrado a encumbrar líderes de golpes de Estado con la misma rapidez con que se los llevaba por delante. El ejército de la Galia venido de Britania era, por esta causa, un conjunto un tanto prostibulario de unidades epidérmicamente cohesionadas que, sin embargo, se dejaban llevar frecuentemente por tendencias centrífugas. Una de éstas, de hecho, había cuajado mínimamente: Geroncio, uno de los fieles generales de Constantino, había decidido hacer las cosas por su parte, y había decidido apoyar a un tal Máximo que, por lo tanto, venía a convertirse en el usurpador del usurpador. Geroncio y Máximo, una vez que al segundo se lo invistió con el color púrpura, avanzaron hacia Arles, a cargarse a Constantino.

De esta manera, cuando Flavio Constancio se presentó en Arles para ver de llevarse por delante a Constantino, se encontró a Geroncio por la zona. No le costó mucho vencerlo; probablemente, compró un par de voluntades y comió unas cuantas orejas hasta que consiguió que las tropas del general se levantasen contra él; cosa que, como el lector habrá comprobado ya, era deporte nacional entre aquellos soldados. Geroncio, viéndose acorralado, se suicidó, pues siempre es mejor clavarse una certera daga el ventrículo derecho que esperar a que te maten a hostias (así, sin ir más lejos, decretó Constancio que debía morir Olimpio).

Cuando Constancio se hubo librado de Geroncio, hubo de hacer frente a Edobico, un general de Constantino que había conseguido levantar casi de la nada un respetable ejército, a base de pagar soldadas a los francos y alamanni que pudo encontrar. Sin embargo, Constancio lo batió.

En ese punto, Constancio le ofreció a Constantino conservarle la vida a cambio de su rendición. Constantino accedió. Pero, la verdad, el emperador Honorio, según casi todos los indicios que tenemos, era bastante hijo de puta y, además, hemos de entender que no olvidaría con facilidad que no hacía ni dos años que había temido que Constantino se lo apiolase. En consecuencia, en el camino hacia Rávena, Constantino fue asesinado, así pues llegó a la capital de Honorio con la cabeza separada del cuerpo, en el alto de una pica.

Como es común que ocurra en la Historia romana de la época, acabar con un enemigo no sirvió para otra cosa que para dar espacio a otros enemigos que, tal vez, hasta el momento habían permanecido en un discreto segundo plano por temor a ese enemigo ahora ajusticiado. Éste fue el caso de un noble galo llamado Jovino. A la caída de Constantino, se hizo proclamar emperador en algún lugar del norte de Alemania, apoyado por una macedonia de soldadesca latina, burgundia y alana. La cosa se puso seria cuando Ataúlfo, el hermanastro de Alarico, pasó a la Galia con sus tropas, y alcanzó una especie de alianza con Jovino.

Constancio, sin embargo, probó sus buenas dotes de estratega. Lejos de ser un cachoburro, era un militar experimentado, conocedor de las sutilezas del poder y, lo que es más importante, conocedor de los godos. Él, al revés que muchos contemporáneos que se acercan a esta historia hoy en día, sabía que los godos no tenían el menor deseo de derribar el Imperio; lo que hacían, tan sólo, era optimizar sus oportunidades.

Así pues Constancio, en lugar de comenzar una guerra en los campos, la comenzó en los despachos, a base de interminables negociaciones diplomáticas que, sin embargo, culminaron en el 413 con la decisión de Ataúlfo de cambiar de caballo. Jovino, sin aquel apoyo, se rindió; y experimentó exactamente el mismo destino que Constantino.

Como consecuencia de esta política, cuando llegó el buen tiempo a la Europa occidental en el 413, Flavio Constancio podía decir que, por primera vez en siete años, controlaba todos los grandes ejércitos romanos de la zona. De nuevo, el mando del Imperio occidental estaba claro. En esas tropas, por cierto, tenía montones de godos alistados, que no le hacían ningún asco a luchar por Roma.

Pero, mientras tanto, ¿qué habían hecho los godos? ¿Por qué Ataúlfo se había ido a la Galia? Bueno, ya hemos dicho que el saco de Roma aparece como algo impresionante y tal, pero en modo alguno sirvió para otorgar a los godos el control de la península italiana, porque para entonces la Ciudad Eterna era, la verdad, caza menor. Alarico era consciente de eso, y por eso decidió avanzar hacia el sur, en un dramático cambio de estrategia que pasaba por trasladarse al norte de África. Una galerna, sin embargo, dañó y dispersó su flota, y Alarico murió poco después. Fue el fracaso de esta estrategia africana la que llevó a Ataúlfo a pensar en el norte.

Ahora que había caído Jovino, godos y romanos eran medio aliados; pero era la suya una alianza, al parecer, bastante problemática. Muy probablemente, las condiciones que pedía Ataúlfo eran impagables para Constancio. Tenía el godo dos ases en la manga en forma de rehenes que había obtenido del saco de Roma. Del primero de ellos ya hemos hablado: Prisco Atalo, el tipo elevado a la teórica condición purpurada por el Senado; y la hermana del emperador Honorio, Gala Placidia.

En el año 414, visto que las cosas con Honorio y Constancio no iban del todo bien, Ataúlfo decidió elevar de nuevo a la condición imperial al pobre Atalo. Y, acto seguido, se casó con Gala Placidia, por supuesto sin preguntarle a ella; aunque en honor a la verdad hay que decir que le dio una boda de ésas con las que toda mujer superficial sueña; durante la cual, entre otras cosas, el novio le regaló a la novia cincuenta jóvenes esclavos vestidos de seda, cada uno de ellos con una bandeja en cada mano, una llena de oro y la otra de piedras preciosas, todo ello procedente del saco de Roma.

Por la rapidez con que Gala Placidia se quedó encinta cabría pensar que Ataúlfo la preñó en el mismo banquete de bodas. Para colmo, ella cumplió su función a la perfección, alumbrando un varón, al que sus padres pusieron el más imperial de los nombres posible en aquel tiempo: Teodosio. Esto lo digo, más que nada, porque aquel Teodosio, por vía maternal, era nieto de Teodosio I, y primo de Teodosio II, emperador de Oriente, puesto que este emperador era hijo de Arcadio, asimismo hermano de Honorio. Honorio, debemos recordar además, no tenía descendencia, por lo que este Teodosio tenía todos los boletos para heredar el Imperio occidental. En él, pues, se hacía carne la posibilidad de que los godos acabasen gobernando el Imperio por una simple evolución dinástica (lo cual, por cierto, lo dice todo sobre sus pretendidas ilusiones de acabar con él).

Sin embargo, tanto Honorio como Constancio pusieron pies en pared, y rehusaron un acuerdo con Ataúlfo que incluyese su adscripción al ejército imperial y el reconocimiento de las aspiraciones dinásticas de su hijo. Esto lo hicieron, sobre todo, porque ahí estaba Constancio, y Constancio no era ningún idiota. Flavio tenía esa característica que sólo los grandes estrategas atesoran, que es la capacidad de ver las situaciones en su conjunto. Las fuerzas godas eran impresionantes, pero seguían teniendo el problema que arrastraban desde que dejaron las que propiamente habían sido sus tierras: los aprovisionamientos. Habían vivido de las rentas gracias a las cantidades ingentes de recursos que se llevaron de Roma pero, pasado el tiempo, aquello empezaba a escasear. Así las cosas, Constancio se dio cuenta de que la mejor forma de combatir a los germánicos no era citarlos en el campo de batalla, sino secarlos; bloquearlos por tierra y por mar.

A principios del 415, los godos estaban en Narbona (precisamente el sitio donde la nobleza local había convencido a Ataúlfo de casarse con Gala); pero ante la falta de recursos, inducida por los romanos, tuvieron que partir hacia Hispania. De camino, ocurrió el peor escenario para Ataúlfo: el pequeño bebé Teodosio murió; fue enterrado por sus padres en una iglesia de Barcelona, dentro de un ataúd de plata; hasta donde yo sé, la localización de este entierro no está del todo clara.

Tengo yo por muy probable que Constancio tuviese sus agentes bien pagados dentro del estado mayor godo y que, por aquel entonces, una vez que el partido germánico hubiese perdido una baza tan importante para penetrar en el Imperio, se dedicase a comer las orejas adecuadas para labrar la división en el bando godo. Fuese por instigación de Constancio o por la mera evolución general, lo cierto es que en el verano del 415 se produjo una rebelión interna entre los godos, en la que Ataúlfo resultó gravemente herido. Una vez que murió, Sergerico, miembro de una casa noble goda que siempre había tenido ambiciones de liderazgo, se llevó por delante al hermano de Ataúlfo, así como a los hijos de su primer matrimonio. Pero Sergerico duró como jefe del Estado godo apenas una semana, pues fue traicionado y derrotado por un tal Wallia. Este Wallia, consciente de que su posición no era fuerte que digamos, trató de amigarse con los romanos, y para ello tuvo el gesto de devolverles a Gala Placidia (bueno: para ser más exactos, la cambió por comida; lo siento, chicas, la Historia es la que es).

Ahora que las cosas con la vieja tropa de Alarico estaban razonablemente estabilizadas, Constancio podía pensar en ocuparse del reñidero español, donde suevos, vándalos y alanos andaban estableciendo franquicias por donde les salía del pie. Ahora, sin embargo, existía una alianza godo-romana que podía aspirar a recuperar los ingresos fiscales de aquellas provincias, perdidos desde el 411 (porque no estamos hablando de orgullos nacionales ni nada de eso, que son cosas muy posteriores; estamos hablando de la pela, que es lo que ha importado desde Troya, pues Troya fue también una guerra económica).

Según las crónicas, Wallia, operando como marca blanca del ejército romano, limpió la Bética de vándalos silingos (desgraciadamente para la buena música, se le olvidó limpiarla de pitingos). Los alanos, que en aquel entonces estaban ya embarcados en una lucha potente para someter a los suevos y los vándalos, fueron atacados y sufrieron un número ingente de pérdidas, entre ellas su rey, Addax; todo esto es enormemente subjetivo y depende de lo que cada uno lea y lo que le dé por pensar pero, en mi caso, opino que la muerte de Addax y la defección de los alanos es un hecho crucial en la Historia de nuestra España, pues previno la instalación de una monarquía temprana bastante sólida en la provincia hispana. Sea como sea, tras tan amarga derrota que los dejó exhaustos, los alanos decidieron ponerse bajo la protección del rey vándalo hasdingo Gunderico, quien había puesto una marisquería en Galicia con relativo éxito.

Se puede calificar todo esto como una jugada genial de Constancio: en apenas tres años, había destruido completamente la principal amenaza existente en la península, la de los alanos. Había limpiado de enemigos la riquísima Bética, y ahora tenía a los godos acojonaditos en una comunidad autónoma perdida de la mano de Dios, al noroeste de la península, pendientes de las mareas (con minúscula). Eso sí, le quedaba un último peligro: que a los godos de Wallia les entrasen ganas de hacer suyo el país, una vez que el contrapeso alano había desaparecido. Por esta razón, los mandó llamar de regreso a la Galia, y allí les dio tierras en el valle del Garona, entre Toulouse y Burdeos, donde es de suponer se pondrían hasta las trancas de chardoné. No estoy seguro de que convencer a un alemán para que se haga francés sea la mejor idea del mundo; pero a él más o menos le funcionó.

Resulta increíble, como ya he escrito, que el nombre de Flavio Constantino no figure en la lista de los grandes estrategas político-militares que nos ha donado la Historia. Lo que cogió y lo que dejó no se parece en nada; y eso, además, lo consiguió en un momento en el que la debilidad de recursos del Imperio al que servía era sospechable. Sin embargo, tampoco hay que exagerar los hechos, como hacen muchos libros. El ejército itálico romano seguía siendo una maquinaria militar de primera; la inteligencia de Constancio residió en no exponerlo a campañas que lo hubieran debilitado. Por lo demás, a causa de los melindres que ya hemos visto a la hora de enviar godos al Norte de África a luchar (y los melindres de ellos mismos a la hora de cruzar el mar, a pesar de que Alarico acabó pensando en ello), esta provincia, riquísima en recursos de todo tipo, siguió siendo de obediencia ravenesa, lo que le garantizó al general que la tarjeta black tuviese fondos. Por lo demás, desde el punto de vista estratégico, tuvo una ayuda inesperada. Si el problema de Stilicho y los generales anteriores a Constancio era poder luchar contra dos ejércitos a la vez (los godos en Italia, Constantino III en la Galia), esto en parte quedó resuelto cuando Ataúlfo decidió moverse hacia la Galia.

El año 417 fue un año guapo para Flavio Constancio. No sólo fue nombrado cónsul por segunda vez (cosa que no significa mucho), sino que recibió la mano de Gala Placidia, cuya vagina, como se ve, lo mismo servía para un roto que para un descosido. Un año después tuvieron una niña, que sería conocida como la princesa Justa Gracia Honoria. En julio 419, el matrimonio cantó bingo con el nacimiento de un niño: Valentiniano. Para entonces, Honorio permanecía sin descendencia y, teniendo en cuenta que no se había inventado la Viagra, se daba ya por cierto que moriría en dicha situación.

En esa situación, la carrera de Constancio no podía sino seguir subiendo. Fue cónsul por tercera vez en el 420 pero, sobre todo, el 8 de febrero del 421 fue proclamado co-augusto, junto con Honorio, eso es, adjuntado al trono.

Así pues, a despecho de todas esas versiones según las cuales Roma, con los godos, no fue sino de derrota en derrota y tal, que nunca se levantó del saco de la ciudad y bla, apenas unos años después de aquella acción, el Imperio había sometido a los godos, había eliminado sus gravísimas disensiones interiores, y estaba al mando de un hombre capaz e inteligente.

Eso sí: la Historia es muy caprichosa, y a menudo los hechos particulares tienen en ella una importancia crucial. Si Gregorio Marañón sostenía que de no haber muerto el infante Baltasar Carlos la Historia de España habría sido otra, a nosotros nos cabe, en el punto de este escrito, especular sobre qué habría sido la Historia de Roma si Flavio Constancio no hubiese muerto en el mes de septiembre de aquel año 421, tan triunfal para él. Nunca lo sabremos.

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