miércoles, enero 25, 2017

Trento (15)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados.

Poner encima de la mesa el tema de la doctrina de la justificación venía a suponer doblar el órdago contra los protestantes. La Reforma emplazó la salvación de los hombres en su fe en los méritos de Jesucristo, no en los suyos propios. Por otro lado, plantear la discusión de que los obispos deberían residir en sus sedes episcopales era abrir la posibilidad de limitar de forma significativa la posibilidad de que los prelados, muy especialmente los cardenales, pudiesen acumular diócesis, lo cual quiere decir ingresos. Indirectamente, era un torpedo en la línea de flotación del poder de la Curia romana.


El emperador Carlos reaccionó a la noticia relativa a la discusión dogmática abogando a través de sus terminales para que las discusiones de Trento se centrasen en los usos y abusos de la Iglesia; pero los legados pasaron de él. Sin embargo, eran conscientes de que tenían en el emperador a un oponente de importancia, quien, además tenía un sólido aliado en el cardenal Madruzzo, totalmente ganado a las ideas de Carlos (no en vano su sede obispal, Trento, era territorio carlino). Por todas estas razones, poco a poco renació entre los partidarios del poder papal la vieja idea de sacar el concilio de una villa imperial como era Trento para trasladarlo a algún otro emplazamiento italiano, a ser posible pontificio. Además, de nuevo los legados solicitaron de Pablo que enviase más obispos italianos para hacer masa en las votaciones.

La situación estaba así, pero lo cierto es que Pablo era un tipo que, nos dirán los creyentes, tenía a Dios de su parte; o que, diremos los de extramuros de la Fe, había nacido con la flor en el culo. Porque lo cierto es que los acontecimientos porvenir le habrían de hacer un favor a las estrategias papales.

Llevaba Carlos cosa de un año sin tomar una decisión en torno a la alianza antiprotestante que le ofrecía el Papa. El emperador no quería llegar a ninguna entente con Roma antes de que ésta hubiese dado signos claros de reformar sus escandalosas actuaciones; que era precisamente lo que Pablo no quería hacer. Sin embargo, durante este ínterin de espera, en parte a causa de las decisiones que llegaban de Trento, los príncipes protestantes alemanes se fueron volviendo cada vez más chulos. Tal fue la actitud desafiante y sobrada de landgraves y electores que Carlos terminó por concluir dicha alianza en junio de 1546. Pero en el marco de dicha alianza el Papa le hizo prometer, a cambio de sus tropas y terrenos de abastecimiento, que Carlos no impulsaría ninguna reforma de la Iglesia que no estuviese consensuada con él.

Aquella alianza, sin embargo, estaba atacada por un sorgo de grandes proporciones, un problema esencial que le suele ocurrir a muchas alianzas tácticas mal diseñadas (como el Frente Popular en 1936 en España, por ejemplo). Ese mal endémico y esencial es éste: dos personas se juntan en una coalición, pero cada una de ellas cree que se está aliando para una cosa diferente. El Papa entró en la alianza con el emperador para lanzar una yihad contra los protestantes, sojuzgarlos, someterlos y, a los que no se aviniesen, apiolárselos o exiliarlos a China. Carlos de Habsburgo, sin embargo, quería otra cosa. Él no quería un guerra religiosa; quería a splendid little war que le permitiese arrancar de la mata protestante unas cuantas malas hierbas, sobre todo sus enemigos permanentes el landgrave de Hesse y el elector de Sajonia; pero en modo alguno quería arrancar la mata protestante toda y echar sal en la tierra para que no volviese a brotar. Carlos de Habsburgo era un católico convencidísimo; pero también era un hombre de Estado, o más bien deberíamos decir de Estados. Es más bien su hijo Felipe, y no durante toda su vida, quien se dejó llevar en exceso por los pruritos morales y religiosos.

Por todo esto, cuando Pablo III, con el papelito firmado por Carlos, se apresuró a montar una foto de las Azores y a invitar a todas las grandes naciones católicas, sobre todo Francia, a unirse a una cruzada contra los protestantes, Carlos se puso como Chicote en un restaurante chino.

Pablo III, dueño de los acontecimientos gracias a la impericia de los diplomáticos carlinos, montó rápidamente una armada pontificia y puso al frente de la misma a su sobrino, Alejandro Farnesio. Álex se apresuró a salir hacia el norte de Italia, pasando muy cerca de Trento, con la intención de reforzar las tropas imperiales. En realidad, Carlos lo necesitaba, pues los coligados en su contra, los de Schmalkalde, tenían tropas numerosas con las que habían conseguido cercar a las imperiales en Baviera. Además, al hacerse con el castillo de Ehrenberg, controlaban la entrada del Tirol. Su generalísimo, Peter Schärtling, de hecho estaba tan sobrado que pensaba en avanzar hacia Trento mismo.

Los primeros que se creyeron que los protestantes eran, como dirían los payasos de la tele, más que capaces, capataces, de llegarse hasta Trento para cortarles los cojoncillos, eran los propios padres conciliares. En la sesión de discusiones del 15 de julio en Trento, el arzobispo de Corfú (los curas siempre tan poco dispuestos a aceptar el destino que su Dios inescrutable quiera reservarles) tomó la palabra para decir que Trento no era un lugar seguro, y que ya mejor, si eso, que se aplazasen sus sesiones para que las ratas pudiesen abandonar cómodamente el barco. El arzobispo de Siena apoyó la moción. Aunque la cosa quedó un poco en paso, la verdad es que convenció a los legados, a quienes les venía Dios a ver porque, como sabemos, querían sacar el concilio de allí.

En todo caso, la cosa seguía adelante, con la discusión de la doctrina de la justificación. Las posiciones, si no protestantes, sí cercanas a las mismas, tenían mucha fuerza entre algunos de los principales padres conciliares. Pole, Contarini, Morone y otros muchos eran partidarios de la idea de que la doctrina de la justificación, en realidad, está ya bosquejada por Agus de Hipona, así pues no es ninguna cagada defenderla siendo católico (este amanuense, por cierto, está básicamente de acuerdo con ellos). En aquella sesión del 15 de julio en la que se levantaron los obispos acojonados también se levantó el obispo de Cava del Tirreno, quien hizo una defensa tan cerrada de la doctrina de la justificación que el personal se quedó pijarriba. El obispo de la sede griega de Chiron, uno de los más furibundos papistas de la asamblea, se levantó para decir que su colega amalfitano era, simple y llanamente, un ignorante y un arrogante. La respuesta del italiano fue lanzarse sobre el griego y comenzar un coloquio a hostia limpia. El agresor fue encarcelado y obligado a ir a pedirle perdón al Papa por sus acciones; aunque Pablo lo perdonó por e-mail.

El incidente, en todo caso, sirvió para convencer a los legados de que los ánimos trentinos, fuere por causas dogmáticas o por el puro y simple miedo, estaban demasiado exaltados. Consiguieron que sus terminales colocasen sobre la mesa la cuestión del traslado del concilio. El partido contrario al traslado, obviamente, estaba formado por los prelados cercanos al emperador, y comandado por Pacheco y Madruzzo (que así formulados, la verdad, suenan como un par de payasos...) El 30 de julio comenzó otra sesión (se fijó apenas quince días después de la anterior de forma bien buscada por los legados: querían que los padres conciliares se cansasen) durante la cual el partido y español y el cardenal Del Monte, presidente de los coloquios, tuvieron unas palabras fortísimas delante de todos que no terminaron con brillo de espadas porque no las llevaban. Pacheco, de hecho, hizo una acusación gravísima: según él, los legados estaban falsificando los votos producidos y, consecuentemente, mintiendo sobre las intenciones expresadas por los padres conciliares. Monte, por su parte, respondió afirmando que en concilio había una parte sana y otra que no lo era, lo cual no dejaba de ser, también palabras mayores.

La cosa fue tan grave que uno de los asamblearios, el arzobispo de Palermo, tomó la palabra para, con lágrimas en los ojos y haciendo de Rita Irasema, suplicar la vuelta a la concordia. Pero ni modo. Ambas partes bajaban ya de culo, cuesta abajo y contra el viento. Del Monte se desempeñó con Madruzzo con una chulería y un tono insultante impropio de hombres de Dios. Madruzzo contestó recordando que él era un gentilhombre, en una alusión a los orígenes humildes de su adversario; o sea, lo llamó pailán y tonto del pueblo.

El 3 de agosto, los legados recibieron un breve papal que les autorizaba a transferir el concilio de Trento a cualquier otra villa, a condición de que dicho traslado fuese aprobado por la mayoría de los asamblearios. Pero el Papa, muy seguro de sí mismo, ya se atrevía en el texto a recomendar la ciudad de Lucca.

Pasaron más cosas. Roma, respondiendo a las acusaciones que Del Monte había enviado contra Madruzzo, inició una violenta campaña contra el obispo de Trento que, de hecho, lo inhabilitó para dirigir el partido imperial. A partir de ahí, el concilio comenzó a verse depurado de aquellos miembros que tenían opiniones independientes frente a Roma. El posible sustituto de estos líderes, Pole, oliéndose la tostada, se había retirado a Padua a finales de junio aprovechando unos problemas de salud; y sería, de hecho, licenciado definitivamente de sus obligaciones conciliares en octubre.

Así las cosas, Del Monte y Cervino esperaban que la votación del traslado del concilio fuese un paseo militar. Por cierto, en su correspondencia confidencial de aquellos días, los legados no se cortan en admitir que la guerra en Alemania sólo fue un pretexto para defender el traslado. De donde cabe sospechar que todo, absolutamente todo, fue un montaje: la cólera de Del Monte contra Madruzzo, las palabras gruesas, las venas hinchadas en el cuello, todo. En realidad, tal vez, nunca hubo cabreo; tan sólo los inteligentes legados los fingieron para provocar una determinada situación que justificase el traslado.

Sin embargo, para llegar a la oca todavía había que saltar la casilla de la Muerte, esto es: el emperador. En unas semanas, Carlos se las había arreglado para reagrupar sus tropas con las de sus aliados, y ahora tenía en el campo de batalla una situación objetivamente más poderosa que la de sus adversarios. Así las cosas, comunicó a sus embajadores en Trento, y al Papa, que él no estaba a favor, ni de un aplazamiento de las discusiones del concilio, ni mucho menos un traslado de sede. Convencido de que el cardenal Cervino era su principal enemigo, lo cubre de críticas y le exige al Papa que lo llame de vuelta a Roma. En fin, en una última vuelta de tuerca, le comunica fríamente a Pablo que no prestará ningún tipo de protección a la Iglesia si Trento se disuelve. Una forma de señalar al Papa delante de los protestantes mientras se dice: “si le das hostias a éste, no voy a hacer nada”. Por supuesto, cursó orden terminante a los obispos españoles de que no se moviesen de la villa.

Carlos de Habsburgo tenía, en ese momento y literalmente, la suerte de la Iglesia católica en sus manos. Si él hubiese querido, los protestantes podrían haber entrado en Roma y hacer de modernos alaricos. Esto Pablo lo sabía y, precisamente por eso, levantó el pie del freno. En la sesión del 13 de agosto, Del Monte declaró, para sorpresa de todos, que todo estaba bien, que no había problema alguno, que todo estaba seguro, y que procedía continuar con las discusiones. En otras palabras, dijo exactamente lo contrario que había dicho 13 días antes.


No creo que nadie se sorprendiese: al fin y al cabo, era un cardenal. Y, dado que los cardenales responden a designios inescrutables que les sopla una paloma al oído, pueden decir en cada momento lo que les de la gana, que siempre será verdad.

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