miércoles, diciembre 20, 2017

Yalta (2: las cositas de Stalin)

En este color también tenemos:

No pasaré del Mar Negro

A su llegada a Yalta, el ligeramente mentiroso oficial Houghton se encontró con un problema inesperado: los soviéticos se negaron en redondo a que el teniente Scherbatov, quien, como hemos dicho, era aristócrata de nacimiento, desembarcase en tierra de la URSS. Ésta fue la razón de que Houghton fuese designado jefe de equipo. Al americano, el largo paseo de dos horas que hubo de hacer en jeep, guiado por los rusos, desde Sebastopol hasta Yalta, no le dejó mala impresión. Quien sin embargo estaba con un cabreo que para qué las prisas era Churchill, quien motejaba a la pequeña villa de lugar insalubre.

lunes, diciembre 18, 2017

Isabel (9: La derrota, o la victoria, según se vea)

Atenta la compañía con:




Lord Howard, un experimentado marino y más que aseado estratega, tenía ideas diferentes a las de Isabel sobre cómo abordar aquella amenaza. Por ello, le aconsejó a la reina (la cual tuvo la inteligencia de hacerle caso) la transferencia del escuadrón que había sido enviado para patrullar las costas orientales de las islas en la persona de lord Henry Seymour. De esta manera quedó liberado Drake, quien pensaba, como Howard y acertadamente, que la intención de Felipe sería una invasión por tierra del país, en la que la Armada debería lógicamente jugar el papel de escudo de las gabarras que transportaran las tropas de Parma por el canal. Por ello, lo lógico era juntar los barcos al mando de Drake y de Howard (que debía patrullar el oeste del Canal) para repeler esa acción y poder hacerlo, además, a barlovento, esto es, con el viento a favor. Las instrucciones, ya lo he dicho, fueron correctas, aunque Isabel las dio con cierto retraso (no fue hasta abril que Howard las recibió) a causa de la implicación de Burghley, a quien la reina todavía tenía en el congelador a causa de la celada realizada para ejecutar a María, reina de los escoceses.

La situación para los ingleses, sin embargo, era comprometida. Faltos de adecuada inteligencia, no sabían cuál podría ser el calendario de la acción de la Armada. Por la parte española, además, las cosas iban despacio. Una serie de galernas ocurridas a final de la primavera, unidas a la lentitud mostrada por algunos de los barcos auxiliares de la Armada, obligaron a Medina Sidonia a anclar en Coruña. Para colmo, una violenta tormenta dispersó a la flota, que tardó semanas en volver a juntarse en el puerto de la ciudad donde nadie es forastero. Después de ello, el viaje hacia el golfo de Vizcaya y, después, a lo largo de la costa francesa, fue exasperantemente lento. Durante estos tiempos, por cierto, la sempiterna y bien conocida frecuencia de gilipollas en el género humano conspiró para torturar a los ingleses. Entre los adolescentes del sur costero de Inglaterra, tocahuevos e imbéciles en general, se tornó moda la bromita de regresar corriendo de cualquier acantilado gritando que se veían las velas de los barcos españoles; lo cual acabó provocando un exilio casi continuado de familias costeras hacia el interior que, sin embargo, no tenía ninguna justificación porque los españoles, en realidad, estaban todavía a centenares de millas de poder ser vistos.

Finalmente, las primeras velas españolas pudieron verse a las cuatro de la tarde del viernes, 19 de julio, cerca de las costas de Cornualles. Howard y Drake estaban realizando reparaciones en Plymouth. Es probable que algunos de vosotros o todos conozcáis la leyenda de que Drake estaba jugando a los bolos cuando le llegó la noticia del avistamiento, pero que decidió terminar la partida antes de ir. No deja de ser una chulería británica como cualquier otra. Vamos, que es mentira.

El principal movimiento que provocó la noticia no se produjo en el mar, sino en tierra. Las milicias regulares, que se encontraban a disposición desde mayo, fueron reunidas en diversos puntos de reunión que habían sido previamente fijados, con órdenes de atacar al enemigo desde el primer momento que pusiera el pie en Inglaterra. Esas tropas fueron aumentados en unos 800 soldados más, reclutados en las comarcas de los alrededores de Londres. Fueron colocados al mando de Leicester, quien los trasladó a Tilbury. Reforzados con 300 soldados más, fueron encomendados con la labor de atacar u hostigar a los soldados de Parma si trataban de remontar el Támesis. De hecho, Leicester extendió a todo lo largo del río, en la zona donde comenzaba a estrecharse, un cinturón submarino formado de cadenas, cables y mascarones de barcos ya hundidos, como medida para impedir el avance de barcos río arriba.

Después de eso, conforme la Armada se acercaba a la isla de Wight, se produjo la gran leva, y casi 27.000 efectivos fueron movilizadas hacia Londres a las órdenes de lord Hunsdon, quien tenía que haber ganado su gloria defendiendo a la reina de unos españoles que, sin embargo, como sabemos nunca llegaron.

Hay que decir que el famoso Giulio cumplió con sus obligaciones y le dio pronta y puntillosa noticia de todas estas órdenes a Bernardino de Mendoza. Sin embargo, históricamente el dato es írrito, teniendo en cuenta que para cuando ese email llegó a El Escorial y lo pudo leer Felipe, la Armada ya había sido derrotada.

Con las últimas luces del mentado viernes 19 de julio, las naves inglesas salieron de Plymouth navegando contra el viento, y en la mañana salieron del estrecho que lleva el nombre de la ciudad más marinera de Inglaterra. A las tres de la tarde de ese día 20 tomaron contacto visual con la flota española. El domingo por la mañana, los españoles estaban ya a tiro de los artilleros ingleses. En la batalla que tuvo lugar, los barcos ingleses, que por lo general eran más pequeños y por ello también más rápidos, consiguieron superar y dañar a los españoles. Lograron alcanzar su retaguardia, lo cual redujo notablemente su capacidad de reaccionar.

Medina Sidonia tomó una decisión que sería largamente discutida y criticada en España (ya por entonces, había en el país muchos cultiparlantes que sabían un huevo de batallas navales sin haber entrado jamás en una bañera): abandonó a uno de sus principales barcos de primera línea, el Nuestra Señora del Rosario, al mando de Pedro de Valdez. Lo cierto es que el barco había sufrido una colisión y había perdido el mástil.

En ese momento, esto lo sabemos por los informes de Giulio, en Londres el personal estaba mayormente acojonado. Todo el mundo creía que pronto vería aparecer desde el río a las tropas españolas. Todo el comercio cerró y a lo largo de las calles se dispusieron pesadas cadenas metálicas. Isabel, de hecho, abandonó el palacio de Richmond para trasladarse a Saint James, mucho más fácil de defender y que, además, tenía un túnel de escape. Drake, consciente de este miedo, hizo enviar a Londres a todos los prisioneros españoles (entre ellos Pedro de Valdez), los cuales fueron paseados por las calles para popular escarnio pero, sobre todo, para mejorar la moral de los ingleses.

Además de la gran batalla del domingo, hubo otra el martes enfrente de Portland Bill, y aún una tercera el jueves cerca de la isla de Wight. En esta última el Santa Ana, el barco del segundo comandante de la expedición, Juan Martínez de Recalde, fue dañado de tal manera por los ingleses que se tuvo que retirar de la formación para anclar en El Havre. A pesar de todo lo ocurrido, Medina envió mensajes a Parma en los que le conminaba a tener listas sus tropas para el embarque en Dunkerke.

En la última tarde del sábado 27 de julio, la Armada echó el ancla cerca de Calais, con los ingleses muy cerca, para esperar noticias de Parma. Cuando las noticias llegaron, no eran las mejores del mundo: Parma comunicaba que el acopio y transporte de sus tropas iba como el huevo, y que cuando menos tardaría otra semana en tenerlas listas. Peor aun, aunque no os lo creáis, no fue hasta Calais que los estrategas del ejército de Flandes se dieron cuenta que las barcazas de transporte, diseñadas para el relativamente tranquilo tráfico fluvial, probablemente lo harían como la mierda en alta mar. A todo esto hay que unir que los rebeldes holandeses estaban ayudando a los ingleses bloqueando lo que podían de su propia costa con barcos de gran maniobrabilidad.

Con estos negros presagios en la cabeza, más las inflexibles órdenes del rey español que, obligando a la flota a proteger las barcazas de Parma sin intentar ningun desembarco propio, realmente condenaba toda la operación al fracaso, Medina pasó un domingo más o menos tranquilo hasta cerca de la medianoche, cuando los ingleses enviaron ocho barcos ardiendo contra la flota española. La flota española tuvo que salir de allí a toda prisa, dejando en Calais algunos arcos de gran importancia que fueron rápidamente saqueados.

Con el viento y la marea empujando a los barcos hacia el norte, y perseguidos de cerca por los ingleses, los españoles no podían ni soñar con volver a Calais. Más aun, una vez en el Mar del Norte, las esperanzas eran pocas, si alguna, de volver a conectar con las tropas de Parma. Así las cosas, el lunes 29 tuvo lugar la batalla decisiva, frente a Gravelinas. Los barcos de Howard y Drake fueron reforzados por los de Seymour, por lo que ésta fue la primera vez que las dos flotas completas se enfrentaron (bueno, completas no, porque la española estaba ya bastante reducidita). En el enfrentamiento artillero, claramente los ingleses llevaron las de ganar, logrando hundir por lo menos tres barcos españoles mientras que éstos no consiguieron hacerlo con ninguno de los ingleses. Los españoles, por otra parte, sufrieron grandes pérdidas.

A pesar de aquella derrota, Medina en realidad pensaba que al día siguiente volvería a enfrentarse a los ingleses. Pero al día siguiente se presentó una galerna que empujó peligrosamente a los barcos españoles hacia los bancos de arena de la costa flamenca. El martes, como los vientos fuesen todavía más fuertes y las olas más altas, tomó una decisión que sus críticos en España llamarían sarcásticamente “el viaje de Magallanes”: regresar con la mayoría de la flota que le quedaba por el Mar del Norte, costeando el norte de Escocia y la Irlanda occidental. Una decisión que venía a suponer que los barcos más lentos tendrían que componérselas por ellos mismos.

Isabel recibió las primeras noticias que olían a derrota de la Armada en Tilbury. Había ido allí a pasar revista a las tropas de Leicester y, tras esa ceremonia, estaba empezando a comer en una tienda puesta al efecto en el campo cuando llegó a uña de caballo George Clifford, conde de Cumberland (haciendo un chiste fácil se podría decir, pues, que era un tipo muy salsero). Cumberland le dio noticias de la persecución de los españoles hacia el norte que había iniciado Howard y que, una vez que éste se había quedado sin pertrechos, había continuado Drake. Drake, asimismo, informaba ya del efecto letal que habían tenido las tormentas sobre la Armada.

Aquel día, en Tilbury pues, Isabel supo que había ganado la batalla contra su archienemigo, el rey español; el cual, de forma un tanto cínica, acabaría diciendo eso de que yo no mandé a mis naves a luchar contra los elementos; que no deja de ser una forma elegante de escamotear del análisis la influencia que sobre el desastre de la Armada tuvieron sus propias decisiones, estratégicamente endebles. Y aquí es donde la Historia de esta movida termina para muchos españoles. Lo normal, como digo, es que en España nadie esté demasiado interesado en saber qué leches ocurrió en Inglaterra después de la Armada. Un interés selectivo que deja a Isabel de Inglaterra en muy buena situación. En Tilbury, durante la revista, había dirigido unas vibrantes palabras a sus soldados que éstos habían saludado enardecidos; y, tiempo después, había conocido que no sería necesario el ardor de aquellos hombres, porque la invasión de Inglaterra había sido emasculada antes de haber podido ser. Todo bueno, pues.


Pero es que pasaron unas cuantas cosas más. Muchas,diría yo.