miércoles, enero 13, 2016

El acorazado Potemkin (5)

Recuerda que ya te hemos contado cómo se montó la movida y cómo los marineros tomaron el control del acorazado. 

Después, hemos contado lo caliente que estaba Odessa antes de la llegada del Potemkin, y el movidón que se montó cuando ya habían llegado, y que inmortalizó Einsenstein.

Nada más llegar la delegación de tierra que informó a la tripulación del Potemkin de los gravísimos hechos que se habían producido en Odessa, el Comité Popular fue convocado de nuevo, con la asistencia tanto de Feldmann como de los otros dos compañeros suyos socialdemócratas. Estos tres representantes civiles intervinieron, por supuesto, para exigir que los marineros desembarcasen en tierra y le diesen lo suyo a los cosacos. Sin embargo, se encontraron con la revolucionaria sorpresa de que los marineros pasaban de ellos.

Toda la razón la tenían los marinos. Es lógica la excitación de unas personas que habían contemplado una masacre en la que habían perecido hombres, mujeres e incluso niños; pero militarmente hablando, su propuesta no se sostenía. Dicho en plata, el Potemkin tendría que invertirla la práctica totalidad de su marinería en un ataque terrestre contra los cosacos; lo cual, evidentemente, quiere decir que cuando éstos obtuviesen refuerzos, que los obtendrían, podrían contraatacar con chupa-chups y aun así le encenderían el pelo a los revolucionarios. Así pues, los miembros del Comité, que podían ser tontos pero no gilipollas, se reafirmaron en su postura de considerar que mientras no hubiese como mínimo noticias de la flota del Mar Negro, de bajar a tierra a liarse a hostias, unas narices.

Asombrados, los socialdemócratas de tierra pasaron al plan B: la artillería del barco. El acorazado disponía de armas terribles: ¿por qué no las usaría? Una vez más, el buenismo revolucionario se encontró con la racionalidad de quienes, al fin y al cabo, eran militares. Bombardear, sí, contestaron los del Comité. Pero, bombardear, ¿exactamente, qué?

¿Acaso sabía alguien en la sala dónde estaba emplazado el cuartel general de Korkhanov? Los soldados, policías y cosacos estaban dispersos por toda la ciudad; era como matar hormigas a balazos.

Una vez descartada la acción violenta, los marineros del Potemkin se aplicaron a discutir lo que, en el fondo, les atañía más en aquel momento (las historias de profunda solidaridad entre marineros y gente de tierra son construcciones posteriores), como era el tema del marinero Vakulinchuk. Debemos recordar que el cadáver del mártir de la rebelión había sido desembarcado en el puerto. Los marineros querían procurarle un entierro solemne, que se produciría en medio de una marcha monstruo a la que era invitado a participar toda la ciudad (y que era toda la muestra de solidaridad que estaban dispuestos a hacer). El Comité le vendió a los activistas de tierra la burra ciega (o más bien éstos hicieron como que la compraban) de que las autoridades de Odessa, ante tamaña demostración de unidad, se rendirían a los revolucionarios sin luchar. Personalmente considero que esto no se lo creían ni ellos. Las reflexiones del Comité terminaron con una llamada para que no hubiese nuevos brotes de violencia, que no deja de ser una forma de culpar subeptriciamente a los propios trabajadores de Odessa de montar la que se montó.

Inmediatamente después de la reunión, cuatro marinos salieron del barco en dirección al puerto con un manifiesto que tenía por destino el cónsul francés en la plaza. El destino tiene lógica revolucionaria, pues en 1905 hacía ya muchas décadas que Francia había abrazado con candor su pasado revolucionario y, por lo tanto, era visto como un coleguita comprensivo por parte de los hombres de Matushenko (que, tal vez por ser eslavos y vivir en la acera impar de Europa, no estaban enterados de que Francia, adopte la forma monárquica o republicana, democrática o dictatorial, nunca tiene más amigo que ella misma; como a un tiro de lapo en el tiempo acabarían comprobando austriacos, checos y eslovacos).

El manifiesto no tiene desperdicio. Básicamente, porque con la que se había montado en Odessa las horas anteriores, y que con tanta modernez permanentemente ponderada por ese troll de italiano cine-forum llamado Cinéfilo Diletantti (anda que no le pusimos ese mote a gente en mi panda de borrachos) había sido filmada por Einsenstein; a pesar de la que se había montado, digo, de lo único de lo que se acuerdan en su manifiesto los marineros del Potemkin es de lo suyo.

En efecto: el manifiesto comienza relatándole al cónsul francés y al pueblo de Odessa de que han bajado a tierra el cuerpo del marinero Vakulinchuk. Tiempo después, continua el manifiesto, una barca llena de trabajadores ha llegado para informanos de que la guardia de honor [que había bajado para hacer los honores al cadáver] ha sido dispersada por los cosacos.

Al loro, pues: lo más importante que había pasado en una mañana en la que había habido decenas de muertos y centenares de heridos es que la guardia del marinero Vakulinchuk había tenido que abandonar su puesto.

Seguía el manifiesto solicitando cuatro cosas del pueblo de Odessa, a través del cónsul, que por lo tanto hacía de garante de la transmisión. Las cuatro cosas eran:

  1. No obstaculizar los funerales del marinero.
  2. Garantizar la solemnidad necesaria para la ceremonia.
  3. Convencer a la policía y los cosacos de no intervenir.
  4. Ayudar a la tripulación a obtener víveres y carbón.
El manifiesto advertía de que de no cumplirse estas condiciones, se bombardearía la plaza. Esto es: el bombardeo no traería causa en el apoyo a la revolución que había estallado en tierra, sino únicamente si el funeral de Vakulinchuk no se respetaba.

Este manifiesto de los marineros fue básicamente ocultado durante la repetición constante de la gesta del Potemkin entre los mantras legendarios de la revolución soviética, básicamente porque tiene de solidario lo que yo de lagarterana. Especialmente esa cláusula que viene a decir “oye, Pueblo, tú, si eso, me vas resolviendo el temita delas fuerzas del orden, y luego yo ya, ya yo...”, tuvo que levantar ronchas entre los más radicales de los habitantes de Odessa, que pensaban que aquellos marineros estaban dispuestos a defenderlos a cualquier precio.

Precisamente porque se dieron cuenta de lo jodida que estaba la cosa, Feldmann y el resto de los socialdemócratas que habían sido admitidos en el acorazado se dieron cuenta de que era necesario realizar proselitismo entre los marineros amotinados. Como Moisés tuvo su Aarón, Feldmann, que tal vez no era el mejor orador sobre la Tierra que digamos, lo encontró en un compañero socialdemócrata llamado Kirill. Según los relatos, Kirill era uno de esos rusos imponentes, rubio como el maíz y con una barba mega-hípster que acojonaba de sólo mirarla; además de poseer un vozarrón muy apropiado para los tiempos anteriores a los altavoces.

Con las horas llegó otro problema, y es que el Potemkin, aun a su pesar, se convirtió en una especie de parque temático revolucionario. Beneficiándose de un constante (tal vez lucrativo, eso no lo sabemos) tráfico constante de chalupas, las gentes de Odessa comenzaron a visitar el acorazado como quien se sube al Príncipe de Asturias cuando toca el puerto de su ciudad en verano. Comenzaron por llegar revolucionarios, pero no tardaron en llegar mujeres y niños que se dedicaban a criticar las cocinas y a jugar subidos a horcajadas en los cañones. Si a eso le unimos la presencia de los revolucionarios auténticos, que no paraban de comerles la oreja en cualquier esquina del puente con que su obligación era bajar a tierra a darse de hostias con la tiranía, parece lógico que la paciencia de la marinería amotinada se acabase. De malas maneras, pues, comenzaron a desalojar a familias enteras del puente, de las torretas artilleras, de donde se encontrasen, para devolverlos a tierra. En apenas horas horas no quedaba ningún turista por ahí.

Aquella tarde, sin embargo, llegó una barca hasta el casco del acorazado que no estaba precisamente ocupada por turistas. De hecho, las personas que estaban en la misma corrían un altísimo riesgo sobre sus vidas. Eran un grupo de soldados de uniforme, que se decían delegados de los regimientos Ismailovsky y Dunaisky, que venían a decirle a los marineros que las dos unidades estaban con ellos y que podían descender a tierra con seguridad; más aún: tras dicho desembarco, ambos regimientos se les unirían.

Los marineros, sin embargo, respondieron lo mismo que llevaban horas respondiendo: que no tocarían tierra hasta no tener noticias ciertas de la flota del Mar Negro.

Justo cuando los soldados habían partido de nuevo hacia tierra, un vigía lanzó el grito que todos esperaban: ¡La escuadra!

Todo el mundo creyó al vigía y consideró, sin género de duda, que el acto principal de aquel suceso acababa de comenzar. Había llegado el momento de saber si podría sobre la escuadra del Mar Negro la disciplina del mando o la acometividad de la marinería revolucionaria. Sin embargo, pronto los marineros con mejor vista pudieron informar de que el barco que se veía en la lontananza era solamente el Viekha,  un buque auxiliar de 150 toneladas. Un barco usado para la vigilancia y el transporte en distancias no muy largas. Había dejado Sebastopol dos días antes, con una escala en Nikolaiev. 

El Potemkin izó el pabellón de San Andrés en lugar de la bandera roja, consiguiendo con ello que el Viekha lo saludase pacíficamente y, como inferior, le comunicase que quedaba a la espera de instrucciones. Matushenko hizo ordenar al comandante del barco presentarse en el acorazado para recibir instrucciones.

En el puente del Viekha se encontraba la mujer del capitán de navío Golikov, llevando en los brazos a su bebé de unos pocos meses.

Nada más pisar la cubierta del Potemkin el comandante del buque auxiliar, fue rodeado por los marineros, y Matushenko le comunicó que estaba detenido. Igual se hizo con el resto de los oficiales de la nave. Se da la circunstancia, en todo caso, que los propios marineros del Viekha enviaron un mensaje a los amotinados del acorazado, una vez que estuvieron informados de todo, solicitando que sus oficiales fuesen bien tratados, pues así, dijeron, se habían comportado siempre con ellos. 

La decisión final de los amotinados fue desembarcar en tierra a todos los oficiales del barco auxiliar, además de la mujer de Golikov y su hijo. A los oficiales, en un gesto que, la verdad, no soy capaz de interpretar, les dieron cien rublos a cada uno.

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