martes, enero 03, 2017

Cátaros (2)

No te olvides que ésta es una segunda parte de una primera parte.

En 1179, con ocasión del concilio de Letrán, el Papa Alejandro III renovó la condena de la herejía languedociana. Como resultado, envió una nueva misión a la zona, dirigida por Henri de Claraval, que se había convertido en cardenal obispo de Albano. Henri desplegó en la zona una labor de años de predicación y sobre todo de reforma de la Iglesia. Buena parte de la base herética de la zona, en efecto, tenía una base simple y puramente anticlerical, pues en pocos lugares y en pocos momentos de la Historia ha deshecho el clero las bases de sus promesas como en el Languedoc medieval. Los casos de obispos y párrocos que se dedicaban abiertamente a la caza y a otros placeres de la carne, llegando a faltar al cumplimiento de los preceptos litúrgicos por ello (así, el capellán de Saint-Michel de Lanes, que dejaba a los feligreses en la iglesia sin misa porque estaba cazando), eran muy numerosos. Henri llegó allí para cambiar eso, pero pronto se dio cuenta de que, por mucho que reformase, aquello sólo se podía solucionar a hostias, y no precisamente de las consagradas.



Henri de Claraval, sin embargo, fracasó. Fracasó con sus ideas, fracasó con sus reformas y también fracasó como invasor del Languedoc. El Papa, no obstante, reconoció tácitamente que no era suya toda la culpa al encomendarle otra misión muy parecida, pero esta vez dirigida al norte del continente y Alemania, sabiendo que allí tendría más éxito por estar la herejía menos prendida.

En 1195 murió Raymond V y fue sucedido por su hijo, Raymond VI, decididamente amigo de los albigenses. Tres años después, se podría decir que el Languedoc había abandonado la fe romana. Sin embargo, los que creen en la acción divina y en el Espíritu Santo y bla tienen aquí una base para dicha creencia, pues en ese momento tan delicado para el catolicismo éste (o al vez la palomica) supo poner al frente de la misma a un tipo resolutivo, uno de esos consejeros delegados que, como decía el fundador de la firma de inversiones Salomon Bros., "se levanta cada día con el deseo de morderle el culo a un oso". Ese cabroncete era Inocencio III.

La cosa en el Languedoc iba como la mierda. En 1181, Henri de Claraval había destituido a Pons, arzobispo de Narbona, por su ineficacia contra los albigenses. Pero pronto se dio cuenta de eso de que detrás de mí vendrá blablabla, porque el sucesor de Pons, Berenguer, bastardo del conde de Barcelona, fue repetidamente denunciado por simonía y negligencias varias, y cuando se le quiso deponer, se negó. No fue hasta 1212 que, con la ayuda de los cruzados, pudo Inocencio apiolárselo. En todo caso, no era el único. Guillaume de Roquesel, obispo de Béziers, murió suspendido de sus funciones a causa de su inacción contra los herejes.

La degradación eclesial en la zona alcanzó incluso a su principal stronghold, como eran las abadías y conventos. En 1197, por ejemplo, se produjo la escandalosísima elección abacial de Alet. Los monjes del convento, según su tradición, se reunieron en compañía del cuerpo exhumado del abad anterior, eligieron a uno de ellos para ser su abad. Pero el regente de Foix, Bernard de Saissac, presente en la asamblea, les dijo que una mierda, que el abad sería el monje Bosón, su protegido. Bosón, pues, fue impuesto, y en menos de un año arruinó la abadía, pues vendió todo lo valioso que tenía para pagar sus propias deudas y las de sus patrones.

Inocencio III, ante este escándalo permanente, decidió enviar en 1199 una nueva misión católica a la zona. La presidió un monje llamado Rainiero, que recibió el cargo de legado papal en la provincia. Pero el verdadero muñidor de la misión fue Pierre de Castelnau, que había sido archidiácono de Maguelonne. Ambos pertenecían al Císter. En el 1200 se les uniría un tercer legado, Jean de Saint-Paul, cardenal de Santa Prisca. En 1203, el Papa decidió otorgar a Castelnau la prelación entre los tres a la hora de representarlo, pero el tema debía de estar tan mal que todavía al año siguiente hubo de enviarle un cuarto ayudante: Arnaud Amaury, abad de Citeaux.

El ticket Castelnau-Amaury funcionó. En 1203, los legados arrancaron de la ciudad de Toulouse la promesa de que lucharía contra la herejía, y al año siguiente Raymond VI rompió, cuando menos formalmente, sus relaciones con los cátaros. En 1204, cátaros y cistercienses tuvieron un debate, tras el cual el rey Pedro de Aragón se declaró convencido de la verdad católica. Buena parte de este convencimiento tiene que ver con la mano dura que mostró Castelnau hacia los excesos de su Iglesia.

No obstante, los éxitos duraron poco. En primer lugar, volver a obligar a decir misas, a ayunar y a masturbarse a escondidas a unos tipos que se habían acostumbrado a la dolce vita, lógicamente, los cabreó. De esta manera, a Castelnau cada vez le fue más difícil implantar sus reformas, y esto dio alas a los heréticos, que pronto volvieron a encontrar puntos de conexión con el conde de Toulouse. Así las cosas, hacia el 1205 la cosa estaba peor que nunca.

Para quienes hayan leído estas notas sobre el dualismo o tengan culturilla en la materia, sin embargo, será fácil explicar que, en realidad, a Inocencio en Roma las cosas le iban mejor de lo que parece. Por esa época, en efecto, el Papa había alcanzado acuerdos con el rey de Bulgaria que garantizaban la hostilidad de éste hacia los maniqueos balcánicos; y eso suponía cortarle al catarismo su principal fuente de predicamento nuevo. En 1203, el rey bosnio produalista Kulín y toda su corte se habían declarado católicos. En 1204, los caballeros de la cuarta cruzada habían hecho Historia organizando en Constantinopla un auténtico genocidio de cristianos que había puesto la Iglesia constantinopolitana a los pies del Papa (ya os dije que era un cabroncete).

En diciembre del 1205, los enviados cistercienses al Languedoc fueron reforzados por dos españoles: Diego, obispo de Osma; y un tan Domingo de Guzmán. Practicando la pobreza extrema, estos dos españoles fueron ganándose a los cistercienses, se diría que dominándolos, con lo que iniciaron una nueva etapa en la lucha contra los albigenses.

"Una nueva etapa", sin embargo, no quiere decir "una etapa victoriosa". En realidad, las predicaciones de los futuros dominicos apenas hicieron mella en la población del Languedoc, y mucho menos en su casta noble, que estaba, literalmente, hasta los pelos de los curas. Las cosas fueron yendo al trantrán hasta el 1208. En aquellos tiempos, Raymond VI estaba formalmente incorporado a la Iglesia católica, y tanto es así que Castelnau estaba haciendo gestiones en su favor para darle control sobre unas tierras en la ribera del Ródano que le correspondían como marqués de la Provenza. Raimondo, sin embargo, respondía a estas cucamonas con la indiferencia; muchos de sus súbditos eran designados árbitros de los debates públicos entre los españoles y los albigenses, pero rara vez esos árbitros se decidían claramente a favor de los primeros. Un poco hasta los huevos, en el 1207 el Papa decidió excomulgarlo, o más concretamente confirmar la excomunión dictada por Pierre de Castelnau. En enero de 1208, Raymond fingió estar acojonado y le pidió a Pierre que lo visitara en su chalet de Saint-Gilles para hablarlo, y tal. Castelnau se presentó allí acompañado de Navarro, obispo de Causerans. Sabemos que la entrevista fue escandalosa y, aunque no sabemos exactamente qué tipo de lindezas le dijo o le predijo Raymond al monje, lo que sí sabemos es que éste salió a la naja hacia la Provenza. Eso sí, sabemos que el conde lo despidió con las palabras: "Allí donde vayas, sobre la tierra o sobre el mar, ándate con cuidado porque te estaré vigilando".

El abad de Saint-Gilles trató de calmar a Raymond, pero tan encabronado lo debió de ver que, inmediatamente, le ofreció a Castelnau una escolta armada (esos tiempos tan maravillosos en los que los abades financiaban escoltas armadas...) Pierre, sobrado como sólo lo pueden ser los que creen que Dios les protege, dijo que una mierda. El 15 de enero, cuando se aprestaba a cruzar el Ródano, apareció un caballero que lo pasaportó de un espadazo.

Ese movimiento del conde Raymond estuvo más que probablemente dictado por el estómago, por las tripas. Pero fue un error. Un error que, tal vez, cambió la Historia de Francia para siempre. Una Historia que, muy pronto, se escribiría desde el norte, dibujando la Francia borgoñona, imperialista, chulesca y un poco tontopollas que conocemos; en la cual tiene un papel, sí, pero un papel menor, su componente mediterráneo, más abierto, más caótico y más plural. Las gentes dicen que el centralismo francés es obra de los jacobinos. Yo, más bien, tiendo a pensar que el centralismo francés nació a orillas del Ródano, en la mañana gris que un sicario se cargó a Pierre de Castelnau por orden del conde de Toulouse.

Y digo esto porque Inocencio III, tras el asesinato de su legado, ya no tuvo que fingir ni argumentar ante nadie para defender la idea de que el tema del Languedoc había que resolverlo usando la División Acorazada Brunete. Quod erat demonstrandum, supongo que pensaría este Papa de teología más bien corta, y daga larga.

Quede claro: la muerte de Pierre de Castelnau fue la disculpa que Inocencio estaba buscando, no la razón de su belicismo. Años antes, en 1204, el Papa se había dirigido ya al rey francés, Felipe Augusto, para recordarle que según el decreto Ab abolendam, el monarca había recibido el poder de despojar de sus posesiones a los nobles que apoyasen a los herejes. El rey, sin embargo, estaba en guerra con los Plantagenet, y no tenía ni puta gana de enemistarse con vasallos que le podían nutrir de tropas. En noviembre del 1207, viendo que el rey se colocaba de canto, Inocencio se dirige a los grandes señores feudales norteños, el duque de Borgoña, los condes de Bar, de Dreux, de Nevers, de Champagne y de Blois. Entre ellos es donde surge por primera vez la idea de organizar una cruzada. Inocencio, por supuesto, se apresuró a aclarar que los participantes en la movida dispondrían de las mismas indulgencias que aquéllos que participaron en las cruzadas orientales. La empresa, sin embargo, chocó con la prudencia del rey, que apenas permitió la salida hacia el Midi de medio millar de caballeros.

Sin embargo, como digo, la muerte de Pedrito de Castelnau cambió las cosas. Felipe Augusto, ante la indignación general por el suceso, le expresó al Papa su más viva simpatía; aunque, prudente aun, abogaba por mantenerle las posesiones al conde de Toulouse (al cual temía desde que en las guerras contra los ingleses le había demostrado que cuando no lo apoyaba, él se encontraba en dificultades) si la herejía era totalmente extirpada.

Los nobles norteños, sin embargo, querían la guerra y, además, habían encontrado un generalísimo en la persona de Simón de Montfort, un burgués de la zona de París que se había convertido en conde de Leicester desde su boda con una noble inglesa. Monfort, que además encontró su brazo espiritual en el nuevo legado papal, Arnaud de Citeaux, puso en marcha a las tropas.

Se había montado la tangana.

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