lunes, febrero 05, 2018

Isabel (13: Essex la caga, y la caga...)

Atenta la compañía con:


Tras la mierdo-expedición de Drake y Norris a Lisboa, Isabel difícilmente era capaz de disimular el cabreo que tenía. Le costaba soportar la sospecha, la fuerte sospecha que tenía, de que había colaborado en una expedición de corsarios en mera búsqueda de beneficio; una expedición que, a causa de su ambición, había puesto en peligro el delicado equilibrio (por llamarlo de alguna manera) en Europa.


Quien más preocupado estaba con la posible reacción de la reina era Essex. Devereaux lo había fiado todo a regresar a Inglaterra tan enriquecido y victorioso que nadie, ni siquiera Isabel, le pudiera cuestionar sus travesuras y desobediencias. Pero, lejos de ello, su rebeldía se había saldado con un durísimo golpe para la capacidad militar del país, y a cambio de nada.

A finales de junio, Essex llegó a las costas de Inglaterra, mucho antes que Norris y Drake que se quedaron tratando de hacer de las suyas, y envió a la Corte por delante a su hermano Walter, para ver cómo estaba el patio. Isabel estaba entonces en el palacio de Nonsuch, a punto de salir hacia su residencia veraniega. Essex esperó a que Drake y Norris llegasen a Inglaterra y sólo entonces, el 9 de julio, se presentó en Nonsuch.

Para cuando Essex se presentó en la Corte, la expedición de Lisboa había adquirido todas las dimensiones de un error. Las protestas por parte del Imperio respecto de los mercantes alemanes atacados y rapiñados por los ingleses en el puerto de Lisboa habían llevado al gobierno inglés a comprometer la devolución de aquel botín. En esas condiciones, todos los inversores que habían financiado la expedición, y eso incluía al propio Estado inglés, habían perdido la totalidad de su inversión. Essex, Norris y Drake se habían convertido en un monstruoso Fórum Filatélico para la reina.

Cuando Essex llegó a Nonsuch, se encontró con que le era prácticamente imposible ver a la reina. Isabel había manejado la idea de echarlo de la Corte, pero finalmente había decidido no hacerlo. Dado que donde hubo fuego siempre quedan brasas, la volátil reina se sentía capaz de pensar que lo de Essex había sido un error provocado por su excesiva juventud; así pues, su idea era enseñarle la forma correcta de hacer las cosas, y para eso lo necesitaba en la Corte.

La venganza llegó como casi siempre llegaba en aquel submundo de nobles servidores de una corona absoluta: a través de los detalles, de los símbolos. A pesar del enorme fracaso que había supuesto la expedición, Isabel preparó unas cadenas de oro como pequeña recompensa para diversas personas relacionadas con la expedición y que ella consideraba merecían ser reconocidas. Una de esas personas condecoradas, se podría decir, fue Ralegh, quien había aportado recursos financieros y barcos, aunque él mismo no se había embarcado pues no era ningún imbécil y además leía los gestos de la reina como si fueran un libro abierto. Cuando Essex se enteró de que Ralegh recibía la cadena de oro y él no, entendió enseguida el mensaje: Isabel le había despreciado delante de todo el mundo de una forma intolerable (los cinéfilos pueden pensar en la escena de The Godfather III, la reunión en Atlantic City, cuando Michael Corleone reparte beneficios para todos los miembros de su familia menos para Joey Sasa; es una situación muy parecida).

En aquella Inglaterra de finales del siglo XVI todo el mundo con experiencia sabía que cuando la reina te metía un pepino por el culo, lo que había que hacer era ponerse a cantar como si no doliese y esperar pacientemente a que te lo quitase. Essex, sin embargo, era joven, impulsivo, y carecía de la experiencia que había llegado a acumular su tío.

La estrategia que escogió fue ir a por Ralegh. Sus amigos y terminales distribuyeron aquel verano noticias diversas, entre ellas que había caído en desgracia y estaba confinado en Irlanda precisamente a las órdenes del propio Essex; cuando lo cierto es que el fogoso navegante se encontraba, sí en Irlanda; pero visitando libremente sus varias posesiones allí. En la Corte, a todas luces, se estaba produciendo un choque de trenes.

Aquella Navidad fue especialmente dura. El Támesis se heló a la altura de Londres. Las crónicas nos dicen que Isabel estaba para entonces del mejor humor. Probablemente, la cagada de Lisboa ya se había pasado y ella, por otra parte, habiendo castigado a Essex podía considerar que, verdaderamente, había ejercitado su poder.

Essex necesitaba un golpe de efecto para volver a ser amigo de la reina, y escogió para ello la proximidad con Walsingham. Por ello, comenzó a cortejar a Frances, la hija del jefe de los servicios secretos de la reina, quien, como no era nada extraño en aquellos tiempos, ya era viuda; concretamente, de Philip Sidney. A su edad era una tía, al parecer, bastante atractiva y que tenía fama de montárselo muy bien en el tálamo, razón por la cual en la Corte no le faltaban moscones. No sabemos exactamente cuándo consiguió pulírsela Devereaux, pero lo que sí es un hecho es que en la primavera de 1590 intercambiaron votos nupciales puesto que ella se había quedado en estado de gravidez.

Aunque todo es carne de teorías y no veo yo que nada pueda ser probado con exactitud, tengo yo por mí que el embarazo de Frances Sidney es algo que Essex hubiera querido evitar pero, claro, no pudo porque en aquella época las cosas no eran tan fáciles como ir a un ambulatorio y pedir una píldora para después del zúmballe dalle. Lo que buscaba Essex era acercarse a Walsingham, pero casarse con su hija ya era otra movida, porque la boda, probablemente, sería vista con malos ojos por Isabel, una reina absoluta chapada a la antigua (a la antigua de entonces) que difícilmente entendería un enlace entre dos familias de diferente estatus social (Essex tenía mucho más pedigree que Walsingham, y eso era así aunque el jefe de los espías hubiera sido capaz de fabricar la bomba atómica y arrasar España y el resto de naciones católicas).

Essex, de hecho, es obvio que no estaba enamorado de Frances, puesto que tras el matrimonio la engañó repetidas veces; aunque eso tampoco es algo que deba ser juzgado con los ojos del presente, porque el amor y el matrimonio, hace medio millar de años, eran otra cosa muy diferente de la actual. De hecho, casi recién casado Essex comenzó ya a perseguir a varias camareras de la reina, a una de las cuales, Elisabeth Southwell, dejó embarazada (o sea, que la pilló). La reina sentía cierta pulsión protectora hacia las mujeres de su servicio; le gustaba, por así decirlo, que se casaran sin haber tenido relaciones anteriores, y que lo hiciesen con su conocimiento e intervención incluso. Por eso, si el tema de Frances Walsingham había sido la leche, el de Elisabeth Southwell era tan amenazador para él que, finalmente, hubo de comprar a un viejo sirviente de la Corte, Thomas Vavasour, para que confesase la paternidad del niño de la camarera (confesión que le costó la cárcel).

Para colmo, Essex se encontraría en los meses siguientes con que su nuevo suegro, la persona por cuya cercanía había hecho todo aquello, le iba a ser de poca ayuda. Cada día más enfermo de varias dolencias, el 1 de abril de 1590 Walsingham sufrió un ataque. La cosa fue tan seria que él, que consideraba que con el asunto de María, reina de los escoceses, había cumplido, solicitó de Isabel causar baja de la primera línea cortesana. No tuvo tiempo Isabel para contestar pues Walsingham murió apenas cuatro días después de haber hecho la solicitud. Fue enterrado en San Pablo sin alharaca alguna; probablemente, Isabel todavía tenía problemas para perdonarle la celada que le había hecho con el tema de María.

La mayoría de las personas protegidas o amigas de Walsingham decidió que la mejor forma de seguir sobreviviendo en el favor de la Corte era arrimarse a Essex. Muchos de ellos le aconsejaron ir con paciencia, aplicar a la política inglesa el famoso “partido a partido” de Diego Armando Simeone; pero esa forma de hacer las cosas no iba con aquel fogoso noble inglés que, probablemente, veía a la reina vieja (eso quiere decir susceptible de morir) y tenía prisa por encontrar un buen lugar debajo de la canasta para recibir el rebote.

Sin embargo, con las prisas no hizo sino cagarla. Una de esas cagadas le pudo salir muy cara cuando decidió aproximarse por su cuenta a Jacobo VI. Le escribió cartas ocultando su nombre (firmaba Ernestus) ofreciéndole sus servicios al rey escocés. Cartas en las que le recordaba que la reina Isabel tenía 56 años, esto es: estaba ya en la edad de morir (lo cual me hace sospechar que él mismo estaba obsesionado con el dato). Los espías de Burghley en Edimburgo le cantaron la movida, pero tanto éste como Hatton se guardaron de irle a la reina con el cuento, lo cual le podría haber provocado un juicio por traición. Ambos viejos zorros de la Corte preferían mantener a Essex como contrapoder contra Ralegh y, de hecho, como veremos post mediante, lo acabarían apoyando en sus proyectos de gloria bélica.

El problema con los fogosos y los imbéciles, y no digamos ya con los fogosos imbéciles, es siempre el mismo: librándoles de una no haces otra cosa que facilitarles que hagan otra mayor. Essex no se llevó por el tema de Ernestus la mano de hostias que debería haberse llevado, y eso no sirvió más que para que se sobrase y se metiese en una todavía más complicada: la rehabilitación de William Davison.

Como ya hemos leído, Davison había sido el pobre cabeza de turco que se había llevado casi todas las hostias por el tema de María Estuardo. Essex, para probar su capacidad de poder dentro de la Corte, se emperró en convertirse en abogado de su rehabilitación. Davison, en efecto, solicitó a la reina que contase con él para el puesto de Walsingham; pero Isabel contestó con displicencia. De hecho, tratando de fomentar la candidatura de Davison, Essex le hizo un flaco favor a Inglaterra pues la reina, presionada, hizo lo que hacía muchas veces cuando se encontraba en esa situación, esto es: no tomar decisión alguna. El puesto de Walsingham, pues, quedó vacante, y tuvieron que ser Burghley y Hatton quienes lo asumieran al alimón.

Essex tuvo claro, entonces, que en Londres poca posibilidad tenía de medrar; y es por ello que volvió a mirar más allá de la isla.

A finales de agosto de 1589, Enrique de Navarra, en guerra civil con los líderes franceses católicos, había sido encarcelado en el puerto normando de Dieppe. Para liberarlo, Isabel le había prestado 22.000 libras y una tropa de 4.000 soldados ingleses, inicialmente para un mes. Al mando de aquella tropa se encontraba Peregrine Bertie, lord Willoughby, décimo tercer barón Willoughby de Eresby (hay un follón de Willoughbies en el gotha inglés que te meas; pero pocos, como éste, tienen nombre de hobbit), quien había sustituido, sin ruido pero con eficiencia, a Leicester en las Provincias Unidas. Para cuando Willoughby llegó a Dieppe, en todo caso, Enrique ya se había zafado de su prisión. Ambos iniciaron una campaña que duró más de lo previsto (tres meses) en la cual capturaron varias posiciones en Normandía y las riberas del Loira. En marzo de 1590, le infligieron una seria derrota a los católicos en Ivry, lo que dejó expedito a Enrique el camino hacia París.

Tras la batalla de Ivry y sus resultados, Felipe II cursó orden al duque de Parma para que se desplazase con sus tropas holandesas para defender París. El movimiento causó sus efectos, porque en septiembre Enrique tuvo que volver grupas. Con la retirada de los protestantes, 3.000 tropas españolas desembarcaron el ribera derecha del Loira y llegaron hasta el estuario de Blavet, con la idea de montar allí una pequeña base naval para barcos españoles.

La Armada, otra vez.

Para colmo, la Liga católica avanzó en Normandía y se hizo fuerte en Rouen.


Una situación muy delicada. El tipo de situación de la que un tipo como Essex podría llegar a pensar que podría sacar tajada.

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