lunes, abril 16, 2018

Sudáfrica (4: el país y sus vecinos)

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Los comienzos de Mandela


Sin duda,el gobierno supremacista blanco sudafricano se enfrentaba a graves problemas en su interior. Pero, en todo caso, la principal preocupación del gobierno Botha era el exterior; el exterior más cercano. Una parte importante de la proclividad sudafricana hacia las reformas y el apaciguamiento de los negros interiores proviene del hecho de lo mucho que se le habían complicado las cosas inmediatamente al norte. Las tres grandes referencias de gobiernos blancos justo al norte de Sudáfrica: Rhodesia, Angola y Mozambique, habían caído para entonces, o estaban a punto de caer, en un proceso de guerrilla animado por movimientos negros insuflados, sobre todo, por la Unión Soviética o algunos de sus satélites, como Cuba. Asimismo, la guerrilla estaba ganando posiciones en lo que hoy conocemos como Namibia, un país dominado por Sudáfrica en contra de las decisiones de Naciones Unidas. Todo esto tuvo como consecuencia práctica que justo más allá de las fronteras del país, los negros sudafricanos podían esperar encontrar gobiernos marxistas dominados por los negros, siempre dispuestos a operar como santuarios para ellos. De hecho, una de las consecuencias de la revuelta de Soweto fue que casi 15.000 jóvenes activistas negros habían podido huir hacia el norte, donde se habían constituido en un pequeño ejército a las órdenes del ANC. El Congreso, de hecho, se había trasladado estratégicamente a Maputo, la capital de Mozambique. Con este apoyo a las espaldas, desde 1977 el ANC había iniciado una campaña de sabotajes selectivos, buscando siempre objetivos blancos y muy mediáticos, con el objetivo además de poner en cuestión la economía blanca sudafricana. Cuando, en 1980, Rhodesia cayó bajo el poder negro, para Sudáfrica se completó la tormenta perfecta.


Estos problemas, además, llegaron en el peor momento, internacionalmente hablando. En 1977, la siempre dubitativa y pollas Naciones Unidas logró sacar adelante, en un arrebato, un embargo de armas a Sudáfrica; lo cual fue un desastre para la cuenta corriente de Francia, que era su principal proveedor, pues ya se sabe que París ha albergado siempre a todos los refugiados del mundo, a todos los valientes defensores de los derechos humanos y los valores de la democracia; pero eso lo ha hecho, siempre, mientras le vendía aviones Mirage a los tipos que se los querían cargar. Nunca nadie como los franceses ha sabido estar en misa y repicando. Como decía don Emilio Castelar, los franceses son españoles con dinero.

Al embargo de armas se unía otro, bastante más serio, por parte de la OPEP. Sabido es que entre los países exportadores de petróleo hay alguno cuyos habitantes suelen ser más negros que los tafetanes entre los cuales pasó Carlos I sus últimos años en Yuste, por lo que no podían permanecer ignotos de lo que estaba pasando. A decir verdad, en medio de ese embargo África del Sur se había podido bandear a base de comprarle crudo a Mohamed Reza Palhevi, a quien, la verdad, le daba igual ocho que ochenta; pero, como sabemos bien, en 1979 el sha perdió la capacidad de poder seguir vendiendo petróleo, como no fuera el de su mechero. Para terminar con las buenas noticias, en Estados Unidos había llegado un nuevo inquilino a la Casa Blanca, Jimmy Carter, que se tomaba muy en serio todo el tema de los derechos humanos y no estaba dispuesto a pasarle una a Pretoria.

En realidad, ésta última fue la verdadera putada para Botha y para los afrikaners. Los blancos sudafricanos siempre habían pensado que su pequeño pecadillo segregacionista sería perdonado en el marco del enfrentamiento de la Guerra Fría. Los sudafricanos pensaban, y la verdad tenían como para pensarlo, que Washington era un foco teórico de defensa de las libertades, la democracia y blablabla, pero que al mismo tiempo miraba para otra parte cuando algún importante aliado suyo se defecaba en esos principios, pero seguía apoyándolos. Como digo, para Botha y sus amigos había base para pensar eso porque, la verdad, eso Estados Unidos lo había hecho, y lo seguiría haciendo, con un montón de países, España es un ejemplo, que han podido forrar a hostias sin problemas a sus opositores en los sótanos de sus comisarías a cambio de permitir el establecimiento de bases americanas en su suelo, u otras gavelas de parecido jaez. Lo que pasa es que ni Botha ni los boers entendieron nunca que una cosa es abrirle la cabeza a un activista marxista-leninista en un inmueble de Logroño, y otra muy distinta negarle a toda una población el pan y la sal, obligarles a comer mierda y encima dar las gracias al amo blanco, y esperar que en un país en el que precisamente la igualdad racial era (y sigue siendo) un tema candente, el presidente de la cosa iba a poder actuar como le diese la gana. Botha creía que, ocurriendo como estaba ocurriendo una sonora victoria sin paliativos de la Unión Soviética en prácticamente todos sus países vecinos, en Washington se guardarían las ganas de aislar a Sudáfrica por interés propio. ¿Acaso no hacían eso con Israel, acaso no habían acudido a su rescate a principios de los setenta? El cálculo, sin embargo, era a todas luces fallido; aunque eso no descarta, desde luego, que en la Secretaría de Estado no hubiese analistas y funcionarios que no recomendasen exactamente eso. Si el fin de la vía del terrorismo en Irlanda lo decretó Bill Clinton el día que secó la financiación del IRA desde los Estados Unidos, quien inclinó la rampa de la Historia en contra del supremacismo blanco sudafricano fue James Carter.

La respuesta de Botha a toda esta situación estuvo muy lejos de ser una estrategia de contemporización. Creó un nuevo cuerpo de seguridad con poderes todavía más amplios y, sobre todo, profundas responsabilidades de cooordinación sobre todos los esfuerzos realizados por distintos departamentos del Estado. Todo ello estaba al mando del State Security Council, una especie de estado mayor formado por miembros de las clases política y militar. Incluso se creó, en una granja llamada Vlakpass, una unidad de contraterrorismo que asimismo se vio implicada en casos de violencia.

En la década de los ochenta, la respuesta del ANC a esta escalada de la violencia estatal, combinada con las posibilidades que le ofrecía la existencia de cercanos santuarios para sus activistas, fue dar un paso más allá y comenzar a atentar contra objetivos más importantes. La organización negra comenzó a atacar plantas de almacenamiento de combustible y establecimientos energéticos, incluso establecimientos militares. En 1983 se llegó a un punto todavía peor tras la colocación de un coche-bomba en un establecimiento militar, que mató a 16 personas e hirió a dos centenares.

Consciente de que la razón última de toda aquella capacidad dañina era el apoyo de los Estados fronterizos, Sudáfrica decidió actuar contra ellos. El país inició una campaña militar intensa cuyo objetivo era establecer su dominación en el área, y para ello sabía que, sobre todo, necesitaba contrarrestar el poder hasta cierto punto carismático ejercido por Mozambique. Militares sudafricanos dirigieron, dotaron y entrenaron a los miembros de un grupo resistente mozambiqueño, el Renamo. En realidad, el Renamo procedía ya de operaciones parecidas realizadas por el gobierno blanco de Rhodesia con anterioridad, pero fue relanzado por Pretoria. El Renamo se convirtió en un activo grupo terrorista que realizaba atentados de instalaciones civiles en Mozambique. Al mismo tiempo, se realizaron operaciones militares con el objetivo de atacar instalaciones del propio ANC en Maputo. En Lesotho, la propia vivienda del primer ministro fue atacada, con la intención de matarlo. La acción de los grupos de inteligencia sudafricanos llegó incluso a Londres, donde colocaron una bomba en una oficina del ANC en 1982.

Jonas Savimbi, líder del movimiento rebelde de Angola Unita, comenzó a recibir apoyo descarado de los sudafricanos, lo cual terminó de internacionalizar el conflicto angoleño, ya que los marxistas del MPLA estaban apoyados por los cubanos. Sudáfrica, probablemente inspirada en la actuación de Israel, ocupó un área fronteriza angoleña, y atacó repetidas veces por tierra y aire a las guerrillas del Swapo.

Toda esta estrategia, la verdad, le sirvió a Botha. En 1982, Swazilandia acordó expulsar de su territorio a los activistas del ANC. Un año después lo hizo Lesotho. En Mozambique, el presidente Samora Machel tenía la intención de resistir, pero para ello necesitaba la ayuda que siempre había tenido de la URSS. Sin embargo, cuando envió el e-mail a Moscú, los soviéticos no sólo le contestaron que no estaban en condiciones de darle más ayuda, sino que tal vez tendrían que empezar a repatriar alguna de la que ya le habían dado. Para entonces el gigante soviético ya no pasaba por sus mejores momentos. Machel, entonces, se volvió hacia los Estados Unidos, pero de Washington le llegaron claros los mensajes de que la Casa Blanca no apoyaría a Mozambique en una guerra contra Sudáfrica, sobre todo teniendo en cuenta que sabían bien que en el momento en que Moscú recuperase fuelle, Machel sin duda volvería con ellos. Así pues, los americanos se mostraron proclives a favorecer un acuerdo entre ambos países, no una guerra. Y esto fue lo que ocurrió.

En marzo de 1984, en la orilla del río Nkomati, frontera natural entre ambos países, Machel y Botha firmaron un acuerdo de amistad cuyas principales cláusulas preveían que uno le retiraría el apoyo al ANC y el otro al Renamo (un acuerdo que unos cumplieron mejor que otros, todo hay que decirlo). Esto fue una auténtica catástrofe para el Congreso: ahora, el santuario más cercano con que podía contar era Lusaka, en Zambia, lejísimos de sus objetivos.

En lo tocante a Angola, ambos países firmaron un alto el fuego también aquel año de 1984. Los sudafricanos aceptaron sacar sus unidades militares del país, mientras que el gobierno angoleño se comprometía a impedir que las guerrillas del Swapo pasaran la frontera de Namibia.

Una vez más, pues, el gobierno sudafricano consideró que el problema, por así decirlo, había quedado resuelto. Y una vez más, se equivocó. En el terreno puramente militar, por así decirlo, el gobierno blanco sudafricano había conseguido una victoria sin paliativos, obstaculizando de forma fundamental la capacidad dañina de las acciones del ANC. Sin embargo, no cayó en las consecuencias que toda aquella campaña de violencia iban a dejar en la opinión pública negra. Paradójicamente, se podría decir que aquellos primeros años ochenta del siglo pasado, que se saldaron con una derrota del ANC, supusieron su consolidación como fuerza representativa de los negros del país. La mayoría de los sudafricanos de raza negra, efectivamente, llegaron en ese tiempo a la convicción de que el problema del apartheid no tenía más soluciones que las revolucionarias. Una vez más, ahí estaban los ejemplos cercanos, el más importante de ellos la llegada al poder, tras siete años de revolución guerrillera, de Robert Mugabe en Zimbabwe. Comenzaron, ya entonces, las campañas reivindicativas que pedían la liberación de Mandela.

Esto fue un hecho hasta cierto punto sorprendente. El gobierno sudafricano había hecho todo lo que había podido por convertir a Nelson Mandela en una figura olvidada, y en buena parte lo había conseguido. En los años setenta, los presos de Robben Island verdaderamente pudieron pensar que habían sido olvidados por el mundo. Pero los disturbios en Soweto cambiaron eso en buena medida. De hecho, fue en 1980 y en Soweto donde se produjo la primera campaña pública que recordaba la figura de Mandela, y exigía su liberación. Paradójicamente, estas campañas hicieron menos mella en los negros, salvo aquéllos que tenían edad para recordarlo, que en otras capas de la sociedad sudafricana críticas con el apartheid, como pudieran ser las universidades blancas; y, por supuesto, la opinión pública exterior. Mandela se convirtió en uno de esos símbolos que mucha gente defiende sin tener demasiada idea de quién es ni qué ha hecho; un mito con valor en sí mismo.

Por mucho que intentó que no fuese así, el gobierno sudafricano tuvo que terminar por acusar el golpe. En 1982, trasladó a Mandela de Robben Island al continente, en la prisión de Pollsmoor. Robben se había convertido en una especie de Guantánamo sudafricano y Pretoria quería destruir ese mito lo antes posible. Pero, la verdad, como ocurre siempre cuando se tiene una muestra de debilidad, ésta es rápidamente aprovechada por la propaganda contraria; la figura de Mandela se hizo más conocida.

La alianza multirracial de fuerzas antiapartheid abría, además, la puerta para acciones más canónicas. En 1983, una serie de asociaciones más cívicas que políticas (estudiantes, iglesias, etc.), en número de unas 300, se unieron en una sola organización, el Frente Democrático Unido, para oponerse a las reformas constitucionales pro-apartheid del gobierno Botha. Fue un movimiento no violento y político que, en parte, llegó un poco tarde, porque 1984 habría de ser un año complicado a causa de la grave crisis económica que se empezaba a enseñorear del país a causa del fracaso del modelo racista.

La seguimos.

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