viernes, noviembre 06, 2015

Estados Unidos (10)

Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.


Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson.



Una de las consecuencias del embargo marítimo decretado por Thomas Jefferson fue el cambio estratégico de muchos emprendedores de las antiguas colonias, que comenzaron a interesarse por la manufactura, y muy especialmente la textil. En consecuencia el Sur, que ya había comenzado a plantar algodón, comenzó a hacerlo en cantidades, nunca mejor dicho, industriales, cuando la demanda del Norte se disparó. Pero, lógicamente, este movimiento afectó a los industriales ingleses, acostumbrados a hacer suyo este mercado. Londres envió emisarios a Washington, pero como solía acostumbrar el Imperio, lo hizo permitiéndoles hacer apenas ofertas cutres, lo cual enfureció a Madison.

En 1810, el Presidente llamó a casa al embajador en Londres, al tiempo que invitaba a los ingleses a hacer lo propio con sus emisarios. Así quedaron rotas de facto las relaciones diplomáticas, un hecho lógico teniendo en cuenta el siguiente movimiento que tenía preparado Madison, que no era otro que una ley específica que, en noviembre, cortó todo comercio entre los dos países.

Estos enfrentamientos, unidos a que las relaciones con Francia tampoco eran ninguna maravilla, provocaron un serio descontento en los Estados Unidos por la marcha de la política exterior. Esto se dejó ver en las elecciones de 1810 y 1811, en las que buena parte de los veteranos congresistas perdieron sus puestos, para ser sustituidos por hombres de la frontera con ideologías y objetivos diferentes.

A principios de 1812, sin embargo, Madison continuó con su política agresiva. Primero había favorecido un levantamiento popular contra los españoles en la Florida occidental, y ahora envió tropas a la oriental. Madrid, inmediatamente, amenazó con declarar la guerra, y la Nueva Inglaterra yankee amenazó con montar el pollo si había leches. Madison tuvo que llamar a las tropas a casa, con lo que lo que consiguió fue dejar a los southwesteners de su país encabronados, teniendo en cuenta las ilusiones que ya se habían hecho de expandirse por la Florida.

Peor iban las cosas más al norte, en la frontera delimitada por los valles del Ohio y del Mississippi. Allí, los indios habían sido simple y llanamente tangados por los blancos con una serie de acuerdos por los que primero cedieron grandes zonas de terreno, y después fueron incluso expulsados de sus reservas (razón por la cual los indios aman a Jefferson más o menos como los catalanes aman a Felipe V). En 1811, el gran jefe shawnee Tecumseh decidió que había que llegar a otro acuerdo. Pero el gobernador de Indiana William Henry Harrison, todo un prototipo del americano antiindio, atacó a los shawnee en Tippecanoe Creek y se llevó por delante su pueblo de Prophetstown. Tecumseh, a su regreso, encontró la villa reducida a cenizas, y prometió guerra eterna.

Los shawnee, a partir de entonces, crearon un estado de terror que hizo que muchos colonos hubieran de abandonar sus establecimientos. Este hecho generó entre ellos un fuerte sentimiento antiinglés, por considerar que los británicos habían estado ayudándoles desde Canadá. Consecuentemente, y no se olvide que acabamos de decir que el partido de los hombres de la frontera había ganado mucho predicamento en el Congreso tras las elecciones, los colonos llamaron, a la vez, a la conquista de la Florida pero, sobre todo, por la del Canadá, para así echar a los ingleses de “su” tierra. Henry Clay, congresista de Kentucky, se convirtió pronto en portavoz in pectore de este partido, que fue apelado por los yankees como war hawks; no sé si no será la primera vez que el belicismo se ha definido usando la figura de este ave rapaz.

Con Clay elevado a los altares parlamentarios como speaker de la Cámara y los problemas en el mar no totalmente resueltos, Madison tenía poco margen de maniobra y, por ello, el 1 de junio de 1812, y muy a su pesar personal, envió a la Cámara un mensaje de guerra, que seis días después había sido votado por ésta y por el Senado. Nueva Inglaterra y los Estados del medio de la nación (medio de entonces, porque la línea se fue corriendo) se negaron por considerar que sería su comercio el principal pagano de la guerra. Los principales opositores fueron los americanos del norte de Nueva York y de Vermont, pues sostenían un lucrativo comercio con Canadá. Algo que, como veremos, daría problemas cuando la guerra terminase.

Formalmente, esto es si nos leemos el mensaje de Madison, EEUU fue a la guerra por la práctica del impressment, esto es la manía que ya hemos contado de los británicos de apresar barcos americanos incluso en sus aguas territoriales. Pero la verdad es que la guerra era por el impressment, pero también por Florida, por Canadá, y por los indios.

El principal problema de la guerra era el de todas las guerras: allegar recursos. Para colmo, cuando más necesitaba EEUU a su banco estatal, resulta que en 1811 el Congreso lo había dejado morir, una vez cumplidos sus veinte años de concesión. Gallatin consiguió y obtuvo del Congreso, no sin resistencias, nuevos impuestos, que sin embargo fueron mayoritariamente evadidos. Así las cosas, la guerra hubo de financiarse con los préstamos cuya solicitud fue generosamente permitida por el Congreso (cambiar la guerra por la educación, la sanidad y las pensiones, y lo mismo esto os suene).

A principios de 1812, Madison había autorizado una leva de 50.000 voluntarios en el ejército, pero seis meses después apenas se había apuntado la décima parte. Consecuentemente, el presidente fue autorizado a llamar a 100.000 miembros de las milicias estatales; pero buena parte de estos efectivos, oficiales incluidos, no tenía la menor intención de pelear fuera de las fronteras de su propio Estado. Este efecto fue más evidente todavía en Nueva Inglaterra, que era la base lógica para montar una invasión del Canadá, porque allí la resistencia a la guerra era total y el aporte de la milicia estatal, nulo. El Sur, pese a aprobar la guerra, no era muy entusiasta de pelear en Canadá, por temor a que una eventual anexión de aquel territorio hiciese perder peso a los estados esclavistas. En esas condiciones, era el Oeste el único que tenía una verdadera intención de hacerse con el Canadá; pero, al mismo tiempo, era el único territorio que no se podía permitir sacar tropas de sus Estados, ocupadas como estaban en defender a la gente de los indios.

Con estos mimbres, EEUU atacó a Canadá con bastante poca eficiencia. En julio de 1812, William Hull trató de penetrar en el país, intentona que fue tan fracasada que acabó viéndose obligado a rendir Detroit al general canadiense Isaac Brock. La segunda acción americana se produjo en octubre y acabaría constando la vida de Brock. El capitán John Wool desplazó una fuerza estadounidense a lo largo del río Niágara y tomó Qeenston Heights, donde la milicia de Nueva York debía unírsele. Pero los neoyorkinos se negaron a pasar de la raya de su Estado, así pues se convirtieron en meros testigos de cómo los refuerzos canadienses llegaban para arrearle de capones a Wool.

En noviembre se produjo la tercera acción estadounidense, esta vez dirigida contra Montreal. Desde Plattsburg, en el lago Champlain (NY), el general Henry Dearborn marchó hacia el norte. Al pasar de los 50 kilómetros, decidió que ya había avanzado demasiado y, tan tranquilo, se dio la vuelta. Con dos gónadas.

El general William Henry Harrison, el Indianslaughter que hemos visto antes, trató de recuperar Detroit, sin éxito. Quedaba claro, pues, lo acertado que había estado Jefferson cuando dijo que invadir Canadá is only a matter of marching. Ya, ya...

En el mar, por lo menos, a pesar del bloqueo británico de los puertos al sur de New London, Connecticut, los corsarios americanos hicieron mucho daño a los ingleses, capturando centenares de barcos.

La guerra de 1812 tuvo una importante dimensión internacional. Apenas una semana después de la declaración estadounidense de guerra, el zar de Rusia había decidido unirse a Inglaterra contra Francia. Y una de sus primeras acciones fue intentar muñir una paz entre Londres y Washington, para así dejarle al primero manos libres para arrear leches en el continente. Madison, uno de los presidentes menos belicistas que ha tenido los Estados Unidos, atrapó al vuelo la oportunidad en cuanto la conoció, y envió a Europa a dos de sus pesos pesados, Gallatin y John Quincy Adams, para intentar llegar a un acuerdo. Pero los ingleses, la verdad, les trataron como el culo. A pesar de este problema, Madison se las arregló para ganar las elecciones de 1812, gracias al apoyo del Sur y del Oeste; ya que en el Este yankee el ganador claro fue el neoyorkino DeWitt Clinton, campeón del llamado partido de la paz, que se las arregló para caerle simpático tanto a republicanos como a federalistas.

La victoria presidencial acabó animando a la guerra a un presidente, como hemos dicho, poco proclive a la pelea. El principal objetivo de la Casa Blanca era retomar Detroit, para lo cual WH Harrison consideraba conditio sine qua non el control del lago Erie. Había que echar de allí a los canadienses y el gobierno USA le otorgó esa labor a un joven capitán llamado Oliver Hazard Perry. El 10 de septiembre, Hazard se encontró con los ingleses al oeste del lago, en un lugar llamado Put-in-Bay, obteniendo una victoria.

Tras esta acción, Harrison se aplicó a perseguir a las tropas del general canadiense Henry Proctor, que habían reaccionado a la victoria estadounidense saliendo de Detroit. El 5 de octubre, Harrison le infligió una dura derrota en el Thames River. Más al este, en el lago Ontario, el capitán Isaac Chancey se había llegado hasta la actual Toronto y se la llevó por delante, incendiando el parlamento. La acción de Chancey, bastante inútil pues nada más cometerla se marchó, tuvo la “virtud” de aportar a los anglocanadienses la excusa que necesitaban para arrasar Washington.

La guerra había girado en un sentido muy negativo para los estadounidenses en abril de 1814, cuando la abdicación de Napoleón dejó a los británicos las manos libres para centrarse en la guerra americana. Haciendo uso de su decisiva fuerza naval, los ingleses procedieron a bloquear las ciudades portuarias americanas, y desembarcaron en la bahía de Chesapeake un ejército que marchó hacia Washington, arreando de hostias a todos los patriots que se fueron encontrando, y el 24 de agosto llegaron a Washington, con las antorchas en la boca, con la intención, que llevaron a cabo, de no dejar de la Casa Blanca y el Capitolio ni los ceniceros.

Si que te incendien tu propia capital tiene un valor simbólico indudable, mucho más valor bélico tuvo la ofensiva simultánea realizada por los ingleses en Niágara, el lago Champlain y Nueva Orleans. Pero aquí los ingleses la cagaron, o más bien cabría decir que se dieron de bruces con la primera generación de militares genuinamente americanos. En Niágara, Jacob Brown y Winfield Scott supieron pararlos en seco. En cuando a los 10.000 veteranos de Wellington que desde Montreal bajaban hacia el lago Champlain, los americanos se los llevaron por delante en Plattsburg Bay (septiembre de 1814). En el suroeste del país, Andrew Jackson, que llevaba tiempo arreándole leches a los indios, a los que se llevó por delante en la batalla de Horseshoe Bend, Alabama, obligándoles a ceder grandes extensiones de tierra. Una vez controlados los indios, Jackson se volvió hacia los ingleses. Temía que fuesen a usar el puerto de Pensacola (Florida), motivo por el cual invadió la ciudad. Luego marchó hacia Nueva Orleans, donde se encontraba ya cuando llegaron los ingleses.

El 8 de enero de 1815, 8.000 ingleses que ya se habían batido en las guerras napoleónicas se las vieron con una difusa masa de gentes a las órdenes de Jackson. Los americanos hicieron más de 2.000 bajas, y apenas sufrieron una veintena. Esa victoria convertiría a Jackson en el segundo gran líder de América después de Washington, como puede comprobar cualquiera que tenga unos cuantos dólares en la cartera.

Con todos estos precedentes, a finales de 1814 ambos contendientes quedaron para negociar en Ghent, Bélgica. Los ingleses reclamaron que se les diese territorio en el Oeste para poder crear un Estado Indio tapón entre EEUU y Canadá, así como proveer el acceso canadiense al Mississippi. A cambio, esto es muy típico de los ingleses, no ofrecían nada. Ni siquiera se avenían a restituir el derecho de los barcos de Nueva Inglaterra de pescar en Newfoundland y Labrador, que les había sido retirado por la guerra pero les había sido concedido en 1783.

Henry Clay, que se había unido a Gallatin y a Adams, tenía la clara intención de malbaratar los derechos comerciales de Nueva Inglaterra si con ello acababa ganando terreno en Canadá o en el Oeste. Opinaba (y no le faltaba razón) que la cicatería con que los Estados yankis se habían desplegado a la hora de aportar soldados y dinero para la guerra no los colocaba precisamente en la mejor posición para exigir. Pero tal vez no medía demasiado bien sus fuerzas o, como le suele pasar a los políticos, no pensaba demasiado en las consecuencias. Si Clay supiese leer partidos como los leía Luis Aragonés, se habría dado cuenta de que la ofensiva inglesa que había sido detenida en Plattsburg Bay tenía la clara intención de separar Nueva York y algún otro Estado de los EEUU; y esa intención venía a ser como cagar en un estercolero, porque a muchos yankis les iba esa marcha.

Cuando los Estados del noreste se enteraron de cómo iban las cosas en Ghent, convocaron una reunión en Hartford, Connecticut. La Hartford Convention no se anduvo con mamonadas: planteó, desde el minuto uno, la secesión de los EEUU y la firma de una paz propia con Londres. Es cierto que, tras los primeros ardores, la Convención acabó dominada por elementos algo más moderados que se contentaron con acordar a su clausura, en diciembre, la petición de una serie de reformas constitucionales que protegiesen los intereses de los pijos del Este frente al Oeste y la Virginia Dinasty, o sea el Sur. Pero el susto estaba dado.

Y, además, funcionó, pues Adams, en Ghent, hizo de los derechos pesqueros del noreste un casus belli ante el cual, al contrario que Clay, estaba incluso dispuesto a ceder territorio por el Oeste.


En el bando inglés, el duque de Wellington hacía todo lo que podía por rebajar las ínfulas expansionistas de sus compatriotas, recordándoles que si no salían amiguitos de Ghent, la guerra le iba a salir cara de cojones a Su Graciosa Majestad y Sus Normalmente Siesos Súbditos. Las serias derrotas sufridas acabaron por convencerles de que tenía razón. En ese momento, los deseos de firmar algo se impusieron en ambas partes, así pues el Tratado fue firmado en la Nochebuena de 1814. En realidad, Ghent no solucionó nada, pues dejó los dos temas fundamentales, esto es la relación comercial (incluidos derechos pesqueros) y el tema de las fronteras para el estudio por futuras comisiones. Pero eso, la verdad, ha pasado mogollón de veces cuando se ha cerrado un conflicto.

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