lunes, enero 25, 2016

El acorazado Potemkin (6)

Recuerda que ya te hemos contado cómo se montó la movida y cómo los marineros tomaron el control del acorazado. 

Después, hemos contado lo caliente que estaba Odessa antes de la llegada del Potemkin, y el movidón que se montó cuando ya habían llegado, y que inmortalizó Einsenstein. Después comenzó el toma y daca entre los marineros y los revolucionarios, y algún que otro susto. 

Según Feldmann, aquel día 28 tan convulso y lleno de sorpresas terminó con una arenga suya a los marineros que éstos celebraron sin ambages. Sinceramente, me cuesta creer ese ardor revolucionario que el speaker quiso ver, teniendo en cuenta la escasa o nula proclividad que había mostrado ya la tripulación hacia la idea de apoyar a los revolucionarios de tierra antes de tener noticias ciertas de la Flota. Pero, en buena medida, Feldmann se beneficia de ser asi la única fuente fiable con que se cuenta sobre los hechos.

La falta de información fiable, de hecho, hace prácticamente imposible delimitar el perímetro de la matanza realizada en la Escalinata Richelieu de Odessa. Algunas fuentes hablan de seis mil víctimas, y no parece que vayan muy descaminadas. Lo que sí está claro es que fue una tragedia de una dimensión suficiente como para hacer que la rebelión rompiese los diques del liderazgo clásico. Tras los hechos de Odessa, en efecto, los habituales dirigentes estratégicos e ideológicos de las clases humildes de Odessa se quedaron sin capacidad de mando. No es casualidad que los verdaderos anarquistas jueguen muy a menudo a favor del caos (véase, sin ir más lejos, nuestra II República), porque es verdad que el anarquismo tiene mucho que ganar en situaciones en las que la gente se siente ultra-puteada. Esto fue lo que ocurrió en buena medida en la Odessa posterior a los hechos de la Escalinata Richelieu, pues se convirtió en una ciudad de alguna forma gobernada en sus calles por grupúsculos de variados tamaño, composición e ideología, todos unidos por el hecho de encontrarse, más que indignados, en guerra. El pillaje, de hecho, comenzó muy pronto, si bien de forma tan sólo embrionaria. En la plaza de Catalina, llamada así por la estatua de la zarina que tenía en su centro, un grupo de manifestantes avanzaba hacia una compañía de cosacos cuando alguien les lanzó una bomba que causó varios muertos y heridos. Los soldados respondieron haciendo fuego, matando por su parte a cinco manifestantes más y dejando heridos en el suelo a otros 18. A la altura de las siete de la tarde, cuando fue oficialmente proclamado el Voyennoye Polozhenie, esto es el estado de sitio, la ciudad se parecía mucho al Madrid posterior a los hechos del 2 de mayo.

Fue a esa hora, ante la situación de caos a la que se enfrentaba, que el general Korkhanov decidió hacer uso de su última carta.

El gobernador de Odessa, en todo caso, no inventaba nada. En la Historia de Rusia, es muy habitual la situación en la cual las autoridades deciden superar situaciones de caos social grave echándole la culpa a los judíos y haciendo de animadores de eso que llamamos pogromo. Odessa, con una muy importante población judía, que explica la pujanza del bundismo en su seno, ofrecía en este sentido un territorio muy propicio. Ni cortos ni perezosos, los policías de la ciudad se aplicaron, cada uno en su distrito, a excitar las conciencias en contra de los judíos, culparlos de la situación, e invitar a la población a masacrarlos y realizar el pillaje con sus bienes y negocios.

A la clase obrera de Odessa, la verdad, no había que insistirle mucho. Ya sé que la teórica revolucionaria otorga al obrero una proclividad hacia la reflexión recta y revolucionariamente racional, que tan sólo ha de ser adecuadamente encauzada por la vanguardia revolucionaria. Pero esto, sobre todo en términos de antiseminismo, dista mucho de ser verdad. Los obreros de Odessa, a pesar de tener muchos compañeros judíos en sus filas que eran tan pobres como ellos o más, creían firmemente en las tesis que hoy llamaríamos (erróneamente, como se ve) hitlerianas, según las cuales los judíos, puesto que no pocos eran comerciantes, prestamistas o industriales, eran los culpables de la explotación del obrero. La ortodoxia revolucionaria prefiere defender que el honrado proletariado de Odessa no cayó en la trampa. Pero la verdad no es que cayese en ella, sino que la construyó.

El general Korkhanov, además, acababa de recibir refuerzos muy relevantes. Habían llegado ya a la ciudad dos batallones, uno de la 34 brigada y otro de la 52, además del 23 regimiento de dragones de Tiraspol. Con estas fuerzas de refresco, pudo rodear el barrio del puerto con la orden de hacer en él el orden durante la noche por el eficiente método de considerar un agitador a todo aquél que fuese visto en su interior. En la madrugada del 29 de junio, buena parte de la ciudad ardía, o había ardido.

Mientras ocurría todo esto en Odessa, en el Potemkin, por increíble que pueda parecer, el principal problema para los marineros era el funeral del marinero Vakulinchuk. Como ya sabemos por el alucinógeno comunicado que hicieron llegar a la ciudad a través del cónsul francés, consideraban que iban a poder realizar dichos funerales, tal vez el mismo 28, gracias a que el pueblo de Odessa (no se sabe cómo) iba a negociar con la policía y los cosacos. Esto, evidentemente, no pasó: en primer lugar, porque a la mayor parte de las gentes que andaban por la calle manifestándose y tirándole piedras a los de uniforme el marinero Vakulinchuk se la traía ondulante penduleante; y, segundo, porque la masa manifestante de Odessa, como ya hemos dicho, carecía entonces de una dirección que pudiese negociar una mierda.

El día 29 el doctor Golenko, quien da la impresión de tener algunas cosas un poquito más claras que la media, plantea el problema en sus términos exactos: no podemos, le dice a los marineros, seguir permitiendo que mueran cientos de personas para proteger un cadáver. Por ello, decía, es obligación de la tripulación del Potemkin enterrar ya a Vakulinchuk, sin esperar a que se den las circunstancias para un entierro espectacular. Llegó a decir que estaba dispuesto a enterrarlo él solo si hacia falta.

No se crea el lector que eso ablandó mucho los corazones de la marinería. Buena parte de la tripulación amotinada argumentó, y ciertamente no le faltaba razón, que la inmensa mayoría de los destrozos que eran evidentes incluso desde la distancia en que se encontraba anclado el acorazado no los había provocado el gesto de bajar a tierra los restos del marinero. Lo cual demuestra que no habían captado la esencia del discurso de Golikov.

El Comité Popular, en todo caso, se reunió de urgencia y, tras enconadas discusiones, acordó enviar una delegación a parlamentar con el general Korkhanov, para solicitarle enterrar ese mismo día a Vakulinchuk. En otras palabras: los revolucionarios más revolucionarios de la Revolución habían decidido enterrar a su mártir... bajo la protección de las fuerzas represoras del régimen que querían derribar. Una mosca más bien difícil de atar por el rabo.

La delegación, que obviamente asumía un gran riesgo, fue formada por voluntarios, entre ellos Feldmann, quien se procuró un uniforme de marinero para ello, así como el padre Parmen, vestido de padre Parmen, para que los militares viesen que los revolucionarios tenían cura y pensaban usarlo.

Al llegar al puerto, la estrecha delegación se quedó sorprendida al encontrar las bebidas y alimentos que habían sido ofrendados al cadáver de Vakulinchuk todavía allí, sin que hubiesen sido tocadas ni robadas. Eso sí, el calor de los fuegos e incendios había acelerado la descomposición del mártir del Potemkin. El padre Parmen rezó unas oraciones, tras lo cual el grupo comenzó a subir la Escalinata.

Arriba de las escaleras, el grupo fue detenido por un grupo de soldados, que separó al padre Parmen del resto, tal vez pensando que era una especie de prisionero de los demás. El sacerdote fue llevado al cuartel general, mientras que los otros tres delegados fueron llevados a otro lugar, donde quedaron fuertemente custodiados. Allí se enteraron, de boca de los propios cosacos, que ese día se esperaba la llegada de un regimiento de morteros desde Kishinov, así como tropas con artillería desde Nikolaiev. Los tres delegados pensaron que iban a ser fusilados, pero finalmente apareció el padre Parmen con la noticia de que el general Korkhanov autorizaba el entierro. Eso sí, lo autorizaba esa misma noche, a las dos de la madrugada. Aquello era cualquier cosa menos el entierro solemne, con una gran marcha por toda la ciudad, con que habían soñado los marineros. A las dos de la mañana sólo se producen los entierros clandestinos. Pero era, literalmente, lo que había.

A mediodía, cuando la delegación regresó al barco, las prioridades del Potemkin habían cambiado, porque en el horizonte marino se observaba una columna de humo. El probable indicio de que se acercaba la Flota.

Para cuando los marineros lograron reconocer el pabellón que llevaba el barco y confirmaron que se trataba de una unidad de la Flota del Mar Negro, Matushenko se encontraba en tierra, donde había bajado para arreglar la cuestión de la guardia que custodiaba el cadáver de Vakulinchuk. Kirill, tal vez el que mantenía la cabeza más fría, arengó al Comité Popular y le convenció de que todo lo que había que hacer era permanecer cada uno en su puesto. No obstante, una vez más no hizo falta mayor heroísmo, pues pronto los vigías se percataron de que la nave (que, en realidad, era un pequeño barco de entrenamiento, el Pruth) se diría a Nikolaiev, no a Odessa.

Cuando Matushenko regresó al barco, todavía bajo la excitación del probable ataque que luego no fue, informó a sus camaradas de que se había desplazado hasta el cuartel general de Korkhanov, donde había reclamado una audiencia que le había sido denegada. Sin embargo, había podido hablar con un oficial superior, al que había convencido de cambiar las condiciones del entierro: podría ser a las dos de la tarde, con la condición de que sólo llevasen el cadáver doce marineros desarmados.

Cuando, en virtud de aquel acuerdo, la pequeña guardia desembarcó en el puerto y tomó el cadáver de Vakulinchuk, las calles estaban llenas de gente. El cortejo, presidido por el padre Parmen, se dirigió hacia el norte, seguido del ataúd llevado por ocho marineros. Curiosamente, Vakulinchuk fue enterrado envuelto en la cruz de San Andrés, esto es la bandera zarista. O bien fue una imposición del gobernador militar de la plaza, o bien fue una decisión prudente de los propios revolucionarios no usar la bandera roja; no lo sabemos, y parece que ya nunca lo sabremos.

El descendimiento del ataúd a una tumba del cementerio militar de Odessa se produjo a las cinco y media de la tarde. Hasta ese momento, Korkhanov había respetado la palabra dada por uno de sus oficiales, pero las cosas cambiaron cuando las personas que habían asistido al entierro regresaron al centro de la ciudad. En ese tramo, concretamente en la calle Preobrajhensky, sufrieron una emboscada. En el peligroso entramado de versiones interesadas e hipótesis más o menos débiles, resulta muy difícil saber si lo que se produjo era una conspiración ideada por el propio general, o tal vez la iniciativa particular de alguna unidad o de algún oficial. Cierto es que, en esos días, los ánimos estaban muy caldeados, no sólo por parte de los proletarios sino también del propio ejército. Pero, por otra parte, las fuerzas armadas parecen haberse desplegado con su actual disciplina, con lo que la hipótesis de una acción más o menos incontrolada tampoco se puede abrazar sin más. En medio de aquella melée, el padre Parmen y nueve de los doce marineros del Potemkin lograron ganar el puerto y su embarcación sin grandes heridas.


Más o menos en el momento en que se iniciaba el bombardeo.

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