lunes, enero 16, 2017

Trento (13)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético.


En el punto en el que nos encontramos, el Papa llegó a la conclusión optimista de que no tenía nada que temer de que se celebrase el concilio. Además, estaba en trámites de negociar una alianza con el emperador, así pues necesitaba que Carlos estuviese contento. Por lo tanto, cuando los legados insistieron en trasladar la reunión a una ciudad pontifical, afectó sorpresa y se puso en contra. Fue todo muy impostado y muy actuado y probablemente no engañó a nadie, pero sirvió para que el concilio de Trento fuese, finalmente, el concilio de Trento.

Se ordenó la apertura de las sesiones para el 13 de diciembre de 1545. Para que la cosa saliese tan bien como esperaba, Paul ordenó a lo cuarenta obispos que estaban en Roma que se desplazasen hacia el norte; orden que, la verdad, fue pobremente obedecida, lo cual demuestra que cuando el Espíritu Santo da órdenes, el Diablo mata moscas con el rabo.

Así las cosas, en las jornadas previas a la apertura del concilio, éste más bien parecía una reunión de tuppersex mal convocada. No sólo los obispos que habían prometido desplazarse a Trento no lo habían hecho, sino que algunos de los que llevaban meses esperándolos en la ciudad se habían pirado, aburridos, arruinados, o ambas cosas. El día 13 había en Trento cuatro cardenales, cuatro arzobispos, 21 obispos y cinco generales de órdenes religiosas. Cuatro gatos mal contados, como aquél que dice.

Entre la tropa de Trento había dos religiosos franceses y cinco españoles, que no representaban a nadie. Y, para poder decir que había al menos un alemán en la reunión, era necesario contar a Madruzzo. Suecia, Inglaterra y Escocia estaban representadas por un solo obispo in partibus. No había ni un solo abad. Por lo referente a los poderes temporales, el emperador y el rey francés habían enviado oradores. Los demás, ni eso.

En esas condiciones tan putomiérdicas empezó el concilio. Pero si piensas, lector, que con eso se garantizó Pablo III una asamblea sumisa a sus planteamientos, estás errado. No fue por eso. 

Nada más comenzar las sesiones, el Papa puso encima de la mesa, a través de sus legados, el principio general de que a él, Vicario de Cristo en la Tierra, no lo controlaba ni Dios (mejor dicho: sólo lo controlaba Dios), así pues él nombraba cardenal a quien le saliera del santo pingo. Y lo demostró.

En la Iglesia católica hay una regla no escrita, pero muy respetada, según la cual el Papa, tras convocar un concilio ecuménico, deja de nombrar cardenales nuevos. Los concilios, por así decirlo, comienzan y terminan con la misma relación de fuerzas entre los miembros del top echelon eclesial, a menos que actúe Dios llevándose a alguno a contemplar su rostro. Pablo III, sin embargo, se defecó y miccionó sin problema alguno sobre dicha regla y, apenas tres días después de comenzado el concilio, nombró cuatro nuevos cardenales. Uno de ellos, el español Pedro Pacheco de Villena, un pijo que había hecho carrera en Roma comiéndole la oreja a Adriano IV y era obispo de Jaén, incluso estaba ya en Trento; con lo que se produjo un escandaloso cambio de estatus. La costumbre no sólo establecía que en medio de un concilio no se nombraban cardenales, sino que no se nombrase más de uno de cada vez. El Papa, por lo tanto, incumplió no una, sino dos reglas fundamentales; y lo hizo muy conscientemente, para demostrar que ahí estaba él, y que hacía lo que se salía de los huevos. De hecho, el español Pacheco fue investido de la púrpura cardenalicia a pelo puta, para que pudiera exhibir su dignidad inmediatamente; una gestión de la que se encargo el habilísimo legado cardenal Giovanni Maria Ciocchi del Monte. Un tipo con mucho futuro: tanto, que el Espíritu Santo acabó fijándose en él para hacerlo Papa (Julio III). Esto, por cierto, se lo aseguraron diversos astrólogos que consultó en Trento, lo cual abre ciertas dudas sobre la creencia del señor Papa sobre los poderes de Dios, sus designios inescrutables y el valor de la Gracia y la vida virtuosa y tal, si resulta que creía que el futuro estaba escrito en las estrellas (siempre he pensado que creer en Dios y en el Zodíaco son convicciones totalmente incompatibles).

Los participantes en Trento partidarios de que de allí saliese una reforma comme il faut de la Iglesia católica propusieron que la asamblea fuese designada “representante de la Iglesia universal”, o sea Ecclesiam universalem repraesentans. Esta propuesta no era baladí, porque habría descabalgado al Papa de la máxima autoridad sinodal; el concilio, por así decirlo, se habría situado por encima de él. El 13 de enero de 1546, en una sesión complicadilla, los legados consiguieron sin embargo cargarse la propuesta, como se cargarían muchas otras.

Los legados papales consiguieron aquello blandiendo el mal recuerdo de los concilios de Constanza y Basilea; los cuales, efectivamente, se habían proclamado representantes de la Iglesia universal y habían salido como la mierda. De hecho, el trabajo de los legados tenía que ver con conseguir que Trento no se pareciese en nada a sus predecesores. En ambos concilios el voto se había contabilizado por naciones, pero esta vez los legados presionaron y consiguieron imponer el principio de un hombre, un voto. De esta manera, se garantizaban la victoria de sus tesis, ante la presencia mayoritaria de obispos italianos. Asimismo, teledirigidos por el Papa, los legados impusieron otra novedad que nunca se había aplicado en los concilios anteriores, como fue no dar valor al voto de los procuradores de obispos físicamente ausentes de las sesiones de Trento; de esta manera, Pablo se garantizaba que el voto alemán no se escuchase en su concilio. Roma, de hecho, exigía a los obispos alemanes que permaneciesen en sus sedes para luchar contra la herejía, a tiempo que les negaba el voto delegado derivado de esa ausencia impuesta. El tipo de incongruencia que repugna a cualquier mente racional, pero no al tipo de tipos que te van con el cuento de que todo lo controla un señor cuyos designios son inescrutables, y tal.

Ahí, sin embargo, Pablo se pasó. Probablemente no hubiera tenido problema si se hubiese contentado con meter medio pepino por el orto de sus críticos; pero al obstinarse en penetrar con la totalidad de la cucurbitácea, removió conciencias que esperaba mantener tranquilas.

Carlos I, en efecto, se encabronó cuando supo que la voz de la Iglesia alemana había sido silenciada en Trento. De hecho los legados lo apoyaron, no fuese que fueran a tener problemas. Pero el Papa permaneció impasible el ademán, aceptando como único voto delegado posible el de obispos in partibus. El detallito no se le escapó a Carlos, en todo caso.

Finalmente, el Papa fortaleció su posición al aprobar Trento, con el impulso de los legados, una serie de subsidios para que algunos obispos pobres pudiesen estar en el concilio. Ni falta hace decir que los beneficiarios llegaron a la ciudad con el voto papal entre los dientes.

Tanto en Constanza como en Basilea se había admitido en las sesiones, e incluso en el voto, a abades, priores, doctores en teología, simples curitas e incluso laicos. Ni qué decir tiene que cuando esta posibilidad se planteó en Trento, el tema no salió adelante. Aquí el Papa y los arzobispos estuvieron muy de acuerdo, pues ninguno de ellos quería que en Trento se escuchase la voz del clero de base, mucho más cercano a las tesis reformadas que sus jefes. Así pues, el 29 de diciembre se decidió que los generales de las órdenes religiosas fuesen los únicos con voz aparte de los mitrados. Había tres abades de la zona de Montecassino, que fueron conminados a acordar sus propuestas entre ellos antes de hablar. Los legados del poder temporal recibieron la autorización de hacer propuestas, pero los nobles y teólogos, si bien podían participar en las reuniones, no podían intervenir, mucho menos votar. De hecho, la estrategia papal se pasó de frenada pues, en realidad, los legados papales querían que los abades tuvieran más papel, conocedores de que los monasterios eran frecuentes centros de apoyo de las tesis de Roma. Sin embargo, fue tal el poder monopolístico que crearon las medidas para obispos y arzobispos que, para cuando los legados quisieron recular en el asunto abacial, se encontraron con una oposición cerril que les obligó a doblar su cerviz.

El único opositor de talla que tenía Pablo era el emperador. Carlos se cansó de enviarle memoriales al ya cardenal Pacheco, erigido portavoz de la Iglesia española, para que le parase los pies al de Roma. En paralelo, ordenó a los obispos españoles para que se fueran en masa hacia Trento, para desequilibrar el voto. De esta manera, España lideró el partido ultramontano en Trento, un partido, si no antipapal, sí fuertemente crítico con las ideas de Roma; algo que la propaganda nacionalcatólica del franquismo intentó (con éxito) que olvidásemos.

Los españoles no podían ganar en votos; pero sí lo hicieron en elocuencia, en savoir faire teológico, en mano izquierda y, desde luego, recordando, cada vez que hizo falta recordarlo, que su aval último era un señor al que no le habían dolido prendas de entrar en Roma a hostia limpia. En Trento se vio con claridad cuáles habían sido los resultados de la reforma episcopal realizada por Ximénez de Cisneros a la hora de crear una Iglesia española; así como la ventaja que había tomado España sobre la hedonista Italia en materia teológica, pues entre los sabios que estaban en Trento pocos o ninguno podían competir con Domingo de Soto o Bartolomé Carranza, los dos principales asesores, diríamos hoy, del partido español. Un partido que declaró desde su llegada que el concilio se había convocado “para combatir los dogmas erróneos de nuestros adversarios de la misma forma que nuestras malas costumbres”. Tenían un fuerte aval en Diego Hurtado de Mendoza, el hábil poeta y hombre de armas, representante de Carlos en el concilio, quien dejó también claro que “según lo que colijo de los concilios antiguos y modernos, el concilio es sobre el Papa”.

Con la llegada en masa de los españoles a Trento, los designios optimistas de los legados, y consecuentemente del viejo Pablo III, comienzan a tambalearse. Inmediatamente, los legados solicitan a Roma el envío de cuarto y mitad de curas para equilibrar la balanza. Los dos trenes, el tren romano y el tren español, chocan por primera vez en la sesión que se dedica a la organización de los trabajos trentinos. El Papa quería que el primer punto a tratar fuese la definición de los dogmas. Su jugada estaba clara. Si Trento prefiguraba de salida los dogmas y por lo tanto establecía (cosa que ocurriría con seguridad, pues en eso ambas partes estaban de acuerdo) la imposibilidad de recibir los conceptos protestantes, el concilio decaería con rapidez y dejaría  ad calendas graecas la discusión del temita de los curitas folladores, los obispos venales y los papas hijos de puta. El emperador, sin embargo, tenía otra visión. Sin perder de vista su repugnancia hacia la Iglesia reformada, Carlos prefería que Trento tardase un tiempito en declararse opuesto al protestantismo. En ese momento, el emperador esperaba conseguir que cuando menos una parte de los heréticos regresasen a casa por Navidad, a cambio de algunas concesiones litúrgicas y de la promesa de que los escándalos del clero se iban a acabar; no le hacía pandán, por lo tanto, que se fijase un cisma casi desde el minuto uno. El principal valedor de este approach era el cardenal Madruzzo.

Los legados trataron de hacerle una celada al emperador por la vía de declarar que, si se discutía la reforma de la Iglesia católica y de sus costumbres, habría que discutir dicha reforma hasta el fondo y para todos; lo cual incluía, también, las costumbres de los laicos. Con eso pretendían acojonar al emperador y a su clase dirigente, pero la verdad es que no coló. Carlos hizo de don Tancredo, pretendió ni darse cuenta de la jugada, y dejó que Madruzzo se marcase un discurso en favor de la reforma que removió muchas conciencias entre sus auditores. Así las cosas, y como mal menor, los legados acabaron aceptando la propuesta del obispo de Feltre, el inteligente paviano Tomasso Campeggi, en el sentido de crear dos comisiones: una para las dogmas y otra para la reforma eclesial, que trabajarían simultáneamente. Esta proposición fue aprobada el 22 de enero de 1546, no sin mediar una discusión pública entre Madruzzo y Del Monte en la que, al parecer, lo más bonito que se dijeron fue hijo de cerda sifilítica. Con ello, el papado sufrió una de sus pocas derrotas en Trento, pues en la práctica perdía la capacidad del Papa de tener la última palabra en cuestiones disciplinarias.

Cuando se enteró, el Papa se puso como un líder político cuando no le dan la razón, o incluso peor. Le escribió a sus tres legados una carta llena de reproches (a ellos, que estaban haciendo un papelón de cojones...) exhortándoles a revertir la decisión del 22 de enero. Los legados le contestaron diciéndole al Papa que, en verdad, si presionaban al concilio en ese sentido, se podría producir una revuelta contra la autoridad de Roma; y, lo que es peor, le informaban de que no tenían nada claro que el partido rebelde no lograse allegar a sus filas a la mayoría de los padres conciliares. Esta afirmación, la verdad, lo dice todo de la capacidad que entonces tenía la diplomacia española (en realidad, imperial) y de lo realmente mal que se lo había montado Polito, abocando a sus legados a realizar maniobras tan descaradas, tan dictatoriales, tan sobradas, que se le había asomado el plumero por la casulla. 

En todo caso, tras la lectura del e-mail de respuesta de sus legados, Pablo se tranquilizó, o tal vez lo habló con el Espíritu Santo. El caso es que suavizó sus posiciones y ahora instruyó a los legados para que estableciesen su línea roja en la prohibición de que las discusiones sobre las malas costumbres de la Iglesia alcanzasen a la propia Curia romana.

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