lunes, junio 06, 2016

Estados Unidos (31)

Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.

Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson

Luego ha llegado el momento de contaros la guerra de 1812 y su frágil solución. Luego nos hemos dado un paseo por los tiempos de Monroe, hasta que hemos entrado en la Jacksonian Democracy. Una vez allí, hemos analizado dicho mandato, y las complicadas relaciones de Jackson con su vicepresidente, para pasar a contaros la guerra del Second National Bank y el burbujón inmobiliario que provocó.

Luego hemos pasado, lógicamente, al pinchazo de la burbuja, imponente marrón que se tuvo que comer Martin van Buren quien, quizá por eso, debió dejar paso a Harrison, que se lo dejó a Tyler. Este tiempo se caracterizó por problemas con los británicos y el estallido de la cuestión de Texas. Luego llegó la presidencia de Polk y la lenta evolución hacia la guerra con México, y la guerra propiamente dicha, tras la cual rebrotó la esclavitud como gran problema nacional, por ejemplo en la compleja cuestión de California. Tras plantearse ese problema, los Estados Unidos comenzaron a globalizarse, poniendo las cosas cada vez más difíciles al Sur, y peor que se pusieron las cosas cuando el follón de la Kansas-Nebraska Act. A partir de aquí, ya hemos ido derechitos hacia la secesión, que llegó cuando llegó Lincoln. Lo cual nos ha llevado a explicar cómo se configuró cada bando ante la guerra.


Comenzando la guerra, hemos pasado de Bull Run a Antietam, para pasar después a la declaración de emancipación de Lincoln y sus consecuencias; y, ya después, al final de la guerra e, inmediatamente, el asesinato de Lincoln.

Aunque eso no era sino el principio del problema. La reconstrucción se demostró difícil, amén de preñada de enfrentamientos entre la Casa Blanca y el Congreso. A esto siguió el parto, nada fácil, de la décimo cuarta enmienda.


La administración del viejo héroe de guerra Ulysses S. Grant se define mejor que con ninguna otra con la palabra “corrupción”. Ocurre muy a menudo que personas de extracción o vida más o menos modesta (y la de los militares tiende a veces a ser un tanto eremítica) hace que, cuando estas gentes prueban las mieles del poder y comienzan a frecuentar los cócteles de las familias de mucha pasta, que nunca se alejan mucho de Washington, acaban por asombrarse de tanto lujo, y a ambicionarlo. Esto suele abrir la puerta de las corruptelas.


Grant dejó pasar la corrupción desde bien pronto, pues uno de sus escándalos principales, el conocido como Black Friday, estalló cuando apenas llevaba unos meses en la Casa Blanca. Aquel viernes negro fue el 24 de septiembre de 1869. Dos de los principales financieros del país, Jim Fisk y Jay Gould, habían persuadido al presidente de que no liberase cantidades de oro para los bancos neoyorkinos, como éstos ambicionaban. Aquel viernes, sin embargo, Grant decidió volver sobre sus pasos y poner en manos de las instituciones financieras oro por valor de 4 millones de dólares. El gesto arruinó a un buen número de especuladores y negociantes. Ocurrió el viernes negro, además, en medio de las negociaciones para la anexión de Santo Domingo, en un movimiento que habían excitado en el despacho de Grant otros amigos ricos que querían hacer negocio con las materias primas de la medio isla (recuérdese la sociedad de Hyman Roth y Michael Corleone en Cuba, descrita en The Godfather II; algo así). Varios de estos especuladores habían mesmerizado la voluntad del secretario asistente del presidente, general Orville E. Babcock. Babcock, de hecho, viajó a la isla para negociar el tratado de anexión. Por medio, sin embargo, se interpuso el trigésimo fiscal general de los Estados Unidos, Ebenezer R. Hoar. Al conocer las noticias, el fiscal denunció esas negociaciones como ilegales; y la respuesta de Grant fue cesarlo. Como reacción Charles Sumner, que era presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, denunció toda la trama, y el Senado rechazó la anexión. Los partidarios de Grant en el Senado descabalgaron a Sumner del comité al año siguiente.

La corrupción en tiempos de Grant rompió incluso una honda tradición no escrita en los Estados Unidos, según la cual los senadores de cada Estado tenían la última palabra en los nombramientos de altos funcionarios en los mismos. Grant, lejos de ello, se dedicó a nombrar a sus amigos.

Fue, de hecho, durante la administración Grant cuando, por primera vez, florecieron los lobbies en Washington, casi siempre alrededor del arancel. Enormemente famoso, y eficiente, se hizo John Lord Hayes, que era representante de los empresarios textiles laneros, y James M. Swank, que por entonces representaba a uno de los principales grupos de presión de la Historia de los Estados Unidos: el del hierro y el acero.

La cosa tenía su fondo de racionalidad. La guerra había supuesto gravar a los empresarios con diversas figuras fiscales que se aplicaban en todos los escalones de la producción, y parecía claro que en la paz deberían ser compensados. Los impuestos fueron eliminados pero, en un movimiento difícilmente explicable con un buen libro de economía en la mano, los aranceles no pararon de subir. El arancel estadounidense, de hecho, se convirtió en una auténtica cadena de favores.

Otro lobby que hizo su agosto con Grant fue el ferroviario, pues consiguió que fuesen rechazadas en el Congreso todas aquellas iniciativas que se presentaron para controlar los fletes fijados por los propietarios de las líneas (que las habían construido gracias a una cesión monstruo de tierras públicas, en total de 160 millones de acres).

En marzo de 1869, el Congreso aprobó una ley por la cual se obligaba al gobierno a amortizar todos los bonos-oro de la guerra emitiendo nuevos títulos-oro. Una medida tan radical provocó que los bonos de guerra disparasen su precio, con lo cual, como os habréis imaginado, todos aquéllos que los poseían con anterioridad a la norma (y que por supuesto tuvieron algo que ver en su aprobación), se forraron en cuestión de horas. Dado que la presión financiera sobre el gobierno había descendido mucho (del 6% al que emitía se había pasado al 2,54%), en la práctica el Secretario del Tesoro tenía la capacidad de emitir cuanto y cuando quisiera. De esta manera, la mejor forma de hacerse rico entre el desayuno y la merienda era conocer cuál iba a ser la decisión del gobierno, si decidía emitir o no tal día. La cosa era tan descarada que la administración Grant ha pasado a la Historia en Estados Unidos como la Great Barbecue.

El único poder que se pudo enfrentar a la manipulación monetaria fue el Supremo (motivo por el cual no nos cansaremos de recordar lo importante que es que una cámara constitucional esté formada por buenos profesionales, y no por fieles votantes). En el interesantísimo caso Hepburn versus Griswold, que si se aplicase hoy nos íbamos a enterar de lo que vale un peine, el Supremo dictaminó que el Congreso no puede decidir emisiones de papel moneda para los cuales carezca de oro que las respalde. Esta decisión es de plena racionalidad económica cuando menos en un sistema de patrón oro (pero, vaya, es perfectamente aplicable al tiempo presente si dices: no puedes emitir más moneda, ni monetizar, si no tienes incremento de PIB que respalde dicho incremento; medida con la cual, simple y llanamente, no habría quantitative easing); sin embargo, cuando la racionalidad se aplica sobre medidas políticas, genera monstruos. Lo mismo ocurrió aquí, pues la decisión del Supremo hizo que, automáticamente, los greenbacks aun en circulación no valiesen nada. En 1870, así las cosas, el Supremo dictaminó contra sí mismo (sic) (los frikis pueden consultar, para ampliar, Knox versus Lee y Parker versus Davis).

Cuatro años después, el Congreso aprobó la Resumption Act, por la cual el gobierno venía obligado a pagar en especie por sus títulos. Automáticamente, los greenbacks se igualaron en valor con los activos vinculados al oro.

Lo que sí es evidente es que Grant gobernó una Unión en la que la normalización de los Estados del Sur estaba ya claramente en marcha. La mayoría de estos Estados estaba ya gobernada por las black and tan constitutions, como comúnmente se conocían las leyes fundamentales diseñadas bajo el patronaje militar. Estas constituciones daban a los negros el derecho a votar y a ocupar puestos públicos, además de abolir algunas instituciones penales arcaicas, como la prisión por deudas. La política llevada a cabo supuso, en muchos de estos Estados, la instauración de escuelas públicas, tanto para blancos como para negros. Varias universidades negras, como Howard o Fisk, comenzaron a funcionar.

Junto a estos elementos positivos había otros negativos, incluso muy negativos, que tienen que ver, una vez más, con el ambiente de corrupción. Dado que Washington estaba totalmente dominado por los grandes financieros del noreste, la reconstrucción del Sur tuvo que hacerse en mucho más tiempo. Esto fue así porque, normalmente, los banqueros de Nueva York exigían a los Estados del Sur descuentos que habitualmente eran del 75% sobre las emisiones de deuda de reconstrucción. Esto quiere decir, por lo tanto, que por cada 100 dólares que emitía un Estado del Sur para reconstruirse, en realidad recibía 25. El Norte ganó la guerra y tal, pero no puede decir que fuese muy solidario en la paz. Grant miraba, y callaba.

A todo esto hemos de añadir que todos estos gobiernos impuestos en los Estados del Sur fueron mucho más corruptos incluso que el gobierno federal, lo cual quiere decir que estuvieron formados o influidos por personas con muy pocos escrúpulos, que se llevaron hasta el último mango de las contratas públicas que consiguieron (o se inventaron), amén de otras tropelías. No es en modo alguno respetable ni un solo minuto de la existencia de Ku Klux Klan; pero sostener que su existencia, su crecimiento y su éxito en las sociedades sureñas de la posguerra se debe únicamente a la mentalidad cerril de los hombres del Sur es, por decirlo mal y pronto, no tener ni puta idea de Historia.

En mayo de 1870, las actuaciones del KKK y otras sociedades secretas eran ya suficientemente importantes como para que el Congreso tomase cartas en el asunto. Por la Force Act, se imponían multas muy duras y penas de cárcel para los incumplimientos de la décimo cuarta y décimo quinta enmiendas.

La evolución de las ideas de la gente, sin embargo, transcurre por caminos a menudo incognoscibles. Ya hemos dicho que en la raspada elección de Grant los republicanos, que se creían la polla de Montoya y verdaderamente esperaban gobernar sin oposición durante mil años, tuvieron un aviso, al que no hicieron caso. En las elecciones parlamentarias de 1870 tuvieron otro, puesto que el avance de los demócratas fue mucho más que visible. En 1871, para completar el pastel, los blancos sureños, y sus ideas, habían reconquistado el gobierno de Tennessee, Virginia, Carolina del Norte y Georgia. La respuesta de los republicanos fue aprobar en dicho año en el Congreso la Ku Klux Klan Act, por la que todos los actos de terrorismo contra hombres libres pasaron a ser jurisdicción de los tribunales federales (al estilo de la regulación española, que envía todos los temas de terrorismo a la Audiencia Nacional). También otorgó poderes al presidente para suspender el habeas corpus, decretar la ley marcial y enviar tropas a aquellas zonas que se encontrasen bajo presión terrorista.

La Force Act y la KKK Act provocaron el enjuciamiento de 7.000 blancos sureños. Muy pocos fueron a la cárcel, pero los ánimos parecieron tranquilizarse. Aun así, en 1871 Grant tuvo que decretar la ley marcial en nueve counties de Carolina del Sur, donde el KKK campaba por sus respetos.

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