lunes, junio 20, 2016

Estados Unidos (33)

Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.

Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson

Luego ha llegado el momento de contaros la guerra de 1812 y su frágil solución. Luego nos hemos dado un paseo por los tiempos de Monroe, hasta que hemos entrado en la Jacksonian Democracy. Una vez allí, hemos analizado dicho mandato, y las complicadas relaciones de Jackson con su vicepresidente, para pasar a contaros la guerra del Second National Bank y el burbujón inmobiliario que provocó.

Luego hemos pasado, lógicamente, al pinchazo de la burbuja, imponente marrón que se tuvo que comer Martin van Buren quien, quizá por eso, debió dejar paso a Harrison, que se lo dejó a Tyler. Este tiempo se caracterizó por problemas con los británicos y el estallido de la cuestión de Texas. Luego llegó la presidencia de Polk y la lenta evolución hacia la guerra con México, y la guerra propiamente dicha, tras la cual rebrotó la esclavitud como gran problema nacional, por ejemplo en la compleja cuestión de California. Tras plantearse ese problema, los Estados Unidos comenzaron a globalizarse, poniendo las cosas cada vez más difíciles al Sur, y peor que se pusieron las cosas cuando el follón de la Kansas-Nebraska Act. A partir de aquí, ya hemos ido derechitos hacia la secesión, que llegó cuando llegó Lincoln. Lo cual nos ha llevado a explicar cómo se configuró cada bando ante la guerra.

Comenzando la guerra, hemos pasado de Bull Run a Antietam, para pasar después a la declaración de emancipación de Lincoln y sus consecuencias; y, ya después, al final de la guerra e, inmediatamente, el asesinato de Lincoln.

Aunque eso no era sino el principio del problema. La reconstrucción se demostró difícil, amén de preñada de enfrentamientos entre la Casa Blanca y el Congreso. A esto siguió el parto, nada fácil, de la décimo cuarta enmienda. Entrando ya en una fase más normalizada, hemos tenido noticia del muy corrupto mandato del presidente Grant. Que no podía terminar sino de forma escandalosa que el bochornoso escrutinio de la elección Tilden-Hayes.

Los primeros meses de mandato de Rutherford Hayes nos vienen muy bien para seguir definiendo las características de la política normal y corriente. Esto es así porque si bien el presidente lo era gracias a garantizarle a los constructores sureños de las líneas de ferrocarril unas generosas subvenciones, ahora, desde la Casa Blanca, simple y llanamente, se olvidó de su promesa. En realidad, fue una venganza porque los aliados sureños del republicanismo no lograron agregar suficientes votos para garantizar una presidencia republicana del Congreso, pero eso no resta ni un adarme de condición miserable al gesto, por mucho que aquello no dejase de ser una partida de cartas entre pícaros.


El mantenimiento de un enfrentamiento entre el Congreso y la Casa Blanca, y dentro de la cámara, hizo pensar a muchas personas, y las que no lo pensaban acabaron haciéndolo a base de leer editoriales en periódicos de los amigos de Grant, que ni la reconstrucción del Sur estaba hecha ni, en realidad, estaba hecha la reconciliación y el renacimiento de la Unión. De alguna manera, la tarea sigue pendiente a día de hoy.

Hayes, a pesar de ser consciente del poder de los Stalwarts en la Administración, entró por la puerta de su nuevo despacho dispuesto a llevárselos por delante. No llevaba ni dos meses en el cargo cuando terminó su primera campaña ejecutiva, destinada a retirar las tropas de los Estados un día secesionistas; lo cual tiene su importancia en sí mismo, pero más lo tiene porque, por lógica, detrás del ejército se tuvieron que marchar los gobiernos de ocupación que aun quedaban. Acto seguido, unió fuerzas con los demócratas del Sur para cargarse en el Congreso la Force Act de 1870, y eso a pesar que el Supremo ya la había desbastado de sus principales regulaciones dirigidas a proteger el voto de los negros.

En términos generales, Rutherford Hayes es un presidente que no tiene grandes hechos que exhibir durante su mandato que lo hagan merecedor de ser un presidente conocido y citado (la mayoría de las personas, incluso dentro de los EEUU, no suele acordarse de él cuando citan a los presidentes); pero que, sin embargo, hizo gala de una capacidad de tomar decisiones y ejecutarlas que ya habrían querido para sí otros presidentes más pusilánimes. En el 1877, por ejemplo, se enfrentó a un gran movimiento huelguístico entre los trabajadores del ferrocarril, y cuando cuatro gobernadores le pidieron la intervención del ejército en el conflicto, no dudó en enviar tropas.

Esta capacidad ejecutiva hizo que, probablemente, su principal victoria durante su mandato fuese en el campo monetario. Tal fue la disciplina monetaria que decretó que en enero de 1879, la fecha en la que, en los términos de la Resumption Act, el Estado debía reembolsar los greenbacks en oro si su poseedor lo exigía, apenas tuvo que enfrentar pagos porque casi nadie ejerció la opción. Para entonces, aquellos títulos valían 100 centavos el dólar, esto es, habían recuperado todo su valor y en la calle equivalían a cualquier billete o moneda. De hecho, durante su mandato se produjo todo un movimiento nacional en favor de la libre acuñación de moneda de plata, que él combatió. En 1878, el presidente vetó la Bland-Allison Act, que era ya de por sí un proyecto de ley muy moderado que establecía una acuñación con límites. Los silverites, sin embargo, tenían tal mayoría en el Congreso que aprobaron la ley a pesar del veto. Aquel conflicto fue como la primera, e inofensiva, hormiguita que precede a la marabunta destructora. Tendremos que volver a hablar de los problemas monetarios de los EEUU.

El mandato de Hayes, sin embargo, terminó en 1881 sin haber logrado su gran objetivo: mutar el Sur demócrata en republicano. Lejos de ello, el Sur era más demócrata que nunca, lo cual quiere decir que aparecía como más de color blanco que nunca lo había hecho. Los republicanos, pues, fallaron a la hora de monopolizar la política estadounidense pero, en realidad, quien pagó el precio más alto fue el Sur. Los Estados un día secesionistas tenían, y tienen, problemas para asumir la idea de que la guerra civil ha terminado (este problema lo tienen otros en otros países también, por cierto); y, consecuentemente, cuando las armas hubieron de callar, adoptaron una táctica de razón aislacionista. En política, dicen los expertos, se pueden hacer muchas cosas, pero la única que no se debe hacer es irse; porque el que no está, no influye. Cada uno buscará donde quiera los responsables de que el siglo XX se haya cerrado sin resolver la cuestión catalana, y qué duda cabe que la larga noche del franquismo tiene mucho que ver; pero en la ausencia de soluciones en la primera mitad del siglo tiene mucho que ver el gesto de los diputados catalanes de irse de Madrid y montarse el chiringuito por ahí; porque si no estás donde se decide, tu gente podrá adorarte, pero eres, políticamente hablando, un mierda. Esta lección no la aprendió el Sur durante el medio siglo que siguió a la guerra civil, y su pérdida de peso específico en el país es evidente. Entre la fundación de la República y Lincoln pasaron 72 años, durante 50 de los cuales el presidente fue del Sur, por no citar los 60 durante los cuales el Supremo también estuvo presidido por un sureño. Pues bien: entre 1861 y 1912, más o menos el mismo periodo de tiempo pues, no hubo más sureño en la Casa Blanca que Andrew Johnson. En ese mismo periodo fueron nombrados 133 miembros del gobierno, de los cuales sólo 14 venían del Sur; de 31 jueces del Supremo, 7.

Pero, bueno. Alguno de mis lectores puede estar, probablemente, pensando al leer estas notas que de tanto perorar sobre la dialéctica Norte-Sur me estoy olvidando del tercer gran componente de la nación, el más conocido por los cinéfilos: el Oeste. You're gettin' right, bud.

En 1860, cuando la guerra civil estaba a punto de estallar, el Oeste americano estaba poblado por unos 225.000 indios y millones de búfalos que eran, literalmente, los cerdos de aquellas planicies, pues cumplían la labor de proveer al hombre de todo lo que necesitaba. Pero para entonces había ya 25.000 mormones en Utah, y alrededor de ellos unos 150.000 más (la inmensa mayoría, blancos) que se dedicaban fundamentalmente a la prospección, las pieles, esas cosas.

El hombre blanco había decidido en 1851 que su decisión de concebir el Oeste como una reserva para los indios había sido precipitada. Fue entonces cuando empezó a sellar tratos con las tribus que, básicamente, venían a significar que los indios se confinasen a parcelas de tierra cada vez más pequeñas. Pero aquello funcionó mal desde un principio, entre otras cosas porque la imaginería popular, y las películas, a menudo exageran el papel de los jefes indios. Éstos eran jefes, pero sobre muchos de sus “súbditos” ejercían un poder apenas nominal, lo cual quiere decir que firmar un acuerdo con ellos no significaba necesariamente que todos los indios lo fuesen a respetar.

Siempre había habido problemas. Pero en 1862, cuando la guerra civil se prolongó e hizo falta desplazar a las buenas tropas veteranas situadas en el Oeste hacia el teatro del conflicto, éstas fueron sustituidas por tropas muy bisoñas. Y entonces empezaron las guerras indias.

En 1867, pues, aquello llevaba cinco años ocurriendo, con una notable resistencia de los sioux en el norte y de los cheyenne en el sur, como principales enemigos. La prolongación de las guerras indias sirvió para convencer al Congreso de que el exterminio de aquellos pueblos le iba a salir demasiado caro. Porque, sí, aquellos tipos que luchaban por liberar a los negros estaban, al mismo tiempo, diseñando el exterminio de los indios. Cuestión de colores.

En 1868, el hombre blanco (y republicano), que quería dejar de meter pasta en la guerra india, diseñó nuevos tratados. Sin embargo, los indios eran difíciles de mantener dentro de los límites de sus nuevos territorios, como antes; con el tiempo, apareció el problema de los blancos inmigrantes, que también pretendían esas tierras, y se establecían en ellas. En la década de los setenta se produjeron decenas y decenas de batallas, entre ellas el 25 de junio de 1876, en Little Big Horn.

En paralelo, el Congreso libraba otra batalla contra un enemigo desarmado: el búfalo. Los constructores de líneas de ferrocarril bramaban contra lo que le hacían las estampidas de artiodáctilos a sus instalaciones, razón por la cual la caza de búfalos se convirtió en una lucrativa actividad complementaria al trazado de líneas. El famosérrimo Buffalo Bill Cody, de hecho, era uno de estos asalariados, y se hizo famoso por cargarse 4.000 búfalos en unos 550 días para la Kansas Pacific. En 1871, un tipo de Pensilvania encontró un método industrial para convertir la piel de búfalo en chaquetas elegantes, y entonces el bufalocidio creció logarítmicamente. En 1886, el National Museum encontró a los últimos 600 bisontes americanos, escondiditos en el Canadá como vulgares desertores de Vietnam.

Para entonces, los indios eran unos 200.000. En 1887, el Congreso aprobó la Dawes Act, que informaría la política respecto de los indios durante medio siglo. Esta ley daba a cada cabeza de familia residente en una reserva un total de 160 acres de cultivo. Pasados 25 años, el Estado garantizaba la propiedad total del terreno, así como nacionalidad estadounidense (no me digáis que esto segundo no tiene coña...) Os doy un dato de ésos que vienen bien en las discusiones de sobremesa de los domingos: los Estados Unidos dieron la nacionalidad estadounidense a todos los indios en 1924. Sí. Mil. Novecientos. Veinte. Y cuatro.

No cabe duda de que la ley Dawes era un paso humanitario importante, pues se pasaba de matar al indio a darle tierras. Pero tampoco nos secuestremos. Como los historiadores indios se han encargado de demostrar mejor que yo, aquel reparto estuvo manipulado, pues a los pieles rojas les tocaron las tierras menos productivas, mientras que el solomillo se le vendía a los colonos blancos. Por lo demás, fue una ley taimadamente diseñada para tratar con los indios no a escala de tribu, sino de individuo. En muchos casos, para empobrecerlos. Muchos indios, sin capacidad individual porque no eran granjeros, con las peores tierras por cultivar, carecieron de incentivos para prosperar. Por eso fue necesario, en 1934, aprobar la Reorganization Act, que restauró la propiedad colectiva y tribal. Con el tiempo, llegarían las autorizaciones de casinos y tal.

Las cosas cambiaban muy deprisa en aquel siglo XIX, y en ningún sitio cambiaban más deprisa que en California y aledaños. Durante muchas décadas, aquel lugar había sido visto como una excelente fuente de madera. Pero, con la industrialización, comenzó a adquirir importancia el hecho de que una tierra tuviese cobre, o zinc, o carbón, o petróleo. En el caso de California existía, además, el incentivo del oro y de la plata.

A principios del siglo XIX, un prospector de oro, de ésos de la bandejita para filtrar arena de los ríos, podía sacarse hasta 50 dólares diarios si el yacimiento era bueno. Pero a mediados de siglo esa fuente tan sencilla se había secado. California seguía petada de oro, pero ese oro ya no era tan fácil de obtener (hay toda una serie documental dedicada a los buscadores de oro en el canal Discovery Max; lo que se ve en ella viene a ser lo mismo, aunque con máquinas más potentes).

En 1848, prospectores en camino hacia California descubrieron trazas de oro en el noreste de Colorado. En 1858 se estableció la primera concesión en la región de Pikes Peak, muy cerquita de Denver. Un año y medio después, 100.000 tarados y borrachos estaban allí, al grito de Pikes Peak or Bust. En realidad, la mayoría terminaron Pikes Peak and Busted, porque aquello dio para más bien poco. Sin embargo, aquella masa de personal no se amilanó y, de hecho, siguió desplazándose conforme aparecían rumores de yacimientos de oro en otras partes de Colorado y Nevada. Las necesidades de todos aquellos tipos convirtieron Denver en una especie de Corte Inglés y labraron la prosperidad de la ciudad, con ello una clase media, y con ello una clase política que pudo reclamar la existencia del Estado de Colorado; que fue, efectivamente, aceptado en la Unión en 1876. Ésta es la razón de que sea conocido como The Centennial State, ya que fue admitido en la Unión el año que la Unión cumplía cien. Nevada había sido admitida en 1864.

Quede para la Historia el dato de que el yacimiento efectivamente más prolífico fue descubierto, precisamente, en Nevada. Fue en la primavera de 1860 y se conoce como yacimiento Comstock, en la montaña Davidson. En veinte años, Comstock vomitó 306 millones de dólares en oro, de los cuales la mitad fueron para cuatro hombres de negocios, liderados por John W. Mackay, que se lucraron gracias a que tenían el capital necesario para financiar maquinaria. El resto se lo llevaron unos 20.000 prospectores que se establecieron por allí. La existencia del yacimiento Comstock, de hecho, no es independiente de la decisión de darle a Nevada la categoría de Estado de la Unión; los políticos del Este no querían perder el control sobre eventuales yacimientos.

La progenie prospectora siguió expandiéndose incluso por territorios que entonces no eran los EEUU. Hablamos de las futuras Idaho y Montana en el norte; o de Nuevo México y Arizona por el sur. En 1874, para desgracia de los indios, se descubrió oro en las Black Hills de Dakota del Sur, que eran territorio sagrado para ellos. Deadwood, muy cerca de allí, se convirtió en la capital mundial de los buscadores bebedores, puteros y camorristas que se ven en las pelis del Oeste.

Pero, claro, si sois aficionados al cine del Oeste (en realidad, del Oeste y del Sur), ya sabréis que, a la hora de hablar de las riquezas y actividades que informaron aquellos tiempos, hay una que todavía no hemos citado:


Su Majestad, La Vaca.

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